Capítulo VII

UNA ESPERA ANGUSTIOSA

Nesta preparó sus ropas y todo lo tuvo dispuesto para partir al día siguiente. Cuando Emmett, fatigado, ojeroso, con un aplanamiento que le vencía regresó del rancho, ella, aparentando gran serenidad, le dijo:

—Di a Golden que prepare el calesín para llevarme mañana a Servilleta. Me voy.

—Muy bien, daré orden de que te lleven.

No se habló más. El ranchero dio aviso al capataz y se retiró.

A la mañana siguiente, antes de la partida, ella, aparentando una sangre fría que estaba muy lejos de sentir, dijo:

—Ya sabes dónde me tienes si me necesitas. Supongo que después de haber abrigado en tu pecho las dudas que Brett sembró en él, lo pensarás mucho porque, ¿para qué pelear por reconquistar un amor que fue comprado?

—Yo no compré nada y tú lo sabes.

—Bien, lo vendí yo y para el caso es lo mismo.

—No he sido yo quien te acuse de eso. Si no es cierto, ve reflexionando lo que tiene de valor para ti la ciudad y sus amistades. Aquí no se usa esa doblez ni con el más feroz enemigo. La razón o la sinrazón de lo que dijo, sólo la puedes decidir tú y para decidirla sólo existe un camino, el de vuelta al valle. Piénsalo.

—Ese asunto lo resolveré yo a mi modo. No admito que en nuestras relaciones influyan las palabras de un tercero que pretenda saber mejor que yo cuáles son mis sentimientos.

—De acuerdo, pero piensa en esto. Me dijiste que cuál sería la opinión de tus amistades cuando él fuese allí contando lo sucedido. Si lo ha hecho así, peléate con todos para demostrar que te calumniaba, pero con las palabras sólo poco conseguirás. Yo estoy donde estaba y no soy el que tiene que dar un paso para desmentir mis juramentos y promesas, porque aquí quedan. Nada más, Nesta. Que te vaya bien y el cielo te ilumine.

Ella salió erguida sin querer contestar y montando en el calesín que ya la esperaba, se dirigió al poblado.

Emmett quedó en la puerta del rancho viendo cómo el vehículo rodaba vertiginoso hasta convertirse en una nube de polvo, que luego se disipó como empezaban a disiparse en su pecho muchas ilusiones. Se le había hundido sobre la cabeza el mundo y desconfiaba en poder resurgir de sus escombros.

Cuando abandonó la cerca y volvió al interior, el rancho le pareció una cosa fúnebre. La soledad que ahora iba a reinar en él le aplastaría como la losa de una sepultura y nunca más volvería a sentirse el hombre fuerte y optimista que había sido.

Al sentarse ante su mesa, acodó los brazos en el tablero y apoyó el mentón en las palmas de las manos. Al levantar la mirada, la fijó en el retrato de su padre clavado en el testero fronterizo. El viejo Weather era un tipo tosco, de una energía singular como lo denunciaba la intensidad de sus ojos, el mentón pronunciado y la firmeza en su busto. En sus labios, había una sonrisa especial y atrayente; era la sonrisa del vencedor que parecía irradiar su confianza en torno a él. Emmett le miró con hostilidad y se puso a reflexionar.

Ahora maldecía el optimismo y los sueños de grandeza del autor de sus días. Este había mantenido unas teorías muy extrañas que precisamente por haber sido sólo teorías y no haber podido llevarlas a la práctica, se había evitado de la amargura del fracaso. El viejo nunca se paró a pensar que él sólo era un hombre tosco de trabajo y pelea, y que para hombres así, ciertas cosas demasiado finas estaban vedadas. Las soñó para él aunque tarde, pero las creyó viables para su hijo y ahora, la realidad estaba demostrando que en la vida cada uno tiene su puesto y su ambiente señalado, y que no se puede saltar de él en el vacío. El cambio era como una larga pendiente en escalera que había que subir con decisión y sin fatigarse hasta alcanzar la meta, pero para la ascensión hacían falta ciertos requisitos que a él le habían faltado.

Mas la cosa ya no tenía remedio. Por amor propio, él no podía claudicar. Su puesto estaba allí, donde lo había estado siempre y era la montaña quien debía ir a él y no él a la montaña. Si ninguno de los dos se movía, entonces desgracia para ambos.

Sacudió la cabeza y se levantó. Buscó la botella del whisky, se bebió un buen vaso y salió al vano.

El sol era una bendición de Dios sobre la pradera. Sintió que su pecho se ensanchaba contemplándola y con una sonrisa extraña echó a andar, al tiempo que dejaba escapar de su pecho una canción vaquera como un himno a la Naturaleza. Sólo él sabía apreciar el valor de todo aquello, y quien no comulgase en su mismo credo, peor para él.

* * *

Dan se vio sorprendido por la llegada de su hija. Nadie le había avisado de su viaje y cuando la vio entrar tensa, pero con un color más bronceado y saludable que el que llevara de allí para casarse, exclamó:

—Pero, Nesta, ¿por qué no avisaste tu llegada? ¿Y tu marido?

Ella dejó caer al suelo las dos maletas que portaba y arrojándose en sus brazos, rompió a llorar con desconsuelo, gimiendo:

—¡Padre, padre, qué desgraciada soy!

El la abrazó temblón y la dejó llorar un momento. Luego, tratando de separarla, exclamó:

—Vamos, Nesta, por Dios, no me des este disgusto. ¿Qué diablos te sucede para que al mes o poco más de casada vengas en esta actitud? Vamos, siéntate, serénate y dime qué hubo entre vosotros. Me choca que Emmett…

—¡Oh, padre! Es algo terrible, lo reconozco, pero algo que no he podido evitar. Llevo todo este tiempo luchando contra ello despiadadamente y me ha vencido. No puedo con aquello, me ahoga, me mata. El, en cambio, ha sido tan brutal que el contraste lo hizo peor. No puedo con aquella vida como él no puede con ésta y me pregunto quién estará más equivocado, o quién tendrá la razón.

—Pero, hijita, ¿no habíamos quedado en que…?

—Los propósitos se hunden ante las realidades. Han sucedido cosas trágicas que todo lo han echado a rodar. Emmett me quería, lo sabía a ojos cerrados, ahora… ahora ya no lo sé.

—¿Qué diablos dices?

—Sí, es cierto, ahora no lo sé porque abriga la duda de que yo me haya casado por su dinero y no por él.

—Nesta, te casaste con él, por las dos cosas. Le querías y tenía dinero, ¿por qué no ha podido ser así?

—Porque alguien le aseguró que no era cierto.

—A ver, explícate.

Ella le contó su vida en el rancho durante aquel breve período, los pequeños incidentes que habían surgido, su pelea con Emmett para convertirle en algo menos rudo y sencillo, su discusión respecto al viaje y por último, lo que había sucedido entre Brett y él la tarde de la boda, así como lo que Brett había asegurado.

Dan se indignó. Admitía que el padre de aquel fatuo interviniese como abogado en sus negocios, pero no podía admitir que su hijo se metiese en su vida privada.

—Es un necio —afirmó enojado—, y Emmett debió aplastarle aquel día como a una víbora. ¿Qué ganaba Brett con sembrar esa cizaña entre vosotros?

—No lo sé, padre, pero así sucedió. Emmett no miente.

—Estoy seguro de ello, pero ese mequetrefe me va a oír.

—¿Crees que se adelantará algo con eso? El agua está vertida en el suelo y ya no hay quien la recoja.

—Lo puedes hacer tú.

—¿Cómo?

—Pasando aquí ocho días y volviendo al rancho por tu propio gusto.

—No lo haré en la vida si él no viene a buscarme.

—No vendrá, Nesta. Hay que calibrarle bien y esa gente es clara como agua de manantial, pero dura como la roca por donde esa agua se vierte.

—Volver sería darle la razón, someterme a él claudicar vergonzosamente y consumirme en aquella prisión. No puedo, padre, no puedo.

—Bueno, hijita, harás lo que quieras, pero acaso te convenga pensarlo mucho. Yo sólo te voy a decir algo que te ayude a meditar. Como sabes, tengo sesenta años, me he debatido toda la vida en este ambiente y creado en él conchas como los galápagos. Tiene su parte vistosa y florida, pero mucho musgo y veneno dentro. La gente es educada, elegante, aduladora, pero falsa, envidiosa y murmuradora. Te dan una cara y te hacen otra por detrás. Juegan pequeñas pasiones, intereses creados, envidias y rencores. El marco es estrecho para todos y nos apretamos uno contra otro.

«Mientras tienes poder y dinero, vales mucho; lo pierdes y eres un don nadie y un fracasado. Tienes suerte para salir de un atasco y sacar la cabeza y nadie piensa si lo conseguiste con méritos y esfuerzos nobles, o hay algo sucio y oscuro en tu suerte. Si no tienes dinero, eres una pobretona y ya conoces la opinión de Brett que es el patrón de la gente; no se casó contigo porque no pesabas en dinero lo que él; te has casado con un hombre rico que te quiere y te brinda todo lo que honestamente te puede brindar en su ambiente y se murmura de ti, asegurando que te has vendido a su dinero. Nadie admite que siendo todo un hombre te hayas enamorado de él, porque para las demás es un zafío, sin perjuicio de que todas te envidian la suerte y hubiesen querido verse en tu lugar. La vida de la ciudad no es una torre de marfil o de cristal para aislarse dentro de ella, es un torbellino que te aprisiona con todos sus sentimientos malos y buenos, más malos que buenos.

«Que ahora das la campanada de quedarte aquí por ese prurito tonto, la murmuración va a ser terrible. Todos pensarán que a pesar de cargar con el asno de oro no has podido soportarle como ellas ya temían, o acaso que el cálculo mercantil te llevó a cazarle para después dejarle abandonado y vivir a su costa.

»Por otra parte, cuando vivías soltera, existía un tanto de respeto hacia ti, ahora, no existirá, porque no eres ni soltera, ni casada, ni viuda. Te juzgarán, que sé yo, algo a lo que todos tendrán derecho a arrimarse a ver qué sucede sin compromiso de atar lazos que no se pueden atar. Bueno, estaría contándote inconvenientes todo el día y no acabaría de hacerlo nunca.

»Por mi parte te diré una cosa. Estaba acariciando la idea de dejarme de negocios difíciles, de liquidar todo y de irme a vivir con vosotros al rancho. Cuando se ha luchado tanto entre humo que asfixia, la claridad de otro ambiente y la serenidad de aquello es un sedante que alarga la vida. Tú no puedes pasar sin esto y a mí me está pesando como una losa de plomo. Quizá sean los años, o la experiencia de la vida que enseña mucho lo que produce estos cambios de puntos de vista. Estoy seguro de que con el tiempo te sucederá algo parecido, aunque para entonces no tenga remedio.

«Pero, sobre todo esto, hay una realidad que no debes olvidar y que es mi deber patentizarla. Si no vuelves ni él viene en tu busca, la solución es sólo una. Una separación legal y entonces, piensa. O yo liquido todo y le devuelvo su dinero como es de honor hacerlo para demostrarle que no hubo tal venta, o cierras los ojos a la verdad y aceptas el que él, al separaros te pase una pensión para que vivas. Lo que esto pueda originar de comentarios, es cosa que no tengo por qué recalcar.

»¿Te das cuenta de la situación? Te habla la experiencia y no el egoísmo personal. Quería para ti lo mejor, aunque me beneficiase de ello, pero no tu ruina moral y la de ese hombre. Aprecio a Emmett porque ha sido un hombre leal que a nadie engañó y eso vale mucho.

»Lo demás, si come con los dedos o agobiado por el trabajo no tiene tiempo ni ánimos para estarse mudando de ropa cada media hora, como el señorito inútil que sólo tiene por misión hacer tal cosa para distraerse y presumir entre los vacuos como él, es cosa que carece de importancia, al menos para mí. La ciudad tiene sus tiranías que no se pueden eludir, pero allí carecen de base y también reinan unas costumbres; que no se pueden olvidar.

»Y como de momento te he dicho más que podías digerir, pongamos punto final y ya te serenarás para pensar con calma en el porvenir.

Cariñosamente la tomó del brazo y la medio arrastró para llevarla a su habitación de soltera, donde podría lavarse y arreglarse para alejar toda huella del viaje.

La muchacha, tensa y con los ojos húmedos, se dejó caer sobre el lecho medio derrumbada. Todo estaba igual que cuando saliera de allí seis semanas atrás y, sin embargo, cuando paseó su mirada en derredor, lo encontró triste, pequeño y poco claro.

Tenía aún en las retinas la visión de su amplísimo dormitorio en el rancho. Muy alegre, muy soleado y lleno de serenidad.

De la calle subían ruidos ásperos. Se levantó de modo mecánico y se asomó a la ventana.

El contraste fue aún más brusco. La calle nada ancha, polvorienta, en cuesta, aparecía bañada por el sol, pero un halo de polvo irisado subía hacia arriba medio borrando los perfiles de los transeúntes que la cruzaban. Por el frente, unas tapias medio derruidas, algunas copas de árboles y edificios bajos.

Y echó de menos el brillante paisaje que se abría a sus ojos desde cualquier hueco del rancho. Aquí no había balcón volado protegido del sol por el toldo de lona, ni preciosos y fragantes tiestos cuajados de flores olorosas, ni la dilatada sabana de la pradera con sus alegres pájaros, sus conejos saltando alegremente por la hierba, ni la gama de colores sobre los ribazos o las levantadas lomas de los montes lejanos, aquí no había más que horizontes estrechos y polvorientos, voces en lugar de serenidad, encogimiento en vez de anchura.

Y fue cuando sintió la extraña sensación de haber perdido algo muy valioso para su vista y sus sentidos. Era entonces cuando sin quererlo apreciaba el valor sensitivo y emocional de aquello que había abandonado por algo que ahora al recobrarlo se encogía y se afeaba por el brusco contraste.

Furiosa se apartó de la ventana y se entregó a la tarea de despojarse de sus ropas de viaje para bañarse y quitarse el polvo del camino.

Aturdida, no acertaba a encontrar nada. Mecánicamente iba a buscar sus cosas en sitios análogos donde las tenía en el rancho y se veía obligada a rectificar sus movimientos.

Se dio prisa para no sentirse atormentada por aquellos recuerdos. Si había abandonado el valle porque no podía soportarlo, no había razón alguna para que ahora echase nada de menos de lo que allí había.

Ya bañada y arreglada pareció sentirse más tranquila. La dulzura del baño había calmado un poco sus nervios y parecía empezar a recobrar el aplomo.

Poco más tarde, era llamada a la mesa para almorzar. Cuando se sentó, no notó contraste alguno en el servicio. La misma limpieza y pulcritud que allí reinaba la había impuesto ella en el rancho a la hora de las comidas. Era el único momento en que allí había recibido la sensación de no haberse alejado casi nada de sus antiguos hábitos mundanos.

Pero cuando se sentó frente a su padre, el recuerdo de Emmett surgió preciso y brioso. Sus figuras eran tan antagónicas, que no tenía más remedio que notar el contraste.

Y por un fenómeno inexplicable, empezó a añorarle. Comía en silencio y a cada rumor que se producía fuera del comedor levantaba la cabeza y buscaba la puerta como si en el vano fuese a surgir la figura viril, esbelta y recia de Emmett, con su camisa abierta por el pecho, mostrando éste moreno y potente, su rostro atezado por el sol y el aire, sus piernas firmes un poco arqueadas por el continuado montar a caballo y su sonrisa un poco tímida y triste debido a la tensión nerviosa que constantemente le dominaba.

Pero la ilusión era vana y nadie entraba; no podía entrar porque había quedado clavado a bastantes millas de allí, con la misma solidez que los pies derechos de su rancho.

No, Emmett no volvería nunca más, se lo decía el corazón, porque si él había dejado que la rama más sólida del árbol se desgajara para siempre, el tronco había quedado allí muy hondo, sin que existiese fuerza humana capaz de arrancarlo.

Y sintió tal angustia que, levantándose impetuosa, arrojó la servilleta sobre la mesa, salió veloz del comedor y dirigiéndose a su alcoba se dejó caer de bruces en el lecho llorando amargamente.

Dan la vio salir sonriendo. Adivinaba la batalla de sentimientos que se estaba celebrando en el corazón de su hija y parecía adivinar quién había de salir vencedor en la pugna.