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Sor Claudia se sentó detrás de la balaustrada que separa el espacio destinado al público del correspondiente a los abogados, los acusados, el ministerio público y el secretario. El juez. En resumen, el lugar en el que se celebra el juicio.

Tras haberle explicado brevemente lo que iba a ocurrir en cuestión de un momento, me dirigí al secretario judicial, que ya estaba sentado en su sitio. Tenía delante dos columnas de expedientes: los juicios que teóricamente se tenían que celebrar en aquella sesión. Teóricamente. En la práctica, habría suspensiones, nulidades, aplazamientos a petición de la defensa o bien «a causa de la excesiva acumulación de casos del día de hoy». Es decir, al término de la sesión, el juez sólo habría dictado sentencia en tres o cuatro causas como máximo.

Caldarola no pensaba que el exceso de trabajo fuera algo muy digno de un magistrado.

Le pedí al secretario que me dejara ver el expediente. Quería comprobar la lista de los testigos del ministerio público y de la defensa. Yo no había entregado ninguna lista, porque daba por descontado que Alessandra Mantovani ya habría solicitado todos los testigos relevantes.

El secretario me entregó el expediente y yo fui a sentarme en uno de los bancos reservados a los abogados. Todos todavía desiertos, a pesar de la muchedumbre que había fuera.

Como era de prever, Mantovani había solicitado todos los testigos necesarios: Martina, obviamente, el inspector de la policía que había llevado a cabo las investigaciones, un par de chicas de Safe Shelter, la madre de Martina, los médicos. No había ninguna sorpresa.

Las sorpresas desagradables estaban en la lista de la defensa. Había una decena de testigos que tendrían que declarar:

1) acerca de las relaciones entre el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida, Martina Fumai, en convivencia comprobada;

2) en particular, acerca de las apreciaciones extraídas del trato con el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida;

3) acerca de sus conocimientos sobre las patologías físicas y psíquicas de la presunta persona ofendida y sobre los aspectos menos evidentes de los comportamientos derivados de dichas patologías;

4) acerca de los motivos del cese de la convivencia de los que ellos tengan conocimiento.

Pero el verdadero problema no eran aquellos testigos. Ésos sólo servían para el relleno. El problema era el nombre que cerraba la lista. El profesor Genchi, catedrático de medicina legal y psiquiatría forense. Se le requería como asesor para que declarara: «... acerca de las condiciones de salud mental de la presunta persona ofendida, evaluadas a través del contenido de las declaraciones testimoniales y de las pruebas documentales que se exigirán con el fin de establecer la idoneidad mental de la presunta persona ofendida para declarar como testigo y, en cualquier caso, de evaluar la credibilidad de los contenidos de dicha declaración».

Conocía a aquel profesor; había coincidido con él en muchos juicios. Era una persona seria, muy distinto de algunos de sus colegas, que se dedican a preparar informes complacientes y muy bien pagados sobre delincuentes detenidos. Para sostener que éstos padecen graves trastornos mentales que desaconsejan totalmente su ingreso en la cárcel y que, en consecuencia, deberían quedar de inmediato bajo arresto domiciliario. Huelga decir que esos señores, en el noventa y nueve por ciento de los casos, están más sanos que una manzana. Y huelga decir también que estos asesores lo saben muy bien, pero, ante según qué honorarios, no hilan demasiado delgado.

Genchi era una persona seria de quien los jueces se fiaban. Y era lógico que así fuera. Jamás se habría prestado a declarar en un juicio para decir bobadas o para presentar un informe amañado. Dellissanti había elegido a un experto que jamás habría permitido que alguien ejerciera su influencia para conseguir que exagerara sus valoraciones. Lo cual significaba que se sentía muy seguro.

Mientras leía con preocupación percibí una presencia a mi espalda. Me volví, levantando los ojos. Alessandra Mantovani, con la toga ya sobre los hombros. Me saludó de manera muy profesional —buenos días, abogado— y yo contesté de la misma manera. Buenos días, fiscal.

Después fue a sentarse en su sitio. Su rostro estaba imperceptiblemente tenso. Unas arruguitas en las comisuras de la boca; los ojos levemente entornados. Tuve la certeza de que ya había leído la lista de Dellissanti. El funcionario que la seguía depositó en su banco dos polvorientas carpetas de tapas descoloridas, llenas de expedientes. Trascurrieron unos minutos y finalmente entró Dellissanti con su consabido séquito de secretarias, ayudantes y pasantes. Casi inmediatamente sonó el timbre eléctrico que señalaba el comienzo de la vista.

Habían llegado prácticamente juntos. El abogado del acusado y el juez.

Una casualidad, seguro.