LOS MOLINOS DEL GULF STREAM

Dieciocho horas después, el Centauro, que no había dejado de avanzar, entraba en la corriente del Gulf Stream, ciento veinte millas al norte de la isla de Madera, y, lo que más importaba, llegaba con un tiempo espléndido, ya que el ciclón había desaparecido desde el día anterior.

Como se sabe, el Gulf Stream es un río gigantesco que corre a través del océano Atlántico, sin confundir sus aguas con las del mar, que lo rodean por todas partes.

En ninguna otra parte del globo existe una corriente tan maravillosa. Tiene un curso más rápido que el Amazonas y más impetuoso que el Mississippi, y el caudal de estos dos ríos, juzgados como los más grandes del mundo, no equivale ni a la milésima parte del volumen de agua que conduce diariamente aquella corriente.

Este río del mar —como lo llaman con justicia los navegantes— tiene su origen en la inmensa agrupación de escollos y escolleras que constituyen el archipiélago de las islas de las Bahamas, en el mar de las Antillas; recorre todo el golfo de México, se lanza a través del océano Atlántico, sube primero hacia el norte, luego gira hacia el oeste, toca las costas de Europa, conservando intactas sus aguas cálidas que arrastra consigo en un trayecto de millares y millares de leguas.

—Ahora van a ver otro de los maravillosos inventos de nuestros científicos —dijo Holker apenas el Centauro se encontró en las aguas del Gulf Stream—: el aprovechamiento que los hombres del 2000 han logrado de esta corriente que hace cien años había sido pasada por alto. Parece imposible que los científicos de entonces no se hayan ocupado nunca de la inmensa fuerza que encierran estas aguas.

—¿Qué han hecho con este río del mar? —Preguntó Toby—. Me has hablado de molinos.

—Sí, es verdad, tío —respondió Holker.

—¿Para qué sirven?

—Tío —dijo Holker—, como usted sabe todas nuestras máquinas funcionan con electricidad, por lo tanto necesitamos una fuerza enorme para nuestros gigantescos dínamos. América del Norte tiene las famosas cataratas; la del Sur, sus numerosos ríos. Europa cuenta con pocos ríos y míseras cataratas, absolutamente insuficientes. ¿Qué han pensado entonces los científicos de ese continente? Recurrieron al océano y pusieron los ojos en el Gulf Stream. ¡Qué fuerza inmensa se podría sacar de ese río del mar! Han hecho construir enormes islas flotantes, hechas con chapas de acero, provistas de ruedas colosales parecidas a las de los antiguos molinos, y las remolcaron hasta el Gulf, anclándolas sólidamente. Hoy día hay más de doscientas escalonadas cerca de las costas europeas y otras tantas en México, encargadas de suministrar, casi sin gasto alguno, la fuerza necesaria para las fábricas de América Central y también las de las costas septentrionales de la Guayana, Venezuela, Colombia y Brasil.

—¿Y cómo se transmite esa fuerza? ¿Mediante cables aéreos?

—No, tío, con cables submarinos, parecidos a los que antiguamente usaban ustedes para la telegrafía transatlántica.

—¿Qué rapidez desarrolla la corriente del Gulf Stream? —preguntó Brandok.

—De cinco a ocho kilómetros por hora —respondió Holker.

—¿Y esas islas pueden resistir a los huracanes?

—Están sólidamente ancladas, y además, aunque se rompieran las cadenas, los hombres encargados de la vigilancia de los molinos no correrían ningún peligro, dado que esas islas, o mejor, esas grandes boyas, son insumergibles.

—¿Y cuánta fuerza puede suministrar cada una de ellas?

—Un millón de caballos de fuerza.

—¡Qué cosa no han utilizado estos hombres! —Exclamó Toby—. Hasta la corriente del Gulf Stream, a la que no le daban otra importancia que la de difundir un benéfico calor en las costas de Irlanda y Escocia. ¡Qué hombres! ¡Qué hombres!

—Señor Holker —dijo Brandok—, ¿ha sufrido alguna desviación la corriente del Gulf Stream en estos años?

—¿Por qué me hace esa pregunta?

—Porque en nuestra época se temía que la apertura del canal de Panamá pudiera producir algún desplazamiento en la corriente a causa del empuje provocado por las aguas del Pacífico.

—Ninguna, señor mío —respondió Holker—. ¿Quién podría hacer desviar semejante río que tiene un ancho que va de catorce a cuarenta kilómetros y una profundidad de setecientos metros?

—¿Entonces las costas inglesas continúan recibiendo los benéficos efectos del calor que despide la corriente?

—Si así no fuese, Irlanda, Escocia y aun Inglaterra se habrían transformado en tierras polares, ya que están en la misma latitud que Siberia.

—¡La isla número siete! —se oyó gritar en aquel instante.

—He aquí el molino más impresionante de Inglaterra —dijo Holker.

Habían salido apresuradamente de la galería, lo que podían hacer sin correr ningún peligro, dado que el mar ya estaba tranquilo. A tres o cuatro millas hacia el norte se divisaba una alta antena, que se levantaba sobre una torre de forma redonda pintada de rojo.

—La antena para la telegrafía aérea —dijo Holker.

—¿Todos los molinos tienen una? —preguntó Brandok.

—Sí, por precaución. Si una tempestad arrastra a la isla flotante, se avisa a la estación más cercana con un despacho y los más poderosos remolcadores disponibles acuden para llevarla a su lugar.

El Centauro, que avanzaba veloz, ayudado también por la corriente del Gulf Stream, que se desplazaba en su misma dirección, y que en aquel sitio corría a tres millas y media por hora, en poco tiempo se encontró en las aguas del molino número siete.

Como Holker ya había dicho, era una enorme boya hecha con chapas de acero, de forma circular, con una circunferencia de cuatrocientos metros, dotada en el centro de cuatro inmensas ruedas que la corriente hacía girar con notable velocidad.

Entre las ruedas se levantaban cuatro habitaciones, todas de hierro y con un solo piso, dotadas de pararrayos, destinadas una como depósito de víveres y las otras a los guardianes.

Cuatro escalerillas llegaban hasta el mar, y cada una de ellas estaba provista de una grúa que sostenía un bote.

Los guardianes, una docena de personas, viendo acercarse a la mutilada nave voladora, se habían apresurado a preguntar si necesitaban alguna ayuda.

Cuando recibieron una respuesta negativa invitaron a los viajeros a subir a la isla y visitar sus habitaciones y la maquinaria destinada a transmitir a Inglaterra la fuerza producida por las gigantescas ruedas.

La minúscula isla estaba escrupulosamente limpia. Había pequeñas calles flanqueadas por cajas de hierro llenas de tierra en las que maduraban coliflores, zapallos, zanahorias y otros vegetales comestibles, y donde terminaban de secarse, colgados de cuerdas, grandes pescados recogidos en la corriente.

—¿Cómo están? —preguntó Brandok a uno de los guardianes que les servía de guía.

—Muy bien, señor.

—¿No se aburren en este aislamiento?

—Para nada, señor. Siempre hay algo que hacer aquí, y además nos dedicamos a la caza y a la pesca, ya que vienen aquí numerosos pájaros marinos que nos suministran unos asados excelentes. Además, todos los meses el gobierno inglés nos manda una nave para proveernos de víveres y de todo lo que necesitamos. Como si eso fuera poco, todos los años tenemos un mes de vacaciones, que pasamos en nuestra patria. ¿Qué más podemos desear?

—¿Y las tempestades?

—¡Oh!, nos reímos de ellas; no turban para nada nuestros sueños.

Los tres amigos se quedaron algunas horas en la gran isla flotante y vaciaron algunas botellas con los guardianes; después, hacia las cuatro de la tarde, el Centauro reemprendió su carrera hacia las costas de Europa para desembarcar al bandido en la ciudad submarina de Escarios.