VII
Entre el gentío del mercado encontró a Hubert. Pero fue demasiado tarde. Ahora bien, si Francesco Monterga había perdido la carrera contra el reloj en las breves calles que lo separaban del Ufficio Postale, todavía podía llegar a Brujas antes que la carta. Sólo que aún le quedaba un trabajo por delante. Y lo hizo. Con apuro y cierta desprolijidad. Pero lo hizo.
El viaje fue largo y contrariado. Con la misma perseverante voluntad que gobierna a las brújulas, Francesco Monterga emprendió camino hacia el norte. Siempre hacia el norte. A pie, a lomo de mula, a caballo, por agua y por tierra, remontando ríos y montañas, siguiendo la ruta tortuosa y escarpada de los Alpes, con el férreo y obstinado empeño que mueve los salmones contra la corriente, el maestro florentino se propuso llegar a Brujas antes que la carta. De Florencia llegó a Bolonia y de Bolonia a Verona, donde se encontró con el muro de los Alpes. Cuando alcanzó el valle del Adige llegó hasta Innsbruck. En Estrasburgo alcanzó las anheladas márgenes del Rhin.
A bordo de un paquebote moroso y crujiente que parecía siempre a punto de encallar, una barcaza enclenque abarrotada de almas que huían de la ley o de la guerra, del hambre o de la injusticia o simplemente del tedio, Francesco Monterga avanzaba hacia el norte. Siempre hacia el norte. Si la carta seguía la ruta marítima que unía el collar de perlas que se iniciaba pasando antes por Génova y por Marsella, por Barcelona, Cartagena y desde allí, por la estrecha puerta de Gibraltar, alcanzar el Atlántico, si la nota debía acariciar el borde amable de Portugal, doblar la esquina recta de la Coruña y, rumbo al norte, alcanzar Normandía, y hacerse del Canal de la Mancha para, por fin, arribar a los Países Bajos, Francesco Monterga ganaba terreno a través de los valles interiores, las montañas y los ríos, siempre en línea recta. Siempre hacia el norte.
Acompañado de aquellos que hablaban el idioma del silencio o el de las armas, se contagió el dolor y la desesperanza, la fiebre y la épica, se curó y volvió a enfermarse. Contrajo fiebres de todos los colores conocidos y también de las otras. Tuvo que defender su honor a punta de cuchillo en compañía de ladrones y desterrados. Y descubrió que no era más ni menos que ellos. Lo hirieron y también él hundió el metal en la carne. Y por primera vez no se sintió un cobarde. Por primera vez mató con honra, dando la puñalada franca, cara a cara con su contendiente. Por primera vez no mataba a traición y por sorpresa. Por primera vez no asestaba el golpe artero en el centro de la candidez de un joven indefenso. Por primera vez no tenía que ocultar la marca de su autoría, ni desollar el rostro, ni derramar lágrimas de simulado dolor.
Y así Francesco Monterga llegó por fin a Brujas, limpiando con sangre la sangre que había en sus manos.