IV

En el principio fue el Oleum Pretiosum, y luego Greg hizo las tinieblas que se abrían en el haz del abismo, y lo llamó Negro.

El Espíritu de Greg se movía sobre el haz del abismo. Y dijo Greg: sea el Azul: y fue el Azul. Y, sin verlo, supo que el Azul era bueno.

Y apartó Greg la luz de las tinieblas. Y dijo Greg: hágase el Amarillo. Y fue el Amarillo.

Y así creó, también, el Rojo.

Y el Rojo era bueno.

Greg, otra vez dueño y señor de su universo, hacía y deshacía según su voluntad y, ciego como era, envuelto en sus íntimas tinieblas, creaba colores que ni siquiera podía ver. Sentado en su trono, la barba cayendo sobre su pecho ancho, con el índice extendido tocaba esto o aquello y todo lo transformaba en color. Como un Midas de la luz, convertía los más toscos minerales, las tierras más pisoteadas, las osamentas calcinadas de las bestias, en colores nunca vistos, al solo contacto del mágico Oleum Pretiosum.

Y dijo Greg: haya Blanco.

Vertió la última parte que quedaba en el fondo del frasco sobre la paleta, y le agregó el fino molido del blanco de plomo. Entonces, al mezclarse con el barniz, que se diría milagroso, se produjo lo indecible. Fátima y Dirk pudieron comprobar la afirmación de Aristóteles acerca de que el blanco era la suma de todos los colores y todas las sensaciones. Si el negro era la ausencia pura, el blanco era la suma total. Conforme el Oleum Pretiosum se apoderaba del polvo de plomo, una cantidad infinita de destellos de incontables tonalidades empezó a surgir de la mezcla. Con los ojos alucinados, Dirk y Fátima vieron cómo aquellas refulgencias iban formando imágenes concretas y a la vez inaprehensibles. Estaban viendo Todo. Estaban siendo testigos de la Historia del Universo. Si el blanco era la luz, si la luz se eternizaba en su derrotero por el Cosmos, aquel blanco era la síntesis de todas las imágenes del mundo sobre la acotada superficie de la paleta. Confirmando el testimonio del monje Giorgio Luigi di Borgo, que aseguraba haber visto el mítico Aleph, igual que él, en ese blanco que atesoraba la luz de todos los acontecimientos, Fátima y Dirk pudieron ver aquello mismo que escribiera el poeta de Borgo: «Vi el pulposo mar, vi el alba y la tarde (…), vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó. (…) vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de mi mano (…) sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo».