IV

La última vez que Giovanni Dinunzio vio a Francesco Monterga fue la tarde en que presenció cómo el maestro salió corriendo tras Hubert van der Hans. Aunque luego de una o dos horas, antes de que cayera el sol, escuchó que se abría la puerta y distinguió el paso de Francesco subiendo la escalera. Giovanni permanecía en el taller preparando una tabla y, desde allí, oyó las pisadas, primero en la biblioteca y luego, sobre su cabeza, en el altillo. No llegó a verlo, pero creyó percibir que recorría la cocina y después volvía a bajar la escalera hacia la calle. Aseguró haber escuchado cómo se cerraba la puerta. Nunca más volvió a saber de él.

Lo que nunca supo Giovanni fue el descubrimiento que hiciera Francesco Monterga en el altillo. Luego del bochornoso episodio que protagonizara con su maestro en la biblioteca, aquel que accidentalmente presenciara Pietro della Chiesa antes de su muerte, Giovanni quedó sumido en una vergüenza de la que nunca se pudo liberar. De hecho, a partir de ese día se prometió no entrar jamás en ese recinto y evitar cualquier situación que lo enfrentara, a solas, con Francesco Monterga. Sin embargo, su ingobernable compulsión hacia los narcotizantes efluvios del aceite de adormideras lo obligaba a ceder a las repulsivas apetencias de su maestro. En esas ocasiones Francesco Monterga, luego de someterlo a prolongadas abstinencias que lo dejaban al borde de la desesperación, y sumergido en un mundo tenebroso hecho de temblores, sudores helados, insomnios interminables y pensamientos aciagos, le prometía el ansiado elixir a cambio, desde luego, de aquellos favores que había presenciado Pietro. Giovanni sentía una profunda repugnancia por su viejo maestro. Y muchas veces hubiese querido verlo muerto. Pero, para su propia desgracia, no podía evitar depender de su nefasta persona. O, más bien, de aquello que él le proveía.

Giovanni había llegado a sentir un sincero afecto por su condiscípulo, Pietro della Chiesa. Y no terminaba de comprender cómo aquel muchacho frágil, sensible y talentoso podía guardar un sentimiento de cariño filial hacia ese anciano despreciable. No se explicaba cómo no podía ver cuánta abominable miseria guardaba su sombrío corazón. Tuvo que comprobarlo con sus propios ojos el día que los descubrió en la biblioteca. Dios sabía cuánto lamentaba Giovanni la muerte del pequeño Pietro. Y cuando veía cómo Francesco Monterga derramaba sus histriónicas lágrimas de desconsuelo frente a los ojos de quien quisiera verlo, no podía entender cómo cabía tanta hipocresía en un solo cuerpo. Nadie más interesado que Francesco Monterga en que aquel episodio se mantuviera en silencio, más aún luego de los crecientes rumores que empezaban a escucharse en torno a sus inclinaciones. Giovanni no tenía dudas de que Francesco Monterga había matado a Pietro della Chiesa. Hubiera querido denunciarlo; sin embargo, su maestro lo tenía prisionero de su propia e irrefrenable necesidad. De modo que, a su pesar, decidió llamarse a un cobarde silencio. No quería enterarse de nada más. Resolvió cerrar los ojos, taparse los oídos y clausurar su boca. Aceptaba su triste destino con el único consuelo que significaba pintar. Si algo todavía lo mantenía aferrado al borde de la cornisa era la pasión por la pintura.

Por Hubert van der Hans no sentía más que una honda indiferencia. Recibía las ofensas del flamenco con estoica impasibilidad. Las veladas alusiones a su origen provinciano, al raso linaje de su familia y su mustio árbol genealógico lo tenían sin cuidado. No tenía nada de que avergonzarse. Pero no podía evitar una interna rebelión cada vez que veía con qué hirientes modos se dirigía el flamenco a Pietro della Chiesa. Escuchaba con cuánta impune malicia lo llamaba la bambina, aprovechándose de su frágil constitución y de su indefensa estatura. Cuántas veces había estado Giovanni a punto de tomar por el cuello a Hubert y sugerirle que tuviera la valentía de enfrentar a alguien de su tamaño. Pero sabía que sería mayor la humillación para el pequeño Pietro. Por otra parte, Giovanni no ignoraba la sospechosa curiosidad de Hubert por los recónditos meandros de la biblioteca. Veía cómo iba y venía a espaldas de Francesco Monterga y cómo se escabullía hacia el recinto cada vez que el maestro se distraía. Pero todo esto le era por completo indiferente. Nada le importaban ni la miserable existencia de Francesco Monterga ni las oscuras intrigas de Hubert. Lo único que quería Giovanni era pintar. Y que no le faltara aquello de lo cual no podía prescindir. E intentaba sobrellevar los amargos tragos de los favores que le exigía su maestro a cuenta de su infinita bondad.

Y a eso se limitaba su existencia.

El día en que desaparecieron Francesco Monterga y Hubert van der Hans, supo que estaba en problemas. Sabía que hacía falta un culpable y que el culpable estaba en el taller. De modo que, siendo él el único sobreviviente de la inexplicable tragedia, no quedaba otra alternativa. Cuando decidió dar aviso a la comisión ducal, tenía la certeza de estar cavando la fosa que habría de sepultarlo.