CAPÍTULO VIII
LA HISTORIA SE REPITE
Cuando Christian regresó a los pastos, Maury le esperaba para darle cuenta de su misión. Había escoltado a los vaqueros despedidos hasta la salida del valle y había colocado dos peones de vigilancia para impedir que regresasen por allí subrepticiamente.
Según su impresión, se habían dirigido a Platoro, el poblado más próximo al valle.
Christian aprobó el hecho y le comunicó lo que el coronel le había dicho. Maury se sintió satisfecho de la gestión y prometió entregarse con alma y vida a secundar el trabajo del nuevo capataz.
Éste entretuvo varios días en recorrer la hacienda estudiando la situación del valle. Encerrado en un anfiteatro natural de montañas, sólo contaba con tres accesos, uno hacia la parte del poblado, otro al norte en un lugar áspero y desértico y otro hacia el sur siguiendo las estribaciones de la cadena montañosa.
Luego, visitó todos los pastos, examinó las reses, estudió a los componentes de los varios equipos sin encontrar nada destacado en ellos y se entregó de lleno a su misión de trabajar y hacer trabajar a la gente. El coronel se proponía celebrar en breve un gran rodeo para expurgar el ganado, apartar y sacrificar lo que no merecía la pena de ser atendido y seleccionar un par de millares de reses que tenía comprometidas para después del rodeo.
Fue un trabajo intenso que casi le hizo olvidar su misión y a Victory. Era un hombre impetuoso debajo de su frialdad aparente, que cuando se entregaba a una cosa lo hacía con la tozudez propia de su raza tejana.
Hasta que un día, cuando regresaba de una de sus muchas visitas a los lugares más alejados, tropezó en su camino con la muchacha. Ésta, vestida con su gracioso traje de amazona, parecía una aparición ideal en medio del agreste paisaje de los pastos, poniendo con su presencia una nota alegre y humana de que parecía carecer.
Ella detuvo la yegua, saludando:
—Buenos días, capataz. Se vende usted muy caro desde que consiguió el ascenso.
—Será porque se me ha subido el humo a la cabeza y aún no he conseguido expulsarle.
—Posiblemente. Hay hombre tan vanidosos, que cuando escalan un lugar miran desde lo alto a los demás.
—En ese caso, usted debería mirarme a mí desde lo alto de una nube y con tanta altura tendría que verme tan insignificante, que no merecerá la pena esforzarse la vista.
—Muy ingenioso, pero olvida que yo no tengo aquí ningún cargo ni me he ganado ningún ascenso.
—Es usted la propietaria. ¿Es poco eso?
—Apenas nada, señor capataz. ¿Qué diablos me importan a mí todas esas reses y esta extensión de terreno si no saco de ellos más que un espacio muy ancho para pasear a caballo? Sin que fueran míos, sacaría de ellos lo mismo.
—¿Quiere decir que no se siente a gusto aquí?
—No tanto. Estoy al lado de mi padre que es lo único que tengo en el mundo y en ningún sitio puedo estar mejor que a su lado. Por lo demás…, éste es un lugar tan bueno como otro cualquiera para aburrirse.
—Lo comprendo. Parece que aquí la sociedad no es muy abundante…
—Ninguna. Aparte de que mi padre es muy especial para sus amistades.
—¿No sale usted nunca de aquí?
—Algunas veces, muy pocas, me ha llevado a la capital… Cuando tengo necesidad de renovar mi vestuario, pero como siempre anda temeroso de que suceda algo en su ausencia, estas visitas se espacian mucho.
—Quizá ahora la lleve allí.
—Me lo ha prometido… ¿Quiere que le diga una cosa?
—Si no es desagradable, me gustará. De sus labios no me agradaría oír cosas poco gratas.
—Ésta es buena para usted. ¿Qué le ha dado que se siente entusiasmado de que se quede aquí?
—Muy poco, señorita Victory… Le he salvado unas reses y le he librado de unos cuantos tipos peligrosos.
—Ya es mucho. Los demás solo traían esos tipos en lugar de llevárselos.
—Bueno, no quiero decir que lo haya conseguido plenamente. Los eché del valle, pero esto no quiere decir que no vuelvan un día por su cuenta con peores intenciones que se fueron.
—¿Usted lo cree?
—Puesto en su pellejo, yo lo intentaría.
—Creo que tiene razón… Espero que no se confíe y viva alerta. Dick no es capaz de olvidar la derrota ni la humillación.
—No Soy tan tonto como para creer que se conformará con buscar otros lugares más propicios a sus actividades. Hasta cierto punto, me alegraría que intentase algo específico. Sólo eliminándole puede darse por salvado el peligro.
—Yo no lo desearía. Es preferible que desaparezca.
Siguieron caminando en silencio. Un poco más adelante, Victory, que parecía querer decir algo que le costaba trabajo echar fuera, se atrevió a insinuar:
—¿Es que no está contento con el cargo, Christian?
—¿Por qué no lo voy a estar, señorita?
—Es que…, me ha dicho mi padre que no piensa estar mucho tiempo. Yo creí que…
—¿No le ha dicho su padre los motivos?
—No… Sólo me ha dicho que no ha conseguido que acepte continuar fijamente al frente de nuestros equipos.
—Lo siento, pero él conoce los motivos. Mi deseo sería otro, pero…
—¿De verdad que le gustaría quedarse aquí siempre?
—No tengo motivos para otra cosa… ¿.Piensa usted igual?
—Francamente, sí, lo confieso. He vivido muy aislada entre gente del valle. Pocos o ninguno han inspirado confianza a mi padre ni a mí para poder tratar con ellos, siquiera fuese de un manera cortés… Parece como si mi condición de mujer les impulsase a ver en mí otra cosa que en realidad debían.
Lo dijo ruborizada, y Christian comprendió lo que había querido decir. Para disculparlo, insinuó:
—Quizá en eso…, influyen muchas cosas, señorita Victory. Aquí no hay mujeres, los hombres son hombres en todos los sitios y cuando se les priva de continuo del trato femenino, se vuelven más salvajes…
—Quizá, pero la educación obliga a ser discretos. Yo no soy una mujer de esas que andan por los locales de vicio; soy la hija del dueño. Debían comprenderlo.
—¿Qué puede usted pedir a hombres así? Espero que de aquí en adelante la respeten como han de respetar todo lo que encierra el valle. Deberán tenerme en cuenta si no lo hacen así.
—Muchas gracias por su interés. No sé por qué, desde el primer momento comprendí que no era usted un hombre como los demás, y eso que…
Se detuvo. El la miró e hizo una pregunta:
—¿Qué iba a decir? Termine…
—Nada. Estaba recordando nuestro primer encuentro. No se mostró muy galante conmigo.
—¿No? Quizá, no recuerdo.
—Yo, sí. Rechazó mi ofrecimiento de una manera un poco brusca…
—¡Ah! Se refiere usted a aquellos dólares que me brindaba como pago a mi intervención.
—No. Yo no pensé nunca tasar mi vida a tan bajo precio. Se lo ofrecía como un anticipo para que defendiese su vida. Me dijo usted que si fuese un hombre los aceptaría, pero que tratándose de una mujer no admitía limosnas, y que lo que podía pedir a cambio como hombre galante no iba a satisfacer su estómago…
Él se puso encarnado. Ahora recordaba su frase.
—¿Se refiere a lo del beso? En efecto, fue un poco brusco, lo confieso, pero yo no la conocía. ¿Me lo hubiese dado como compensación?
—¡No!…
La respuesta fue rotunda. El bajó la cabeza.
—Comprendo… Yo era un mísero vagabundo…
—No comprende. Hubiese sido usted el rey de los pastos y le diría lo mismo. Hay cosas que no tienen valor comercial, y, sin embargo, no tienen tasa posible. Me pregunto qué valor puede tener para un hombre un beso frío, siquiera sea de agradecimiento.
—Ninguno lo confieso. Su valor está en sabérselo ganar con todo lo que de bueno encierra.
—Creo que ahora ha hablado usted como un verdadero hombre… Me hubiese defraudado de no pensar así…
—Es un consuelo que me envanece. Quizá pudiese decirle que mi vida ha sido demasiado llana para ocuparme de esas cosas. Soy un libro en blanco en ese sentido, porque el destino absorbió mis horas en algo más trágico, y las mujeres en mi existencia pasaron como los árboles de la senda cuando galopa uno furiosamente. Algún día quizá detenga esta loca carrera y tenga tiempo para ocuparme de ver mejor ese paisaje.
—Se lo deseo de todo corazón, Christian —dijo ella levemente—, me ha sido usted tan simpático, que todo lo bueno que le llegue me alegrará tanto como si me alcanzase a mí.
—Será también porque es usted una mujer distinta a las demás.
—No lo sé. No he tenido puntos de referencia para examinar el contraste. Sea como sea, estoy contenta de ser como soy y eso me basta.
Se aproximaban al rancho. Ella le tendió la mano, diciendo:
—Le dejo, Christian. Es la hora del almuerzo y mi padre me estará esperando… ¿Nos veremos más a menudo?
—Nos veremos siempre que usted lo desee.
—Pero sin perturbarle en su trabajo. Creo que dentro de poco se verificará el gran rodeo y me gustará andar cerca de usted para apreciarlo mejor.
—Haré lo que esté en mi mano para complacerla.
—¿De verdad?
—Haría por usted cuanto estuviese en mi mano.
—En ese caso…, estudie la posibilidad de complacerme en algo que deseo sobre todas las cosas.
—¿De qué se trata?
—De que deje de ser el Judío Errante y eche raíces en este valle.
—Daría la vida por poder decirle en este momento que lo haría, pero depende de algo superior a mi voluntad. Puede creerme, que no le engaño.
—Lo siento… En fin, ¿qué se le va a hacer?
Picó espuelas y salió trotando hacia la hacienda. El la siguió con la vista, sintiendo que su corazón latía con inusitado apresuramiento. Había algo especial en aquella mujer que empezaba a esclavizarle a su lado, y sentía cólera contra el destino que le empujaba lejos como una maldición. Claro era que él no tenía derecho a hacerse ninguna ilusión respecto a Victory. Un abismo social les separaba, pero para él era una visión grata y agradable que le hacía sentirse feliz cerca de ella, y cuando la suerte le había privado de tantas felicidades, aquélla, aunque mínima, la consideraba la más preciada de cuantas podía anhelar.
Triste, en medio de sus satisfacciones descendió pastos abajo a reanudar sus faenas, y procuró sumergirse intensamente en ellas para distraer su pensamiento y librarle de la pesadilla que Victory empezaba a constituir para él.
La vida en el valle empezó a discurrir más serenamente. El ojo avizor de Christian estaba en todas partes, cuidando de los más mínimos detalles, y había reorganizado los pequeños equipos con un gran trasiego de hombres para desarticular toda posible organización en ellos. De vez en vez, realizaba traslados que no permitían a los que podían parecerle más sospechosos tramar complots ni ponerse de acuerdo en algo definido, porque aquel trasiego todo lo desarticulaba.
Algunas tardes, a la hora en que Victory acostumbraba a dar un paseo a caballo por el valle, se hacía el encontradizo con ella charlando un rato, para después dejarla pasear a su albedrío, y otras, no se sentía con ánimos para sostener la conversación, se situaba en algún calvero o en un montículo, y al amparo de los árboles que le ocultaban a su vista la seguía ansiosamente hasta verla desaparecer en la lejanía.
El coronel le había proporcionado unos largos anteojos marinos que él consideraba de mucha utilidad, pues a su amparo, podía vigilar a larga distancia lo que hacían los peones sin descubrirse a ellos, y los empleaba con preferencia para escudriñar la parte áspera de, las estribaciones montañosas que cerraban el valle, allí donde se abrían los estrechos pasos que le daban salida.
Una tarde se descuidó en salir al paso de la muchacha y cuando llegó a las inmediaciones del rancho, ya hacía un buen rato que Victory cabalgaba por el valle. Hacía calor, pero el tiempo estaba amenazando tormenta. Un aire cálido e impetuoso soplaba del norte, levantando en oleadas la reseca tierra y el polvo, formando densas cortinas que a ratos entorpecían toda visual.
Christian temió que la tormenta estallase de un modo súbito y la cogiese alejada de la hacienda. A veces el aire soplaba con tal violencia, que poseía fuerza capaz para derribar a un caballo, e inquieto decidió salir en su busca.
Avanzó un buen trecho sin encontrarla y más inquieto a medida que la tarde avanzaba y el cielo se encapotaba, alcanzó un regular montículo y con los lentes marinos en los ojos escudriñaba el valle, tratando de abarcar entre el oleaje de removida arena la silueta de Victory y su brava yegua.
El animal era muy nervioso y asustadizo. Podía en cualquier momento asustarse con la turbonada y poner a la muchacha en un trágico peligro.
Escudriñaba el paisaje ansiosamente buscando en los claros que formaba el oleaje de tierra removida con violencia, la silueta del caballo, cuando le pareció descubrirle atravesando un claro para desaparecer de nuevo entre una cortina de oscuro polvo. Con el corazón anhelante enfocó los catalejos hacia aquella parte, esperando ver confirmado el descubrimiento.
Por fin lo consiguió. La yegua de Victory galopaba como un diablo y la muchacha tendida con la cabeza inclinada sobre el cuello del brioso animal parecía animarle en la loca carrera.
Como un torbellino descendió del montículo y se lanzó a su encuentro. Tenía en su contra el aire, que le soplaba de cara y medio le cegaba, pero con los ojos entornados procuraba abarcar el paisaje y orientarse en él.
Hasta que de súbito se estremeció al captar entre el mugido del aire y el batir sordo de la arena un ruido seco que para él no era un secreto, porque se trataba de una detonación.
De modo inmediato vibraron otros dos o tres y con ellas un alarido penetrante que sólo la garganta de Victory podía haber lanzado como un S. O. S. angustioso. Alocado siguió pidiendo a su caballo un mayor esfuerzo y continuó avanzando. Ahora captaba el sordo batir de cascos de caballos a su derecha, y poniendo en su voz toda la angustiosa vibración que pudo, gritó:
—¡Victory, Victory, aquí, a su izquierda! Soy yo, Christian.
El rumor de cascos pareció aproximarse. El aire cesó por un momento, dejando descender a plomo las oleadas de tierra reseca, y yegua y jinete se mostraron claramente galopando hacia él.
Pero Victory, levantando la cabeza un tanto, suplicó:
—Huya, Christian…, me vienen persiguiendo.
La caída del polvo permitió por un momento al bravo capataz descubrir cuatro jinetes que galopaban furiosamente a sesenta yardas de la joven, realizando esfuerzos supremos para alcanzarla. Lenguas de fuego brillaron en las bocas de sus «Colt», y los proyectiles quedaron cortos.
Christian, furioso, clamó:
—Siga, siga, no se detenga.
Y con aquella advertencia se desentendió de la muchacha, para seguir al encuentro de los perseguidores. No podía reconocerlos, pero era igual. El hecho de que persiguiesen a la joven era bastante para desear con anhelo su exterminio.
Dejó al caballo galopar rectamente y con fiereza extrajo los «Colt», que ahora pendían de su cintura, levantándolos con mano firme. Los jinetes embalados galopaban en un grupo rectos hacia él, y unos y otros ofrecían un blanco claro y seguro.
Las manos firmes y rápidas de Christian hicieron moverse los percutores con velocidad inusitada, al tiempo que frente a él ladraban siniestramente las armas contrarias.
Christian sintió el silbido de los proyectiles siluetándole trágicamente. Un golpe en la frente que le escoció como un hierro al rojo y el sombrero que salió volando como un extraño pájaro y algo que pareció morderle en el brazo izquierdo.
Pero frente a él, un caballo alcanzado en la cabeza caía en una exótica pirueta, enviando por el aire al jinete. Éste, lanzado de cabeza, la clavaba en la arena, quedando por un instante con los pies por alto, para luego dar la vuelta y quedar rígido como un pelele; otro jinete desaparecía por la cola de su montura, como si por detrás le hubiesen arrancado de la silla para arrojarle a tierra, y otro que se inclinaba sobre el cuello de su asustado caballo, en tanto que éste seguía galopando en línea recta y pasaba veloz junto a él, desprendiéndose de su carga a pocos pasos para proyectarla rodando de costado a muchas yardas.
Y por último, un caballo que volvió grupas y se alejaba de nuevo hacia el norte medio vuelto en la silla. Christian le dirigió los últimos disparos sin alcanzarle, y una nueva ola de polvo se levantó borrándole de su vista.
El pecho del joven se hinchó de aire respirando con dificultad y se llevó la mano al rostro para borrar de él algo que le nublaba la vista. Era un hilo de sangre que descendía de la frente. Poca cosa, porque la bala sólo le había rozado, por un verdadero milagro. Al levantar el brazo fue cuando se dio cuenta de que también le habían tocado en él. La chaqueta de color amarillento se teñía con una raya roja que descendía a lo largo del brazo hasta escurrirse por la muñeca. Pero apenas sentía el dolor. Se daba cuenta de que había sido una cosa insignificante para lo que había expuesto, y una sonrisa feroz iluminaba su semblante. El caballo se detuvo a su voluntad. Era un animal muy fogueado que se asustaba poco y Christian, sacando el pañuelo, se lo ató al brazo, y retrocedió en busca de los caídos.
En aquel momento sintió gritar a Victory llamándole con angustia infinita. Con voz ronca, contestó:
—Aquí, señorita, puede venir, ya no hay peligro.
La vio surgir entre el polvo lívida y descompuesta. Al descubrirle con la cara bañada en sangre, clamó:
—Christian, por Dios, me dijo…
—No es nada. Un rasguño… No avance mucho. Por aquí debe haber alguna carroña tumbada.
Ella no le hizo caso y se unió a él. Estaba terriblemente nerviosa, temiendo que las heridas de él pudiesen ser graves.
—Lo siento —murmuró—. Fue culpa mía…
—Cállese. No diga tonterías.
Lo dijo con acritud y ella enmudeció. Christian avanzó hasta tropezar con el que había caído de cabeza, estrellándose a causa del golpe.
Tenía la cabeza partida, pero al momento le reconoció.
—¡Fred! —dijo—. Me figuraba de dónde venía el golpe. —Siguió buscando hasta descubrir a los otros dos. Uno tenía un tiro en el corazón y el otro agonizaba con el vientre perforado.
Los dos pertenecían al grupo de peones que habían sido despedidos. Christian sintió rabia al comprobar que ninguno de ellos era Dick.
—Si era el otro, se escapó —masculló—. Lo siento.
Ella le tomó por el brazo sano, diciendo:
—Por favor, Christian, no se detenga aquí contemplando a esos sapos. Lo suyo urge más…
—No se preocupe. No es nada, por fortuna… Debí figurármelo y vigilar mejor las entradas al valle. Soy un necio.
—Usted no podía adivinar…
—Debí hacerlo. No me lo perdono.
—No diga eso. Nadie podía pensar… Pero por favor, no se quede aquí por más tiempo. Hay que ocuparse de esas heridas. Siento mareos de verle así…
Se llevó las manos a la cabeza, vacilando. El comprendió que no mentía y la sostuvo cuando parecía que iba a caer a tierra.
La muchacha quedó por un momento flácida en sus brazos, como una muñeca de serrín. El sintió la ardiente sensación de recibir un cuerpo lleno de fuego que le abrasaba más que las raspaduras y la estrechó de modo involuntario contra su pecho. Ella no se resistió y hasta pareció sonreír blandamente con los ojos cerrados y la boca pálida y reseca.
Varias gotas de sangre de la herida de su frente cayeron sobre el rostro de la joven. Al suave calor se estremeció y pareció reflexionar.
Se separó sin violencia de sus brazos y suplicó:
—¡Por lo que más quiera, Christian! Vámonos de aquí, porque siento un miedo que me hará desmayar.
El comprendió que decía la verdad y desentendiéndose de los caídos la ayudó a alcanzar la yegua.
—¿Cree que se mantendrá bien en ella?
—No lo sé… Quizá no.
Entonces la tomó entre sus brazos, la elevó sobre su propio caballo y saltó por detrás de ella. Tomó las bridas de la yegua liándoselas al brazo sano y sujetando a Victory por detrás para que no perdiese el equilibrio, emprendió la dirección del rancho.
Las turbonadas de polvo les seguían de espaldas envolviéndoles en ellas y haciéndoles desaparecer entre el velo espeso que formaban. Christian sentía el duro tableteo de la tierra flagelándole el cuerpo y la espalda y procuraba cubrir a la muchacha para evitarla aquel tormento.
Así caminaron medio a ciegas hasta alcanzar el rancho. Cuando llegaron al patio y uno de los peones salió a su encuentro, Christian notó por la flacidez del cuerpo de la muchacha que se había desmayado. Hizo entrega de ella para ser trasladada a su dormitorio y se apresuró a subir al despacho del coronel para darle cuenta del dramático incidente.