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Cuando Caldarola le dijo a Dellissanti que podía proceder a la repregunta, el otro contestó sin levantar la cabeza:
—Gracias, Señoría, sólo un momento.
Hurgó entre sus papeles como si estuviera buscando un documento indispensable para iniciar su interrogatorio.
Fingía. Un truco para aumentar la tensión de Martina; para obligarla a volverse hacia él y cruzar su mirada con la suya. Pero ella se portó muy bien. Permaneció inmóvil todo el rato. No se volvió hacia el banco de la defensa y, al final, cuando el silencio estaba empezando a resultar embarazoso, fue Dellissanti quien tuvo que ceder. Cerró su expediente sin haber sacado nada y empezó.
El primer tiro te ha fallado, gordinflón, pensé.
—Si no he entendido mal, usted se reúne periódicamente con un psiquiatra. ¿Es así, señorita?
Subrayó lo de «señorita» para que quedara bien claro que era un insulto. Quería decir «mujer que se está acercando a la mediana edad y que no ha conseguido encontrar a nadie que se case con ella».
—Nos reunimos cada tres o cuatro meses. Es una especie de asesoría. Y, en cualquier caso, se trata de un psicoterapeuta.
—¿O sea que es correcto decir que, desde su agotamiento nervioso y su ingreso en un departamento de psiquiatría, usted jamás ha interrumpido el tratamiento de sus trastornos psíquicos?
Me quedé medio levantado, con las manos apoyadas en el banco.
—Protesto, Señoría. Planteada en estos términos, la pregunta es inadmisible. No pretende obtener una respuesta, es decir, un testimonio útil para el veredicto, sino que, de hecho, se formula con el exclusivo propósito de ejercer un efecto ofensivo e intimidatorio.
—No someta a juicio las intenciones, abogado Guerrieri. Veamos qué tiene que decir la testigo al respecto. Responda a la pregunta, señorita. ¿Es cierto que jamás ha interrumpido el tratamiento?
—No, señor juez, no es cierto. El tratamiento propiamente dicho duró, tal como ya he dicho antes, un año y medio, puede que un poco más. En el transcurso de aquel período, mantenía dos reuniones semanales con mi terapeuta. Después lo redujimos a una vez por semana, después a dos veces al mes...
—Voy a formular la pregunta de otra manera, señorita. ¿Es correcto decir que usted jamás ha interrumpido sus sesiones con el psiquiatra, sino que tan sólo ha reducido la frecuencia?
—Planteada en esos términos...
—¿Puede decirme si ha interrumpido alguna vez las sesiones con su psiquiatra? ¿Sí o no?
Martina cerró la boca y sus labios se convirtieron en dos delgadas líneas. Por un instante, tuve la absurda certeza de que se iba a levantar y se iría sin decir ni una sola palabra más.
—Jamás he interrumpido mis reuniones con el psicoterapeuta. Lo veo tres o cuatro veces al año.
—¿Cuándo fue la última vez que la visitó su psiquiatra?
Repetía sistemáticamente la palabra «psiquiatra». Era la que acentuaba de manera más intensa, aunque implícita, la idea de enfermedad mental. El juego era elemental y un poco sucio, pero tenía sentido desde su punto de vista.
—No son visitas, son reuniones en las cuales conversamos.
—No ha contestado a mi pregunta.
—La última vez que me reuní con mi...
—Sí.
—... hace una semana.
—Ah, qué casualidad tan interesante. Puesto que usted insiste en especificar que se trata de un psicoterapeuta y sólo para aclarar la confusión terminológica: ¿se trata de un médico especializado en psiquiatría o de un psicólogo?
—Es un médico.
—¿Especializado en psiquiatría?
—Sí.
—¿Por qué razón sigue acudiendo a su consulta si está curada, tal como usted dice?
—Él considera oportuno que nos veamos para examinar la situación general...
—Disculpe que la interrumpa, porque eso me interesa. ¿Es el psiquiatra el que considera necesarias estas reuniones periódicas?
—No es que las considere necesarias...
—Disculpe, ¿es el psiquiatra el que dijo en determinado momento, cuando consideró que su situación psíquica había mejorado: «ya no es necesario que nos veamos dos veces por semana, con una es suficiente»?
—Sí.
—¿Fue el psiquiatra quien dijo en determinado momento y por los mismos motivos: «ya no es necesario que nos veamos una vez a la semana; es suficiente con dos al mes»?
—Sí.
—¿El psiquiatra dijo que ustedes deberían reunirse a lo largo de toda la vida, aunque sólo fueran cuatro visitas al año?
—¿Toda la vida? ¿Y eso quién lo ha dicho?
—O sea que no tiene previsto mantenerla toda la vida bajo tratamiento.
—Por supuesto que no.
—Cuando haya superado por completo todos sus problemas, ¿usted podrá dejar de acudir a estas reuniones? ¿Es correcto?
Al final, Martina se volvió hacia él y lo miró con la cara de una niña que se pregunta por qué son tan cabrones los mayores. Y no contestó. Él no insistió. No era necesario. Había conseguido llegar adonde quería. Yo habría deseado partirle la cara, pero reconocía que el otro lo había hecho muy bien.
Dellissanti hizo una larga pausa para que quedara bien claro el resultado alcanzado. Mostraba un rostro aparentemente inexpresivo. Pero, en realidad, estudiando a fondo sus rasgos, se advertía en ellos un matiz indefinidamente brutal y obsceno.
—¿Obedece a la verdad que una vez, en el transcurso de una discusión, en presencia también de otras personas —amigas de ustedes—, el profesor Scianatico le dijo, textualmente, «eres una mitómana, eres una mitómana y una desequilibrada, no tienes ninguna credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demás»?
Dellissanti cambió de tono, acentuó las palabras mitómana, desequilibrada, credibilidad y peligrosa. Cualquiera que lo hubiera escuchado distraídamente habría tenido la impresión de encontrarse en presencia de un abogado que estaba ofendiendo a la testigo. Lo cual, a fin de cuentas, era exactamente lo que Dellissanti estaba haciendo. Un viejo truco barato, una provocación para hacer perder la calma. A veces funciona.
Estaba a punto de protestar, pero, en el último momento, me abstuve. Pensé que el hecho de protestar por aquella pregunta equivalía a mostrar que tenía miedo; que pensaba que Martina no estaba en condiciones de contestar y salir del apuro por su cuenta. Mientras permanecía sentado, en los pocos segundos que transcurrieron entre la pregunta de Dellissanti y la respuesta de Martina, percibí una sensación de tensión en los músculos de las piernas y una aceleración de los latidos del corazón. Las señales de que el cuerpo está a punto de actuar instintivamente, pero después se detiene, obedeciendo a una orden del cerebro. Las mismas que experimentas cuando estás a punto de harte a tortazos con alguien, pero un relámpago de razonamiento te bloquea.
Tuve la certeza de que Alessandra Mantovani también había efectuado el mismo recorrido mental. Cuando me volví hacia ella, observé que se removía imperceptiblemente en su asiento como si un momento antes se hubiera desplazado hacia el borde para levantarse y formular una protesta.
Después Martina contestó.
—Creo que sí. Creo que me dijo más o menos todo eso. Y más de una vez.
—Lo que yo quiero saber es si usted recuerda una ocasión concreta en que se le dijeron estas cosas en presencia de sus amigos. ¿La recuerda?
—No, no recuerdo ninguna ocasión concreta. Seguro que me dijo cosas de este tipo. Por otra parte, también me decía otras cosas. Por ejemplo...
Dellissanti la interrumpió. El suyo era el tono molesto y arrogante de alguien que se dirige a un subalterno que no cumple debidamente las órdenes recibidas.
—Deje esas otras cosas, señorita. Mi pregunta se refería al contenido, al contexto de aquella disputa, ¿recuerda? No al que...
—Señoría, ¿podríamos dejar que la testigo completara sus respuestas? La defensa formula una pregunta para comprender el contexto en el cual se formularon unas expresiones, gravemente ofensivas, por cierto. No puede pretender limitar arbitrariamente este contexto a lo que le interesa oír, censurando el resto del relato de la testigo. Y utilizando entre otras cosas un tono inadmisiblemente intimidatorio.
Alessandra se encontraba todavía de pie cuando Dellissanti se levantó a su vez, hablando casi a gritos.
—Tenga cuidado con lo que dice. Yo no permito que ningún fiscal se dirija a mí en ese tono y con semejantes críticas.
No sé cómo lo hizo Alessandra para introducirse en aquel desbordamiento de furia con una sola frase, breve, rápida y mortal como una puñalada.
—El que debe tener cuidado es usted, señor abogado; tenga cuidado usted.
Lo dijo con un tono que helaba la sangre. Había tal violencia en aquellas palabras, pronunciadas en un sibilante susurro, que dejó aterrorizados a todos los presentes, yo incluido.
En aquel momento, Caldarola recordó que era el juez y que quizá sería oportuno que interviniera.
—Les ruego a todos que se tranquilicen. No comprendo esta animosidad y les invito a serenarse. Que cada cual haga su trabajo, tratando de respetar el ajeno. ¿Usted tiene otras preguntas, abogado Dellissanti?
—No, Señoría. Tomo nota de que la testigo no sabe o no quiere recordar la circunstancia a la cual yo me refiero. Pediremos que nos lo cuente el profesor Scianatico y, sobre todo, los testigos que figuran en nuestra lista. He terminado.
—¿El ministerio público desea concluir el interrogatorio?
—Sí, pero con un par de preguntas cuya necesidad ha surgido a raíz de la repregunta de la defensa.
Desde un punto de vista técnico, la puntualización no era indispensable. Pero era una manera de subrayar que aquella prolongación de la declaración —seguramente nada favorable al acusado— dependía de un error del abogado de la defensa. O sea que no era un gesto de conciliación.
—Señora Fumai, ¿quiere contarnos las otras cosas que le decía el acusado? Para que nos entendamos, lo que estaba a punto de hacer cuando ha sido interrumpida.
Martina contó también aquellas otras cosas. Se refirió a las demás humillaciones, aparte de los golpes y la violencia psicológica a la que se había referido anteriormente. Scianatico le decía que era una fracasada; que su única suerte era haberlo conocido a él y que él hubiera decidido cuidar de ella; que ella era incapaz de adoptar decisiones acerca de su propia vida y que por eso tenía que obedecer las órdenes y los consejos de comportamiento que él le daba. Tenía que ser obediente y quedarse en su sitio.
Le decía que era una perra y que las perras tienen que obedecer a sus amos.
Lo contó todo con una voz que no era débil y no se resquebrajaba. Aunque puede que eso fuera peor. Era una voz neutra, sin tono y sin color. Como si algo en su interior se hubiera vuelto a romper.
Caldarola decretó un aplazamiento de tres semanas y trazó una especie de calendario de la instrucción del juicio. En la siguiente vista oiríamos a los restantes testigos del ministerio público. A continuación, vendría el interrogatorio al acusado. Y, finalmente, en dos vistas, oiríamos a los testigos y al asesor de la defensa.
Me despedí de Alessandra Mantovani y me volví hacia la salida de la sala para seguir a Martina, que se había levantado del asiento de los testigos y se me había adelantado unos cuantos pasos. Justo en aquel momento vi a Claudia, de pie, apoyada en la balaustrada. Parecía absorta. Después me di cuenta de que estaba mirando a Scianatico y Dellissanti. Los miraba de una manera que jamás podré olvidar y, mientras captaba aquella mirada, pensé, sin poder ejercer un auténtico control sobre mis pensamientos, que aquella mujer era capaz de matar.
Puede parecer increíble, pero en los meses que habían precedido a aquella tarde, había encontrado una especie de absurdo equilibrio. Él me hacía —o me obligaba a hacer— aquellas cosas. Yo sólo quería que todo terminara enseguida. Después abandonaba aquella habitación y ocultaba lo que había ocurrido. Era una niña triste, no tenía amigas, pero tenía a Snoopy; y a mi hermanita; y los libros que tomaba prestados en la escuela y que leía en todos mis momentos libres. No creo que mi madre, hasta aquel día, se hubiera dado realmente cuenta de nada.
Después de aquella tarde de lluvia, no sé cómo, se lo conté. No, no es exacto. Intenté contárselo. No recuerdo qué le dije concretamente. Pero seguro que no fue todo lo que había ocurrido. Creo que traté de averiguar si podía hablar con ella, si ella estaba dispuesta a escucharme; si estaba dispuesta a ayudarme.
No lo estaba.
En cuanto comprendió de qué le estaba hablando, se puso como una furia. Me estaba inventando cosas feas. Era una niña mala. ¿Acaso quería destruir nuestra familia, con todos los sacrificios que hacía ella para mantenerla en pie? Dijo algo así, más o menos, y yo no volví a decir nada.
Unos cuantos días después regresé del colegio y Snoopy ya no estaba. Lo busqué en el patio, lo busqué fuera, por la calle. Pregunté a todas las personas con quienes me crucé si lo habían visto, pero nadie sabía nada. Si existe el dolor en su forma más pura y desesperada, yo lo experimenté aquel día. Si vuelvo a pensar en aquel momento veo una escena muda, lívida y en blanco y negro.
Por la tarde él me llamó desde el dormitorio, y yo no fui. Me volvió a llamar, y no fui. Estaba en la cocina, en una silla, con los brazos alrededor de las rodillas. Con unos ojos enormemente abiertos que no veían nada. Creo que pocos sentimientos, pocas emociones se mezclan entre sí con tanta fuerza como el odio y el miedo. Después uno se comporta de una manera o de otra según lo que prevalezca. El miedo. O el odio.
Fue a buscarme a la cocina y me arrastró al dormitorio. Yo traté de resistir por primera vez. No sé muy bien lo que hice. A lo mejor intenté propinarle puntapiés o puñetazos o quizá no me quedé simplemente paralizada, dejando que hiciera lo que quisiera. Él estaba asombrado y furioso. Me pegó muy fuerte mientras me violaba. Bofetadas y puñetazos en la cara, en la cabeza, en las costillas.
Y, sin embargo —cosa extraña—, cuando terminó no me sentía peor que otras veces. Cierto que me dolía todo, pero también experimentaba una extraña y furiosa sensación de júbilo. Me había rebelado. Las cosas ya jamás volverían a ser como antes. Y él también lo comprendió, en cierto modo.
Cuando mi madre regresó a casa, vio cómo tenía la cara. Yo la miré pensando que me iba a preguntar qué había ocurrido. Pensando que ahora, ante la evidencia, me creería y me ayudaría.
Ella miró para el otro lado, dijo algo a propósito de que había que preparar la cena o hacer no sé qué otras cosas.
Él abrió una botella grande de cerveza y se la bebió toda entera. Al final, soltó un eructo silencioso y obsceno.