CAPÍTULO II
UN HOMBRE DEMASIADO ASPERO
El misterioso jinete avanzó un poco por el declive que formaba el terreno y salió a un pequeño claro desde el que podía abarcar la fina pendiente por la que se deslizaba la linda yegua de la joven. Ésta, erguida en la silla, galopaba majestuosa, demostrando ser una excelente amazona.
Su silueta se medio difuminó entre el reseco polvo que levantaban los cascos de la montura; luego, un grupo de árboles la tapó durante algunos segundos, y, por último, un recodo del tortuoso camino la absorbió por completo.
Christian volvió junto a su poderoso caballo, y le acarició el morro, murmurando:
—Bonita muchacha, ¿no te lo ha parecido así, «Ciclón»? El encuentro no ha sido muy desagradable; aunque pudo ser trágico, te has portado heroicamente; y, sin embargo, ya ves lo que es la naturaleza humana. Me ha agradecido a mí el acto, y apenas se ha dado cuenta de que si no es por ti ahora estaría destrozada en el fondo de aquella sima. Hubiese sido una pena, porque la muchacha es linda como un sol.
Lo volvió a acariciar. El ruano estremeció su piel, y el jinete se apartó, dirigiéndose a unos zarzales próximos cuajados de moras silvestres.
Estaba harto de aquel comestible áspero y manchadizo pero no tenía opción. Las provisiones se le habían acabado hacia tres días, y allí no había forma de renovarlas. Por otra parte, tampoco lo hubiese podido hacer, porque sus bolsillos sólo poseían el agujereado forro.
Lo que más sentía era la falta de tabaco. Llevaba casi veinticuatro horas sin fumar, y esto excitaba sus nervios. El tabaco era para él como un calmante que le hacía sentirse más tranquilo y algo filosófico.
Devoró las zarzamoras con deleite, y luego bebió agua en un pequeño y cristalino manantial que surgía entre las grietas de unos peñascales. El agua era límpida como un espejo y fresca, a pesar de que el calor se hacía notar con exceso.
Tomó una brizna de paja seca y la puso entre los dientes como un sucedáneo al tabaco. Luego, se sentó, apoyando la dura espalda en el tronco de un árbol, y se entregó a hondas reflexiones.
Algunos rayos de sol se filtraban por entre los tupidos ramajes de las encinas, de los sicomoros y de los robles. Olía a mezcal y a creosota, y las hormigas reptaban en formación por la reseca tierra, en busca de sus refugios.
Christian pensó a un tiempo en Victory y en el coronel. Sin saber por qué, asoció a ambos en un mismo pensamiento, y se preguntó qué habría de común entre ellos.
Si el coronel tenía aquella edad, ¿por qué se interesaba tanto por una joven que no le correspondía moralmente, y por qué ella, a pesar de todo, le correspondía con un cariño paternal? Era un misterio que le hubiese agradado descifrar, pero no estaba a su alcance, al menos de momento.
En cuanto al coronel, ¿quién era, en realidad?… Desde que dejara atrás la divisoria de Nuevo Méjico, había oído hablar de él aisladamente y de forma bastante contradictoria. Unos le suponían un egoísta y cruel, otros valiente y duro para la defensa de los suyos, y otros, un hombre íntegro, aunque demasiado rígido. Lo que sí parecía colegirse de todo aquello era que se trataba de un hombre que conservaba el espíritu militar a través de su situación civil, ajena al Ejército.
Christian no hubiese hecho mucho aprecio de Asa Money de no apremiarle la necesidad en que se encontraba. Carecía de un solo centavo, no contaba con remanente en su bolsa de viaje, y su atuendo se hallaba bastante maltrecho de las muchas millas que llevaba galopadas desde Texas. Todo esto, reunido, le exigía un alto en su marcha y un período de reposo y trabajo para rehacerse.
Después que lo consiguiese…, otra vez a las sendas a seguir un éxodo que ya duraba mucho, y que quizá no acabase nunca, al menos mientras poseyese aguante en su cuerpo y no decayese su ánimo, muy entero todavía. Si había de trabajar, tanto le daba en un lugar como otro. Lo único que le molestaba era que le hiciesen preguntas a las que no estaba dispuesto a contestar. Que le admitiesen tal y como era, y juzgasen por su trabajo y comportamiento. Su vida íntima le pertenecía a él solo, y no estaba dispuesto a compartirla con nadie. Claro era que se daba cuenta de su aspecto sospechoso. Parecía un vagabundo; tenía todo el aspecto de esos fugitivos de la Ley que se esconden por los montes para dejar a los sheriffs obstinados en buscarles, pero era la fatalidad y su obstinación los que le habían puesto en semejante estado, y nada podía hacer para remediarlo a la hora de las presentaciones.
No tenía más remedio que aceptar la insinuación de la muchacha. Solicitaría trabajo en la hacienda del coronel Asa, y si se lo negaban, a pesar de la recomendación de Victory, mala suerte para él.
Pero no por eso se sentiría desanimado. Seguiría camino adelante hasta donde el Destino se propusiese clavarle al terreno, para bien o para mal.
Estuvo tentado de saltar a la silla y dirigirse directamente a la hacienda, pero, tras vanas vacilaciones, decidió dejarlo para el día siguiente. Se sentía allí tan a gusto en medio de aquella quietud y aquella soledad, que por vez primera en su vida la pereza se adueñó de él. Gozaría de una noche más de absoluta libertad, y al día siguiente sería lo que Dios quisiera. Estableció allí su campamento. El caballo, en libertad absoluta, pues tenía confianza en él, ramoneaba a su albedrío, y Christian, tumbado contra el tronco del árbol, iba dejando pasar las horas de la tarde en una absoluta inanición.
Poco antes de caer el sol, sintió a su espalda el roce crujiente y suave de las resecas hojas caídas en tierra. Por si se trataba de algún reptil, volvió la cabeza y tensionó sus recios dedos sobre la vara de abedul que descansaba al lado. Una buena vara de aquéllas era la mejor arma defensiva contra los reptiles, porque, manejada con práctica, los seccionaba en dos, lo mismo que si empleara un agudo cuchillo.
El roce se fue acercando, y de entre unas matas surgió la cabeza puntiaguda, las orejas tiesas y los ojillos burlones de un conejo Christian sintió una vibración en todo su ser al ponderar lo que para su estómago podía significar el pequeño rumiante, y, sin vacilar, llevó la mano al revólver y, rápido como una centella, disparó. El animalito volteó trágicamente por entre las matas, y Christian se levantó, rebuscando en ellas. Poco después levantaba el brazo, sosteniendo el aun palpitante cuerpo del conejo, que había caído con la cabeza destrozada. Aquel tiro le acreditaba de un dominio del arma excepcional. Había disparado sin apuntar al blanco, y el blanco había sido perfecto.
Silbando alegremente despellejó el conejo, le abrió para proceder a su limpieza, y, cuando ya las sombras de la noche se cernían en aquella parte de la falda del monte, amontonaba salvia y ramas secas y encendía una hoguera.
Las llamas brillaron alegremente, levantando saetas rojizas que reflejaban sobre el moreno rostro del viajero, acusando la dureza de sus rasgos tostados por el sol. Sobre todo, bailaba el resplandor en sus ojos negros y movibles, y éstos adquirían cambiantes de carbúnculos.
Con recias ramas clavadas en tierra junto a la hoguera formó dos trípodes, y luego, ensartando el conejo en otra rama, lo colocó sobre ellas, a una altura prudencial del fuego, para que lo fuese asando. De vez en cuando le daba vueltas y esperaba impaciente el proceso de aquella labor de campamento. Carecía de sal, pero ello no sería obstáculo para devorar hasta los huesos. Cuando el hambre es hambre de verdad, los pequeños detalles carecen de importancia.
Media hora más tarde, sus potentes muelas trituraban al infeliz roedor. Sólo los huesos más duros y gruesos se salvaron de la trituración.
Satisfecha aquella imperiosa necesidad, se sintió más reconfortado. Ahora, echaba más en falta una pequeña dosis de tabaco como complemento, pero se conformaría con masticar pajuelas y entretener los dientes.
Más tarde, se tendió sobre la dura tierra, cara al cielo, que distinguía a retazos por entre los vanos de los árboles, y se entregó al sueño. Tardó bastante rato en dormirse, siempre dominado por recónditos pensamientos, pero, al fin, cerró los párpados y se sumió en la nada, cuando el recuerdo de Victory parecía como una sombra blanca e ingrávida que avanzaba hacia él con los brazos extendidos y la amable sonrisa en los labios.
Despertó con la salida del sol. Un poco envarado, pero flexible y ágil, se encaminó al manantial, se chapuzó en él, se sacudió como los perros el agua fría que le acabó de despabilar, y se dispuso a montar a caballo.
Se sentía más optimista que el día anterior, y estaba deseando llegar al rancho del coronel para pedir trabajo. Si era cierto que ella poseía tanta influencia con Asa, quizá éste se decidiese a admitirle sin más explicaciones, aceptando como buena carta de presentación el acto meritorio que había realizado con la joven.
Siguió el mismo camino que ésta había seguido, y cuando dobló el recodo e inició el descenso, empezó a vislumbrar muy por bajo de él un extenso valle cerrado por las estribaciones de las montañas. Era un valle húmedo y ubérrimo, con una alfombra verde pálido como un inmenso dosel, y repartidos por él grandes rebaños que se movían como puntitos inverosímiles de un lado para otro.
Descendía por un terreno quebrado y rocoso El yuyo formaba un tapiz en el que se hundían los poderosos cascos de su caballo, y el aire que descendía de la montaña era acre y vivificante.
Poco a poco, los rebaños se iban agrandando. Descubría pequeñas construcciones diseminadas a larga distancia unas de otras, quizá cobertizos destinados a los peones más alejados de la hacienda, y jinetes briosos y ágiles que galopaban sin descanso azuzando a las reses hacia las charcas que rebrillaban al sol como láminas de plata bruñida.
Más tarde, descubrió los perfiles del rancho. Una enorme hacienda de dos pisos y tres cuerpos unidos con tejados pizarrosos a dos vertientes. Una enorme cerca le aislaba de los pastos y alcanzaba a descubrir las bandadas de palomas revoloteando en torno a los tejados.
Cuando alcanzó el llano, se dejó ir por un sendero grabado en el verde en fuerza de rodar carretas y patear cascos de caballos. Parecía dirigirse recto hacia el rancho, y, si así era, no tendría que hacer pregunta alguna.
A medida que avanzaba, la vida en el valle se ponía de manifiesto a sus ojos. Se cruzó con dos carretas cargadas de heno de un modo inverosímil. Los arrieros, duros y barbudos, con los pantalones de dril atados a media pierna y los renegridos pechos peludos al descubierto, le miraron con curiosidad y contestaron a su saludo con un gesto con la mano. Más adelante, fueron dos peones ágiles y bien plantados sobre las sillas los que le contemplaron con más descaro y curiosidad, pero él siguió impertérrito su camino, sin hacer caso de aquel ambiente de curiosidad, que a él se le antojaba un poco hostil.
Cuando, tras un par de horas de vivo galopar bajo la zarpa del sol, alcanzó la cerca, respiró con desahogo. Había oído hablar de la gran extensión de aquella propiedad, pero no se le había antojado tan dilatada.
Dos enormes perros de mirada impresionante ladraron al olfatearle. Captó voces rudas ordenando a los canes retirarse, y detuvo su caballo.
Un peón de ojos brillantes y sonrisa burlona le salió al paso.
—¿Deseaba algo, forastero? —preguntó.
—Ver al coronel Asa.
—¿El coronel? No sé si estará visible en este momento. Tiene trabajo.
—Si quiere avisarle, puede decirle que me envía la señorita Victory.
Las dudas del peón cesaron ante aquel «ábrete Sésamo». Se hizo a un lado y le franqueó la entrada.
—Espere ahí un momento —dijo—. Le avisaré.
Dejó a Christian en el patio, un enorme patio empedrado con pequeños cantos ensamblados con arte y gusto. A un lado, un enorme pilón de roca superpuesta servía de recreo a una docena de blancos patos que graznaban estridentes. Había grandes árboles frutales, enormes enredaderas trepando por las encaladas paredes de la fachada principal, y un gran porche con una verde parra. Se sintió a gusto en aquel sitio Era acogedor, aunque demasiado espacioso, y sintió deseos de sentarse a la sombra de la parra.
Poco después, el peón que había dado la vuelta al edificio por el lado derecho, regresó, diciendo:
—Siga adelante, y, cuando vuelva la esquina, encontrará al coronel. No le interrumpa y espere a que él le hable.
Christian sonrió. Por lo visto, allí reinaba la disciplina rígida de un cuartel.
Se volvió, preguntando:
—¿Me podría dar un cigarrillo? Llevo dos días sin echar una bocanada de humo.
El peón le entregó su pastilla de tabaco prensado. El joven tomó un pedazo que le serviría para llenar dos veces su pipa, y, mientras avanzaba lentamente, la atascó y la prendió fuego, lanzando al aire las primeras bocanadas de humo, que acabaron de reconfortarle.
Cuando llegaba a la esquina, sintió rumor de voces, y hasta le pareció oír unos lamentos estridentes y ahogados.
La curiosidad le obligó a apretar el paso, y cuando alcanzó el vano de aquella ala del edificio, quedó tenso contemplando un cuadro que no hubiese esperado contemplar.
Junto a una talanquera de trabar el ganado, había un hombre amarrado por las manos y con el moreno torso al aire. Sobre la piel renegrida por el sol se destacaban largas rayas rojizas, de las que brotaban puntos de sangre. El individuo se retorcía de dolor, sin poder soltarse, y clamaba piedad.
Christian reconoció en él a un mejicano. Un tipo alto, de carnes regulares, con el pelo muy rizado, los labios abultados, los ojos negros y brillantes y los pómulos muy salientes.
Frente a él, con un látigo en la mano, se erguía un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto y flexible, vistiendo una larga chaqueta entallada, unos pantalones de ante muy ceñidos a sus delgadas piernas, pantalones que se embutían desde poco más abajo de la rodilla en los altos leguis, y una camisa blanca e impecable, con una delgada chalina negra al cuello.
El sombrero vaquero de anchas alas y copa abollada, se echaba hacia atrás sobre su cabeza, poniendo al descubierto por delante su pelo recio y canoso. Era cetrino, de ojos un poco saltones y penetrantes como la hoja de un cuchillo. Sus labios parecían demasiado delgados, y el superior se adornaba con un bigote fino cuajado de hebras de plata.
Empuñaba con mano dura el flagelante látigo, y tenía los ojos clavados en la espalda del martirizado.
—Aguanta un poco más, Simón —dijo, con frío acento—. La dosis se está terminando…, al menos por esta vez. Faltan sólo cuatro para que quedes despachado.
Movió el brazo y ciñó el cuero a la espalda del peón. Éste bramó y se retorció como un sarmiento al fuego, suplicando:
—¡Por la Virgen de Guadalupe, patrón, basta! Le prometo marchar de aquí y no hacerlo más.
—Lo siento, Simón, pero no podrá ser. Irías a otro lado y repetirías tus rapiñas. Te quedarás aquí, y así, cuando recuerdes lo que cuesta robar una res, no volverás a sentir la tentación. Es lo mejor.
Aplicó de nuevo el látigo a las sangrantes carnes del peón. Christian sintió piedad por él, y, sin poderse contener, olvidando la advertencia, se adelantó, diciendo:
—Coronel, ¿no le parece que para una sola res ya es bastante?
Asa detuvo el brazo en alto, le miró inquisitivamente, y repuso, glacial:
—No le he pedido su opinión, forastero.
—Pero yo se la doy graciosamente, y no pienso cobrarle nada por ella. A un ladrón se le ahorca si hay motivo, o se le despide. Eso es de negreros.
—Un ahorcado no vuelve a la vida, y para nada sirve en la rama de un árbol. ¿Ha robado usted muchas reses en su vida?
—Ninguna.
—Habla usted como si lo hubiese hecho y sintiese la proximidad del castigo. Cuando tenga reses, si es capaz de tenerlas algún día, sabrá lo que duele que se las roben. Cállese y espere su turno, si quiere, o lárguese. Yo no le he llamado.
—Ya lo sé, y me parece que me equivoqué al venir aquí. Me habían hablado muy mal de usted en la cuenca, y no quise creerlo. Tendré que rectificar.
—Rectifique, nada me importa. Vamos, Simón. Los últimos 25.
Le administró dos latigazos más y lanzó un silbido. Apareció un peón.
—Desatad a ése, lleváosle y aplicadle algo a las espaldas. Cuando esté en condiciones de reintegrarse al trabajo, que lo haga así. Listo.
El peón desató al castigado y medio lo arrastró de allí. El coronel arrojó el látigo, sacó su pipa, la atascó, y, después de prenderle fuego, avanzó hacia Christian. Parecía no mirarle, pero durante la breve faena le examinó de pies a cabeza. Sin Cambiar el gesto, preguntó:
—¿Qué era lo que quería usted de mí?
—Estoy pensando que ya nada. Venía a pedir trabajo.
—¿Se acuerda usted de lo que es eso?
—Un poco Algo que no se hace con un látigo en la mano y un hombre atado a un poste.
—Todos los trabajos tienen su razón de ser y su recompensa. Esos latigazos servirán para que mis atajos no se vean demasiado mermados, aunque no pueda asegurar que no sigan mermando, aunque sea lentamente.
—Bien; creo que es un asunto que no me incumbe, pero es desagradable. ¿Acostumbra usted a manejar el látigo con sus hombres por algo que no sea un robo de reses?
—¡Puf… Me hace usted una pregunta muy difícil! A veces es preferible usar el látigo, en vez del revólver.
—No es una contestación.
—Es la única que le puedo dar, aunque no sé por qué se la doy. Me ha dicho que se arrepiente de haber venido a solicitar trabajo, y, si así es, ¿qué le importan mis métodos de disciplina?
—No he dicho aún que renuncie a pedírselo.
—Pues decídase por lo que sea y hablaremos, pero no pierda el tiempo. Yo lo taso muy alto.
—Bien; ¿qué sucedería si le dijese que deseo trabajar aquí?
—Muchas cosas. Empezaría preguntándole quién es usted, de dónde viene, cuáles son sus antecedentes y qué sabe hacer.
—Y yo le contestaría concretamente a dos preguntas. Me llamo Christian High y sé hacer todo lo que haga el mejor hombre del rancho y quizá un poco más.
—¿Por qué a las demás preguntas no?
—Porque sólo me interesan a mí.
—Quizá no. Yo no tomo hombres sin antecedentes.
—Mi palabra es que los míos son tan buenos como los del mejor.
—¿Cree usted que eso es una garantía para mí?
—No lo es, pero no tengo otra.
—¿Es usted tejano?
—No puedo negarlo, ni tengo por qué. Lo soy.
—¿Por qué dejó Texas?
—Si le basta, le diré que no me obligó a ello ningún sheriff, ni hay por los postes ningún pasquín con mi nombre estampado en él y una cifra por delante.
—¿Por qué ha venido a buscar trabajo desde tan lejos?
—Realmente, no lo buscaba, pero la necesidad me obliga. Sigo mi camino, y, creí que, acercándose la época de los rodeos, podría necesitar gente temporera. En cualquier caso, no es mi intención anclar aquí ni en ningún lado concreto. Tengo hambre, no poseo dinero y necesito reponer mi atuendo y mis vituallas. Cuando tenga todo eso, seguiré adelante.
—Un bonito programa. ¿Por qué acude a mí y no a otro?
—Por aquí no hay más ranchos, y me indicó que solicitase trabajo la señorita Victory.
—¡La señorita Victory!… ¿De qué la conoce?
—La hice un pequeño favor ayer, en la montaña. Nada que merezca la pena de ser contado.
—¿Por qué no?
—Porque no soy vanidoso ni me gusta aparecer como un héroe. Si tiene ocasión de hablar con ella, le contará lo sucedido y le dirá si es cierto que me envía ella.
—Bien; lo haré así. ¿Sabía usted que la recomendación de Victory es la más alta para llegar a mí?
—Lo ignoraba. Sólo atendí su indicación.
—Bien; entonces, le diré que a ella no le puedo negar nada, aunque sea contrariando mi voluntad. Su aspecto no es muy tranquilizador, sus palabras muy ambiguas y sus promesas acaso demasiado presuntuosas. La carta de presentación está en su contra con arreglo a mis métodos, pero…, quiero complacer a Victory… ¿En realidad es usted un buen peón de rancho?
—Me tengo por tal, señor, pero la prueba lo dirá.
—Eso me satisface más. ¿Es usted duro?
—Cuando como regularmente quince días, puedo demostrarlo.
—Quince días… ¡Hum!… Quizá lo necesite; no tiene usted muy buen aspecto… Escúcheme una cosa. En atención a Victory, estoy dispuesto a admitirle. Dice usted que es un espíritu inquieto. Bien, no voy a comprometerle a nada, pero sí le diré una cosa. Aquí hay de todo, malo y bueno, útil e inútil. Tengo que aprovechar todo lo que se presenta, pues la hacienda es grande y no hay mucha gente disponible: pero sí le adelanto que sé apreciar lo que mi gente vale. Un peón se puede quedar en peón para dar de comer al ganado caballar con cincuenta dólares al mes, o puede ser capataz general del rancho con mil y una parte en las utilidades. Quizá si no tiene tanta prisa en seguir cabalgando con el hambre a la espalda pueda escalar alguno de esos puestos.
—Necesitaría muchos años para eso y…
—O unas horas. Tengo mis métodos especiales, y hay alguno que en una semana saltó muchos puestos y quien descendió de ellos en unas horas.
—Muy genial; pero yo me he marcado un plazo máximo de dos meses de quietud. Después…
—Dos meses tienen muchos días. A pesar de su ambigüedad hablando, me ha sido relativamente simpático. Estoy dispuesto a admitirle por ese tiempo. Después…, si no nos convenimos mutuamente, nada hay firmado.
—De acuerdo. ¿Sueldo?
—Le daré ochenta dólares. ¿Le parece bien?
—Es lo único que me ha parecido bien de usted hasta ahora.
—Ya irá apreciando detalles curiosos en mí. Quizá no me parezca a nadie como patrón, pero estoy orgulloso de ser así.
—De acuerdo con una advertencia. Cuando no esté conforme con mi trabajo o mi proceder, despídame, pero no se le ocurra enseñarme el látigo. Podía acabar con sus métodos en unos segundos.
—¿Preferiría que le enseñase el revólver?
—Sí; admito mejor esas razones.
—No lo asegure, Christian. Tengo fama de ser un gran tirador.
—Yo no la tengo, pero lo soy.
—Tendré que comprobarlo.
—¿En usted?
—No creo que llegue ese caso.
—Entonces, de acuerdo.
—Pues busque al peón que le enseñó el camino y dígale de mi parte que le presente a Dick Read, mi capataz; él le ilustrará sobre lo que ha de hacer.
—Muchas gracias. ¿Tiene usted algo que mandar?
—Todavía no, Christian. Eso depende de muchas cosas.
El joven se separó del coronel y se dirigió al peón que le había recibido. Éste se adelantó a abrir la puerta de la cerca para franquearle el paso.
—Todavía es pronto, compañero —dijo Christian, sonriendo alegremente—. El coronel le ordena que me presente a Red, el capataz.
—¿Es que se ha quedado usted aquí…, a trabajar?
—Supongo que no me habrán admitido para que contemple la luna y anuncie los cambios de tiempo.
—¡Oh, claro! Aquí, el que entra, trabaja…, o le hacen trabajar. Espere que saque mi caballo y marcharemos a los pastos.
Poca después, la pareja salía galopando por el valle hacia unos grandes cobertizos que se levantaban muy adentro.
Cuando llegaron, un grupo de peones recibía órdenes del capataz. Éste era un tipo de aspecto impresionante por su enorme corpachón, sus brazos ciclópeos que mostraba al desnudo y la fiereza de su gesto.
El peón se detuvo, diciendo:
—Dick, un nuevo peón de parte del coronel. Debe usted encargarse de él.
Dick le contempló con ojos desconfiados, y preguntó, bruscamente:
—¿Qué sabe usted hacer, amigo?
—Lo que usted y un poco más.
Dick saltó como un muelle, respondiendo:
—No presuma por adelantado, que es peligroso. El día que alguien sepa hacer aquí algo más que yo, ese día será capataz del rancho, y no estoy dispuesto a permitirlo. Apréndase esa lección, por la cuenta que le tiene.
—Mi lección la tengo olvidada. Cuando me mandan a usted, será por algo. La pregunta es impertinente.
—Ya lo veremos, señor presumido.
—¿Tiene algo que mandarme?
—Tengo que estudiar dónde encajan sus habilidades, amigo. Ahí tiene un cobertizo donde encontrará algún petate desocupado. Meta su caballo en los corrales y prepárese el alojamiento. Ahora, tengo mucho que hacer.
Christian se encogió de hombros. No tenía mucha prisa en dar gusto al capataz en demostrar su suficiencia. No le había sido simpático, y estaba temiendo que no iban a hacer muy buenas migas.
Después de guardar su poderoso trotón y elegir un petate de los que consideró vacíos, colocó su modesto saco de viaje en el clavo que servía de percha, y, como no tenía nada que hacer, salió fuera, tomó un escabel y se sentó. Conservaba tabaco para una pipada y decidió consumirlo. Quizá ya no tuviese ocasión de fumar a gusto más tarde.
Y, sentado junto a la jamba de la puerta, se entretuvo en seguir con ojos avizores las faenas de los peones, en tanto que Dick, que se había desentendido de él, dirigía la faena.