V
Junto a la fosa rectangular que iba devorando con cada nueva palada de tierra los restos corrompidos de quien hasta hacía poco presentaba el aspecto de un efebo, Francesco Monterga no podía evitar una caótica sucesión de recuerdos. De la misma forma que la evocación de un hijo remite a la rememoración del padre, Francesco Monterga pensaba ahora en su propio maestro, Cosimo da Verona. De él había aprendido todo cuanto sabía y de él había heredado, también, todo lo que ignoraba. Y, en efecto, Francesco Monterga parecía mucho más obsesionado por todos aquellos misterios que no había podido develar que por el puñado de certezas del que era dueño. Pero lo que más lo atormentaba, lo que nunca había podido perdonarse, era el vergonzoso hecho de haber permitido que su maestro muriera en prisión, a la que fue llevado por las deudas. Preso, viejo, ciego y en la más absoluta indigencia, ningún discípulo, incluido él mismo, había tenido la generosidad de pagar a sus acreedores y sacarlo de la cárcel. Pero el viejo maestro Da Verona, lejos de convertirse en un misántropo corroído por el resentimiento conservó, hasta el día de su muerte, la misma filantropía que siempre lo guió. Hasta había tenido la inmensa generosidad de dejar en manos del por entonces joven Francesco Monterga su más valioso tesoro: el antiguo manuscrito del monje Eraclius, el tratado Diversarum Artium Schedula. Sin dudas, aquel manuscrito del siglo IX excedía con creces el monto de su deuda; pero nunca iba a permitir que acabara en las miserables manos de un usurero. Antes que eso, prefería morir en su celda. Y así lo hizo. Según le había revelado Cosimo da Verona a Francesco Monterga el día en que le confió el tratado, aquel manuscrito contenía el secreto más buscado por los pintores de todos los tiempos, aquel arcano por el que cualquier artista hubiese dado su mano derecha o, más aún, lo más valioso para un pintor: el don de la vista. En ese manuscrito estaba el preciado Secretus coloris in status purus, el mítico secreto del color en estado puro. Sin embargo, cuando Francesco Monterga leyó con avidez el tratado y rebuscó una y otra vez en el último capítulo, Coloribus et Artibus, lejos de encontrarse como esperaba con la más preciosa de las revelaciones, sí se topó con una inesperada sorpresa. Pues en lugar de una explicación clara y sucinta de ese secreto no había otra cosa que un largo fragmento de Los Libros del Orden de San Agustín, en cuyas líneas se intercalaban series de números sin arreglo aparente a orden alguno. Durante más de quince años intentó Francesco Monterga descifrar el enigma sin conseguir dilucidar algún sentido. El maestro atesoraba el manuscrito bajo siete llaves. El único al que confió la existencia del tratado fue Pietro della Chiesa.
Su discípulo había aprendido el oficio muy rápidamente. La temprana maestría que revelaba aquel remoto primer grabado era un pálido anticipo de su potencial. En doce años de estudio junto a su maestro, según todas las opiniones, había superado en talento a Taddeo Gaddi, el más reconocido alumno de Giotto, quien permaneció veinticuatro años bajo la tutoría del célebre pintor.
Pietro se había convertido con los años en un joven delgado, alegre y disciplinado. Tenía una mirada inteligente y una sonrisa afable y clara. Su pelo ensortijado y rubio contrastaba con aquellos ojos renegridos, profundos y llenos de preguntas. Hablaba con una voz suave y un decir sereno, y había heredado aquel leve amaneramiento de su maestro, despojado sin embargo de toda afectación. Conservaba los mismos rasgos que tenía de niño, ahora estilizados por la pubertad, y llevaba su inusual belleza con cierta timidez.
A su disposición natural para el dibujo se había sumado el estudio metódico de la geometría y las matemáticas, las proporciones áureas, la anatomía y la arquitectura. Podía afirmarse que era un verdadero florentino. El manejo impecable de las perspectivas y los escorzos revelaban una perfecta síntesis entre la sensibilidad nacida del corazón y el cálculo minucioso de las fórmulas aritméticas. Francesco Monterga no podía disimular un orgullo que le henchía el pecho ante los elogiosos cometarios de doctos y profanos acerca del talento de su discípulo. Pero como correspondía a su austera naturaleza despojada de toda arrogancia, Pietro conocía sus propias limitaciones; podía admitir que, no sin muchos esfuerzos, había logrado dominar las técnicas del dibujo y el manejo de las perspectivas. Sin embargo, a la hora de aplicar los colores su aplomo se desvanecía frente a la tela y su pulso seguro con el lápiz se volvía vacilante e indeciso bajo el peso del pincel. Y pese a que sus tablas no revelaban sus íntimas incertidumbres, el color constituía para él un misterio indescifrable. Si todas las virtudes del futuro pintor que podía exhibir Pietro eran obra de la paciente enseñanza de su maestro, con la misma justicia había que admitir también que las fisuras en su formación eran responsabilidad de Francesco Monterga. Y a decir verdad, quizá sin advertirlo, el maestro florentino había instalado en el espíritu de su discípulo sus mismas carencias y obsesiones.
Ya era un hombre viejo, pero Francesco Monterga no se resignaba a morir sin poder develar el secreto del color. Quizá su aprendiz, joven, inteligente y profundamente inquieto, pudiera ayudarlo a resolver el enigma. Juntos, encerrados en la biblioteca, pasaban noches enteras releyendo y estudiando, una y otra vez, cada uno de los dígitos que se mezclaban con el texto de San Agustín y que no parecían responder a una lógica inteligible.
En el momento de la tragedia, Pietro della Chiesa estaba a punto de completar su formación y convertirse, por fin, en pintor. Y sin dudas, en uno de los más brillantes que hubiera dado Florencia. De modo que todos podían comprender el desconsuelo de Monterga, por momentos rayano con el patetismo. Se diría que el maestro florentino veía cómo se evaporaban ante sus ojos las esperanzas de vindicar sus propias frustraciones en la consagración de su hijo de oficio.