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En Francia, Eugene O’Neill está bastante olvidado. Ignoramos a este dramaturgo ceñudo y bigotudo que transpuso el realismo de los nórdicos a los Estados Unidos. Preferimos los originales a la copia: Ibsen (el noruego) y Strindberg (el sueco) fueron quienes inventaron ese teatro de escenas de pareja y quebraderos de cabeza metafísicos. En Casa de muñecas o La señorita Julia hay portazos, como en Feydeau, pero el público ríe bastante menos. Tras leerlos con atención, a partir de 1917 Eugene O’Neill construyó dramas torturados a los que añadió alcohol, drogas y putas para darles el sello naturalista. Escogía minuciosamente los escenarios: la acción se desarrollaba en un ballenero inmovilizado en los hielos del Gran Norte, o en un bar de marineros de mala muerte, o en un sanatorio para tuberculosos, o en medio de un campo de minas... Hoy todo ese folklore histérico, esas sesiones colectivas de psicoanálisis, esos monólogos amargados nos parecen pasados de moda y exagerados. Aun así, sin Eugene O’Neill no existiría Tennessee Williams. Es decir, no existiría Marlon Brando. Es decir, no existirían Johnny Depp, Sean Penn ni Ryan Gosling. Para que veáis, jóvenes lectoras, que el pasado sirve de algo.

La vida de Eugene O’Neill es una tragedia. Naturalmente, su arte se le parece. Si nos paramos a enumerar sus desgracias, empezaremos a perdonarle el carácter taciturno. Nació en Nueva York en 1888, justo después de la muerte de su hermano mayor (Edmund), de dos años, por una rubeola mal curada. Su madre, Ella O’Neill, no superó nunca el duelo y, al nacer Eugene, se hizo morfinómana; en esa época, los médicos recetaban con facilidad drogas duras a las jóvenes madres para que se repusieran de los dolores del parto. Su padre era un actor de teatro irlandés que bebía para olvidar la muerte de su primer hijo y que se pasaba la vida de gira, siempre interpretando el mismo papel (el de Edmond Dantès en El conde de Montecristo). En Largo viaje hacia la noche (1942), Eugene O’Neill describe a su madre hundida, errando por la casa con su vestido de novia en las manos, llorando por los buenos tiempos. Una escena de la que fue a menudo espectador en su niñez. La toxicomanía de su madre culpabilizaba a Eugene: durante toda su infancia, su padre le repitió que su madre había empezado a drogarse al día siguiente de su nacimiento. Eugene O’Neill intentó suicidarse en 1912, a los veinticuatro años; por su parte, su hermano Jamie lo consiguió en noviembre de 1923. Eugene empezó a beber tanto whisky como su padre. Una noche de 1917, en Nueva York, en la sala interior de un bar llamado The Hell Hole, «el Agujero del Infierno», en la esquina de la Sexta Avenida con la calle Cuatro, vio a esta persona:

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Agnes Boulton quería ser escritora, como él. Por el momento firmaba artículos en revistas y, de vez en cuando, algún relato de pulp fiction. Eugene empezó a temblar de nervios. Sentado en una punta de la barra, la observaba con la mirada triste, como un enfermo frustrado. Los presentó una amiga común: «Te presento a Gene O’Neill, el dramaturgo.» Él continuó escrutándola, no le dirigió la palabra en toda la noche y empezó a beber frenéticamente y a trazar círculos concéntricos con la punta del zapato en el serrín esparcido por el suelo. Cuando Agnes quiso marcharse, Eugene se ofreció a acompañarla a pie hasta su hotel, el Brevoort de Greenwich Village. Intrigada por su mutismo, Agnes aceptó. Anduvieron en silencio en medio de la noche. Al llegar al Brevoort, ella probablemente dijo algo como: «Bueno, pues nada, buenas noches.» Nunca más olvidaría la frase que pronunció entonces Eugene O’Neill. Mirándola fijamente a los ojos, dijo: «A partir de hoy quiero pasar todas las noches de mi vida contigo. Hablo en serio. Todas las noches de mi vida.»

Agnes le creyó. Se casaron ese año. Retened bien esta frase: pertenecía al grupo de las chicas románticas, las literarias o las extraviadas. Es inútil esperar para declararles tu pasión. Con esas chifladas, tienes que expresar rápido tu deseo, de lo contrario te conviertes en un amigo asexuado y entonces ya no hay nada que hacer.

Eugene O’Neill no lo sabía, pero –quizá a causa de su niñez– era alérgico a la paternidad. Cuando supo que Agnes estaba embarazada salió a emborracharse y continuó borracho durante toda la gestación. Su hija Oona O’Neill nació el 14 de mayo de 1925 en las Bermudas. Tenía la nariz recta de su madre y los ojos negros de su padre. A Eugene le pareció muy guapa, pero pronto llegó a la conclusión de que sus berridos le importunaban para escribir. Para Gene O’Neill, los niños eran un obstáculo a la creación. Eran una creación que impedía crear. Embarazada, Agnes se convertía en competencia, puesto que él también tenía que incubar su obra. «¿Qué tiene de bueno concebir hijos? ¿Para qué engendrar la muerte?», escribe en El gran dios Brown. Y ese monólogo de El primer hombre: «¡Malditos sean todos los niños! [...] ¡El odio! ¡Sí, el odio! ¿Para qué negarlo? Tengo que decírselo a alguien [...]. ¡Lo odio! ¡Odio al niño! [...] ¿Por qué tienes que introducir ese nuevo elemento en nuestras vidas?» Naturalmente, quienes así se expresan no son sino personajes teatrales y su opinión no guarda relación alguna con la opinión personal del autor. Por supuesto.

Los otros dos hijos de Eugene O’Neill (Eugene Jr., alcohólico como su padre, y Shane, heroinómano como su abuela) se suicidarían más adelante. Mientras Agnes se ocupaba exclusivamente de él, Eugene era feliz. A partir del nacimiento de sus hijos, ya sólo pensaba en huir. Eugene, ignorado en su infancia por un padre ausente y una madre desconectada de la realidad, reprodujo exactamente el mismo esquema con su progenie. No sabemos si el psicoanálisis cura a los neuróticos, pero sí ha quedado demostrado que el arte dramático no lo hace.

Bienvenidos a la familia de Oona. La promesa de Eugene frente al hotel Brevoort no se mantuvo mucho tiempo. Eugene O’Neill dejó de ver a sus hijos tras abandonar a Agnes por una actriz cuando Oona tenía dos años. En 1928 se trasladó a París para volverse a casar. Aun así, no dejó de escribir a Oona para librarse del sentimiento de culpa por haberla abandonado. Las cartas y las fotografías que Eugene le enviaba desde Inglaterra, Francia o China, y donde suplicaba a su hijita que se acordara de él, pueden considerarse una versión moderna y epistolar del suplicio de Tántalo. Durante toda su niñez y adolescencia, Oona O’Neill sólo vio a su padre brevemente y en tres ocasiones. Lo quería tanto que lloraba cada vez que lo veía en los periódicos.

La obra más famosa de Eugene O’Neill, Largo viaje hacia la noche, es tan autobiográfica que el autor exigió que no se publicara hasta veinticinco años después de su muerte. Su viuda Carlotta, adicta al bromuro, no esperó tanto tiempo: la obra se representó a los dos años de morir Eugene, en 1956. En ella, el autor exhibe su pesadilla familiar: el padre actor, viejo y alcohólico, la madre toxicómana, un hijo actor fracasado, otro hijo marinero tuberculoso... No menciona jamás a su hija. «Solo conmigo mismo en otro mundo. [...] Era como andar por el fondo del mar. Como si me hubiera ahogado mucho tiempo atrás. Como si fuera un fantasma que forma parte de la niebla.» Salta a la vista que Eugene no estaba muy dotado para la felicidad. Otro de sus textos, La cuerda (1918), cuenta la historia de un padre que ata una soga a una viga de su granja a la espera de que su hijo se cuelgue.

Las personas venimos de algún lado: como figura masculina, Oona O’Neill sólo conoció a un padre celoso, obsesionado con el pasado, el silencio, los secretos y los fantasmas. Un hombre cuya ocupación favorita consistía en arañarse las llagas: «Life is a lie», decía. «La vida es una celda solitaria con espejos por paredes.» Es una imagen elocuente, pero sus consecuencias son terribles: Eugene O’Neill estaba emparedado vivo por su obra. Podía ser agradable y bondadoso por un minuto, y mezquino, tajante y cruel al minuto siguiente. Se alimentaba de su propia desesperación. El placer de desaparecer no lo inventó J. D. Salinger, sino quizá Eugene O’Neill, con permiso de Emily Dickinson. Fue uno de los primeros escritores del mundo que describió la familia descompuesta, algo que se convertiría en norma occidental en el siglo siguiente. Vio llegar el fin de una estructura que la sociedad cristiana creía inmutable. La angustia, el alcohol, la soledad, los traumas son un enorme activo a la hora de forjar a un escritor, pero constituyen el más grave de los obstáculos para ser padre de familia. A lo mejor habría que prohibir tener hijos a los escritores depresivos.

Resultaba lógico que, a fuerza de imitar a los escritores nórdicos, Eugene O’Neill recibiera una recompensa sueca. En 1936, el Premio Nobel de Literatura coronó a un ilustre dramaturgo contemporáneo que ya había recibido tres veces el Pulitzer en su país, por Más allá del horizonte, Anna Christie y Extraño interludio (y que aún recibiría otro a título póstumo, por Largo viaje hacia la noche).

En una de sus escasas visitas a Nueva York, Eugene O’Neill invitó a Oona a almorzar con su nueva mujer. Tras comer, paseó a sus hijos en un enorme Cadillac hasta Central Park. Oona tenía seis años. En el flamante coche nuevo, vomitó sobre su padre y su madrastra. Se pasó toda la década de los treinta tratando de ponerse en contacto con ese padre genial del que le hablaba todo el mundo, pero que no le dirigía la palabra. Sus numerosas peticiones escritas de visitas, citas o noticias no surgían ningún efecto: su madrastra le respondía que no era un buen momento, que su padre tenía que concentrarse en el trabajo, que tenían invitados en casa o, cuando se mudaron cerca de San Francisco, que «el cambio de clima no es bueno para tu salud» o que «el sitio donde vivimos, en el campo, no es muy divertido para un niño». Un día, el propio Eugene O’Neill escribió: «Hace demasiado que no nos vemos.» Oona tenía catorce años; en efecto, hacía ocho que no veía a su padre. Invitada a cenar a Tao House, la nueva propiedad de Eugene, Oona se desmayó en la mesa. La verdad es que Eugene O’Neill prácticamente no volvió a verla desde su divorcio. El día que Oona conoció a alguien tan famoso como su padre, pero que hablaba con ella y aceptaba que lo escuchara, decidió al instante sacrificarlo todo por él. La felicidad es muy simple: consiste en invertir la infelicidad.

Pero todavía no hemos llegado a ese punto. De momento, Oona está a punto de cumplir dieciséis años y pasa el verano de 1941 con su hermano y su madre en una playa de Nueva Jersey llamada Point Pleasant, al sur de Nueva York. Es ahí donde su abuelo materno compró una vieja casa de dos plantas en la esquina de Herbertsville Road con Hall Avenue, entre los pinos, en la bifurcación del río Manasquan. Es ahí donde su madre se instaló después del divorcio. Oona creció en esa casa, rodeada de una opulenta melancolía. Su madre lloraba a menudo escuchando a Lena Horne. Se secaba los ojos de espaldas para que Oona no la viera secarse los ojos de espaldas. Es ahí donde Salinger la volvería a ver.