27 de abril de 1945: liberación del campo de concentración de Kaufering IV, cerca de Dachau. Al principio, a Jerry le parece ver un montón de leña blanca. Pero las ramas de los árboles muertos tienen pies, manos y cabezas grises. Al acercarse comprende que son cadáveres humanos. Cuatro mil quinientos cuerpos se amontonan en el suelo, contra los barracones, en fosas, por todos lados a su alrededor. De pronto, bajo cuatro capas de cadáveres, distingue a uno que pestañea. Otros emiten sonidos guturales para llamar la atención sobre su presencia entre decenas de muertos. El montón todavía se agita.
Como oficial de contraespionaje, Jerry es uno de los primeros en entrar en el Krankenlager. Kaufering era un anexo de Dachau reservado a los enfermos; en realidad, no era sino un campo de exterminio, puesto que en sus barracones sin calefacción no se curaba ni se alimentaba a ningún enfermo. El día anterior a la llegada de los norteamericanos, los guardias de las SS habían evacuado a tres mil prisioneros y ejecutado con metralleta, a golpes de barra de hierro o con hacha, a todos aquellos que estaban demasiado débiles para andar. Cerraron con llave un barracón repleto de enfermos y le prendieron fuego. A su llegada, los soldados estadounidenses abren el pabellón y se topan con centenares de cuerpos carbonizados. Jerry se acerca a la valla de alambre de espino y ve a un puñado de supervivientes con la piel colgándoles de los huesos, adultos que pesan unos treinta kilos, con las piernas como palillos y los ojos desorbitados. Tienen el rostro tan enjuto que los pómulos les sobresalen como cuernos. Agachan la cabeza con gesto sumiso, no se atreven a mirar a los ojos a sus liberadores. Según diversos testimonios citados en Salinger, de Shane Salerno, los primeros soldados que llegaron al campo se desplomaron en el suelo bañados en lágrimas. Otros vomitaban y luego tendían su fusil a los supervivientes para que ejecutaran a los escasos guardias capturados (algunos SS se habían disfrazado de prisioneros, pero su aspecto saludable los delataba enseguida). Otros soldados, por último, retrocedían atemorizados cuando los supervivientes intentaban abrazarlos o tocarlos. Algunos esqueletos ambulantes trataron de aplaudir, pero sus manos demacradas chocaban sin producir ruido alguno.
«El hedor de carne humana carbonizada no se me irá nunca de la nariz, por mucho que viva», dirá Jerry a su hija Margaret. El olor de los cadáveres cocidos es áspero, dulzón, nauseabundo, se aferra a las fosas nasales, atraviesa la piel, no se puede lavar nunca más. Jerry estará para siempre impregnado de la pestilencia de la carne de seres humanos, de la sangre cocida, de los efluvios del asado de niños. Digámoslo sin tapujos: un campo de exterminio huele a mierda, a sangre, a podredumbre, a meado, a vómito, a fritanga humana, a kilómetros a la redonda. Los habitantes de los pueblos cercanos, que aseguraban desconocer lo que ocurría, probablemente sufrían un caso raro de anosmia colectiva.