8
Llegó una vez más el fin de semana. Nos habían invitado a una fiesta dos amigos de Margherita. Rita y Nicola. Alocados pero simpáticos. Para disponer de más espacio, se habían ido a vivir a un chalet de las afueras de la ciudad, junto a la vieja carretera que conduce al sur y discurre entre el mar y el campo.
Dicho de esta manera, podría parecer romántico. Pero el chalet estaba medio en ruinas, el jardín parecía el de la casa de los Usher, tal como lo describe Poe en su célebre relato y, a pocos metros de la verja, se reunían cada noche unas chicas del Este más o menos vestidas, según la temporada. Los vehículos de sus clientes se detenían prácticamente en casa de Rita y Nicola. Llegaban constantemente hasta bien entrada la noche. De vez en cuando también aparecían la policía o los carabineros, hacían una redada de clientes y de chicas, repatriaban a algunas y, durante unos cuantos días, cesaba el tráfico. Después, en cuestión de una semana, todo volvía a ser como antes. La campiña que se extendía en la parte de atrás del chalet estaba poblada por manadas de perros asilvestrados y salpicada de ruinas que se utilizaban como depósitos de objetos robados. Eso yo podía afirmarlo con conocimiento de causa, puesto que uno de los contrabandistas que usaban aquellas ruinas era cliente mío y una vez había sido detenido mientras descargaba un camión de aparatos de alta fidelidad precisamente en una de aquellas barracas.
Para Rita y Nicola todo aquello no suponía aparentemente ningún problema. Pagaban un alquiler tan bajo que hasta resultaba ridículo por más de trescientos metros cuadrados de superficie que en el centro de la ciudad jamás se habrían podido permitir el lujo de conseguir. El chalet estaba lleno de toda suerte de cosas de lo más extrañas. Y, cuando se celebraba alguna fiesta, de personas de lo más extrañas.
Rita era pintora y daba clases en la Academia de Bellas Artes. Nicola era propietario de una librería especializada en new age, filosofías y prácticas orientales y esoterismo.
Una de las habitaciones del chalet estaba decorada con esteras en el suelo y espejos en las paredes. Allí se hacían seminarios de meditación trascendental, de tai chi chuan, de shiatsu; reuniones de estudio acerca del Libro Tibetano de los Muertos, el horóscopo chino y similares.
Nicola era una especie de Buda del extrarradio, estilo personaje de Hanif Kureishi, para entendernos. Sólo que no actuaba en el Londres de los años setenta, sino en la Bari del dos mil. Más concretamente, entre el barrio de Iapigia y Torre a Mare.
Antes de salir, en el momento de prepararme, mientras me estaba lavando los dientes delante del espejo del cuarto de baño, me pareció ver algo bajo los ojos. Como una ligera sombra o una leve hinchazón. Enjuagué el cepillo, lo dejé en su sitio y miré con más detenimiento. Eran efectivamente dos ligerísimas inflamaciones entre los ojos y los pómulos.
Bolsas debajo de los ojos, pensé textualmente. Me cago en la mar. Mierda.
Con cierto titubeo y sin dejar de mirarme al espejo, acerqué el índice de la mano derecha a una de aquellas... cosas. Allí estaban. Lo decía el tacto además de la vista.
Probé a tirar hacia abajo con el dedo de aquella piel que ya no me parecía la mía. No era elástica; tenía la debilitada resistencia de un tejido un poco desgastado. Eso pensé, por lo menos en aquel momento.
Entonces me empecé a estudiar la cara muy de cerca en el espejo. Me di cuenta de que tenía arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos y, sobre todo, en la frente. Largas y profundas como trincheras. ¿Cómo era posible que me hubieran salido sin que me diera cuenta? Me pellizqué la piel en distintos puntos de la cara para ver cuánto tiempo tardaba en volver a su sitio. Mientras hacía el experimento, me vino a la mente cuando de pequeño, sentado en el regazo de la bisabuela, le pellizcaba las mejillas. Tiraba de ellas hacia abajo y después observaba cómo la piel volvía a su sitio. Muy despacio.
Eso me hizo recordar también el cuello, todo lleno de arrugas y pliegues, de la bisabuela. Entonces estudié el mío. Que, naturalmente, era el cuello normal de un señor de cuarenta años, sano y en aceptable buena forma física. Mi bisabuela, cosa en la cual no me había detenido a pensar en un primer momento, tenía por lo menos ochenta y cinco años en la época de mi recuerdo, y puede que algunos más.
Estaba a punto de dar comienzo a una afanosa búsqueda de señales del tiempo —que evidentemente había pasado sin que yo me diera cuenta— cuando sonó el timbre de la puerta. Entonces, consultando el reloj, observé en este orden: a) que Margherita ya estaba lista y llamaba a mi puerta probablemente pensando que yo también lo estaba, puesto que ya era la hora de irnos; b) que no estaba listo en absoluto; c) que, a lo mejor, me estaba agilipollando ligeramente.
Fui a abrir, no señalé el punto c) a Margherita (y para evitar que lo percibiera ella sola por su cuenta, me abstuve también de preguntarle si, a su juicio, yo tenía arrugas o bolsas debajo de los ojos), terminé de prepararme a toda prisa y, un cuarto de hora después, ya estábamos en la calle. Por aquella noche dejé de preocuparme por el paso del tiempo y por los anexos dermatológicos.
Ya desde fuera del chalet se oía la música. Instrumentos de viento y de cuerda, tonalidades remotas y místicas, algunos golpes de gong. Lo mejor de la new wave vietnamita, me explicó alguien poco después. Un género musical que me encanta escuchar. Incluso durante cinco minutos seguidos.
La casa estaba llena de humo de incienso y de personas. Algunas eran casi normales.
Margherita desapareció casi de inmediato en la niebla y entre la gente; poco después la vi charlando con un tipo alto, delgado y barbudo, de unos cincuenta años. El barbudo vestía un impecable traje cruzado príncipe de Gales y, allí en medio, parecía una aparición irreal. Yo no conocía a casi nadie y no me apetecía demasiado conversar con los pocos que conocía. Así que me entregué casi de inmediato a la comida, que estaba abundantemente dispuesta encima de una larga mesa.
Había una cosa que parecía una especie de gulasch, pero que no era húngara, sino indonesia, y se llamaba rendang de buey. Después había algo semejante a una paella, pero que no era española, sino también indonesia y se llamaba nasi goreng. Y después una cosa que parecía una inofensiva ensalada mixta italiana. Pero no era italiana —también era indonesia— y, sobre todo, no era inofensiva. Cuando la probé, tuve la sensación de haberme metido en la boca la llama oxhídrica de un soplete. No recuerdo su nombre indonesio exacto, pero la traducción sonaba más o menos así: ensalada de verduras con salsa muy picante.
Sea como fuere, me lo comí todo, incluso unas crepes de mango con salsa de coco y un pastel de plátanos y canela. Puede que estas dos cosas fueran vietnamitas; en cualquier caso, estaban muy ricas.
Me di una vuelta por la casa y mantuve charlas insulsas con sujetos alelados. De vez en cuando veía a Margherita, que seguía conversando con el barbudo. Empecé a molestarme ligeramente y miré a mi alrededor en busca de alguien que tuviera un cigarrillo que ofrecerme. Pero enseguida recordé que había dejado de fumar y, de todos modos, nadie fumaba. El humo es decididamente old age.
Estaba sentado en un sofá, bebiéndome el cuarto —o puede que el quinto— vaso de vino tinto procedente de viñedos de agricultura ecológica. Se parecía un poco al viejo Folonari toscano, pero, bueno, tampoco quería ser tan tiquismiquis.
Se sentó a mi lado una chica vestida estilo revolución cultural. Pantalones de tela color azul cielo y una chaqueta-camisa del mismo tejido con cuello a la coreana.
Era muy mona, tirando más bien a rolliza, piercing con un brillantito en la nariz, cabello largo negro y ojos azules. Tenía un aire vagamente soñador —o vagamente idiota— en la mirada, pensé. Habló sin previo aviso.
—A mí esta música vietnamita no me gusta mucho.
Entonces no eres tan tonta como pareces, pensé. Me alegro. A mí tampoco me gusta, es más, se me antoja una serenata para uña y pizarra. Estaba a punto de decir algo por el estilo cuando ella añadió:
—A mí me gusta mucho la música tibetana. Creo que es más adecuada para evocar auténticos momentos de meditación.
Ah, ya. La música tibetana. Perfecto.
—¿Has escuchado alguna vez música tibetana?
No me miraba a la cara. Estaba sentada con aire muy comedido casi en el borde del sofá, con la mirada dirigida hacia delante. Directamente hacia delante, clavada en un punto indefinido, como una loca. Mientras me disponía a contestar, me di cuenta de que estaba adoptando la misma posición.
—¿Tibetana? No estoy muy seguro. A lo mejor...
—Pues deberías. Es la mejor para desbloquear los chakras, para dejar libre el paso de la energía. Estando a tu lado, percibo que tienes un aura intensa, un gran potencial energético, pero que no eres capaz de liberarlo.
Me bebí otro buen trago de Folonari ecológico y decidí liberar mi potencial energético. Allí y en aquel momento. Pensé que se lo había buscado.
—Qué raro. Me dijeron algo muy parecido, con otras palabras, claro está, cuando me empecé a interesar por la astrología druídica.
La otra se volvió a mirarme, mostrando ahora en sus ojos algo muy similar a una atención primordial.
—¿Astrología druídica?
—Pues sí. Es un sistema astrológico de fundamentos esotéricos, elaborada por los sumos sacerdotes de Stonehenge.
—Ah, Stonehenge. Aquella ciudad antigua de Escocia, con aquellas extrañas construcciones de piedra.
Analfabeta. Stonehenge no está en Escocia, sino en Inglaterra, y, como todo el mundo sabe, no es una ciudad.
No lo dije de esta manera. La felicité por el hecho de que conociera Stonehenge, nos presentamos —Silvana se llamaba— y después la ilustré en los principios de la astrología druídica. Disciplina inventada por mí aquella noche en su honor. Le hablé de los ritos astrológicos en las noches del solsticio de verano, de las intersecciones astrales y de las afinidades siderales. Fuese lo que fuera lo que todo eso significaba.
Ahora Silvana se mostraba verdaderamente interesada. Era difícil encontrar a un hombre con aquella pasión y aquellos conocimientos tan profundos, dijo. Y con aquella sensibilidad.
Dijo «sensibilidad» lanzándome una mirada preñada de significados e insinuaciones. Me fui a aprovisionarme de vino ecológico.
—¿Bebes vino? —preguntó con una leve nota de reproche.
Las chicas new age beben zumos de zanahoria y tisanas de ortiga. Yo ya estaba decididamente alegre.
—Pues claro. El vino tinto es una bebida druídica. Es un medio ritual, útil para inducir estados dionisíacos.
No mentía. Estaba diciendo que beber vino es útil para emborracharse. Y, efectivamente, estaba bebiendo vino y me estaba emborrachando. Y de esta manera, se me ocurrió hablar de un extraordinario método adivinatorio. También inventado por mí. Se trataba de la lectura del codo, practicada por el antiguo y místico pueblo caldeo. De vez en cuando, era también un experto en aquel método, aparte del horóscopo de Stonehenge.
Así que le expliqué el modo en que, sobre la base de la antigua sabiduría caldea, se pueden leer en el codo izquierdo de una persona la estrategia de sus destinos cruzados. La cosa me pareció espléndidamente falta de sentido, pero ella no se dio cuenta.
En lugar de ello, me preguntó si se le podía hacer inmediatamente una prueba de lectura del codo. Le dije que sí, que muy bien. Me eché al coleto el último trago de vino del vaso semivacío y le dije que dejara al descubierto el brazo izquierdo.
Mientras le pellizcaba la piel del codo —sistema indispensable para descubrir las estrategias de los destinos cruzados— reparé en Margherita. De pie delante del sofá. Muy cerca.
—Estás aquí.
—Sí, estoy aquí. Desde hace unos cuantos minutos, en realidad. Pero tú estabas, ¿cómo diría?, más bien ocupado. ¿No me presentas a tu amiga?
Hice las presentaciones mientras pensaba que, de repente, ya no me lo estaba pasando tan bien. Margherita dijo «encantada» —jamás dice «encantada»— con la amistosa expresión de un tiburón martillo. Silvana dijo «hola» con la intensa expresión de un mero.
Entonces dije que quizá ya iba siendo hora de que nos fuéramos. Margherita dijo que sí, que quizá ya lo iba siendo, en efecto.
Así que me despedí de mi nueva amiga Silvana, que parecía un pelín desorientada.
Nos despedimos de otras pocas personas y diez minutos después ya estábamos en el coche, con el mar a la derecha y los perfiles de los edificios del paseo marítimo unos cuantos kilómetros por delante. Si he de ser sincero, diré que el mar, los edificios y todo lo demás no estaban perfectamente enfocados, pero bueno, yo conseguía sujetar el volante.
—¿Te has divertido con aquella chica?
Traté de mirarla a la cara sin perder de vista la carretera. Tarea nada fácil.
—Venga, mujer, estaba jugando un poco. Le he hablado del horóscopo druídico.
—Y de la lectura del codo.
—Ah, sí, lo has oído.
—Sí, lo he oído. Y lo he visto.
—Bueno, era sólo para pasar el rato, no he hecho nada malo. En cualquier caso, yo he visto que tú no te has aburrido con aquel Rasputín en traje príncipe de Gales cruzado. ¿Quién era, el secretario administrativo del Círculo Recreativo Asistencial de los filósofos?
Pausa.
—Qué gracioso eres.
—¿Verdad?
—Muy gracioso. Más o menos como una tortícolis —se detuvo un instante—. Mejor dicho, como un dolor de muelas.
—¿Te parece más apropiado un dolor de muelas?
—Sí —le estaban entrando ganas de reír, aunque hacía un esfuerzo por contenerse—. Pero cómo se te ocurren esas cosas. La lectura del codo. Estás loco.
—A mí se me ocurren muchas cosas. Ahora, por ejemplo, se me ocurren algunas. A propósito de ti.
—Ah, ¿sí? ¿Cosas interesantes para una chica?
—Pues sí. Creo que sí.
Hizo una pausa momentánea. Yo intentaba mantener los ojos clavados en la carretera, que cada vez me resultaba más escurridiza entre los vapores del vino ecológico. Pero sabía exactamente qué expresión tenía Margherita en aquel momento.
—Bueno, pues a ver si haces caminar este coche, astrólogo druídico, lector del codo. Vamos a casa.