Capítulo IV

NUBES EN EL HORIZONTE

Una sorpresa nada agradable sufrió Emmett cuando al ir a recoger a su futura a la estación descubrió que ésta y su padre no llegaban solos. Con ellos llegaban Brett y una muchacha también muy linda, que más tarde supo que se llamaba Ana Foster y que era sobrina del traficante, que de un modo muy notorio había influido en el arreglo del ranchero con Nesta.

En cuanto al traficante, había prometido llegar justamente a la hora de la boda al siguiente día.

A Emmett no le hizo maldita la gracia la presencia de Brett. No le había perdonado la broma de mal gusto de aquella tarde, pero Dan se apresuró a justificar la presencia del presuntuoso joven diciendo:

—Emmett, supongo que no te molestará que por nuestra parte vengan un par de invitados. Todas las amistades de Nesta hubiesen querido venir, pero yo no lo he permitido. Brett vino porque es hijo de mi abogado y uno de nuestros más íntimos amigos, y en cuanto a Ana, por ser sobrina de nuestro común amigo Edward Lavery, viene invitada por parte de tu futura. Hemos querido que asista una representación de nuestras amistades en Santa Fe para que sean testigos de la boda y nadie pueda poner en duda que os habéis casado como Dios manda.

Emmett no pudo oponer nada, pero se hubiese alegrado que el testimonio masculino escogido por Dan hubiese sido otro cualquiera menos Brett.

Pero no era cosa de echar los pies por alto a causa del detalle. Cuando estuviesen casados y aquel tipo saliese del rancho, ya procuraría el que no volviera a cruzarse en su camino.

En dos vehículos fueron trasladados al rancho. Emmett llevó en su calesín a la novia mientras su capataz trasladaba en otro a Dan y a los dos invitados.

El joven, anhelante, preguntó:

—¿Cómo estás, Nesta? ¿De verdad que te sientes muy feliz con este desenlace?

Ella, tratando de sonreír, repuso:

—Si yo no lo creyera así, no hubiese aceptado.

—Sí, es natural. Yo me siento el hombre más feliz de la tierra y no sabes lo mucho que te eché de menos en estos tres meses. Espero que te sientas muy contenta cuando veas las obras que he mandado hacer en el rancho. Todo ha cambiado radicalmente y he cuidado de amueblar aquello poco más o menos como tú tienes tu villa.

—Siempre me acordaré de ella, Emmett. Ten en cuenta que nací allí y allí he pasado toda mi vida.

—Bueno, espiritualmente, claro que sí. Me refería a lo externo.

Luego le habló de todos los detalles y terminó por decir:

—Por cierto, que hubo algo en lo que no hemos pensado.

—¿En qué?

—En los padrinos. Yo, como no tengo familia, lo mismo me da, pero he creído que tu padre debe ser uno de ellos. En cuanto a la madrina, pues… a mí no me faltan familiares de mis amigos los rancheros y cualquiera se prestará gustosa.

Ella repuso:

—¿Te molestaría que fuese mi amiga Ana? Me ha preguntado en el camino quién sería la madrina y le dije que no lo sabía, pero si nada tienes comprometido, ella se prestaría gustosa a serlo.

—Pues si eso te satisface, encantado.

Llegaron al rancho. Lo primero que hizo fue mostrar a la joven cuanto había hecho. Ella comprendió que pese a todo a Emmett no le faltaba gusto y había sabido asimilar el sabor hogareño de su vida.

—Muy bonito —comentó— y de gusto. No tengo nada que oponer a lo hecho por ti, Emmett.

—Lo celebro y espero que en todo suceda igual.

Aquella noche cenaron todos alegremente. Brett se esforzó en mostrarse simpático gastando bromas sin acidez y Emmett terminó por suavizar su actitud contra él, viendo que al parecer había sabido rectificar después de la lección.

El siguiente día fue fiesta sonada en el pueblo. Bodas de aquel rumbo se celebraban pocas y Emmett, además de haber preparado el gran festejo, repartió una importante cantidad para que el pueblo también celebrase su futura dicha.

A las diez, Nesta, ataviada con un precioso traje blanco al estilo de las capitales, estaba preparada para la salida. Emmett, que no esperaba verla con aquel atuendo, quedó deslumbrado al verla. Le pareció algo de maravilla y no acertó a comentar nada.

Por su parte, no había querido renunciar a lo suyo. Su traje era nuevo, brillante, rico, pero traje de ranchero, con todos sus atributos, salvo el revólver, que esta vez había quedado guardado en un cajón hasta pasada la ceremonia.

Y Nesta tuvo que reconocer que su marido era un hombre excelente, proporcionado, guapo, viril y enérgico que muchas envidiarían.

Los contrayentes fueron acomodados en el calesín, que parecía un jardín rodante. Los seis caballos enganchados a él eran magníficos, braceantes, de preciosa estampa, y todos estaban adornados en sus guarniciones con flores.

Cuando llegaron al pueblo, la calle principal era un hervidero de vecinos. Todos se apretaban a los lados formando guardia de honor y los gritos vitoreando a los novios atronaban los oídos.

Los comentarios eran halagadores. La novia era gentil y hermosa y el novio todo un real mozo.

Terminado el enlace y de nuevo entre vítores, regresaron al rancho, donde debía celebrarse el banquete. Más de dos docenas de rancheros con sus respectivas familias habían acudido al enlace y todos felicitaron a los novios con efusión y franqueza. Eran hombres sencillos, sin envidias ni egoísmos, que se llevaban muy bien.

Nesta cambió el traje de ceremonia por otro muy elegante y vistoso y, del brazo de su ya marido, bajó al patio a ocupar su puesto en la cabecera de la mesa. Nesta estaba pálida y tensa. No se sentía arrepentida de su boda, pero había algo en su interior que mataba la verdadera alegría del momento. Era como el fantasma de un futuro incierto que amenazase con turbar la felicidad que debía acompañarla.

Cuando se sentaban a la mesa, un grupo de cuarenta vaqueros, vestidos de día de fiesta, con sus pintorescos pañuelos prendidos al cuello en punta, sus morenos rostros rasurados hasta hacer brotar sangre de la piel, sus espuelas brillantes como la plata y sus pesados «Colt» golpeando sus duras caderas, se adelantó en formación con los grises sombreros en la mano. Por delante de ellos, Golden, el capataz, un hombre que ya llevaba al servicio del rancho muchos años, pues fue capataz del padre de Emmett, se adelantó con un enorme ramo de flores en la mano y, acercándose a la mesa, tosió, carraspeó, hasta escupió, como si algo se le atragantase en el gaznate que le impidiese hablar y, por fin, con voz temblona por la emoción, dijo:

—Señora Weather, permítame que, en nombre de mis muchachos aquí presentes, le ofrezca nuestros respetos y la adhesión que merece por ser de aquí en lo futuro la dueña de este rancho. En este ramo de flores está condensado todo el cariño que nosotros podemos ofrecerle, como se lo hemos ofrecido siempre a nuestro patrón. Él ha sido y es más que un dueño, un compañero de todos y nosotros sabemos lo que eso significa y se lo agradecemos con tal orgullo, que, si fuese preciso sacrificar la vida por él, ni uno solo se echaría atrás en el momento de exponerla.

«Señora, yo no sé hasta qué punto conocerá usted a su marido. Le ha tratado muy poco para ello y aunque lleva en la cara lo que es, siempre es bueno ahondar en el alma de la gente para llegar a apreciar su valía. Yo le conozco muy bien, señora Weather, porque si no le vi nacer precisamente, entré en esta hacienda hace diecinueve años y contribuí a enseñarle a enlazar una res, a montar a caballo y manejar un arma. Y como le conozco como si fuese un hijo mío, mi palabra es palabra de rey si le digo que es el hombre más bueno de la tierra y que, sin despreciar a nadie, pocos le pueden superar. Sin embargo, no hay que olvidar que es un hombre del Oeste. Para ustedes, las mujeres de capital, quizá esto no tenga un gran significado, pero es muy importante apreciarlo. El ser bueno aquí no es ser blando, ni tonto, ni un muñeco sin voluntad. Se es bueno y se sabe uno mantener en su terreno cuando llega la ocasión, esto es muy importante aquí, donde el clima es áspero y los hombres no pueden hacerse de miel. Quizá alguna vez le observe usted hosco, demasiado enérgico, hasta nervioso. No se lo tome en cuenta y procure calmarle. Cuando se posee una hacienda tan enorme como ésta y se manejan intereses tan variados, la vida presenta altibajos y obstáculos que hay que remontar. En esos momentos hay que sacar del pecho todo el pedernal que se lleva en él y frotarlo con otro trozo tan duro o más hasta hacerle brotar chispas. Es entonces cuando los demás se han de dar cuenta que esas chispas pueden quemar y hay que huir de su fuego. Pero siempre tendrá una justificación. Un día me arrojó al río de cabeza y más tarde, aunque me sentí indignado, volví a pedirle perdón. Le sobraban motivos para aquello y más porque, a causa de mi negligencia, se provocó una estampida que pudo causar una catástrofe. Le pedí perdón porque era de justicia y me dio un abrazo. Si no hubiese sabido que los hombres de nuestro temple no lloran, hubiese jurado que aquel día había lágrimas de pesar y alegría en sus ojos… y en los míos.

Emmett, emocionado, se levantó protestando:

—Golden… basta ya de elogios, que…

—Cuidado, patrón, en esta ocasión no admito su autoridad. No estamos en los pastos ni se ha provocado estampida alguna. Hemos venido a ofrecer nuestros respetos y nuestra adhesión a la dueña del rancho y creo de justicia echar fuera lo que todos llevamos dentro y reconocer las virtudes y los defectos de nuestro patrón. Ella tendrá que reconocerlos en algún momento y bueno es que lo sepa por adelantado. Se lleva el mejor marido que pudo soñar, pero… se lleva el ranchero más ranchero de toda la cuenca y lo que esto significa ya lo apreciará algún día. Por lo demás, no quiero seguir cansándola. Señora, en estos diablos con espuelas que ve ahí tan calladitos, pero que todos llevan pólvora en las venas, tendrá usted cuarenta leones dispuesto a obedecerla y defenderla siempre que sea de razón y de justicia. Trátelos como a leones domesticados a fuerza de dureza y los tendrá a sus pies como corderos. Todo lo que no sea hacerlo así, no conducirá a nada.

»Y en cuanto a mí, señora, nada le digo. Con el mismo cariño que he tratado a su marido, sabré tratarla a usted y sólo aspiro a que, como él, vea en mí un servidor lleno de buena voluntad, que más que servidor será un amigo guardando las distancias debidas. Es cuanto tenía que decir.

Alargó el brazo y le ofreció el ramo. Nesta se irguió y un poco emocionada por el tosco, pero sincero discurso del capataz, repuso:

—Golden… tiene usted razón al decir que no conozco íntimamente a mi marido y le agradezco sus advertencias. Yo no puedo hacer otra cosa que poner de mi parte cuanto pueda para que en nada se note mi nueva presencia aquí. Si no lo lograse, no sería por falta de buena voluntad, sino por imponderables que nadie puede prever. Que el Señor nos ilumine a todos y nos ayude a ser lo comprensivos que sea necesario.

—Gracias, señora, así se habla. Y ahora, si me permite, solicito de usted el primer baile. No soy un danzarín consumado porque los años pesan, pero… espero no hacer mucho el ridículo danzando. Si lo hago, usted sabrá dispensarme.

Nesta miró a su marido, éste asintió con una sonrisa y el capataz la sacó a bailar.

Golden bailaba bien a su modo, pero cuidaba mucho de guardar las distancias y separarse prudentemente de ella como si estuviese en un baile de etiqueta.

Ana, por su parte, salió a bailar con Emmett. También era una muchacha, además de linda, muy simpática y muy llana. Bailaba muy bien y parecía sentirse muy contenta. Ella le hizo una pregunta:

—¿Es usted muy feliz, señor Weather?

—Muchísimo, ¿por qué me lo pregunta?

—Por nada. Es lógico que lo sea. Sin embargo, su capataz me ha dado una idea. El, por conocerle a usted bien, ha dicho cosas muy interesantes que mi amiga Nesta debe tener en cuenta. ¿Me permite que oficie de capataz y a mi vez le diga algo de Nesta? La conozco tan a fondo como a usted su capataz, y no creo demás hacerle algunas indicaciones, precisamente porque aprecio mucho a su esposa.

—Y yo le escucharé con todo interés.

—No es mucho, pero sí algo. Nesta es una excelente muchacha, creo sinceramente que está enamorada de usted, pero hay algo que usted tendrá que borrar como pueda de su cabeza. Para ella ha sido un cambio demasiado brusco dejar Santa Fe para venir aquí. Siempre soñó casarse a su gusto y las circunstancias han variado. No quiero decir con esto que se case contra su voluntad, sino que va a echar mucho de menos cuanto deja a su espalda y esto le hará sufrir bastante hasta que se acostumbre y pueda olvidarlo.

»No se cambia de costumbre como los camaleones cambian de piel y en más de una ocasión añorará aquello, la encontrará usted triste, huraña, con ganas de estar sola y no hablar con nadie. Serán ramalazos de añoranza que tendrá que soportar e incluso borrar como mejor pueda. No se irrite por ello, muéstrese comprensivo y hágala comprender que se da cuenta de sus sentimientos. Esto le hará reaccionar e irse aclimatando. Creo que incluso en determinadas crisis, debe ser usted quien la saque de aquí unos días para que cambie de ambiente o la envíe con algún pretexto a Santa Fe a ver a su padre. Si ella tiene el talento que creo, se dará cuenta de su delicadeza y, agradeciéndola, se esforzará en olvidar aquello por esto. Es una idea mía que a lo mejor es absurda, pero yo la conozco mucho y usted no. Perdone si me meto a consejera sin nadie pedírmelo, pero por el cariño que le tengo, imito a su capataz.

Emmett, agradecido, repuso:

—Gracias, Ana, es usted una mujer maravillosa y una excelente amiga de mi mujer. Me alegro que me haya advertido porque yo… francamente, estoy tan encariñado con esto, me encuentro tan a gusto aquí, que no concibo cómo puede haber quien prefiera aquello, pero debo ser comprensivo y aceptarlo así. Lo mismo que yo detesto el ambiente de la ciudad, tengo que admitir que los de la ciudad detesten éste, pero cuando el amor nos liga, debe ser superior a detalles secundarios. De todas maneras, lo tendré en cuenta y si llegan esas crisis las saldré al paso lo mejor que pueda.

—Pues celebraré que así sea, señor Weather.

Este quedó un tanto preocupado con las advertencias de Ana. No se había detenido a pensar que pudiese existir una sombra de separación en ellos, sólo por cuestión de un ambiente mundano que él entendía que al lado de la paz y de la belleza que se disfrutaba allí, no tenía valor alguno.

Más tarde bailó con su mujer. Esta no daba sensación ni de alegría ni de tristeza, parecía como si aquello fuese una fiesta ritual, en la que nada hubiese que le afectase personalmente.

Después fue Brett quien bailó con ella. Emmett sintió como una punzada de celos al verla ceñida por el fatuo Jergenson, pero trató de aparentar que no se daba cuenta. Sin embargo, poco más tarde, una terrible hoguera de ira se encendió en el pecho del ranchero al observar el modo poco comedido que Brett usaba para bailar con su mujer.

Quizá aquella confianza y falta de delicadeza al bailar fuese algo usual y corriente en la dudad, pero allí, en el valle era un descaro y un insulto. Todos habrían de fijarse en ello y los comentarios no serían muy halagüeños para ambos.

Miró intensamente a Nesta. Esta no parecía darse cuenta del detalle, quizá por la fuerza de la costumbre, pero aquello era algo intolerable que él no podía consentir. Tanto si era por costumbre como si se trataba de mortificarle particularmente, no pasaría por alto el detalle y en un absceso de ira, se levantó del asiento para saltar sobre Brett.

Pero hubo algo que le detuvo en el crítico momento. Sería un escándalo tan horrible y sin precedentes en el valle, que les dejaría hundidos para siempre socialmente, aparte de que posiblemente abriría un abismo terrible entre él y Nesta.

Pero algo tendría que hacer y lo haría para evitar la repetición. Le iba en ello muchas cosas que, aunque saltase el mundo en pedazos, no podía silenciarlo.

Y mordiéndose los labios de desesperación, esperó a que la música terminase de tocar y la pareja se separase. Cuando acabó la pieza, Emmett maniobró para acercarse a Brett sin llamar la atención y cuando de nuevo la orquesta inició un nuevo giro, Nesta se vio obligada a aceptar la invitación de uno de los rancheros invitados,

Brett giró la vista buscando pareja. Había bastantes muchachas lindas y se sentía en su elemento entre ellas. Pero cuando avanzaba para dirigirse a una, Emmett le tocó en el hombro diciendo:

—Un momento, Brett, quisiera hablar algo con usted.

Brett le miró inquieto, pero los ojos del ranchero estaban fríos como el hielo. Intrigado, repuso:

—Bien, dígame lo que sea.

—Prefiero que hablemos ahí, detrás del seto. Aquí hay mucho ruido y nos obligarían a gritar para entendemos. Allí se puede hablar con más libertad.

Brett estuvo a punto de negarse. No le agradaba aquel misterio, pero su condición de hombre le obligaba a no negarse. Con un encogimiento de hombros avanzó por delante, donde Emmett habla indicado.