7

Los fiscales suplentes no son magistrados de carrera. Son abogados —por regla general, jóvenes abogados— que ocupan un puesto temporal. Se les paga por sesión. Si en la sala hay dos o veinte expedientes, da lo mismo. Si la sesión de vistas dura veinte minutos o cinco horas, su retribución es la misma. No es difícil imaginar que, por regla general, tratan de darse la mayor prisa posible para regresar cuanto antes a sus despachos.

Como era de esperar, Alessandra Mantovani fue sustituida por un fiscal suplente. Era una chica recién nombrada a la que yo jamás había visto.

En cambio, estaba claro que ella me conocía, porque, cuando entré en la sala, se me acercó de inmediato con expresión extremadamente preocupada.

—Ayer examiné los expedientes de la sesión.

Brillante idea, pensé. A lo mejor, si los hubieras examinado unos cuantos días antes, hasta habrías podido estudiarlos. Pero puede que eso hubiera sido pedir demasiado.

Le dediqué una especie de sonrisa de goma sin decir nada. Ella sacó de la carpeta nuestro expediente, lo apoyó en el banco y, tocando la tapa con el dedo índice, me preguntó si había comprendido bien quién era el acusado.

—¿Este Scianatico es el hijo del presidente Scianatico?

—Pues sí.

Me miró consternada.

—¿Pero cómo es posible que me envíen a mí a un juicio como éste? Virgen santa, pero si ésta es mi cuarta vista desde que me han nombrado. Y, además, ¿de qué se trata exactamente?

¿Pero no acabas de decir que has examinado todos los expedientes, coño? Ser idiota no es precisamente obligatorio para ejercer de abogado. Todavía no, por lo menos. Y, en cualquier caso, una vez dicho esto, tienes razón. ¿Cómo es posible que te envíen a ti a un juicio semejante?

No se lo dije así. Muy al contrario. Estuve incluso amable, le expliqué de qué se trataba, le dije que la acusación pública había sido asignada a la magistrada Alessandra Mantovani, pero que ésta había sido destinada a Palermo. Estaba claro que la persona que había elaborado el calendario de las vistas no se había dado cuenta de que aquélla no era una vista normal.

¿No se había dado cuenta?

Mientras le facilitaba estas amables explicaciones, pensé que estaba metido en la mierda. Hasta el cuello. Estábamos a punto de jugar un partido estilo Villagarcía de Arriba-Manchester United. Y mi equipo no era el Manchester.

—¿Y hoy qué hay que hacer exactamente?

—Lo que hay que hacer, exactamente, es interrogar al acusado.

—Virgen santa. Mira, yo no haré nada. Total, tú conoces muy bien el juicio y lo puedes hacer todo tú. Yo sólo podría causar daños.

Pues mira, en eso tienes toda la razón. Por desgracia, la tienes lo que se dice toda.

—O quizá también podríamos solicitar un aplazamiento. Digamos que se precisa un fiscal para intervenir en este juicio y pidamos al juez que lo envíe a otra sala. ¿Qué te parece?

—¿Cómo te llamas?

Me miró perpleja antes de contestar. Después me lo dijo. Se llamaba Marinella. Marinella Nosequé, porque hablaba muy rápido, comiéndose las palabras.

—Pues escúchame, Marinella. Escúchame bien. Tú quédate tranquila en tu sitio. Tal como has dicho antes, no hagas nada. Y ahora yo te digo lo que va a ocurrir. La defensa interrogará al acusado. Cuando te toque el turno, el juez te preguntará si tienes alguna pregunta y tú contestarás que no, gracias, no tienes ninguna pregunta. Ninguna. A continuación, el juez me preguntará a mí si tengo alguna pregunta y yo contestaré que sí, gracias, tengo unas cuantas preguntas. En cuestión de una horita o poco más, todo habrá terminado sin que tú te hayas dado cuenta siquiera. Pero que no se te ocurra la idea de pedir aplazamientos o cosas por el estilo.

Marinella me miró todavía más atemorizada. Mi rostro, el tono de voz con el que me había dirigido a ella, no habían sido amables. Asintió con la cabeza, como si estuviera hablando con un desequilibrado mental peligroso, con cara de querer estar en otro lugar y de desear con toda su alma que todo terminara cuanto antes.

Caldarola se quitó sus gafas de vista cansada y miró hacia Dellissanti y Scianatico.

—Bueno, pues; para la vista de hoy estaba previsto el interrogatorio al acusado. Si éste confirma su intención de someterse al mismo.

—Sí, Señoría, el acusado confirma su disposición para responder al interrogatorio.

Scianatico se levantó con aire decidido y cubrió en un segundo el espacio que mediaba entre la mesa de la defensa y el asiento de los testigos. Caldarola leyó las advertencias de rigor. Scianatico tenía derecho a no contestar, pero el juicio seguiría adelante de todos modos; si aceptaba responder, sus declaraciones siempre se podrían utilizar en contra suya etc., etc.

—O sea que usted confirma su disposición para responder.

—Sí, señor juez.

—En tal caso, la defensa puede proceder al interrogatorio.

El interrogatorio empezó de manera muy aburrida. Dellissanti pidió a Scianatico que contara cuándo había conocido a Martina, en qué circunstancias; cómo se había iniciado la relación y todo lo demás. Scianatico contestaba en tono casi afable, como para dar la impresión de que no se la tenía jurada a Martina, a pesar de todo el mal que ella, injustamente, le había causado. Un papel que habían ensayado y vuelto a ensayar en el despacho de Dellissanti. Seguro.

En determinado momento, se interrumpió en mitad de una respuesta. Fue un instante en el transcurso del cual yo vi que su mirada se desviaba hacia la entrada de la sala; vi un ligero sobresalto; vi que su cabrona expresión rebosante de serenidad se resquebrajaba levemente.

Acababan de llegar Martina y Claudia y se sentaron justo detrás de mí. Me volví, nos saludamos y Martina, siguiendo las instrucciones que yo le había dado la víspera cuando había pasado por mi despacho, me entregó un paquete de manera que a nadie en la sala le pudiera pasar inadvertido el gesto. Y de manera, sobre todo, que no le pudiera pasar inadvertido a Scianatico.

Por su forma y dimensiones estaba claro que el paquete contenía una cinta de vídeo.

Dellissanti se vio obligado a repetir su última pregunta.

—Le repito, profesor Scianatico, ¿nos puede decir cuándo y por qué motivos sus relaciones con la señorita Fumai empezaron a resquebrajarse?

—No... no puedo señalar un momento concreto. Poco a poco, Martina, es decir, la señorita Fumai, comenzó a comportarse de otro modo.

—¿Nos puede explicar de qué otro modo?

—Cambios de humor. Cada vez más bruscos y cada vez más frecuentes. Agresiones verbales alternadas con crisis de llanto y de abatimiento. En un par de ocasiones trató incluso de agredirme físicamente. Estaba fuera de sí. Yo tenía la impresión...

—Protesto, Señoría. El acusado está a punto de expresar su opinión personal, lo cual, como todos sabemos, está prohibido.

Caldarola le dijo a Scianatico que se abstuviera de expresar sus opiniones personales y se limitara a los hechos.

—Díganos qué ocurría en el transcurso de estas crisis de la señorita Fumai.

—Sobre todo gritaba. Decía que yo no comprendía sus problemas y que el hecho de estar conmigo la haría volver a enfermar.

—Disculpe que lo interrumpa. ¿Decía exactamente que volvería a enfermar? ¿A qué enfermedad se refería?

—Se refería a sus problemas psiquiátricos.

—Siga adelante. Siga contándonos qué ocurría en el transcurso de estas crisis.

—Lo que ya he dicho. Gritos, llantos histéricos, tentativas de agresión y... ah, sí, y después me acusaba de tener amantes. No era verdad, naturalmente. Pero es que ella era muy celosa. Patológicamente celosa.

—No es verdad. Cabrón de mierda, no es verdad —le oí susurrar a Martina a mi espalda.

—... me decía cada vez más a menudo que me las haría pagar. Más tarde o más temprano y de la manera que fuera.

—¿Fue en ocasión de una de estas peleas cuando usted le dijo, en presencia de unos amigos comunes, esta frase: «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?

—Sí, por desgracia, sí. Yo también perdí los estribos. No tendría que haber dicho ciertas cosas en presencia de terceros. Pero, por desgracia, era la verdad.

—Tratemos de analizar esta frase que usted no habría deseado pronunciar en presencia de terceros pero que no consiguió reprimir. ¿Por qué le dijo que no era de fiar y resultaba peligrosa?

—Experimentaba violentos estallidos de furia. En dos ocasiones me había atacado. En otras se había entregado a gestos de autolesión.

—¿Por qué le dijo que era una mitómana?

—Se inventa cosas. Lamento decirlo, a pesar de todo lo que me ha hecho. Pero se inventaba unas historias increíbles. Aquella vez en particular me dijo que estaba segura de que yo mantenía una relación con una señora que aquella noche estaba con nosotros en casa de unos amigos. No era verdad, pero no hubo manera de hacerla entrar en razón. Me dijo que se quería ir, yo le contesté diciéndole que no se comportara como una niña y no armara escenas, pero la situación degeneró enseguida.

Tuve que resistir el impulso de volverme a mirar a Martina.

—¿Usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?

—Rotundamente jamás.

—¿Utilizó alguna vez la violencia física durante y después de la convivencia?

—Jamás por propia iniciativa. Claro que en las dos ocasiones en que ella me agredió tuve que defenderme para bloquearla y tratar de neutralizarla. Fueron las dos veces en las que ella tuvo que acudir a que la atendieran en el servicio de urgencias. Adonde tengo empeño en puntualizar que yo mismo la acompañé. Y la volví a acompañar otra vez. Una de las veces en que se había autolesionado de manera especialmente violenta. Tal como ya le he dicho, tenía esta costumbre.

—¿Puede decirnos exactamente de qué autolesiones se trató?

—No lo recuerdo con exactitud. Desde luego, cuando perdía la calma en el transcurso de las peleas, se abofeteaba e incluso se pegaba puñetazos en la cara.

—Después del cese de la convivencia, ¿usted siguió manteniendo contacto con la señorita Fumai?

—Sí, la llamé muchas veces por teléfono. Un par de veces traté incluso de hablarle en persona.

—En estas ocasiones, por teléfono o en persona, ¿usted amenazó alguna vez a la señorita Fumai?

—Rotundamente no. Yo estaba... me avergüenza decirlo, pero, bueno, seguía enamorado de ella. Trataba de convencerla de que volviera conmigo. Entre otras cosas me preocupaba mucho que su estado de salud psíquica pudiera agravarse más y ella pudiera cometer algún acto inesperado. Quiero decir de autolesión, o cosas peores. Yo pensaba que, si volvíamos a estar juntos, quizá podría ayudarla a resolver sus problemas.

Conmovedor. Una historia verdaderamente lacrimógena. Aquel hijo de puta habría tenido que dedicarse a la interpretación.

—En resumen, profesor Scianatico, usted conoce las acusaciones que pesan contra usted. ¿Hay alguno de los actos que le atribuye la acusación que usted realmente haya cometido?

Antes de contestar, Scianatico esbozó una especie de amarga sonrisa. Significaba más o menos que las personas y el mundo eran malvados e ingratos. Por este motivo él estaba allí, injustamente procesado por cargos que no había cometido. Pero él era de natural bondadoso y, por consiguiente, no guardaba rencor hacia la responsable de todo aquello. Que, entre otras cosas, era una pobre desequilibrada.

—Tal como ya le he dicho, tuvimos dos pequeñas peleas con agresiones durante la convivencia. Y, además, sí, tal como ya he dicho, la llamé muchas veces por teléfono, algunas incluso de noche para tratar de convencerla de que volviéramos a vivir juntos. En cuanto a lo demás, nada es cierto, naturalmente.

Naturalmente. Las llamadas no las podía negar, dada la existencia de los listados. En cuanto a lo demás, la loca se lo había inventado todo en su delirio de destrucción.

Así terminó el interrogatorio directo. El juez le dijo al ministerio público que ya podía proceder a la repregunta. Marinella Nosecómo, obedientemente, contestó que no, gracias, no tenía preguntas. Por el tono de su voz y por la cara que puso al contestar, parecía que el juez le hubiera preguntado: «perdone, ¿usted padece el sida?»

—¿Usted tiene alguna pregunta, abogado Guerrieri?

—Sí, Señoría, muchas gracias. ¿Puedo empezar?

El juez asintió con la cabeza. Él también sabía que era allí donde empezaban los problemas. Y a él los problemas no le gustaban. Peor para ti, pensé.

Las maniobras de aproximación eran inútiles en este caso. Así que empecé directamente y sin preámbulos.

—¿Usted fotocopió la documentación clínica de la señora Fumai durante el período de su convivencia con ella?

—Sí, es cierto. La fotocopié porque...

—¿Nos puede decir exactamente cuándo la fotocopió, si lo recuerda?

—¿Quiere decir el día, el mes?

—Quiero decir a ojo, el período en que lo hizo. Si, además, recuerda el día...

—No le podría contestar con exactitud. Por supuesto que no fue en el transcurso del primer período de nuestra convivencia.

—¿Pidió la autorización de la señora Fumai para sacar aquellas fotocopias?

—Verá, mi intención...

—¿Pidió su autorización?

—Yo quería...

—¿Pidió su autorización?

—No.

—¿Informó posteriormente a la señora Fumai de que había sacado fotocopia de documentación privada a espaldas suyas?

—No la informé porque estaba preocupado y quería mostrar aquella documentación a algún psiquiatra amigo mío. Para comprender juntos cuáles eran exactamente los problemas que tenía Martina y, de esta manera, poder ayudarla.

—Por tanto y resumiendo: usted hizo aquellas fotocopias sin pedir permiso a la señora Fumai y, por tanto, a escondidas. Y posteriormente no le comunicó los hechos. ¿Es correcto?

—Era por su bien.

—Por consiguiente, podemos decir que usted, por el bien de la señora Fumai, estaba dispuesto a hacer cosas, invadiendo su esfera privada, sin autorización.

—Protesto, Señoría —dijo Dellissanti—, eso no es una pregunta, es una conclusión. Inadmisible.

—Abogado Guerrieri, reserve sus conclusiones para el momento del alegato —dijo Caldarola.

—Con el debido respeto, Señoría, yo considero que se trata de una pregunta lícita acerca de lo que el acusado estaba dispuesto a hacer, siguiendo su idea totalmente subjetiva de cuál era el bien de la señora Fumai. Pero puedo renunciar tranquilamente a ella y pasar a otra pregunta. ¿Fue la señora Fumai quien le dijo dónde guardaba su documentación médica?

—No he comprendido la pregunta.

—¿La señora Fumai le dijo: «mira, los papeles de mi ingreso hospitalario, la copia de mi historial clínico, están en tal sitio o en tal otro?»

—No. Mejor dicho, no lo recuerdo.

—O sea que usted tuvo que buscar esa documentación para poderla fotocopiar. Se vio obligado a hurgar entre las propiedades privadas de la señora Fumai. ¿Es así?

—No hurgué. Estaba preocupado por ella y por eso busqué aquellos papeles para mostrarlos a un médico.

Scianatico ya no parecía sentirse muy cómodo. Estaba perdiendo la calma y aquella imagen suya de viril y serena paciencia. Precisamente lo que yo quería.

—Sí, eso ya nos lo ha dicho. ¿Puede indicarnos el nombre del psiquiatra a quien mostró aquellos papeles tras haberlos mandado fotocopiar clandestinamente?

—Protesto, protesto. El defensor de la parte civil tiene que evitar los comentarios, pues incluso un adverbio como clandestinamente ya es un comentario.

Una vez más, había hablado Dellissanti. Sabía muy bien que las cosas no estaban yendo por el camino adecuado. Para ellos. Yo hablé antes de que Caldarola pudiera intervenir.

—Señoría, mi opinión es que el adverbio «clandestinamente» define de manera muy precisa el modo en que obtuvo aquella documentación el acusado. Pese a ello, no tengo ningún inconveniente en volver a formular la pregunta, porque no me interesan las polémicas.

Y porque, en cualquier caso, ya he conseguido lo que quería, pensé.

—Bien, pues, ¿nos puede facilitar el nombre del psiquiatra?

—... Al final, no hice ningún uso de aquella documentación. Nuestras relaciones se deterioraron rápidamente y después ella se fue de casa. Y, en resumen, ya no la utilicé para ningún propósito.

—Pero conservó aquella documentación fotocopiada.

—La dejé donde estaba. Me olvidé de ella hasta que empezó... toda esta historia.

Siguió una pausa bastante larga. Yo retiré la envoltura de papel del paquete que me había entregado Martina, saqué de ella la cinta de vídeo y un par de hojas de papel. Me pasé casi un minuto simulando leer lo que figuraba escrito en las hojas. Que, en realidad, eran sólo un accesorio de la puesta en escena y no tenían nada que ver con el juicio. Eran las fotocopias de dos viejas notas de gastos, pero Scianatico no lo sabía. Cuando me pareció que la tensión ya era suficiente, volví a levantar la vista de los papeles y reanudé la repregunta.

—¿Impuso alguna vez a la señora Fumai la grabación en vídeo de relaciones sexuales?

Ocurrió exactamente lo que yo esperaba. Dellissanti se levantó gritando. Era inadmisible, ultrajante, inaudito, que se plantearan semejantes preguntas. Qué tenía que ver lo que ocurría en la intimidad de un dormitorio entre adultos consintientes con el objeto del juicio. Etcétera, etcétera.

—Señoría, ¿me permite aclarar la pregunta y su relevancia?

Caldarola asintió con la cabeza. Por primera vez desde el comienzo del juicio me pareció molesto con Dellissanti. Había hurgado entre las cosas privadas más íntimas y dolorosas de Martina. Para establecer la credibilidad de la presunta persona ofendida, había dicho. Y ahora recordaba de repente el carácter inviolable de la vida privada de una pareja.

Fue más o menos lo que dije. Expliqué que, si era necesario evaluar la personalidad de la persona ofendida, la misma exigencia se daba con respecto al acusado desde el momento en que había aceptado someterse al interrogatorio y había hecho, entre otras cosas, toda una serie de declaraciones deshonrosas y ofensivas acerca de mi cliente.

Caldarola no admitió la protesta y le dijo a Scianatico que respondiera a la pregunta. Él miró a su abogado en busca de ayuda. No la encontró. Se desplazó un poco más en la silla, que parecía haberse vuelto muy incómoda. Se estaba preguntando desesperadamente cómo había conseguido yo entrar en posesión de aquella cinta. Que, estaba convencido, contenía un embarazoso testimonio acerca de unas costumbres suyas extremadamente privadas.

—¿Quién... quién le ha dado esa cinta?

—¿Sería tan amable de responder a mi pregunta? Si no está clara o no la ha oído bien, se la puedo repetir.

—Era un juego, una cosa privada. ¿Qué tiene que ver con el juicio?

—¿Es una respuesta afirmativa? ¿Grabó en vídeo las relaciones sexuales que mantuvo...?

—Sí.

—¿En una sola ocasión? ¿En varias ocasiones?

—Era un juego. Los dos estábamos de acuerdo.

—¿En una sola ocasión o en más ocasiones?

—Algunas veces.

Cogí la cinta de vídeo y la examiné por espacio de unos segundos, como si estuviera leyendo algo en la etiqueta.

—¿Grabó alguna vez en vídeo actividades sexuales de tipo sadomasoquista?

En la sala se hizo el silencio. Transcurrieron varios segundos antes de que Scianatico contestara.

—No... no recuerdo.

—Vuelvo a formular la pregunta. ¿Exigió o en cualquier caso llevó a cabo prácticas sexuales de tipo sadomasoquista?

—Yo... nosotros practicábamos unos juegos. Sólo juegos.

—¿Pretendió alguna vez que la señora Fumai se sometiera a ataduras y a otras prácticas sexuales con ligaduras?

—No exigí nada. Estábamos de acuerdo.

—En este caso, es correcto decir que se registraron las prácticas sexuales a que me he referido anteriormente y que usted no recuerda si las grabó o no en vídeo.

—Sí.

—Señoría, he terminado la repregunta al acusado. Pero tengo que presentar una petición...

Dellissanti se levantó de un salto, dentro de los límites que su volumen le permitía.

—Me opongo firmemente a la inclusión de cintas relacionadas con las prácticas sexuales del acusado y de la persona ofendida. Mantengo toda suerte de reservas acerca de la relevancia de las preguntas formuladas al respecto por el representante de la parte civil, pero, en cualquier caso, cabe señalar que la existencia de ciertas prácticas ya está consignada. Por consiguiente, ya no hay ninguna necesidad de incluir documentación pornográfica en las actas del juicio.

Justo lo que yo quería oírle decir. Se admitía la existencia de ciertas prácticas. Precisamente. Ambos habían picado totalmente el anzuelo.

—Señoría, se trata de una excepción superflua. No tenía la menor intención de pedir la inclusión de esta cinta o de otras. Tal como ha dicho el defensor del acusado, el hecho de que se hubieran registrado ciertas prácticas ya es un dato admitido. Mi petición es otra. En la fase introductoria del juicio la defensa solicitó —y Su Señoría admitió— una asesoría técnica de carácter psiquiátrico acerca de la persona ofendida. Todo ello con el fin de evaluar su credibilidad en relación con el cuadro general de su estado psíquico. Lo que ha emergido de la repregunta impone, en aplicación del mismo principio, la necesidad de una análoga exigencia acerca de la persona del acusado. El psiquiatra que usted nombre para examinar al acusado tendrá ocasión de decirnos si la necesidad compulsiva de prácticas sexuales de tipo sadomasoquista y, en particular, las que suponen ataduras, está habitualmente relacionada con impulsos y comportamientos de carácter persecutorio, de invasión de la vida privada ajena. En otras palabras, si uno y otro fenómeno son —o pueden ser— la expresión de una necesidad compulsiva de control. Y quede claro que prescindo en este momento de cualquier evaluación o hipótesis acerca del posible carácter psicopatológico de estas inclinaciones.

El rostro de Scianatico se había vuelto de color gris. El bronceado había perdido cualquier señal de vida, como si debajo la sangre hubiera dejado de circular. Marinella Nosecómo se había quedado paralizada.

Dellissanti tardó unos cuantos segundos en recuperarse y oponerse a mi petición. Más o menos con los mismos argumentos que yo había utilizado para oponerme a la suya. Digamos que no se planteó problemas de coherencia.

Caldarola parecía indeciso con respecto a lo que tenía que hacer. Fuera de la sala, en las conversaciones privadas que seguramente habían tenido lugar, le habían contado una historia distinta. El juicio estaba basado simplemente en las acusaciones de una loca desequilibrada contra un respetado profesional perteneciente a una excelente familia. Se trataba de cerrar sin demasiado escándalo aquel lamentable incidente.

Pero ahora las cosas ya no parecían tan claras y él no sabía qué hacer.

Pasó un minuto de extraño silencio en suspenso y después Caldarola dictó su decreto:

—El juez, oída la petición formulada por el representante de la parte civil; establecido que la documentación admitida en la fase introductoria no se ha agotado, verificado que la documentación de la parte civil es conceptualmente atribuible a la categoría a la que se refiere el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal, establecido que para dichas pruebas todas las decisiones sólo se pueden adoptar al término de la instrucción; por los mencionados motivos, reserva cualquier decisión acerca de la solicitada prueba pericial psiquiátrica al resultado de la instrucción procesal y dispone que el juicio siga adelante.

Era una decisión técnicamente correcta. Las decisiones acerca de todas las peticiones de nuevas pruebas se adoptan al término de la instrucción. Yo lo sabía muy bien, pero había presentado aquella petición en aquel momento para que se comprendiera exactamente adonde quería llegar. Para hacerle comprender al juez el verdadero significado de aquellas peticiones acerca de las prácticas sexuales y todo lo demás.

Para que todo el mundo comprendiera que no teníamos la menor intención de quedarnos allí sentados, dejándonos machacar.

A Dellissanti no le gustó aquella decisión interlocutoria, o dicho de otra forma provisional. Dejaba una puerta peligrosamente abierta a unas comprobaciones intolerables y a un escándalo peor, si cabía, que el del propio juicio. Por eso lo intentó.

—Le pido disculpas, Señoría, pero nosotros desearíamos que usted desestimara ya de entrada esta petición. No es posible dejar en suspenso sobre la cabeza del acusado esta nueva e ignominiosa espada de Damocles...

Caldarola no lo dejó terminar.

—Señor abogado, le agradecería que no discutiera mis disposiciones. Adoptaré una decisión acerca de la petición al término de la instrucción, es decir, tras haber oído a sus testigos y también a su asesor. Al psiquiatra, precisamente. Con esto creo que por hoy ya hemos terminado, si por parte de usted ya no hay más peticiones en favor del acusado.

Dellissanti permaneció unos instantes en silencio, como si estuviera buscando algo que decir y no consiguiera encontrarlo, Una situación insólita en él. Al final, se dio por vencido y dijo que no, que no había más peticiones en favor del acusado. Scianatico presentaba un rostro irreconocible cuando se levantó del estrado de los testigos para regresar a su sitio al lado de su abogado.

Caldarola estableció la celebración de una vista para decidir si procedía un aplazamiento, «oír a los testigos de la defensa y para las eventuales y ulteriores peticiones de pruebas complementarias de conformidad con el artículo 507 del Código de Procedimiento Penal».

Sólo cuando me volví hacia Martina y Claudia mientras me quitaba la toga de los hombros me di cuenta de la cantidad de público que había en la sala. Y, en medio de todo aquel público, por lo menos tres o cuatro periodistas.

Scianatico, Dellissanti y el séquito de pasantes y auxiliares se retiraron a toda prisa y en silencio. Sólo por unos instantes Scianatico se volvió en dirección a Martina. Su mirada era extraña, tan extraña que no conseguí descifrarla, aunque me hizo pensar en ciertas muñecas rotas con los ojos abiertos y enloquecidos.

A los periodistas que me pedían declaraciones les dije que no tenía ningún comentario que hacer. Me vi obligado a repetirlo tres o cuatro veces, pero al final se resignaron. Por otra parte, material para escribir no les faltaba, después de todo lo que habían visto y oído.

Doblé las dos hojas de papel con las copias de las notas de gastos y las guardé en la bolsa junto con la cinta de vídeo. No quería correr el riesgo de dejármela olvidada. La había grabado una noche de insomnio años atrás y me gustaba volver a verla de vez en cuando. Contenía una vieja película de Pietro Germi con un espléndido Massimo Girotti. Una película muy difícil de encontrar y épica.

In nome della legge.

Después de aquella tarde tuve que ir muy pocas veces al dormitorio.

Era como si él hubiera perdido el interés. No sé si porque ahora yo siempre oponía resistencia o porque había crecido y ya no era una niña. O más probablemente por ambos motivos.

Sea como fuere, en determinado momento dejó de hacerlo.

Y entonces me di cuenta de cómo miraba a mi hermana.

Fui presa de la angustia. No sabía qué hacer, con quién hablar. Estaba segura de que pronto, muy pronto, él la llamaría al dormitorio.

Para cinco minutos y después puedes volver a jugar.

Empecé a no salir al patio si Anna no bajaba conmigo. Si ella decía que quería quedarse en casa leyendo un tebeo o viendo la televisión, yo me quedaba a su lado. Permanecía muy cerca de ella. Con los nervios a flor de piel, a la espera de oír aquella voz pastosa por los cigarrillos y la cerveza, llamando. Sin saber qué haría en aquel momento.

No tuve que esperar mucho. Ocurrió una mañana, el primer día de las vacaciones de Pascua. Jueves Santo. Nuestra madre estaba fuera, trabajando.

—Anna.

—¿Qué quieres, papá?

—Ven aquí un minuto, que te tengo que decir una cosa.

Anna se levantó de la silla de la cocina donde estábamos las dos. Dejó encima de la mesa las dos muñecas con las que estaba jugando. Se dirigió hacia el pequeño pasillo estrecho y oscuro al fondo del cual se encontraba la habitación.

—Espera un momento —dije yo.