A principios de la década de 2010 caí en la cuenta de que ya no veía a nadie de mi edad. Estaba rodeado de personas veinte o treinta años más jóvenes que yo. Mi novia había nacido el año de mi primera boda. ¿Dónde se había metido la gente de mi generación? Su desaparición había sido progresiva: la mayoría andaban ocupados con el trabajo y los niños; un día habían dejado de salir de la oficina o de casa. Como yo cambiaba a menudo de dirección y de teléfono, mis viejos amigos ya no me localizaban; a veces, algunos morían; no podía evitar pensar que quizá estas dos tragedias estaban relacionadas (cuando no me veían, la vida se detenía). A lo mejor la escasez de contemporáneos en mi entorno tenía otra explicación: huía de mi reflejo. Las mujeres de cuarenta años me angustiaban con sus neurosis, idénticas a las mías: celos de la juventud, el corazón endurecido, complejos físicos irresolubles, miedo a volverse infollables, o a serlo ya. En cuanto a los hombres, no paraban de dar la lata con recuerdos de viejas fiestas, bebían, comían, engordaban y se les caía el pelo mientras se quejaban todo el rato de su mujer o de su soltería. En la mitad de la vida, la gente sólo hablaba de dinero, sobre todo los escritores.
Me había convertido en un auténtico gerontófobo. Había inventado un nuevo tipo de apartheid: sólo me sentía bien al lado de seres de quien podía ser el padre. La compañía de los adolescentes me obligaba a esforzarme con el vestuario, me forzaba a adaptar mi lenguaje y mis referencias culturales: me despertaba, me galvanizaba, me devolvía la sonrisa. Para saludar tenía que deslizar la palma de la mano sobre la de mis jóvenes interlocutores, luego cerrar el puño para chocarlo con el suyo y, por último, golpearme el lado izquierdo del pecho. Un simple apretón de manos habría delatado la diferencia generacional. Asimismo, tenía que evitar las bromas pasadas de moda, por ejemplo no decir que remaba como Gérard d’Aboville («¿Como quién?»). Cuando me cruzaba con antiguos compañeros de clase, no los reconocía; sonreía con educación y emprendía enseguida la huida: definitivamente, los seres de mi edad eran demasiado viejos para mí. Evitaba escrupulosamente salir a cenar con parejas casadas. Todas las obligaciones burguesas me daban miedo, en particular las reuniones de cuadragenarios en pisos de color topo con velas perfumadas. A las personas que me conocían les reprochaba precisamente eso: que me conocieran. No me gustaba que supieran quién era. Quería recuperar mi virginidad a los cuarenta y cinco años. Salía sólo a bares nuevos para niños despeinados, a discotecas lisas y plastificadas, con baños desprovistos de recuerdos, a restaurantes de moda de cuya existencia mis antiguos cómplices se enterarían al cabo de dos o tres años, hojeando Madame Figaro. A veces ligaba con una chica que terminaba explicándome, con la mirada enternecida, que su madre era de mi misma quinta. Única concesión a la vejez: no tuiteaba. No le veía la gracia a mandar frases a desconocidos cuando puedes recopilarlas en libros.
Reconozco que mi rechazo a frecuentar a la gente de mi edad era un rechazo a envejecer. Confundía el culto a la juventud con la juventud misma. Lo que vemos en cada arruga del rostro de nuestros semejantes es nuestra propia muerte en acción. Creía sinceramente que relacionándome sólo con adolescentes que hablaban sobre Robert Pattinson, en lugar de sobre Robert Redford, viviría más. Era racismo antiyó. Puedes jugar a ser Dorian Gray sin esconder un retrato maléfico en el desván; basta con que te dejes barba para no ver tu verdadero rostro frente al espejo, hagas de disc jockey ocasional pinchando tus viejos singles, lleves camisetas suficientemente anchas para que no se distinga tu creciente barriga, te niegues a llevar gafas para leer (como si un hombre que lee alejándose el libro de los ojos pudiera rejuvenecer), vuelvas a jugar al tenis en chándal American Apparel color antracita con ribetes blancos, poses para los aparadores de las tiendas The Kooples, bailes con surferas menores de edad en el Blue Cargo de la playa de Ilbarritz y tengas resaca todos los días.
A principios de la década de 2010 era un auténtico experto en la biografía de Rihanna; para que veáis hasta qué punto era preocupante mi situación.
Tres años antes, en una cafetería de Hanover (New Hampshire), me había topado con esta fotografía de una muerta adorable.

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Esta chica se llama Oona O’Neill; fijaos en el peinado estilo Gene Tierney (el mechón con raya al lado, la frente despejada), la dentadura resplandeciente y la carótida en tensión, que expresa su confianza en la existencia. Que esta muchacha haya vivido resulta reconfortante. Una infanta «morena», de cejas maquilladas, que se llena los pulmones de aire puro y parece creer que todo es posible. Y sin embargo, su infancia... Tenía dos años cuando su padre dejó a su madre para instalarse en Europa con una nueva esposa; Oona le escribió postales desgarradoras: «Papá, te quiero mucho, ¡no me olvides!» El padre no volvería a verla hasta ocho años después.
En 1940, Oona O’Neill estaba enamorada de mi escritor preferido.
Descubrí esta fotografía cuando a J. D. Salinger le quedaban todavía tres años de vida. Había ido con JeanMarie Périer a Cornish, en el estado de New Hampshire, para rodar un documental sobre él. La idea era tan absurda como banal: visitar al novelista más misántropo del mundo se había convertido en una especie de excursión turística practicada por miles de fans. En 1953, el autor de El guardián entre el centeno se había instalado en una granja en medio del bosque de Nueva Inglaterra. No publicaba nada desde 1965, el año en que nací yo. No concedía entrevistas, no se dejaba fotografiar y rechazaba todo contacto con el mundo exterior. Y yo encarnaba el mundo exterior que iba a invadir su espacio privado con una cámara de alta definición. ¿Por qué? Entonces no lo sabía, pero mi atracción por aquel anciano tenía algo que ver con mi creciente aversión hacia las personas de mi edad. A Salinger, como a mí, le gustaban las chicas mucho más jóvenes. Todas sus novelas y relatos dan voz a niños o adolescentes. Simbolizan la inocencia perdida, la pureza incomprendida; todos los adultos son feos, tontos, pesados, categóricos, encorsetados en su comodidad material. Sus mejores relatos son aquellos en los que utiliza los diálogos infantiles para expresar su repugnancia por el materialismo. Desde 1951 se han vendido en todo el mundo ciento veinte millones de ejemplares de The Catcher in the Rye, una novela corta que cuenta la historia de un chico que es expulsado del internado, deambula por Central Park y se pregunta adónde van los patos en invierno, cuando el lago está helado. Su teoría era seguramente pueril, sin duda falsa y quizá peligrosa, pero Salinger inventó la ideología de la que yo era víctima consentidora. Es el escritor que mejor ha definido el mundo actual: un mundo separado en dos bandos. Por un lado, los tipos serios, los alumnos modélicos encorbatados, los viejos burgueses que van a la oficina, se casan con un ama de casa superficial, juegan al golf, leen ensayos de economía y aceptan el sistema capitalista tal cual: «Tipos que se pasan la vida hablando de cuántos litros de gasolina consumen cada cien kilómetros sus malditos coches.» Por otro, los adolescentes inmaduros, los niños tristes, eternamente en primero del instituto, los rebeldes que bailan toda la noche y los desequilibrados que deambulan por los bosques, los que se preguntan por los patos de Central Park, hablan con vagabundos o monjas, se enamoran de una adolescente de dieciséis años y no trabajan nunca, permanecen libres, pobres, solitarios, sucios y desgraciados; en resumen, los eternos rebeldes que creen oponerse al modelo consumista, aunque en realidad han obligado a los países occidentales a endeudarse durante los últimos sesenta años y han ayudado a vender miles de millones de dólares en productos de consumo masivo desde la década de 1940 (discos, novelas, películas, series de televisión, ropa, revistas femeninas, videoclips, chicles, cigarrillos, descapotables, refrescos, bebidas alcohólicas, drogas, todos ellos productos promocionados por arrogantes marginales de lo más mainstream). Necesitaba confrontarme con el fundador de la fantasía infantil que hace soñar al mundo desarrollado. Salinger es el escritor que ha hecho que a los humanos les repugne envejecer.
Alquilamos una camioneta para escalar las verdes colinas. Llegamos a Cornish una espléndida mañana de primavera, el jueves 31 de mayo de 2007 a las once y media. Lucía un cielo azul, pero el sol estaba helado. Los soles fríos son inútiles, hablar de primavera a esa temperatura, a unos cables de distancia de Quebec, sería un fraude. La localización de Salinger era fácil de encontrar en internet: desde la invención del GPS, nadie puede ya esconderse en nuestro planeta. Paso a facilitaros a continuación la dirección que durante sesenta años fue la más secreta del mundo. En Cornish hay un viejo puente cubierto que atraviesa el río Connecticut. Cuando lo cruzas viniendo del pueblo vecino de Windsor tienes la sensación de ser Clint Eastwood en Los puentes de Madison. Luego tomas Wilson Road, a mano izquierda, y avanzas varios centenares de metros, hasta un pequeño cementerio de lápidas de piedra gris que queda a la derecha, tras una valla baja pintada de blanco. Sigues por Platt Road, la carretera que asciende por la colina flanqueando el cementerio, cubierto de maleza y musgo. Si haces la excursión de noche, en este punto creerás estar en el videoclip Thriller, de Michael Jackson. La búsqueda salingeriana exige coraje; muchos aprendices de periodista han dado media vuelta al acercarse a las altas frondosidades rebosantes. En algún lugar Bernanos habla de un «silencio líquido»; antes del 31 de mayo de 2007 no comprendía el significado de esta expresión. En la camioneta, al realizador Jean-Marie Périer, al productor Guillaume Rappeneau y a mí no nos llegaba la camisa al cuerpo. Y eso que Jean-Marie estaba curado de espantos: por ejemplo, había cubierto la gira estadounidense de los Rolling Stones en 1972, que fue cualquier cosa menos un paseo bucólico. Ahora me miraba con consternación, como diciendo: «Esta idea de mierda ha sido tuya, chaval, así que para de cagarte en los pantalones.»
La carretera se estrechaba y serpenteaba en rodadas tapizadas de hierbas, en medio de un bosque de grandes pinos, viejos abedules, arces y robles altos de varios siglos de edad. La luz quedaba tamizada por los follajes negros; en esa frondosidad sepulcral, incluso a pleno día, bajo la madeja de los ramajes, teníamos la sensación de que era medianoche. La entrada al bosque es un rito mágico: aparecen travesías silvestres en todos los cuentos de hadas, en la literatura romántica alemana y en las películas de Walt Disney. El sol parpadeaba a través de los árboles: día, noche, día, noche. La luz aparecía y desaparecía, como si el sol quisiera mandarnos un mensaje en morse: «Media vuelta. Stop. Huid mientras aún estéis a tiempo. Alto. Mayday, mayday.» Los bosques románticos pueden convertirse en parajes hostiles, como en The Blair Witch Project o en Hürtgen, el infierno verde del invierno de 19441945. Sabía que iba a echarme atrás. Jamás habría osado molestar al hombre que me despertó el gusto por la lectura, ese escritor norteamericano que era la ternura y la revuelta personificadas. Mi madre me enseñó buenos modales, y además, soy demasiado tímido. Tras un kilómetro bajo el follaje, el paisaje se aclaró a mano derecha. La luz volvió de golpe, como si Dios hubiera encendido un proyector gigante. Era una especie de claro, aunque un claro en pendiente se llama prado, o campo, o cañada, yo qué sé, yo me crié en la ciudad. El camino que lleva a la casa de J. D. Salinger se encuentra en Lang Road, la primera carretera a la derecha, que sube dejando a estribor una granja de color rojo. Hasta puedo daros su teléfono: 603675-5244 (lo desveló uno de sus biógrafos). Ahí es donde no bajé de la camioneta, donde temblé de puro canguelo, donde me comporté como un gallina. Me imaginaba al viejo Salinger (entonces tenía ochenta y ocho años) meditando en su balancín mientras sus gatos se afilaban las garras sobre viejas almohadas en la parte trasera de la casa, bajo un porche, junto a un montón de leña... La casa estaba situada en lo alto de la colina, la vista debía de ser maravillosa, desde la terraza se abarcaría el río y los prados salpicados de casas blancas. Surcaban el cielo pájaros pardos y el sol glacial iluminaba los árboles del monte Ascutney, la montaña azul, situada enfrente. El aire estaba perfumado sobre la hierba invadida de meliloto (pregunté el nombre de esas flores doradas esparcidas por todos los rincones del condado). Crecían enebros en toda la colina a medio verdecer, igual que en la de Sara, que solía bajar rodando entre las ovejas cuando tenía ocho años para ensuciarme de barro los pantalones NewMan. Era un lugar extremadamente tranquilo..., como un panorama del Nuevo Mundo. Ningún humano tenía derecho a alterar aquella paz.
–Venga, Fred –dijo Guillaume Rappeneau–. ¡No hemos hecho todo este camino para dar media vuelta!
–Yo... No... No creía que... –De pronto tenía la misma elocución que Patrick Modiano–. Al fin y al cabo... no somos paparazzi...
–Pues claro que sí, idiota, ¡tú curras en Voici! ¿No te das cuenta de que si nos abre será una exclusiva mundial? Aunque nos cierre la puerta en las narices, ¡la imagen dará la vuelta al mundo!
–Pero... Salinger es un octogenario, está sordo como una tapia, y además es veterano de la Segunda Guerra Mundial, seguro que tiene armas...
–Vaya, todo eso nos lo podrías haber dicho antes.
Frente a la granja de Salinger, un cartel de madera indicaba: «NO TRESPASSING». El día antes habíamos entrevistado al novelista Stewart O’Nan en su jardín, a unos kilómetros de ahí. Me había recordado el lema del estado de New Hampshire: «LIVE FREE OR DIE». La venta de armas automáticas seguía siendo libre en ese estado, a pesar de las recurrentes masacres en escuelas.
–Sabía que te rajarías –dijo Jean-Marie Périer–. Eres un auténtico mitómano.
–No, soy... soy... educado.
Todo el equipo soltó una carcajada dentro del vehículo, incluido yo (por educación). Pero lo decía en serio. Junto con la timidez, la cortesía es una de mis grandes debilidades en la vida. Siempre he pensado que, si todo el mundo fuera educado, la sociedad no necesitaría leyes. Y no me veía llamando a la puerta de un ermitaño, como un mocoso disfrazado de bruja que pide caramelos en la noche de Halloween.
Ser ermitaño es una tradición respetable, que se perpetúa en esa región de los Estados Unidos desde «la Dama Blanca»: Emily Dickinson, la poeta que pasó toda su vida, de 1830 a 1886, recluida en Amherst (Massachusetts), a una hora en coche al sur de la casa de Salinger. Publicada sólo póstumamente, escribió: «La ausencia es Presencia concentrada.» Es una frase que habla de Dios, pero también de publicidad. Rechazar la sociedad no es necesariamente una elección: puede ser una deficiencia, una incapacidad social, o puede ser algo calculado, una manera de volverse más presente, de obligar a los demás a pensar en ti, o de salvar el alma, de existir, de vibrar. Para Dickinson, fue sin duda doloroso y una flaqueza no verse capaz de salir de su habitación. Algunos de sus biógrafos mencionan el mal de amores... Estaba enamorada de un reverendo, casado y padre de familia... Un amor imposible... Proust dice lo mismo que Emily Dickinson en Los placeres y los días: «La ausencia ¿no es acaso, para quien ama, la más cierta, la más eficaz, la más vivaz, la más indestructible, la más fiel de las presencias?»
Aquí es donde interviene Oona O’Neill. Para que me perdonaran por haber renunciado a unos metros de la meta, invité a comer a mi equipo al restaurante preferido de Salinger: el Lou’s de Hanover, junto a la Universidad de Dartmouth. La camarera no quiso decirnos cuándo había estado el escritor por última vez (en algún lugar había leído que Salinger iba a tomar el brunch ahí todos los domingos). La región entera respetaba la tranquilidad del mítico novelista. En la radio sonaba Smoke Gets in Your Eyes, de The Platters. Me quedé mirando fijamente en la pared una fotografía en blanco y negro tomada en un nightclub de los años cuarenta: unas chicas con vestido de noche y collares de perlas posaban en compañía de unos hombres mayores que ellas, con traje de tres piezas y sombrero. En el marco se leía la siguiente leyenda: «Stork Club, 1940». En 2007 debía de hacer ya tiempo que esos quincuagenarios estaban muertos, y las guapas muchachas que sonreían en la foto, al cabo de sesenta años, seguro que estaban enterradas o a punto de estarlo, babeando en una silla de ruedas, sin guardar ningún recuerdo de aquella alegre velada. Y luego, al lado, en la misma pared, Oona.
Al salir del restaurante empecé a temblar de nuevo. Y sin embargo flotaba en el aire un perfume primaveral: las flores amarillas que se inclinaban sobre el río Connecticut se llaman varas de oro. Sólo los viejos se interesan por los nombres de las flores: quieren conocer las plantas que muy pronto les crecerán encima. En esa región hay campos de margaritas tan blancos que parecen pistas de esquí. En febrero de 1939, el escritor favorito de Salinger, Francis Scott Fitzgerald, viajó a Dartmouth con Budd Schulberg para trabajar en un guión titulado Winter Carnival para la United Artists (la compañía fundada por Chaplin). Estaba tan alcoholizado que tuvieron que hospitalizarlo en Nueva York antes de repatriarlo a Hollywood, donde murió al año siguiente, mientras comía una barra de chocolate en casa de Sheilah Graham, en el 1443 de North Hayworth Avenue. Fue el mismo Budd quien me contó sus «sesiones de trabajo» con Scott. Lo conocí en Deauville en 2005, cuando le concedieron el premio literario del festival. En esa misma época, Salinger habría podido zamparse perfectamente unos donuts con Miss O’Neill, Scott Fitzgerald y Schulberg ahí mismo, en 1939, frente al Dartmouth College (Oona tenía catorce años, Salinger veinte, Scott cuarenta y tres y Budd veinticinco). Cuanto más envejecía, más se estrechaba mi siglo.
Me habría gustado saber si Salinger había vuelto a ver a Oona tras la guerra. Sin duda es por mi faceta cotilla. Creo que es Oona quien inspiró la novela que nos prohibiría envejecer de por vida. Nunca sabría la respuesta: Jerry Salinger murió el 27 de enero de 2010, tres años después de mi visita fracasada a Cornish. Las cartas de J. D. Salinger a Oona O’Neill permanecen escondidas en Suiza, en Corsier-sur-Vevey, donde termina este libro.