CAPÍTULO VI
EL CHOQUE
Al día siguiente, muy temprano, cuando los peones se dispusieron al trabajo, Dick llamó a Christian, diciéndole:
—Marche allá abajo y recoja unas cuantas reses descarriadas que encontrará seguramente. Se escaparon anoche y no deben andar lejos. A las diez vuelva aquí, que tengo para usted otro trabajo.
Christian sonrió de manera imperceptible. Adivinaba que la idea del capataz era alejarle de las proximidades del atajo para que su peón de confianza manipulase con ellas a su gusto.
Al dirigirse en busca del caballo, tropezó con Maury, quien con la vista le indicó uno de los cobertizos. El joven echó una mirada descubriendo más de una docena de baldes llenos de agua.
Comprendió la indicación. Sería en ellos donde se les daría a beber agua salada a los toros.
Se alejó a cumplir su cometido. Media docena de reses correteaban por la zona indicada. Las empujó hacia arriba sin esfuerzo para que se uniesen al rebaño.
A las diez estaba de vuelta en el galpón general. Dick, que le esperaba, le señaló un grupo de hermosos ejemplares de cornúpetos reunidos en un claro.
—Empuje esas reses y llévelas al abrevadero de las cortadas. Deben estar sedientas, porque parecen nerviosas.
—Puede que lo estén —dijo Christian—. ¿Debo ir solo, o me acompañará alguien? Cincuenta reses sedientas son muchas para un solo hombre.
Dick pareció vacilar. Luego, llamando a Maury, ordenó:
—Acompáñale tú, Maury. No creo que necesitéis una niñera para cada res.
Christian sonrió. Lo que cada toro necesitaba era un lazo bien amarrado y sumergirle en una charca hasta que se saciara.
Cuando empezaron a empujar el atajo, éste se encampanó. Mugían con desesperación, azotaban sus flancos fieramente con la cola y pugnaban por escapar.
Christian se dijo que no iba a ser posible llevar ordenadamente a aquellos salvajes al abrevadero. Antes iniciarían la estampida por su cuenta y si era sí, no sabía lo que iba a suceder.
Y lo que le extrañaba era que el coronel, sabiendo a lo que exponía aquella punta de ganado, lo hubiese desdeñado dejándolo a su iniciativa personal. O no daba importancia a su denuncia, o sacrificaba las reses sólo para dejar a su albedrío el revolverse contra Dick y solventar la pugna sin su intervención.
Se estaba preguntando si no sería mejor echar las espuelas por alto y descubrir su juego, cuando un jinete surgió inopinadamente en los pastos. Christian sonrió al reconocer al coronel, y Dick pareció sorprenderse e inquietarse.
Asa, frío y sereno, echó un vistazo a las maniobras de los dos peones, y llamando a Dick, preguntó:
—¿Qué le sucede a ese ganado, Dick?
—Lo ignoro, coronel. Amaneció inquieto y nervioso. He creído que debe tener sed y he ordenado que los lleven al abrevadero de las cortadas.
—¿Por qué allí?
—Es el más próximo.
—Y el más peligroso dado el estado de esos animales. ¿No ha pensado en eso?
—No, pero…, para eso he confiado la tarea a dos peones en lugar de uno. Por regla general, un hombre se basta para cuidar de cincuenta reses cuando beben.
—¿Cree usted que dos hombres son suficientes?
El capataz, amoscado, repuso:
—Si saben cumplir su obligación, son suficientes. Christian dice que sabe hacer lo que cualquiera y un poco más.
—¿Tanto como usted y algo más?
—Tenía que nacer de nuevo para eso, coronel.
—¿Qué otro peón de su confianza cree usted que puede dar lecciones a Christian? Señáleme uno.
—Cualquiera del grupo, coronel. Aquel mismo.
Y señaló al que le había sugerido la idea de aquella maniobra diabólica.
—Llámele.
El capataz, demasiado inquieto, gritó:
—Fred, acércate. El coronel te llama.
El peón avanzó el caballo. Asa preguntó:
—¿Se considera usted tan buen peón como el que más?
—Me avergonzaría de no serlo, coronel.
—Muy bien. Entonces, usted, Dick, y usted, Fred, háganse cargo de esos toros y llévenlos a beber al abrevadero de las cortadas. Son ustedes lo mejor del equipo y debo confiar en que entre los dos se basten y sobren para empujar cincuenta astados y que vuelvan los cincuenta justos.
Dick perdió el color al oír la orden. Sin darse cuenta, se había dejado coger en su propia trampa.
Ceñudo, repuso:
—Coronel, ésta no es misión mía, sino de mis hombres. O soy capataz o soy un peón.
—Los asuntos difíciles los resuelve quien está en mejores condiciones y quien lleva la responsabilidad. ¿O es que sabe usted que lo que ha ordenado es imposible y pretende hacer fracasar a alguien determinado?
Dick se envaró. Las cosas se estaban poniendo demasiado sombrías para él.
—Yo no pretendo más que cada cual cumpla la misión que debe saber cumplir.
—Y usted el primero. Haga el favor de ser usted y ese peón los que den de beber allí a las reses y…, vuelvan con ellas completas. Les esperaré aquí.
Dick se tornó pálido y miró de reojo al coronel. Christian, tenso, pero sonriente, tenía la mano apoyada en la culata del revólver y no le perdía de vista. Maury, a su espalda, estaba también preparado para evitar cualquier decisión desesperada del capataz.
Éste, después de un momento de vacilación, repuso, agriamente:
—Está usted tratando de rebajarme a los ojos de mi equipo ordenándome cosas que no debo hacer. Es usted el primero en relajar la disciplina y como entiendo que no debo consentirlo, le diré con todo respeto que no lo haré, pero si opina que es peligroso llevarlas allí, acato su mayor sabiduría. Que las lleven a otra charca.
—Lo cual quiere decir que no sirve usted para capataz.
—¿Por qué lo voy a declarar?
—Porque si no es capaz de hacer lo que pretendía que hiciesen los demás, es señal de que vale usted menos que ellos. Un hombre así no me sirve.
Christian, haciendo una seña para que Maury no perdiese de vista al capataz, se separó del grupo y mientras los peones estaban atentos a las reacciones del coronel y de Dick, se dirigió al cobertizo donde había visto los baldes por la mañana y penetró dentro. Allí se hallaban aún húmedos y en algunos quedaba en el fondo un residuo de agua. Introdujo el dedo, lo llevó a sus labios y lo retiró escupiendo. El agua estaba salobre hasta lo imposible.
Con decisión, tomó el balde y se dirigió rectamente hacia el coronel. Dick, al volver la cabeza, le descubrió con el balde en la mano y una cólera terrible estalló en su pecho.
—Christian —rugió—, haga el favor de no emprender nada que no le haya sido ordenado. Tire ese balde ahora mismo y estese quieto. ¿Me ha oído?
—Desde luego que le he oído, capataz, pero da la casualidad de que he presumido de ser un peón que sabe tanto como el primero y un poco más, y quiero demostrarlo. Coronel, si gusta, moléstese en mojar un dedo en este balde y probar el contenido. Si no hay que llevarle a la charca a apagar la sed, yo…
Dick adivinó que estaba descubierto. No sabía cómo, pero aquel descubrimiento no había sido casual, sino que tenía un origen más lejano que el momento aquel. Con un gesto veloz, llevó la mano al costado, pero se detuvo apenas inició el gesto. Maury, colocado estratégicamente a su espalda, sabía lo que podía producirse ante el rasgo de audacia de su compañero, y más veloz que Dick le apretó el cañón de su revólver a la espalda, ordenando:
—Estese quieto, Dick. Creo que será muy interesante para usted saber en qué para esto.
El capataz, rechinando los dientes, se vio obligado a dejar descender el brazo. Estaba seguro de que tal como se había puesto el asunto, el peón no vacilaría en disparar sobre él.
Christian acercó el cubo al coronel, quien obedeció la indicación. Escupió con asco, diciendo:
—Comprendido, Christian. Han dado al ganado agua salada para que la sed rabiosa le hiciese ingobernable y ustedes fracasasen en su misión. A este sapo nada le importaba mi ganado, ni la confianza que había depositado en él, ni nada, sino satisfacer rastreramente su deseo de eliminarle del equipo.
Avanzó hacia él empuñando el revólver, mientras Maury apretaba más el suyo a la espalda del capataz para impedirle toda reacción. Christian, a su vez, se adelantó diciendo:
—Un momento, coronel. Creo que este asunto es mío en primer término. Era contra mi contra quien se había fraguado el complot y…
Saltó de costado impetuosamente y vibró una detonación. Fred, que no estaba vigilado, comprendió que se iba a ver acusado de haber intervenido en el complot y, conociendo los métodos del coronel, no quería verse expuesto a que le ataran a una talanquera y le azotasen con un látigo hasta ponerle las costillas al descubierto.
El proyectil pasó rozando la cabeza de Christian, pero no pudo repetir el disparo. La mano del peón, veloz como el rayo, había desenfundado y su «Colt» ladraba por vez primera desde que llegó al valle.
Fred, con un rugido, soltó el arma al recibir en el brazo el impacto. La bala se le había clavado poco más arriba de la mano y sangraba escandalosamente.
Hubo un momento de tensión en la que algunos peones parecían dispuestos a intervenir en favor de Dick, al adivinar cuál iba a ser el final, pero varios de ellos se separaron del grupo, acercándose al coronel con las manos apoyadas en las culatas de sus armas.
Christian avanzó hacia Dick y se acercó a él. Luego, de un fiero tirón, le arrancó el revólver del cinto y dijo:
—Déjenle ya. Le prometí en cierta ocasión estar en condiciones de vérmelas con él cuando me repusiese un poco de mis largas vigilias del viaje. Me considero lo suficientemente repuesto para demostrárselo.
El coronel le miró un momento y se encogió de hombros.
—No puedo negarle esa reparación —dijo sencillamente.
—Gracias. Adelántese, Dick, adelántese y prepare sus puños. Quiero ver si es usted tan hábil manejándolos noblemente como tendiendo trampas asquerosas a la gente.
Dick no se hizo de rogar. Al menos tendría la satisfacción de deshacer a puñetazos a aquel tipo que le había puesto en situación tan comprometida.
El coronel echó un vistazo en derredor y observando ciertos rostros poco tranquilizadores, advirtió:
—Un momento, señores. Si alguien se atreve a intervenir, que tenga presente mi revólver y algún otro más. Ésta es una cuestión a ventilar entre los dos.
Los vaqueros, ante la advertencia que sabían que no podían desdeñar, se retiraron formando un amplio círculo dentro del cual quedaron los dos rivales.
Christian, tranquilamente, se despojó de la chaqueta y la arrojó lejos, remangando las mangas de su camisa más arriba del codo. Todos pudieron apreciar que sus brazos eran más delgados que los de Dick, pero también apreciaron a simple vista que eran duro músculo que se tensionaba al menor movimiento.
Dick, con los ojos relampagueantes de odio, arqueó sus potentes piernas, levantó los brazos doblándolos en actitud defensiva y esperó a que su enemigo iniciase el ataque.
Pero Christian no estaba dispuesto a descubrir sus cualidades combativas desde el primer momento. Antes quería saber cuáles eran las posibilidades de su contrario para atemperar a ellas su agresividad.
Se dedicó a rondar al capataz como si buscase el hueco por donde filtrar sus puños en la cerrada defensa de Dick, pero sólo amenazaba débilmente chocando con los potentes brazos de aquél.
Dick, pasados unos minutos, perdió la calma. Christian no se decidía a atacar quizá por miedo o prudencia y deseando acabar cuanto antes aquel juego y tumbar al osado retador, tomó la iniciativa.
Durante más de cinco minutos, bailoteó velozmente en torno a Christian lanzándole toda clase de golpes, pero sin gran fortuna. Tropezaba con un gran esgrimidor a la defensa y sus puños siempre encontraban como un escudo protector dos recias columnas musculosas que le impedían llegar al rostro del peón.
Esta inutilidad de sus esfuerzos y la táctica defensiva de Christian, acabaron de encorajinarle y confiándose demasiado abandonó su prudente guardia para lanzarse abiertamente al ataque.
Era lo que su enemigo esperaba. Sabía que tenía enfrente un hombre duro y más pesado que él y no quería exponerse a recibir unas cuantas caricias que le hubiesen aplastado rápidamente. Tenía que excitarle para que le ofreciese las máximas ventajas al atacar.
Así, cuando Dick buscaba afanoso su rostro para aplastarle la boca, desvió raudo el rostro a un lado, y cuando el puño pasó rozándole la cara sin alcanzarle y el capataz al impulso adelantó su cuerpo, se revolvió veloz y le lanzó un gancho de izquierda al mentón que le alcanzó plenamente.
Dick rebotó hacia atrás con un rugido rabioso y retrocedió tres pasos llevándose las manos a la boca, que empezaba a sangrar con violencia. Sus ojos se inyectaron también en sangre y rugió:
—¡Te aplastaré como a un cochino sapo venenoso! Lo haré o me dejaré deshacer antes que ceder.
Como si el golpe le hubiese dado nuevas energías, saltó hacia Christian atacándole en tromba; éste se vio apurado para pretender burlar aquella sarta fiera de golpes lanzados sin escuela, pero con una velocidad de vértigo, y a pesar de su agilidad y mayor dominio de esgrima que su contrario, no pudo evitar ser alcanzado alguna vez, aunque no con la contundencia que el capataz pretendía.
Los amigos de Dick le animaron al observar su reacción brutal. Lanzaban gritos de entusiasmo y hasta aplaudían su acometividad terrible.
Pero se trataba de un esfuerzo demasiado poderoso para poder aguantarlo mucho tiempo. Si durante aquella reacción no conseguía tumbar a su contrario, se vería muy mermado de facultades para poder aguantar después una réplica adecuada.
Peleaba en plena iniciativa, cuando Christian encontró una gran coyuntura para frenarle. En un movimiento mal hecho de Dick, vio la oportunidad de aplicarle un fiero golpe al estómago y no lo desaprovechó. Se inclinó raudo, bajó la cabeza y extendió el brazo recto hacia el lugar elegido.
Dick sintió como si manos invisibles le hubiesen tomado estómago e intestinos rebañando dentro de ellos, y en una arcada angustiosa arrojó parte del almuerzo y se sintió tan mareado y tan lleno de náuseas que, con la cabeza inclinada y el cuerpo contraído, quedó un momento quieto apretándose la parte golpeada con ambas manos.
Christian, veloz y seguro, aprovechó el momento favorable para intentar decidir la pelea. Como un bólido cayó sobre él, y sus puños, duros como la roca, golpearon a placer sobre el rostro del capataz. Éste, incapaz de cubrirse, intentó retroceder echando la cabeza hacia atrás para evitar los impactos, y con ello lo que hizo fue ofrecer a los puños de su rival un mejor blanco.
Hasta que cayó a tierra con el rostro terriblemente magullado y sangrando por diversos sitios. Tenía los dos ojos amoratados, la nariz medio aplastada y la boca contraída y sangrante. Era algo repugnante que impresionó a los testigos de la pelea.
Cuando cayó al suelo, Christian, en actitud agresiva, se acercó a él, preguntando:
—¿Tiene bastante ya, Dick, o se siente con ánimos de continuar? Si es su deseo, levántese y siga.
El capataz, escupiendo sangre y casi sin poder descubrir a su enemigo, se inclinó apoyando la palma de la mano y una rodilla en tierra para levantarse. No quería darse por vencido, aunque se sabía naturalmente anulado para la lucha.
Respirando fatigosamente, consiguió ponerse en pie y extendió los brazos pretendiendo continuar, pero súbitamente perdió la estabilidad y volvió a caer quedando rígido en tierra.
Christian se pasó la palma de la mano por la ceja derecha de la que manaba un hilo de sangre que a veces le caía al ojo y sorbió ruidosamente. Luego, extrajo el pañuelo del bolsillo y se lo aplicó a la herida.
También presentaba algunos arañazos y raspaduras que se acusaban por ronchas rojizas, pero, en general, su estado era satisfactorio y sólo la ceja partida exigía un poco de cuidado.
Se volvió hacia el coronel, diciendo:
—Asunto concluido, coronel. Ahora le pertenece y usted hará con él lo que quiera.
—Mi decisión está tomada, Christian. No sé si sabrá mis costumbres. Dick ascendió al cargo porque eliminó al antiguo capataz; usted le ha eliminado a él y como no ha surgido otro más valiente ni más hábil para ocupar el puesto, le nombro capataz general desde este mismo momento.
Christian se adelantó, diciendo:
—Le dije que no apetecía cargos. Accedí a quedarme aquí para un par de meses, y de peón o de capataz, no pienso seguir más tiempo. Creo que es mejor que nombre usted a otro más estable.
—Eso lo decidiré el día que usted se despida definitivamente de mi rancho. Mientras esté a mi servicio, es mi voluntad que se encargue del equipo.
—Muy bien, si es así, lo acepto. ¿Qué piensa hacer con Dick?
—Dick ha dejado de pertenecer a mi hacienda desde este momento. Haré que lo manden al poblado a que le curen y que se despida del valle. En cuanto a ese otro sapo (y señalaba a Fred, a quien sus compañeros habían vendado el brazo provisionalmente), correrá la misma suerte. Los dos están despedidos. El resto ya ha oído mi decisión. Si alguno no está conforme, que lo diga.
Los peones se miraron interrogativamente y dos del grupo se adelantaron, diciendo:
—Nosotros no lo estamos. Reclamamos nuestra cuenta.
—De acuerdo. Pasen a cobrarla al rancho.
Otros dos de los secuaces de Dick se unieron al grupo, dándose por despedidos. Christian, preguntó:
—¿No hay ninguno más que quiera darse por despedido?
Nadie contestó.
Entonces, él, señalando con el dedo a medida que hablaba, indicó:
—Tú y tú, podéis seguirles. Erais demasiado, amigos de Dick para que me sienta seguro con vosotros. Que os den la cuenta también.
El coronel no protestó. Comprendió las razones de su nuevo capataz y las compartía.
Uno de ellos, rabioso, gruñó:
—Está bien. Nos echa, ¿no es eso? Quizá le convenga para no tener testigos de lo que piensa hacer, pero es igual Algún día puede que oiga hablar de nosotros.
—Y vosotros de mi revólver. Os doy el tiempo justo para salir de aquí u os arrojaré a tiros. Elegid.
El grupo se unió y fue en busca de sus ropas y sus caballos. Uno ayudó a Fred a montar y dos atravesaron a Dick en la silla del suyo. El grupo, precediendo al coronel, iniciaron la marcha hacia el rancho.
Asa, antes de partir, dijo a Christian:
—Sé que no necesito darle a usted órdenes. Tome los peones que necesite de los que andan por ahí y que lleven a esos pobres animales a beber a una charca del interior. Que lo hagan en pequeños grupos para evitar cualquier suceso desagradable.
—Descuide, que así se hará, coronel.
—Después de comer, haga el favor de pasar por mi despacho. Deseo hablar con usted.
—Iré coronel.
Éste y los peones desaparecieron camino de la hacienda. Christian llamó con un gesto a Maury.
—Búsqueme unos cuantos hombres de los que usted conozca como más decentes y tráigalos rápidamente.
El peón se apresuró a cumplir la orden, y diez minutos después, una docena de peones de otro atajo se presentaban a él.
—Enhorabuena —dijo uno—. Ya nos han contado lo sucedido. Le felicitamos por su labor. Ha librado usted al valle de unas cuantas serpientes de cascabel.
—Gracias. Alguien tenía que hacerlo. Llévense esas reses a una charca segura y denles de beber. Cuidado, que están rabiosas por haber bebido agua con sal.
Cuando dejó dispuesto todo, llamó a Maury de nuevo:
—Muchas gracias por su ayuda, Maury. Es usted un magnífico compañero.
—He cumplido con mi deber, capataz.
—Llámeme Christian, o High, simplemente. A usted le debo el haberme evitado un fracaso rotundo y haber acabado con ese tipo. No creo que esto haya quedado aun limpio de serpientes venenosas, pero al menos se ha puesto el nido al descubierto. En cuanto a usted, personalmente, no olvido los favores como no olvido los agravios. Cuando hable con el coronel, le haré saber el papel que ha jugado en este asunto para que le tenga en cuenta. Le pediré que sea nombrado mi ayudante y cuando yo me marche, le propondré para sustituirme en el cargo. Lo merece usted, Maury.
—Gracias, pero tampoco buscaba honores. Me bastaba con hacer desaparecer a ese buitre. Creo que si hubiese seguido mucho tiempo aquí habría acabado por dar un buen golpe.
—¿Cree usted que si ésa era su idea habría renunciado a ella? Yo, no. Ahora sus planes serán más amplios. Tratará de vengarse del coronel y de mí. Del coronel robándole las reses que pueda y de mí, eliminándome como le sea posible.
—Trataremos de impedirlo, Christian.
—No es fácil, pero… En fin, tome media docena de hombres fieles y vigile la salida del valle de toda esa carroña. No los pierdan de vista hasta que sepa con seguridad que están fuera de él y no quedan escondidos en algún sitio que ellos conozcan.
Maury se apresuró a cumplir la orden y Christian, sonriendo humorísticamente, marchó tras el sediento atajo. Quería vigilarle por sí mismo hasta que se serenase.