Capítulo II

GALLINA EN CORRAL AJENO

Dos días más tarde fue la marcha. Emmett no había vuelto a insinuar nada respecto a su petición, ni Nesta tampoco había aludido a ella, pero el hecho de que la muchacha siguiese tratándole con la misma deferencia que antes, le parecía de muy buen augurio.

El día que se marcharon, el traficante preguntó al ranchero:

—¿Alguna novedad?

—Concretamente no, pero las esperanzas son buenas. Le expuse mis sentimientos y quedó en contestar cuando lo meditase y contase con su padre.

—Es natural. En la buena sociedad estas fórmulas son obligadas, aunque en el fondo no influyan en la decisión de la interesada. Espero que todo vaya bien.

—Dios le oiga.

Emmett les condujo a la estación en su calesín. Al partir el tren, tomó la mano de Nesta con emoción, exclamando:

—Señorita Claney, vaya pensando que su felicidad y la mía dependen de su decisión. Yo al menos me sentiré muy vacío hasta saber lo que piensa.

—Bien, como le prometí, ya le escribiré. Hasta la vista.

Y el tren arrancó dejando al joven muy emocionado.

Durante una semana vivió horas de honda desazón.

Nesta tardaba en escribir y aunque había asegurado que lo haría cualquiera que fuese su decisión, llegó a temer que se hubiese olvidado de él y de su promesa.

Pero a los ocho días recibió una carta. Emmett sintió que todo su cuerpo vibraba de angustia al tomarla en sus manos y durante algunos minutos no se atrevió a rasgar el sobre. Se daba cuenta de lo decisivo que para él iba a ser el contenido de aquel sobre y el miedo al fracaso le agarrotaba.

Por fin, se decidió y, tomando el breve pliego que contenía, leyó:

«Señor Emmett Weather Valdez.

»Mi distinguido amigo: Cumpliendo la promesa que le hice durante mi agradable estancia en su rancho, le escribo estas líneas para decirle que después de bien meditada su proposición, he decidido aceptarla en principio, con la anuencia de mi padre, a quien he consultado como era de rigor.

«Tanto él como yo hemos venido muy bien impresionados de usted y como le dije en principio, estoy dispuesta a aceptar sus relaciones. Si, como espero nos entendemos mutuamente, en su momento trataremos sobre el porvenir.

»Por lo tanto, es obligado que haga usted un viaje a ésta para solicitar de mi padre oficialmente su consentimiento y sólo espero nos comunique la fecha de su llegada para tener preparado su recibimiento.

»Sabe que le aprecia sinceramente.

»Nesta.»

Emmett creyó volverse loco de alegría. Nesta le aceptaba, su padre también y no veía obstáculo alguno para que acordadas las relaciones, la boda se verificase lo antes posible.

Sin pérdida de tiempo montó en el calesín y marchó a Servilleta, el poblado, a caballo sobre la línea férrea, donde había telégrafo y cursó un telegrama anunciando su visita para dos días después.

Este era el motivo de la presencia de Emmett en Santa Fe y de aquel cuidado exquisito en acicalarse. El paso que iba a dar era trascendental, y quería dar la mayor sensación de fineza, aunque su finura distase mucho de poderse parangonar con la de las gentes de las grandes ciudades.

Lo que el muchacho ignoraba era que todo aquel aparato tenía un fondo bastante profundo de negocio. Si bien era cierto que a Nesta no le había desagradado Emmett y que le consideraba un muchacho guapo, agradable y de buen fondo, el ranchero no era precisamente el ideal que ella se había forjado para su matrimonio. Como muchacha educada en ciudad y relacionada con gente instruida desenvolviéndose en un ambiente algo frívolo y bastante mundano, casarse con un ranchero distinto socialmente a ella y encerrarse en aquella inmensa propiedad que, si por extensión casi era tan grande como Santa Fe, en cambio su contenido era pobre y poco divertido, la necesidad la empujaba a no poner muchos reparos. Su padre le había informado de su situación precaria, si descuidaban mucho buscar una solución se verían arruinados y entonces, ni el hombre soñado en su esfera, ni otro mucho más modesto, surgirían fácilmente para solucionar su problema.

Cuando la joven patentizó ante su padre estos escrúpulos, Dan repuso sonriendo:

—Mira, hijita, hay un refrán que dice que «en guerra y en amor, es lo primero, el dinero, el dinero y el dinero». Con él todo se puede y tú lo podrás mejor que otras porque ese hombre se ha enamorado perdidamente de ti y podrás manejarlo a tu gusto.

»Si como es de esperar me ayuda a resolver mis problemas, yo seguiré aquí con nuestra casa en orden y tú, unas veces le arrastrarás para que venga a pasar algunas semanas aquí, otras vendrás tú sola con el pretexto de verme y pasar a mi lado algún tiempo y así se te hará menos pesado y costoso el cambio y te irás aclimatando a aquello.

»Si así no sucediese, no te faltará fuerza para un día irle convenciendo de que ya ha trabajado mucho, que le conviene descansar y cambiar de vida disfrutando lo que posee, y sobrándole para vivir puede vender su hacienda y pasar una existencia magnífica libre de tanta preocupación… Hijita, una mujer es un arma poderosa contra los hombres, y tú posees demasiado filo para no conseguir en el futuro todo lo que te propongas.

Estos consejos acabaron de convencer a la muchacha y fruto de ellos había sido aquella contestación.

La villa de los Claney estaba situada en una calle tranquila y pina casi en las afueras de la ciudad. Poseía dos pisos y estaba cercada y rodeada por un pequeño jardín que la hacía más agradable.

Interiormente era relativamente lujosa. Sus muebles eran artísticos y armonizaban muy bien con el decorado.

Eran los restos de una mejor época de Dan, pero que estaban amenazados con la villa de desaparecer si un milagro no resolvía la situación financiera de Claney, ya que sobre todo aquello pesaba una hipoteca agobiante, cuyo vencimiento no estaba lejano.

Aquel día, todo se había preparado para recibir dignamente a Emmett. La casa limpia, en orden, Nesta vestida con sencilla, pero algo afectada elegancia para mejor impresionarle y un pequeño agasajo sobre la mesa con algo de confitería y un poco de licor.

Cuando el muchacho, rígido, para no descomponer su atuendo se presentó en la villa, quedó deslumbrado al enfrentarse con Nesta. Aunque la sabía elegante, siempre la había visto ataviada con ropas propias para el ambiente del rancho, pero no atuendo propio de señorita de capital.

Ella le ofreció su linda mano, diciendo:

—Pase, Emmett, mi padre le espera.

—Gracias, Nesta —dijo él balbuciente—; no sabe lo feliz que me hizo su carta y lo largo que se me ha hecho el tiempo hasta volver a estar de nuevo a su lado. Este es para mí un momento que no lo cambiaría por nada del mundo.

—Gracias, Emmett, es usted muy galante.

—No, soy sincero. Lo que siento es no saberme expresar como otras gentes, pero… lo que digo me sale del corazón.

Ella le llevó al amplio comedor que dejó deslumbrado al ranchero. Aquellos muebles eran de maravilla y sintió vergüenza al compararlos con los suyos. Antes de casarse, tenía que volver del revés su hacienda decorándola y amueblándola de manera que ella no pudiese echar de menos nada de lo que dejase en Santa Fe.

Dan, cortésmente, recibió al joven ofreciéndole su mano.

—Pase, Emmett, pase y siéntese. Está usted en su casa.

El ranchero se sintió vendido. Carecía de gracia en sus movimientos para atemperarse a los usuales de aquella gente mundana que todo lo hacía con suavidad y sin afectación, y hasta al mirarse a la ropa comprendió que estaba desentonando de un modo estrepitoso. Sus ropas pintorescas de ranchero eran algo anacrónico en la severidad de la estancia.

Fue el primero en patentizarlo, disculpándose:

—Perdonen que… bueno… que venga con esta ropa un poco exótica para estos lugares. Yo… allí… pues esto es elegante por ser propio del ambiente, pero aquí… lo comprendo, es algo raro. Sin embargo, yo no estoy hecho a este ambiente, no tenía tiempo de imponerme en él y vestirme de modo adecuado. En fin, ustedes sabrán disculpar…

Sentía la boca seca al hablar. Le parecía que le miraban con burla compasiva y esto era como un puñado de alfileres clavándosele en el pecho.

Dan trató de serenarle, diciendo:

—No sea infantil, Emmett. Usted viene tal y como es y nosotros le aceptamos así encantados. Al fin y al cabo, usted representa nuestro típico y bravo Oeste y gracias a él la prosperidad de la nación ha sido un hecho. Nada tiene que ver que, por circunstancias especiales, nosotros tengamos que desenvolvernos en este ambiente y amoldarnos a sus exigencias como usted se desenvuelve en aquél y se amolda a las suyas. El hábito no hace al monje.

—Muchas gracias. Son muy comprensivos.

Nesta, con un pequeño gesto expresivo a su padre, se disculpó:

—Emmett, perdóneme un momento. Tengo que preparar unas cosas, pero no tardaré. Entretanto, ustedes dos, pueden charlar y ponerse de acuerdo.

—¡Oh, sí, claro! Está usted disculpada.

Ella abandonó el comedor y ambos hombres quedaron solos.

El ranchero sentía un nudo en la garganta que le impedía iniciar la conversación, pero Dan facilitó ésta siendo el primero en hablar.

—Bien, Emmett, veo que ha sabido usted aprovechar el tiempo.

—Yo, señor Claney…

—No, no se disculpe, porque después de todo, los hombres tenemos esa misión y si sabemos escoger, la bendición del cielo nos acompaña. En este caso, creo que usted ha sabido escoger y conste que no lo digo porque se trate de mi hija. Conociéndola como la conozco, si no fuese nada mío, lo mismo se lo diría.

—Sí, creo que he acertado y no sabe lo satisfecho que estoy con ello, sobre todo, si como parece ser, es algo de su agrado…

—Pues… sí… en el fondo lo es, no tengo por qué negarlo. Yo le estudié a usted en su rancho cuando estaba muy lejos de sospechar que entre Nesta y usted llegase a haber algo más que una buena amistad y en seguida comprendí que era usted un hombre sano de espíritu, leal y decente.

—Muchas gracias por su buen concepto.

—Así fue, pero, no quiero negarle que cuando supe la noticia, me contrarió porque… yo tenía mis proyectos respecto a Nesta. No lo digo porque al cambiarlos usted, me parezca peor que otro, eso no, líbreme Dios; es que la vida tiene sus exigencias y yo… me veo obligado a atemperarme a ellas.

«Usted es hombre de negocios en su esfera y sabe las fluctuaciones de éstos. Si un año hay una sequía terrible o se declara la fiebre de Texas en su ganado, el quebranto momentáneo es tan grande, que aun poseyendo hacienda valuada en mucho más que lo que representa el ganado, usted se puede ver abocado a la quiebra o cuanto menos, a una situación difícil. Se puede salvar, claro es, cuando el negocio es sólido, pero para ello se necesita momentáneamente la ayuda extraña, una hipoteca, un préstamo, la ayuda de un amigo. Usted me entiende.

—¡Oh, sí, perfectamente!

—Pues bien, yo he tenido en mis negocios un bache no muy profundo, pero un bache. Todo se me trastocó, me vi en un momento difícil y tuve que acudir a un amigo en busca de ayuda.

»Me la prestaron, claro es, pero la fatalidad hizo que la persona que me sacó del apuro y con la cual aún no he correspondido, es padre de un muchacho muy bueno que está enamorado de Nesta. El padre, que está creído que los muchachos podían llegar a un mutuo entendimiento, me prestó la cantidad necesitada fiando en que eso llegase a cuajar. Claro es que, no me lo dijo rotundamente porque entonces se la hubiese rechazado, ya que yo no podía aceptar el préstamo con un compromiso moral sobre algo en lo que no tengo derecho a intervenir, pero estoy seguro de que así fue.

»Y, ahora, para mí, es un conflicto de delicadeza hacer público que Nesta no llegará a arreglarse con el muchacho y, en cambio, se casará con otro. Me siento cohibido por esta circunstancia y por eso le decía que me había contrariado el caso.

»Claro es que, no soy capaz de torcer las inclinaciones del corazón de mi hija y que tengo que buscar una solución que armonice ambas cosas. Creo que la solución es ocultar este compromiso, dejar que el tiempo pase y cuando yo haya liquidado con mi amigo sin que sus ilusiones se cumplan, pero también sin matarlas bruscamente, entonces… hacer público el compromiso y concertar el matrimonio. Todo será cuestión de un año y entretanto, pues… Ella aquí y usted allí, la cosa se puede soslayar.

Emmett se inclinó en el asiento impetuoso. ¿Un año de espera? No, eso no, él no estaba dispuesto a esperar más que el tiempo imprescindible y dijo:

—Escuche, señor Claney, ese asunto no tiene por qué preocuparle. La cantidad que sea, yo se la entrego. Usted salda ese compromiso inmediatamente y no hay por qué andar con tapujos ni con demoras. Si Nesta está dispuesta a casarse pronto y no existe más impedimento que ése, lo dejamos saldado en pocos días.

—Emmett, es usted muy impetuoso para sus cosas. Yo le agradezco el ofrecimiento, pero tenga en cuenta que se trata de quince mil dólares, que no es una cantidad vulgar y que yo no quiero…

—No se hable más. Tendrá usted esos quince mil dólares en cuanto yo vuelva a Valdez.

—Bien, si usted lo desea así, me produce un alivio su generosa actitud. Haremos una escritura, pondremos como garantía mi villa y…

—¿Está usted loco? ¿Cree que le voy a tratar como a un simple deudor? Yo no soy un prestamista y menos con usted. Recibirá el dinero y no se hablará más de ese asunto.

—Por favor, Emmett, me abruma usted. Esto parece un atraco o una venta y bien sabe Dios que yo…

—Le digo que no se hable más de ese asunto.

—Bien, si usted quiere así, por mi parte…

—Ahora, lo que yo quiero saber es cuáles son sus proyectos respecto a mí. Amo a Nesta locamente y mi deseo sería arreglar el matrimonio lo antes posible, si ustedes no se oponen.

—Pues, hijo mío, y perdona que ya te trate como a tal, yo nada tengo que oponer porque no soy el que se va a casar. Si Nesta acepta una fecha cualquiera, la que ella fije, a mí me parecerá bien.

»Pero esto será cosa a tratar con ella. Por lo tanto, desentendido de este asunto, poneos de acuerdo y lo que vosotros acordéis, aquello me parecerá de perlas.

Poco más tarde, Nesta volvía al comedor. Una mirada de su padre le indicó que se habían puesto de acuerdo.

Esta vez fue Dan quien, levantándose, dijo:

—Nesta, hija mía, te dejo con tu futuro. Tiene algo de interés que decirte y por mi parte, estoy de acuerdo por adelantado en lo que tratéis. Vuelvo pronto.

Ambos quedaron a solas. Emmett se sentía congestionado y no sabía cómo plantear el problema; ella por su parte parecía darse cuenta del azoramiento del ranchero y le miraba de un modo indefinido.

Por fin, dijo:

—Bien, Emmett, hable pues, que es usted quien tiene algo que decir.

—¡Oh, yo… pues… todo lo que quisiera decirle es lo mucho que la quiero y el deseo que tengo de que esto quede arreglado lo antes posible!

—Le comprendo, pero… es usted muy vehemente. Hay ciertos obstáculos de orden sentimental que…

—Mire, Nesta, escuche. Soy un hombre tan franco y tan claro, que no valgo, y lo reconozco, para ambientes demasiado sociales. Las cosas las digo con brusquedad, pero las siento de corazón y eso es lo mejor. Su padre me explicó demasiado prolíficamente el asunto del préstamo y no merecía la pena tanto detalle. Ya le he dicho que ese compromiso moral está arreglado, pues en cuanto llegue al rancho lo solucionaré. Dicho esto, para que no se hable más de ello, quisiera que lo que se tratase fuese lo que nos afecta.

—Es usted terrible, Emmett. ¿Trata todos los asuntos con la misma brusquedad?

—Yo no lo llamaría brusquedad, sino sencillez. En efecto, no me gusta andar con recovecos y sí ir directamente a la raíz. ¿Tiene algo que oponer?

—Nada en absoluto.

—En ese caso, puesto que usted me acepta, ¿qué plazo mínimo cree usted el necesario para arreglar lo de la boda?

—¿No le parece que nos hemos tratado poco y que no nos conocemos bien?

—Yo creo conocerla a usted ya. No rectificaré mi punto de vista por mes más o menos de relaciones, pero si usted exige ponerme a prueba en algo… tendré que aceptarlo porque usted me lo pide.

—No se trata de eso, Emmett. Ponerle a prueba sería desconfiar de usted. Me refería a que, para llegar a algo tan íntimo, se necesita un trato más íntimo también.

—Sí, claro, pero…, ¿cómo? Usted sabe que yo no puedo desatender mi rancho para pasar aquí el tiempo y a menos que usted quiera venir allí hasta…

—¡Oh!, eso no estaría bien visto, Emmett. La gente comentaría con malicia nuestra convivencia sin estar casados. Una cosa ha sido una visita galante cuando nada existía entre nosotros y otra ahora. Espero que me comprenda.

Él se ruborizó al comprender.

—Perdone, soy tan vehemente y poco malicioso, que no pienso en la malicia de los demás.

—Hace mal. A veces, por confiar demasiado en los demás, se sufren contratiempos y desengaños.

—Yo, hasta ahora, no los sufrí. Acaso sea porque allí, en el valle, todos somos igual de claros y francos y pensamos con el corazón en la mano. En fin, ¿qué propone usted que sea compatible con ambas cosas?

—Lo estudiaremos. Quizá la fórmula sea una continuada correspondencia que nos vaya aproximando. En fin, hay tiempo de pensar en eso. Ahora, puesto que lo principal está tratado, pongamos que tres meses son un tiempo prudencial para la prueba. Si nada sucede en ese tiempo, haremos los preparativos y nos casaremos.

—Lo que usted diga, Nesta. Es ya tan dueña de mi corazón y voluntad que todo lo que usted piensa me parece lo mejor.

—Pues demos por terminado este asunto. Dentro de un rato almorzaremos los tres para celebrar el compromiso y espero que cuanto menos un par de días se quede aquí. Iremos a algún sitio de los que usted desconoce para que vaya conociendo la vida y costumbres de la capital y le presentaremos a algunos conocidos nuestros. En fin, un poco de vida de sociedad no le caerá mal.

—Bien, bien, como usted diga.

—De acuerdo. También me parece que para ponerse a tono esta tarde… deberíamos visitar un sastre de aquí y escoger un traje adecuado para nuestras relaciones de la capital. Conviene que sepan que lo mismo se amolda usted a vestir esa ropa y saltar a la silla con el lazo en la mano, que sabe vestir un traje correcto de sociedad para asistir al mejor restaurante o a un palco de nuestro mejor teatro. Eso importa mucho cuando por nuestra unión debemos pasar aquí algunos días de visita y descanso. Mi padre, por sus negocios, deberá quedarse aquí y nuestro deber será venir de vez en cuando a hacerle una visita sin perjuicio de que él nos las haga a nosotros.

—¡Oh!, claro, claro —repuso Emmett atragantándose un poco al hacer la afirmación. No le agradaba poco ni mucho tener que despojarse de aquel atuendo campero que, por no ser el usual, ya le estaba molestando. Esto le hacía pensar cómo se sentiría dentro de otro más refinado y para él desconocido, pero no podía negarse y pasaría por aquel sacrificio. Un par de días de tormento serían soportables, aunque con trabajo.

El tormento para él empezó cuando sentado a la mesa se vio obligado a no perder de vista los movimientos de padre e hija y tratar de imitarlos, aunque burdamente. Acostumbrado a comer a estilo de campamento, ciertas meticulosidades no le iban. Los cuchillos eran algo que sólo los concebía para degollar y desollar reses y el tenedor lo usaba pocas veces.

Y si eso era allí, ¿qué pasaría cuando, como ella había insinuado, tuviese que ir a comer a un restaurante de lujo? Temblaba con pensarlo y hacía esfuerzos para olvidarlo, hasta que la ocasión se presentase de modo ineludible.

Por la tarde salió con Nesta para ir al más próximo sastre. Ella iba volada a su lado, temiendo encontrar amigas o amigos que se burlarían del atuendo del ranchero y ardía en deseos de verle cambiado de ropa. El sastre de confección buscó lo más aparente para transformarle y, con algunos retoques momentáneos a las prendas, salió de allí vestido con una elegancia que a él se le antojaba ridícula y que en realidad lo era, por el desgarbo con que vestía la ropa.

Ella, paciente, le dio algunos consejos para suavizar su tosquedad. Debía olvidarse de lo que llevaba puesto, única manera de dar naturalidad a la ropa.

Pero por más que se esforzaba, no conseguía olvidarlo. Al contrario, era su obsesión y cada vez que llevaba la mano a la cintura y echaba de menos el ancho cinto y el peso sobre la cadera del revólver, le parecía verse convertido en un muñeco. Un hombre del valle sin revólver al cinto era como un maniquí flotando por las calles.

Aquella noche cenaron en un restaurante y Emmett pasó las penas del infierno para comportarse un poco decentemente. Apenas si probó una décima parte de lo que le sirvieron, a pesar del hambre que sentía.

Por la noche estuvieron en un teatro de variedades ocupando un palco. Ella vestía un traje negro demasiado atrevido a juicio de Emmett, pero cuando contempló otras muchachas de su edad y otros trajes en sus bustos, tuvo que confesar que el atuendo de Nesta no tenía nada de desbocado si se comparaba con los otros. Terminó por decirse que todo era cuestión de aclimatación.

Aquéllos eran los inconvenientes de salirse de su esfera sin una transición previa. El pez se muere cuando le sacan del agua, precisamente, porque no está aclimatado a encontrarse fuera de su vital elemento y a él le estaba pareciendo que le sucedía lo mismo que a los peces.

La incógnita era saber si se moriría como ellos, fuera de su elemento, o poseería aguante para aclimatarse.

Por fin, a última hora, dejó a padre e hija a las puertas de la villa, prometiendo volver al día siguiente, a las diez, para dar un paseo con la joven.

Cuando se vio libre de ella, respiró con alivio. Aquella ropa era su obsesión y estaba deseando volver al valle para desquitarse galopando despechugado con la camisa abierta y el revólver al cinto.

Cuando llegó al hotel, sentía un hambre devoradora y pidió algo de comer. Sólo pudieron ofrecerle jamón, mantequilla y torta.

Lo agradeció y partiendo una enorme rebanada, la abrió por el centro, la atascó bien del jamón, la cubrió y, tomándola con las dos manos, empezó a morder con ansia en el pan y el jamón, marcando enormes bocados y masticando a dos carrillos. Nunca ningún alimento le había sabido tan bien ni lo comió con tanta ansia y gusto. Era el desquite rabioso de haber tenido ante los ojos buenos y exquisitos manjares sin poder devorarlos a causa de la maldita etiqueta de la ciudad.