Capítulo V
LUCHA DE CLASES
A uno de los lados del patio se alzaba el seto y se corría al fondo por detrás de los galpones. Emmett, tenso, se adelantó a Brett y cuando estimó que nadie les veía y oía, se detuvo.
Su interlocutor, un poco tenso e inquieto, pues adivinaba una nueva desavenencia con el ranchero, exclamó :
—Bien, señor Weather, ¿quiere decirme a qué viene este misterio?
—Claro que sí, si no, no le hubiese traído aquí. Por usted y por todos es preferible que esto lo hablemos aquí, entre los dos. De no, haber querido esto, la discusión allí hubiese sido demasiado dramática.
—¿Qué quiere decir?
—Simplemente, que es usted el hombre más incorrecto, peor educado y más fanfarrón de todo Nuevo Méjico.
—¡Señor Weather, esas palabras…!
—Estas palabras las mantengo donde sea preciso y en el tono que más le acomode. Un día, en Santa Fe, me tomó usted por tonto y quiso gastarme una broma venenosa para ponerme en ridículo delante de sus vacuos amigos. Le di a entender lo peligroso que era juzgarme a la ligera y arañarme la piel y, sin embargo, usted no quiso aprender la lección, quizá porque no fue lo contundente que usted merecía. A mí me importan poco las costumbres de la ciudad en su mayoría, pero hay algo por lo que no puedo pasar y menos aquí, donde eso no se admite. Usted ha visto bailar a todos los invitados y habrá visto también que la moral y la decencia son un patrimonio del valle, contra lo que nadie atenta. Usted, en cambio, con un descaro que era un insulto a mi mujer y a mí y una vergüenza para los dos delante de los invitados, se ha comportado con ella como si estuviese en el más inmundo garito de la ciudad, alternado con mujeres dignas de usted y de sus formas. Y eso no se lo tolero a nadie. La vergüenza que me ha hecho pasar no se la perdonaré nunca y si no le deshice a puñetazos allí mismo ha sido por algo que aún no me explico. Pero si no quiere que lo haga, absténgase de volver a bailar con ella. Es usted demasiado cínico para que yo le consienta ultrajarla de esa manera y ponerme a mí en ridículo peligrosamente. Me está dando usted la sensación de sentirse rabioso porque ella me ha escogido por marido despreciándole a usted a pesar de sus modales mundanos y de sus aires de conquistador.
Brett se sintió herido en lo más hondo de su amor propio y, reaccionando con ira, repuso:
—Escuche, señor Weather, claro que no bailaré más con Nesta ni volveré más por aquí, pero bueno es que le diga algo que le conviene saber. Si ustedes son aquí una colección de ñoños que a todo le sacan punta, yo lo siento y no puedo evitarlo. He bailado con Nesta como hubiese bailado en cualquier otro sitio de la ciudad y nunca me llamaron la atención. En cuanto a que yo esté rabioso porque ella le haya escogido a usted como marido, le voy a decir algo que no le agradará, pero que es la verdad; si yo lo hubiese querido, mucho antes de que usted apareciese en la vida de Nesta, me habría casado con ella, pero… amigo mío, allí, en la ciudad, somos más positivistas que aquí, por lo que veo. No basta que guste una muchacha o un muchacho si su situación financiera no responde a la del pretendiente y la de Nesta no servía para mi familia. Mi padre tiene bastante dinero y exige para mí una mujer de mi igual. Como Nesta carecía de él, no había que pensar en semejante unión. Pero si usted se ha creído que ella se ha casado por un amor ciego por usted, está muy equivocado. Nesta no es de su clase y debió saberlo usted a tiempo. Si ha claudicado a unirse a usted, es porque dentro de nuestro ambiente era difícil encontrar quien la pretendiese sabiéndola sin un centavo. Esa situación sólo podía resolverse así, sacando a su padre de la ruina y pagando el favor como únicamente podía pagarlo: vendiendo a Nesta.
Emmett, que le había estado escuchando sintiendo que una oleada de locura subía a su cerebro, le aferró de las solapas con fuerza terrible y rugió:
—¿Eh? ¿Qué falsedad está usted forjando? Diga que eso es una calumnia monstruosa o… le deshago.
—No tengo nada que rectificar y si está usted tan ciego que no lo ve, deje que el tiempo pase y se convencerá. Le quiera o no le quiera ella, no le perdonará nunca la humillación de haberla convertido en una mujer vulgar del valle arrancándola de lo suyo. Algún día tendrá usted que lamentar esta compra que a ella la rebaja y a usted le ensalza por vanidad.
Aquello fue algo que Emmett no pudo aguantar y pese al esfuerzo que se había impuesto para no dar un espectáculo bochornoso en el que saldría perjudicado por todos los conceptos, flexionó el brazo y, aplicando un terrible puñetazo en el mentón de Brett, rugió:
—¡Canalla! ¡Miserable! ¡Ruin!
Brett cayó de espaldas y se levantó con trabajo. Sentía un dolor terrible en la mandíbula, como si le hubiese pateado una mula y la cabeza le daba vueltas haciendo girar en torno cuanto le rodeaba.
Emmett, pálido como la cera, quedó un momento tenso y luego, aflojando sus músculos, repuso:
—Mañana saldrá usted de aquí en el primer tren. Si no lo hace… creo que le mataré como a un perro.
Y dejándole medio mareado, volvió al patio, donde el baile había terminado.
Nesta le vio entrar y, dirigiéndose a él, preguntó:
—¿Dónde estabas, Emmett?
—Dando una vuelta por ahí fuera, Nesta. Me sentía un poco mareado y…
—Sí. Tienes mala cara. ¿Has bebido mucho?
—No, querida, apenas lo he probado. Acaso sea producto de la emoción.
—¿Quieres que demos por terminada la fiesta?
—De ninguna manera. No sería correcto y no hay nada que obligue a ello. Espero que se me pase pronto, porque ya me voy reponiendo.
La música empezó a tocar. Alguien requirió a Nesta para bailar y él se dirigió a la mesa, donde se sentó, paseando su turbia mirada por el patio.
Sus ojos se posaron sobre la mundana silueta de Dan. Este, con su vientre abultado, su cabeza de cuello corto hundida en los hombros y sus patillas marineras, le daba ahora la sensación de un hombre cínico y vividor, capaz de todas las bajezas por sostener un boato que no supo mantener vivo con su propio esfuerzo. Ahora se sentía feliz y dichoso con su enorme puro en los labios, su sortija en el dedo haciéndola refulgir al sol de la tarde y su posse de millonario pueblerino. Y sintió odio hacia él. Si era un padre tan arbitrario que por egoísmo personal había vendido a su hija al mejor postor, le creía digno de ser arrastrado de la cola de un caballo.
En cuanto a Nesta, la buscaba con ansia, clavaba en ella sus ojos negros y profundos de intenso mirar y trataba de leer en el fondo de los suyos. Su rostro estaba sereno, su belleza no desdecía ni se quebrantaba por ningún gesto huraño y aunque no observaba en ella una alegría desmesurada, tampoco descubría el dolor de una desilusión agobiadora.
¿Qué habría de verdad en las acusaciones de Brett? ¿Debía plantear el asunto con toda su crudeza, o tener paciencia y esperar los acontecimientos? Estos serían los que en definitiva le diesen la razón y no debía destrozar de golpe la maravilla de aquel sueño con una acusación infundada que acaso produjese entonces el efecto que quizá no tuviese en aquel momento.
No, él no debía darse por enterado de las manifestaciones de Brett. Debía esperar a una realidad en cualquier sentido y entonces… o escupiría todo el veneno que estaba tragando, o le eliminaría en silencio para alivio de su dolor.
Anochecía y no había vuelto a ver al maltratado Brett. ¿Se habría ido? ¿Estaba vagando por el rancho, temeroso de mostrar a los invitados las huellas de aquel puñetazo recibido? Sentía curiosidad por saber qué había sido de él.
Era ya de noche cuando apareció en el patio tratando de pasar confundido entre los invitados. A pesar de las sombras, se le notaba el impacto morado del puñetazo.
Nesta, que le había echado de menos hacía rato, al verle avanzó hacia él, preguntando:
—Brett, ¿dónde se ha metido y qué le sucede ahí?
—¡Oh, nada! —repuso él, tratando de sonreír—. Creo que he bebido demasiado y tuve que buscar espacios menos cargados para despabilarme. Sin embargo, me dio un mareo y caí sobre algo duro… Por fortuna, ya me repuse.
Ella le miró intensamente, pero él permaneció hermético. Mientras Emmett no echase las campanas al vuelo aludiendo a su agria discusión, él no lo haría, no por bondad, sino primero porque su situación sería ridícula al tener que confesar que le habían pegado y, segundo, porque ahora recapacitaba en que no había sido muy noble escupir por su boca aquella afirmación que podía truncar la paz del matrimonio.
Nesta tuvo que conformarse con la explicación y la fiesta continuó hasta casi las diez.
A esa hora, los invitados empezaron a desfilar y una hora más tarde, el rancho había quedado desierto.
A la hora de la cena, en el comedor de la hacienda se habían reunido el matrimonio, Dan, Lavery, el traficante y su sobrina. Sólo faltaba Brett.
La criada anunció:
—El señor Brett dice que no se siente bien y pide que le disculpen que no se siente a cenar. Se acostó.
Emmett respiró con alivio y Dan preguntó:
—¿Qué diablos le sucede a ese tipo?
Nesta contestó:
—No lo sé. Esta noche le vi pálido y con una señal en el mentón. Me dijo que había bebido demasiado y que al salir a tomar el aire se mareó y cayó tropezando con algo duro.
—Bien, estos jóvenes del día no aguantan cuatro whiskys —repuso jocoso Dan—. Déjale que la duerma y mañana se sentirá nuevo.
Emmett miró a su mujer de soslayo preguntándose si mentía y conocía la verdad, o si Brett, por pudor, había inventado aquella historia.
Terminada la cena, como los recién casados parecían muy cansados, todos se apresuraron a levantarse para dejarles libres. Dan dijo antes de retirarse:
—Bueno, queridos, os deseo tantas felicidades como las desearía para mí, si me encontrase en vuestro pellejo. Espero que con el trato acabéis de compenetraros y seáis la pareja más feliz de todo el valle. Nosotros nos vamos mañana en el primer tren porque entendemos que no debemos eclipsar el esplendor de vuestra luna de miel. Más adelante os haremos una nueva visita, aunque espero que seáis vosotros los que toméis la iniciativa y vengáis a Santa Fe a consolar un poco al abuelo Dan, que se sentirá muy solo allí. Creo que no es pedir mucho.
—Sí, papá —repuso Nesta—, cuenta que así será.
Emmett no dio respuesta afirmativa. Tenía que poner a prueba el futuro para saber qué haría y qué consentiría hacer. Presentía que, si su mujer tenía dentro del alma el virus de la ciudad, nada se adelantaría con paños calientes.
* * *
Al día siguiente a las once, debían tomar los vehículos para dirigirse a Servilleta, donde montarían en el tren. Hasta la hora crítica no apareció el matrimonio ni Brett.
Todos parecían cansados, molestos, deseando sumirse en la intimidad de su yo. Flotaba algo en todos que no les hacía grata la compañía, aunque ninguno se atreviese a señalarse a sí mismo en qué consistía.
Dan, más despreocupado, se dirigió a Brett, diciendo:
—Bueno, muchacho, estás ya mejor?
—Sí, señor Claney, ya me siento bien.
—Me alegro, pero ahora vas a tener que dejarte la barba para disimular un poco ese bonito fruto que te ha brotado en el mentón. ¿Rompiste la piedra por casualidad?
—Creo que no… Quizá algún día, para vengarme, trate de probar a ver si soy más duro que ella.
Emmett recogió la alusión y sonrió divertido. Le hacía gracia que un tipo como aquél se permitiese aquellas veladas amenazas. Hubiese deseado que probase en aquel momento para demostrarle su equivocación y quedar más desahogado que se sentía.
Los carruajes partieron veloces y llegaron a la estación un cuarto de hora antes de arrancar el tren.
Mientras buscaban acomodo en el vagón, Brett aprovechó un momento en que quedó a solas con Emmett en el andén y acercándose a él, le dijo en voz baja:
—Señor Weather, como habrá observado, he sido lo suficientemente discreto para no dar cuenta a Nesta del desagradable incidente de ayer tarde, pero esto no dice nada. Usted se ha permitido el lujo de maltratarme en su casa y llamarme embustero y algunas otras lindezas. Recuérdelas y si algún día se demuestra que usted me insultó, a pesar de que sea usted quien sea, le juro que le mataré.
Lo dijo con acento frío y cortante. Emmett, enérgico, repuso:
—De acuerdo, pero si es al contrario, busque un lugar muy lejos del alcance de mi revólver porque le devuelvo la promesa.
No se habló más. Los viajeros habían descendido de nuevo al andén para despedirles de modo definitivo y nada podían añadir en público.
Por fin, el tren arrancó y el matrimonio quedó en el andén viendo partir el convoy. Nesta, con el pañuelo en la mano, saludaba a su padre y a Ana, mientras Emmett buscaba con ojos turbios la airosa y cínica silueta de Brett que asomaba el busto por la ventanilla.
Su breve y punzante diálogo no había paliado nada sino todo lo contrario. Nunca esperó una reacción así de aquel tipo odioso y su amenaza se le había clavado en el pecho como un puñal, no porque sintiese miedo de enfrentarse con él ni con nadie, sino por lo que podía tener de profética. Era como el golpe decisivo a un clavo a medio hundir en su pecho, con el que lo había introducido tan hondo que costaría mucho trabajo arrancarlo.
Cuando regresaron al rancho era la hora del almuerzo y la mesa ya estaba puesta. Una vez servidos, hubo un largo silencio que ninguno de los dos parecía saber cómo romper. Fue Emmett quien lo hizo, preguntando:
—¿Qué te sucede, Nesta? Parece como si no te sintieses satisfecha, o hubiese algo oculto en ti que te impide manifestarte con la alegría propia del momento. Sentiría que… yo… fuese la causa de ello.
Lo dijo atragantándose al hablar y ella, tras mirarle un momento, repuso:
—Si te refieres a que esté arrepentida de haberme casado contigo, te equivocas. No lo hubiese hecho de no creer que debía hacerlo. Si acaso, hay algo que nubla mi satisfacción y es… creer que eres un hombre tan reservado, que careces de valentía para no esconder nada dentro de tu pecho.
El saltó como un muelle. Le herían con una arma que él creía ser la suya para herir.
—¿Cómo puedes decir eso y por qué?
—Sencillamente, porque estoy segura de que me has mentido en algo y no has sido lo suficientemente franco para decirme la verdad, como si sintieses vergüenza de haber cometido algo poco justo.
—¿Quieres explicarte?
—Sí. ¿Qué sucedió ayer entre Brett y tú?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque estoy convencida de que sucedió algo. Desapareciste del patio y él también. Luego volviste pálido, asegurando que te habías sentido algo mareado y más tarde, él volvió alegando el mismo pretexto y con una señal en la barbilla. ¿Es que me crees tonta para no adivinar que sientes hacia él un rencor sin satisfacer y que temo que hayas buscado esta ocasión tan solemne para echarlo fuera?
El sintió que toda su sangre se incendiaba, pero tratando de mantenerse sereno, repuso:
—Nesta, es cierto que te oculté algo de eso, pero entendía que era preferible y si es cierto que él dio aquel pretexto, ¿no crees que lo hizo porque sabía que no podía alegar disculpa alguna a su favor?
—Pudo ser eso, pudo ser discreción. No irás a suponer que toda la hidalguía del mundo se ha encerrado en este valle.
—No, pero sí puedo asegurar que la que se repartió fuera de aquí, no le tocó a Brett. Puesto que deseas saber la verdad, te la diré, y quizá de no haber estado tan emocionada ayer, tú misma te hubieses dado cuenta de ello.
»Llamé aparte a Brett para afearle sus modales mundanos bailando contigo y le supliqué que se abstuviera de volver a sacarte a bailar. Me di cuenta de su modo de proceder bailando, como si estuviese en un garito de baja estofa de la ciudad y observé cómo mucha gente os miraba y se escandalizaba de aquella licencia. De haber sucedido en otro sitio y en otro momento, le hubiese aplastado a puñetazos delante de todos.
»Pero no quise dar espectáculos, ni ensombrecer nuestro día de bodas, ni siquiera aumentar la importancia del suceso y le llamé aparte para advertírselo. Brett es demasiado cínico y demasiado soberbio para reconocer sus errores, si fue error, y no quiso hacerlo. Me replicó con algo tan hiriente, que no tuve más remedio que cerrarle la boca con el puño. Si la razón hubiese estado de su parte, no habría ocultado nada de lo sucedido.
Ella se sonrojó al oírle. Aquello le afectaba y clamó:
—¿Quieres decir que yo… le hice el juego y me comporté de una manera bochornosa?
—No, de ninguna manera, pero no te diste cuenta y yo sí como otros varios.
—¿Que os disteis cuenta de qué? El que las costumbres de un lugar sean distintas de las de otro, no son motivo para calificarlas de atrevidas o vergonzosas. Yo no observé nada anómalo en él, porque, querido, tu alejamiento de la civilización te hace los dedos huéspedes. Allí se baila así, sin que nadie se escandalice y en el patio no había avisos escritos ordenando los centímetros que las parejas debían guardar entre sí para bailar.
Él se encrespó. Sólo faltaba que su mujer le quitase la razón para dársela a aquel tipo.
Y tragando saliva, repuso:
—Bien, quizá yo sea tan acémila que esté sin civilizar y me cueste trabajo digerir ciertas cosas que en otros estómagos sólo hacen cosquillas, pero aquí, en la ciudad y en todos los sitios, lo que excede de la raya no hay quien lo discuta. Somos tan sencillos, tan nobles y tan atrasados, que rendimos culto a la moral con tal exceso que quizá nos hayamos ganado unas alas para volar al cielo, pero los preferimos a esas otras cosas que están más cerca del barro. De todas suertes me limité a advertirle que aquí no lo consentía. Si él entendió que no debía admitirlo así, suya fue la culpa.
—Y tú tenías que mostrarte como un bárbaro golpeándole. Me pregunto qué pensarán mis amigas de Santa Fe cuando él explique lo sucedido.
—No sé si se atreverá si es sincero, pero si lo hace, me importa poco, porque es con esta gente con quien tenemos que convivir y no con ellos.
—Lo dices como si me hubieses condenado para toda la vida a vivir encerrada entre estas cuatro paredes.
—No, querida, entiéndeme. Quise decir que, salvo visitas de cumplido, nuestra vida está aquí en el valle, una vida sana, moral y tranquila, donde todo es claro y sencillo y donde nadie se complica la existencia sin necesidad.
—Sí, tu punto de vista es magnífico… para ti, pero hay que contar con los dos. Olvidas que nuestros ambientes son distintos y que lo menos que podemos hacer es acortar las distancias mutuamente para llegar a un perfecto entendimiento. Piensa qué sucedería si yo de golpe y porrazo, te hubiese exigido dejar esto y marchar a la ciudad a vivir exclusivamente la vida que yo hacía. Hubieses saltado como una pelota, ¿no es así? Pues comprende que a los demás nos sucede lo mismo. La aclimatación es cuestión de tiempo para todos y si pretendes que yo me aclimate a esto, habrás de dar tiempo y no exigir cosas bruscas, lo mismo que yo no puedo exigirlas, pero como te digo, hay un punto medio. Aproxímate a la ciudad y yo me aproximaré al valle. Cuando hayamos llegado a ese punto coincidente, ya veremos hacia qué parte nos dirigimos con preferencia, pero antes lleguemos al equilibrio.
Emmett se sintió confuso. No podía quitar una parte de razón a su mujer. Estaban en polos opuestos y si él quería exigir, debía dar. La fórmula era leal y nada podía oponer a ella.
Tratando de suavizar el tono, se acercó a ella, le puso sus anchas manos en los hombros y con voz velada por la emoción, suplicó:
—Nesta, olvida ese incidente y yo te prometo hacer por ti cuanto pueda hacer para verte alegre y contenta. Reconozco que el cambio que el matrimonio te impone es brusco y haré lo posible para que no se te haga tan cuesta arriba; sólo me atrevo a pedirte que por amor a mí pongas también de tu parte cuanto puedas para que esa coincidencia llegue. No olvides que contra nuestros deseos, nuestra hacienda está aquí clavada y que nadie la puede arrancar para trasladarla a otro sitio. En la ciudad me ahogaría por falta de espacio y si todos nos dedicásemos a la holgada vida de señoritos ociosos como ésos que tú tratas, nos comeríamos los codos de hambre. Alguien tiene que producir para los demás y producir y ayudar a engrandecer la nación tiene un encanto. Por otra parte, aquí hay paz, salud, bendición de Dios en estos pastos, en estos paisajes, en esta vida sin artificios de la Naturaleza. Quizá porque no la has vivido no la comprendas aún, pero yo estoy seguro y se lo pido a Dios, de que cuando te familiarices con esto lo encontrarás un encanto natural que no lo cambiarás por nada del mundo. Sol, aire, paz, paisajes grandiosos y comodidad para vivir. ¿No es algo grande?
—No lo discuto, Emmett. Te he dicho lo que sentía y ése es el camino para llegar a algún sitio.
—Llegaremos, te lo juro. Sólo deseo que tú no te hayas equivocado, que yo sea el hombre que de verdad soñaste, si no vestido con elegancia, al menos con el sentido del hombre de verdad en la sangre y todo llegará. ¿Tienes algo que oponer a eso?
—Nada en este momento. Estoy aquí porque así lo acepté por propia voluntad, que nada surja que me haga cambiar de pensamiento y todo será grato.
—Pues que Dios te oiga y derroche sus bendiciones sobre nosotros.
Y amorosamente la abrazó para después soltarla con pesar