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Martina Fumai se presentó en el despacho sobre las siete de la tarde siguiente en compañía de sor Claudia. Maria Teresa las hizo pasar a mi despacho y yo las invité a sentarse en las dos sillas que había delante de mi escritorio.

Martina era muy agraciada, cabello castaño corto, muy bien maquillada, un no sé qué de huidizo en la mirada y los gestos. Muy delgada. Una delgadez un poco antinatural, como si hubiera seguido una dieta y no se hubiera detenido en el momento adecuado. Llevaba un suave perfume y puede que se hubiera puesto más del necesario.

Hablaba en voz baja y, nada más sentarse, me preguntó si podía fumar. Podía, por supuesto que podía, y entonces ella se encendió un fino cigarrillo sacado de una cajetilla blanca con motivos florales. Una marca desconocida. La clase de cigarrillos que jamás me han gustado. Tenía un encendedor cilíndrico con la cara de Betty Boop. Pensé que debía de significar algo.

Me agradeció que hubiera aceptado el caso. Yo le dije que no había ningún problema —justamente así, con una expresión que detesto: no hay ningún problema— y después le entregué las hojas con los poderes que tenía que firmar.

Me preguntó si hacía bien en constituirse en parte civil. Por supuesto que no. Es una locura. Saldremos con los huesos rotos. Tú y, sobre todo, yo. Y todo porque de niño leía tebeos de Tex Willer y ahora no soy capaz de echarme atrás cuando sería lo más inteligente que se podría hacer. Como en este caso precisamente. Tal como han hecho mis pragmáticos compañeros.

Pero no lo dije. En vez de eso, la tranquilicé. Le dije que no tenía que preocuparse, que efectivamente no era un procedimiento fácil, pero que lo abordaríamos de la mejor manera posible, con decisión pero también con prudencia. Y todo un montón de bobadas por el estilo. Al día siguiente iría a la Fiscalía para hablar con la representante del ministerio público y recoger los papeles. Dije que, por suerte, la magistrada Mantovani, era una persona seria. Y eso era cierto.

Dije que nos volveríamos a ver cuando yo hubiera examinado los papeles, unos cuantos días antes de la vista. Prefería hablar del caso tras haberme hecho una idea de lo que contenía el expediente.

La reunión duró una hora como mucho. Durante todo este tiempo sor Claudia no dijo ni una sola palabra. Se pasó el rato mirándome con aquellos ojos indescifrables.

Cuando se fueron, dirigí casi involuntariamente una mirada a sus ajustados vaqueros. Fue sólo un momento, antes de recordar que era una monja y que aquélla no era manera de mirar a una monja.