CAPÍTULO III
CHRISTIAN RECIBE UNA SORPRESA
Christian se aburrió de estar allí sentado sin hacer nada, y, aprovechando un momento en que el capataz tuvo que acercarse al cobertizo, hizo una pregunta:
—¿Sabe usted si habrá trabajo para mí hoy? Me aburro demasiado en esta actitud contemplativa, y como, por otra parte, carezco de tabaco para distraerme, quisiera hacer algo.
Dick sacó del bolsillo una pastilla de tabaco y se la arrojó a las manos, diciendo:
—Tome; ya me la devolverá. Hasta que no consulte con el coronel, no sé qué podré darle a hacer. Si se aburre, monte a caballo y dese una vuelta por el valle. Le resultará interesante en el escenario de sus futuras actividades.
—Gracias; creo que seguiré su consejo.
Poco más tarde, sacaba su poderosa montura, y, saltando a la silla, se dirigió al albur al lado contrario del rancho.
Ahora tenía tabaco para distraerse, y hasta la hora de la comida podía dar un buen paseo.
Descendió por un terreno en declive, alejándose del cobertizo. El paisaje era bronco pero fértil, y a su paso iba descubriendo pequeños grupos de astados que se alejaban hacia el este, atraídos por el espejo de las nutridas charcas donde saciaban su sed.
Algunos peones se cruzaron con él, mirándole de soslayo, pero nadie le detuvo ni le hizo pregunta alguna.
Se alejó bastante de todo lugar poblado y llegó un momento en que se encontró solo.
Cuando dirigía la vista lejos de él, observaba algo en lo que no había reparado hasta aquel momento. El valle era como una enorme y verde fosa hundida entre un anfiteatro de montañas, farallones y cresterías que lo encerraba como una esmeralda puede ser encerrada en un estuche.
Esto le prestaba un aspecto de hacienda bien guardada. No era tarea fácil asaltar los pastos y abollar una buena punta de ganado, porque, al parecer, las entradas eran pocas y difíciles, y si el coronel no era muy confiado, debían estar bien guardadas.
Cuando estimó que se había alejado más de lo debido, decidió volver grupas. La hora del almuerzo debía estar al sonar, y su estómago reclamaba imperiosamente ser uno de los primeros a la lista.
Pero cuando había recobrado medio camino, un jinete se abocetó entre los árboles, avanzando en sentido contrario. Christian levantó la cabeza y se envaró. Le parecía me aquel jinete había sido visto por él alguna otra vez, y redobló su atención para reconocerlo.
Hasta que ahogó una exclamación de sorpresa al comprobar que la montura era la excelente yegua que montaba Victory la mañana anterior, cuando intervino tan providencialmente en su favor.
Alegremente espoleó su caballo y avanzó a su encuentro, pero ya la joven le había visto y, a su vez, salía a cortarle el paso.
Christian sintió mareos de admiración al contemplar a la muchacha. Estaba mucho más linda que el día anterior con su precioso traje vaquero, en el que la chaquetilla recamada en bordados de plata, la falda de amazona rozando poco más bajo de su rodilla, al borde de las altas botas, y el sombrero blanco, de anchas alas, atado a su cuello, hacían de ella una estampa de revista del Este.
Ella saludó alegremente, levantando su mano enguantada en un bordado guante de ancha manopla que llegaba hasta su codo, y él, un poco confuso, exclamó:
—Señorita Victory, no sabe la sorpresa que me llevo descubriéndola a usted por estos pastos. Yo creí que…
Se detuvo, confuso. Ella le animó a seguir:
—¿Qué creía usted, señor High?
—¡Oh, pues…, que sólo era una visitante en esta hacienda!
—¿Por qué razón?
—Por ninguna en concreto. Una idea tonta que me forjé… Había olvidado que me dijo usted que el coronel la quería y usted le correspondía… «paternalmente».
—Exacto, señor. ¿No es motivo suficiente para que me sienta la dueña de todo esto?
—¡Oh, claro!… Cuando un hombre…, ¡hum!…, cuando un hombre llega a cierta edad y se siente interesado por una jovencita tan linda como usted, es muy natural que ella se sienta dueña de él y de lo que le pertenece.
—Tan dueña como él, exactamente.
—Le felicito. El coronel parece que es un hombre muy acaudalado.
—No lo sabe usted bien. Si eleva su vista y recorre el paisaje, calcule el valor de su hacienda por las montañas que nos rodean. Todo lo que estas encierran es suyo.
—¡Diablo! Eso es más que necesita un hombre lógicamente. Dígame; si es tan rico y él la quiere y usted a él, aunque sea de esa forma tan ambigua, ¿por qué no se casa con él? Sería la dueña de todo esto.
Victory rió muy divertida, y, luego, contestó:
—Porque existe un pequeño inconveniente que lo hace imposible… De no existir es un consejo que ya hubiese admitido antes.
—¡Hum!… Por lo que veo, llegué tarde. Lo siento por usted.
—No lo sienta. De todas formas, tengo cuanto puedo ambicionar…, en ese sentido. El coronel me daría su vida, si se la pidiese.
—Ya…
En un «ya» ambiguo que hizo sonreír a la joven. Ésta se puso a su lado, diciendo.
—Veo que al fin se decidió a venir a pedir trabajo.
—Sí. No existía por mi parte inconveniente en seguir su consejo, y lo acepté. Parecía usted tener mucho interés en ello.
—Bueno…, pues…, creo que sí. Usted merecía una recompensa y no tenía otra a mano.
—¿Lo juzga usted como recompensa?
—Para un hombre que tenía hambre y carecía de trabajo, me pareció que sí.
—Bajo ese punto de vista, tengo que confesar que lo es.
—¿Qué le ha parecido el coronel?
—¿Le molestará si le digo la verdad?
—No… He oído muchas cosas que la gente califica de verdades respecto a él. Una más, no importa.
—Si le puede desagradar, me la callo.
—Al contrario; dígamela.
—No me acaba de convencer. Es un hombre déspota, autoritario y cruel.
—¿Por qué puede asegurarlo así tan pronto?
—Primero porque asistí a algo muy desagradable cuando llegué. Tenía a un peón mejicano atado a una talanquera y le estaba aplicando sin piedad un látigo de cuero. Todo porque, al parecer, le robó una vaca.
—¿Algo más? —preguntó ella, tensa.
—Algo más. Me recibió con despotismo y me dijo cosas bastante agrias. Recela que puedo ser un indeseable y me sometió a un interrogatorio al que no quise contestar más que a medias.
—¿Por qué, si nada tiene que ocultar?
—Porque no admito que nadie se meta en mis asuntos privados.
—No creo que le haya preguntado nada sobre ellos.
—De un modo indirecto, sí, pero lo rehuí. De todas formas, se decidió a aceptarme condicionalmente. Supongo que habrá influido en ello lo que hice por usted.
—¿Se lo contó?
—No quise hacerlo, primero, porque era una cosa vulgar, y segundo, porque no quería que sirviese de palanca para que me admitiese. Lo que soy, me lo debo a mí solo, y quiero seguir debiéndomelo.
—Lo siento; pero debo confesar que cuando usted vino a pedir trabajo, el coronel ya conocía su hazaña.
—¡Ah! Entonces…
—No se subleve. A pesar de eso y de que le dije que quizá viniese a solicitar trabajo, no me prometió que se lo daría. Me dijo que antes tenía que verle, estudiarle y ver por sí mismo si usted podía ser hombre que le conviniese. Así pues, sepa que si le admitió es porque de todas formas le ha parecido que debió hacerlo así. En cuestiones de personal, no hay más criterio que el suyo.
—Menos mal; eso me consuela.
—En cuanto a lo demás, voy a decirle algo que ignora. Ese asunto del peón que tanto le ha molestado, es lo mínimo que ha podido hacer para defender su propiedad Esto es muy grande; aquí se ha refugiado mucha gente cuyas condiciones no son claras, pero como le hacía falta personal, la admitió. Si no extremase su rigor, tenga por seguro que un día se confabularían los más para deshacerse de él y apropiarse de la hacienda. Es muy golosa, y por aquí la ley más eficaz es la de que cada uno defienda lo suyo como pueda.
—¡Hum!… Quizá eso le disculpe. En fin, no conozco aún esto ni la gente que tiene a sus órdenes, pero alguna de la poca que conozco no me ha gustado.
—¿Se refiere a alguien concretamente?
—Sí; a su capataz, por ejemplo.
—Tampoco a mí me gusta, y si pudiese hacer que el coronel hablase, quizá le diría lo que yo.
—Entonces, ¿por qué lo tiene?
—Pues…, quizá usted lo comprenda. Con hombres duros, el más duro es el que más se impone a los otros. Hoy por hoy, Dick es el más duro e impone la disciplina sobre los demás, que le temen y muchos le odian. Esto tiene una ventaja para el coronel, y es que cuanto más duro se muestre y más odios se granjee por vanidad suya, menos amigos tiene y menos peligroso se puede mostrar para intentar algo contra él. Si se le ocurriese planear algún golpe de mano por el solo hecho de ser iniciativa suya, no encontraría los colaboradores necesarios para obtener el éxito.
Christian la miró con infinito asombro. Era una teoría un tanto extraña, pero que no dejaba de carecer de eficacia.
—Tendré que reconocer que es más listo de lo que creía.
—Lo es, y no tan malo como aparenta. Lo que sucede es que no ha encontrado hombre de confianza a su lado; me refiero a hombres sanos en los que confiar. Créame que si algún día tuviese la plena seguridad de que había encontrado ese hombre que él busca y pudiera confiar en él plenamente, le pagaría como nadie sería capaz de pagar sus servicios. A veces se siente cansado de esta tensión nerviosa que mantiene para no dejarse sorprender e imponer su rigurosidad. Otros, en su puesto, habrían caído ya con los nervios deshechos.
Christian, después de un momento de duda, repuso:
—¿Cree usted que es por eso por lo que me aseguró que aquí se sube y se baja de categoría con una facilidad pasmosa?
—En parte, sí. Por ejemplo, Dick hace seis meses sólo era un mayoral de pequeño equipo, sin grandes posibilidades de ser más. Un día chocó con el capataz general por algo que en el fondo le daba la razón, y se quejó al coronel. Éste le dijo: «Si no quiere pasar por esa imposición, sólo tiene un medio. Demuéstrele que es usted más duro que él para no dejarse avasallar y yo daré por bien hecho lo que resulte».
»Dick no se anduvo por las ramas. Buscó al capataz, le dijo que no estaba dispuesto a acatarle graciosamente y le desafió a que se le impusiese por la tremenda. El resultado fue un duelo espectacular y terrible, en el que el capataz, machacado a golpes, terminó rompiéndose la cabeza contra un peñasco en una de las caídas. Como Dick resultó el más duro, el coronel le nombró capataz general.
—Un buen sistema. ¿Qué pasaría si otro hiciese con Dick lo que él hizo con el otro capataz?
—Qué Dick dejaría de ser una potencia y otro ocuparía su puesto.
—Una noticia muy agradable, señorita Victory.
—¿Por qué?
—Porque Dick no me ha sido simpático, y presiento que tendré que administrarle su propia medicina.
—No se lo aconsejo. Es muy duro y… no le creo muy noble.
—Ese asunto no me preocupa. Cuando yo haya repuesto un poco mis desgastadas fuerzas, me creo en condiciones de enseñarle educación. No es por apetencia de cargos, porque le dije al coronel que sólo pensaba estar aquí un par de meses. Lo suficiente para reponer mi vestuario, mi estómago y un poco mi bolsa. Después, no pienso anidar aquí.
—¿Sin saber si le va a ir bien o mal?
—Es igual. Mi misión no está aquí, y debo buscar el sitio.
—¿Al albur?
—Eso es lo triste. Al albur; quizá no lo encuentre nunca o quizá sí; pero, pase lo que pase, debo seguir.
—No le pregunto por qué, para que no me juzgue como al coronel.
—Sería para mí un dolor no poder satisfacer su curiosidad.
—Bien; eso es lo de menos. Lo que me dolerá es que llegue ese día.
—¿Por qué?
—Porque le estoy muy agradecida a usted y porque el corazón me dice que podía ser el hombre ideal que el coronel anda buscando.
—No me dé tanto mérito, señorita Victory. ¡Si no sabe una palabra de mi vida!
—Es igual; me dejo guiar por las corazonadas.
—¿Y qué le dice a usted el corazón sobre mí?
—Que es usted un hombre bueno y eficiente, aunque posiblemente tocado por la mano de la fatalidad.
El la miró intensamente, y luego, con voz alterada preguntó:
—¿En qué parte de mi persona ha tratado de leer mi porvenir?
—En sus ojos. Lo lleva usted escrito en ellos.
—¿Qué más le dicen?
—Nada más por ahora, y basta. Creo que no me equivoqué y el coronel tampoco.
—¿No irá a decirme que él me admitió por eso mismo?
—Me atrevería a afirmar que sí. Ha vivido mucho y ha tratado con mucha gente, y eso le ha llevado a conocer a los hombres muy por debajo de lo que aparentan.
—¿Por qué defiende tanto al coronel y le alaba así?
—¿No lo adivina?
—No quiero adivinarlo; me daría pena.
—Quizá no piense así cuando le diga que el coronel es mi padre.
Christian dio un salto en la silla que estuvo a punto de hacerle caer a tierra. Había estado tan obcecado, que no sospechó aquella posibilidad tan lógica.
—¡Cuerpo de Satanás! —bramó—. ¿Por qué no lo dijo desde el primer momento?
—Creí que usted lo adivinaría cuando le afirmé que le quería paternalmente. ¿Podía existir otro motivo especial para quererle?
—¡Oh, claro, soy una mula que anda a dos pies! Perdone, si insinué cosas molestas. Me parecía un absurdo, pero la vida está hecha de muchas contrariedades. Ahora me explico su modo de hablar y su influencia aquí. Por eso el coronel me admitió sin oposición, aunque…
—Le repito que no. Es en lo único que no se deja guiar por mí ni admite injerencias. Yo tampoco me meto en esas cosas, por la responsabilidad que encierran…
—Tendré que creerla.
Siguieron galopando en silencio. Christian se veía acometido de infinidad de nuevos pensamientos que hasta aquel momento no habían ejercido influencia en él.
Súbitamente, frenó el caballo, y preguntó:
—Dígame con franqueza: ¿de verdad que existe peligro para usted a causa de la gente que encierra el valle?
—No se lo niego. Hace un año, un grupo de hombres de aquí concibió la idea de raptarme y exigir a mi padre un gran rescate. Casi llegaron a conseguirlo, pero él, que recelaba de aquellos individuos, lo descubrió en el momento crítico. Fue algo que me estremece de espanto recordar, pero así fue. Mató a cuatro y luego hizo que dos de los complicados fuesen arrojados desde lo alto del monte a una sima donde se estrellaron. Aquello fue un calmante para ciertos apetitos, pero esto no quiere decir que estén completamente apagados.
—La comprendo. Cuando le obligan a uno a ser receloso, no existen términos medios. Tendré que estudiar a su padre para ver si me convence.
—El hará lo mismo con usted. Le gusta ese juego.
—Muy peligroso, pero a veces positivo. Presiento que me voy a divertir algo más que esperaba.
—Procure que la diversión no sea trágica para usted.
—Le prometo seguir el consejo.
En su conversación habían llegado hasta el lugar donde los peones se iban reuniendo para el almuerzo. El cobertizo no se hallaba lejos, y ya en él vibraba reciamente el tañido de una campana. Era el cocinero, que llamaba a los peones.
Victory señaló con el brazo.
—Creo que están llamando a su estómago.
—¡Diablos, sí, es algo que estaba reclamando a gritos! Voy a darle todas las satisfacciones que me sean permitidas.
—Pues que le vaya bien, señor High. Quizá nos veamos algún otro rato, pero no muchos. Cuando la gente está metida en el trabajo, por disciplina no debo distraer a nadie: Es algo que mi padre me tiene advertido, porque, si no, le despojaría de toda razón para sus censuras. De todas formas, ya se presentarán ocasiones.
—Que yo deseo con toda mi alma —repuso él—; es usted, hasta ahora, la única persona agradable que he descubierto aquí.
Le ofreció su mano, que ella estrechó, separándose de él. Cuando la joven, seguida por su mirada, desapareció camino del rancho, y Christian volvió la cabeza, descubrió a Dick y a algunos de los peones mirándole torvamente. Sin duda no les había agradado aquella confianza entre él y la hija del coronel, pero a Christian le produjo aquello una sonrisa de regocijo. Quizá el incidente fuese la piedra fundamental para que un día Dick y él chocasen a puñetazos.
Y, sin hacerles caso, se dirigió al cobertizo.