VI

Mientras asistía a la atroz ceremonia de los enterradores echando paladas de tierra húmeda sobre el lastimoso ataúd, Francesco Monterga mantenía la expresión abstraída de quien se concentra profundamente en sus pensamientos. El prior Severo Setimio, la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el pecho, con sus pequeños ojos de ave moviéndose de aquí para allá, escrutaba a cada uno de los deudos. Su vocación siempre había sido la de sospechar. Y eso era, exactamente, lo que estaba haciendo. Su presencia en los funerales de Pietro della Chiesa no tenía por propósito elevar plegarias por el alma del muerto ni rendirle el póstumo homenaje. Si durante los primeros años de Pietro el otrora inspector arzobispal se había convertido en su más temible pesadilla, ahora, dieciséis años después, parecía dispuesto a acosarlo aún hasta el más allá.

Quiso el azar o la fatalidad que la comisión ducal constituida para investigar la oscura muerte del joven pintor quedara presidida por el viejo inquisidor infantil, Severo Setimio. Más calvo y algo encorvado, todavía conservaba aquella misma mirada suspicaz. El prior no manifestaba pesar alguno; al contrario, su antiguo recelo hacia el preferido del abate Verani parecía haberse ahondado con el paso del tiempo. Tal vez porque no había tenido la dicha de poder enviar al pequeño Pietro a la casa dei morti, a causa quizá de este viejo anhelo incumplido, por paradójico que pudiera resultar, todas sus sospechas parecían dirigirse a la propia víctima. Los primeros interrogatorios que hizo giraban en torno a una pregunta no pronunciada: ¿qué terrible acto había cometido el joven discípulo que pudiera ocasionar ese desenlace?

A la derecha del prior, con la vista perdida en un punto incierto situado por sobre las copas de los pinos, estaban los otros dos discípulos, Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Los ojos huidizos de Severo Setimio se habían posado ahora sobre este último, un joven longilíneo de pelo lacio y tan rubio que, envuelto en la claridad de la mañana, presentaba la apariencia de los albinos. De hecho, el prior no alcanzaba a determinar si su expresión lacrimógena y congestionada era producto de la aflicción por la muerte de su condiscípulo o si, molesto por el sol oblicuo que empezaba a darle de lleno en el rostro, no podía evitar la sucesión de muecas acompañadas de lágrimas y humores nasales.

El prior Severo Setimio, durante sus primeras indagaciones, supo que Hubert van der Hans había nacido en la ciudad de Maaselk, en Limburgo, cerca del límite oriental de los Países Bajos. Su padre, un próspero comerciante que exportaba sedas de Flandes a Florencia, había descubierto la temprana vocación del primogénito por la pintura. De modo que decidió presentar a su hijo a los más prestigiosos maestros flamencos, los hermanos Greg y Dirk van Mander. Siendo un niño de apenas diez años, Hubert llegó a convertirse en el más adelantado de los aprendices de los hermanos de Flandes. Su intuición para preparar colores, mezclar los componentes del temple, los pigmentos y barnices, e imitar con precisión las tonalidades de las pinturas antiguas, le auguraba un futuro venturoso al abrigo del mecenazgo de Juan de Baviera. Diez años permaneció Hubert en el taller de los hermanos Van Mander. Pero los vaivenes financieros del negocio de las sedas obligaron a que la familia Van der Hans se trasladara a Florencia: ahora resultaba mucho más rentable importar los paños vírgenes de Flandes, utilizar las nuevas técnicas florentinas de teñido y luego exportar de nuevo el producto final a los Países Bajos y otros reinos. Una vez instalados en Florencia, por recomendación del duque de Volterra, el padre de Hubert decidió que su hijo se incorporara como aprendiz al taller del maestro Francesco Monterga, para que no perdiera la continuidad de sus estudios.

Dirk van Mander se lamentaba amargamente ante quien quisiera oírlo, alegando que la deserción de Hubert significaba una verdadera afrenta; no solamente porque el pintor florentino lo despojaba de su discípulo dilecto, sino porque, además, aquel hecho constituía un nuevo paso en la guerra sorda que libraban desde antaño.

En efecto, entre el maestro Monterga y el menor de los hermanos Van Mander había crecido una rivalidad que, de algún modo, sintetizaba la disputa por la supremacía de la pintura europea entre las dos grandes escuelas: la florentina y la flamenca. No eran los únicos. Otros muchos estaban enzarzados en una guerra cuyo botín lo constituían los mecenas, príncipes y duques, los discípulos y los maestros, los nobles retratados y los nuevos burgueses con vanidades patricias y ansias de posteridad, los muros de los palacios y los ábsides de las iglesias, los panteones de la corte borgoñona y los recintos papales. Y en esa guerra antigua, a la que Monterga y Van Mander se habían sumado tiempo atrás, los combatientes pergeñaban alianzas y estrategias, recetas del color y técnicas secretas, métodos de espionaje y sistemas de ocultamiento y encriptación de fórmulas. Se buscaban textos antiguos y se atesoraban manuscritos de sabios auténticos y alquimistas dudosos. Todo era un territorio en disputa que unos y otros pretendían dominar en un combate en el que luchaban armados con pinceles y espátulas, mazas y cinceles. Y quizá, también con otras armas.

El prior Severo Setimio no ignoraba que tanto en Florencia como en Roma, en Francia y en Flandes, tuvieron lugar extraños acontecimientos: Masaccio murió muy joven, envenenado en 1428, bajo circunstancias nunca esclarecidas. Muchas suspicacias había en torno a la trágica muerte de Andrea del Castagno y, según algunas versiones razonablemente dudosas, su asesino fue Domenico Veneziano, discípulo de Fra Angélico. Otros rumores, más oscuros y menos documentados, que habían llegado a oídos del prior, hablaban de varios pintores muertos a causa de sospechosos envenenamientos atribuidos al descuido en el uso de ciertos pigmentos que, como el blanco de plomo, podían resultar mortíferos. Sin embargo, los escépticos tenían sus fundamentos para dudar.

En medio de esta silenciosa beligerancia que parecía no tener límites, el joven Hubert van der Hans se había convertido en una involuntaria prenda de guerra. Según había podido establecer en sus breves interrogatorios el prior Severo Setimio, las relaciones entre el discípulo flamenco y Pietro della Chiesa nunca habían sido demasiado amables. Desde el día en que el nuevo aprendiz cruzó la puerta del taller, el «primogénito», por así llamarlo, no pudo evitar un contradictorio sentimiento. Se diría que experimentó los celos naturales que sentiría un niño ante el nacimiento de un hermano; sin embargo, se encontraba ante la paradoja de que el nuevo «hermano» era dos años mayor que él. De modo que ni siquiera le quedaba el consuelo de la autoridad a la que tiene derecho el primogénito sobre el benjamín. De hecho, el «benjamín» excedía su modesta estatura en casi dos cabezas, y su voz gruesa y su aire mundano, su acento extranjero, sus vestiduras caras y un poco exóticas y su evidente superioridad en el manejo del color, habían dejado muy pronto a Pietro en inferioridad de condiciones a los ojos de Francesco Monterga. Sufría en silencio. Lo aterrorizaba la idea de perder lo poco que tenía: el amor de su maestro. De un día para el otro su vida se había convertido en un sordo calvario.

Por otra parte, no podía evitar sentir que el enemigo había entrado en su propia casa. Pietro della Chiesa había crecido escuchando las maldiciones que Francesco Monterga lanzaba contra los flamencos. Cada vez que llegaba la noticia de que un florentino se había hecho retratar por un pintor del norte, el maestro bramaba de furia. Había calificado de traidor al cardenal Albergati, el enviado del papa Martín V, por haber posado en Brujas para Jan van Eyck. Repudiaba al matrimonio Arnolfini por haberse hecho retratar, también, por el miserable flamenco, y deseaba a su descendencia la más bochornosa bancarrota, mientras le dedicaba los insultos más iracundos.

Por esta razón, lejos de entender la nueva «adquisición» de Francesco Monterga como una pieza capturada al enemigo, Pietro della Chiesa no conseguía explicarse por qué peregrino motivo su maestro le revelaba los más preciados secretos de su arte a quien había sido protegido de su acérrimo rival. Lo cierto es que, además del malicioso placer de exhibir el trofeo arrebatado, Francesco Monterga recibía de manos del padre de Hubert una paga más que generosa.

Al maestro florentino no le alcanzaban las palabras para abominar de los flamencos. Se desgañitaba condenando a los nuevos ricos de los Países Bajos, cuyo mecenazgo había rebajado la pintura a sus misérrimos criterios estéticos. Señalaba la pobreza del uso de la perspectiva, sustentada en un solo punto de fuga. Deploraba la tosquedad en el empleo de los escorzos, que en su opinión apenas si quedaba disimulada por un detallismo tan trabajoso como inútil, y que reemplazaba la espiritualidad propia de la pintura por la ostentación doméstica que caracterizaba a la burguesía. Sin embargo, decía, los nuevos mecenas retratados no podían disimular su origen: debajo de los lujosos ornamentos, los fastuosos ropajes y oropeles, podía verse el calzado del hombre común que debía desplazarse a pie y no a caballo o en litera como lo hacía la nobleza. Así lo testimoniaba la pintura de Van Eyck: el marido del matrimonio Arnolfini, aunque se hiciera pintar rodeado de boatos, sedas y pieles, aparecía posando con unos rústicos zapatos de madera.

Sin embargo, detrás de la iracundia verbal de Francesco Monterga se ocultaba un resentimiento construido con la cal de la envidia y la argamasa de la inconfesable admiración. Cierto era que los nuevos mecenas eran burgueses con pretensiones aristocráticas; pero no era menos cierto que su noble benefactor, el duque de Volterra, apenas si le daba unos míseros ducados para preservar las apariencias. Su «generosidad» no alcanzaba para impedir que el viejo maestro Monterga se viera obligado a trabajar, casi como un albañil, en las remodelaciones del Palacio Medici. Cierto era, también, que Francesco Monterga poseía un oficio inigualable en el uso de las perspectivas, y que sus técnicas de escorzo obedecían a secretas fórmulas matemáticas guardadas celosamente en la biblioteca. Por conocerlas, incluso el más talentoso de los pintores flamencos hubiese dado todo lo que tenía. Pero también era cierto que el mejor de sus temples se veía opaco frente a la luminosidad de la más torpe de las tablas pintadas por Dirk van Manden. Las veladuras de sus colegas de los Países Bajos dimanaban un realismo tal, que se diría que los retratos estaban animados por el soplo vital de los mortales.

Francesco Monterga no dejaba de preguntarse con qué secreto compuesto mezclaban los pigmentos para que sus pinturas tuvieran semejante brillo inalterable. Íntimamente se decía que estaba dispuesto a dar su mano derecha por conocer la fórmula. Pietro della Chiesa lo había escuchado musitando esa frase y no podía menos que sonreír amargamente cada vez que se la oía pronunciar: su maestro solía decirle con frecuencia que él era su mano derecha.

Fiel a su aprendizaje en Flandes, Hubert no tenía una noción demasiado sutil de las perspectivas y los escorzos. El aprendiz flamenco dibujaba sin orden o cálculo matemático alguno ni punto de fuga que pudiera inferirse en algún lugar de la tabla. Era dueño de un espíritu de fina observación, pero los resultados de su trabajo eran unos bocetos caóticos, plagados de líneas emborronadas con el canto del puño, cosa que enfurecía al maestro Monterga. Sin embargo, a la hora de aplicar el color, aquel esbozo enredado en sus propios trazos iba cobrando una gradual armonía que reposaba en la lógica de las tonalidades antes que en la de las formas. Al contrario que Pietro della Chiesa, a cuyas condiciones naturales para el dibujo se habían sumado el estudio sistemático y disciplinado de las ciencias y la lectura de los antiguos matemáticos griegos, Hubert van der Hans suplía su escaso talento para con el lápiz con su innata intuición del color y la indudable buena escuela de su maestro del norte. Algo que Pietro no podía más que envidiar.

Por su parte, Hubert van der Hans no mostraba la menor estima por su condiscípulo. Solía burlarse de su voz aflautada y su escasa estatura, y lo atormentaba llamándolo la bambina. Rojo de furia, con las venas del cuello a punto de estallar, al pequeño Pietro, considerando las dimensiones de su oponente, no le quedaba otra alternativa que esconderse a llorar.

El día anterior a la desaparición de Pietro della Chiesa, el maestro Francesco Monterga había sorprendido a sus dos discípulos discutiendo acaloradamente. Y pudo escuchar cómo Hubert, señalándolo con el índice, lo instaba a guardar cierto «secreto» o asumir las consecuencias. Cuando los interrogó, no consiguió sacarles una palabra y dio el asunto por concluido, en la convicción de que aquello no era más que una de las habituales peleas infantiles a las que ya estaba acostumbrado.