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Así que me echaron —civilizadamente— de casa y mi vida cambió. No mejoró, si bien no me di cuenta enseguida.

Durante los primeros meses tuve incluso una sensación de alivio y un sentimiento casi de gratitud hacia Sara. Por el valor que había tenido y que a mí siempre me había faltado.

En definitiva, me había sacado las castañas del fuego, como se suele decir.

Había pensado muchas veces que aquella situación no podía durar y que debía hacer alguna cosa. Tenía que tomar la iniciativa, encontrar una solución, hablarle honestamente. Hacer algo.

Pero como era un cobarde no había hecho nada, aparte de aprovechar las ocasiones clandestinas que se me habían presentado.

En realidad, si pensaba en ello, las cosas que había dicho aquella mañana me quemaban. Me había tratado de mediocre y de pequeño cobarde y yo lo había encajado sin reaccionar.

Además, en los días posteriores a aquel sábado, cuando ya había ido a vivir a mi nueva casa, pensé en más de una ocasión en lo que podría haber contestado, en definitiva, para mantener un mínimo de dignidad.

Me acudían a la mente frases del tipo: «No quiero negar mi responsabilidad, pero recuerda que toda la culpa nunca es de una sola parte». Y cosas parecidas.

Afortunadamente esto sucedió sólo al cabo de pocos días, para ser preciso. Aquel sábado por la mañana permanecí en silencio y, como mínimo, evité hacer el ridículo.

Al cabo de poco tiempo lo fui dejando y dentro sólo me quedaba alguna punzada. Cuando pensaba dónde podía estar Sara en aquel momento, en lo que estaba haciendo y con quién se encontraba.

Era muy hábil para anestesiar aquellas punzadas y hacerlas desaparecer rápidamente. Las enviaba de nuevo hacia dentro, allá de donde habían venido, incluso más adentro, más escondidas.

Durante algunos meses llevé una vida sin orden, de soltero recién estrenado. Lo que se dice vida brillante.

Me relacionaba con compañías improbables, participando en fiestas insulsas, bebiendo más de la cuenta, fumando demasiado, etcétera.

Salía todas las noches. Quedarme solo en casa era una idea insoportable.

Tuve algunas amigas, naturalmente.

No me acuerdo de ninguna conversación mantenida con ninguna de aquellas chicas.

En medio de todo este lío, se realizó la audiencia para la separación de mutuo acuerdo. No hubo problemas. Sara se había quedado la casa, que era suya. Yo había intentado mantener una actitud digna, renunciando a llevarme los muebles, los electrodomésticos, o sea, cualquier cosa que no fueran mis libros, y tampoco todos.

Nos encontramos en la antesala del presidente del tribunal que se ocupaba de las separaciones. Era la primera vez que la veía desde que me había ido de casa. Se había cortado el pelo, estaba un poco morena y yo me pregunté dónde podía haberse puesto morena y con quién había ido a tomar el sol.

No fue un pensamiento agradable.

Antes que pudiera abrir la boca, ella se me acercó y me besó ligeramente en la mejilla. Esto, más que cualquier otra cosa, me dio la sensación de lo irremediable. Con treinta y ocho años recién cumplidos estaba descubriendo por primera vez que las cosas se acaban de verdad.

El presidente intentó que nos reconciliáramos, tal como mandaba la ley. Nosotros fuimos muy educados y civilizados. Habló —poco— sólo ella. Lo habíamos decidido, dijo. Era un paso que dábamos con respeto mutuo, serenamente.

Yo permanecía callado, asentía y, en aquella película, me sentía el actor secundario. Todo acabó muy deprisa, teniendo en cuenta que no había problemas de dinero, de casas, de niños.

Cuando salimos del despacho del juez, de nuevo ella me dio un beso, esta vez casi en la comisura de los labios. «Adiós», dijo.

«Adiós», dije, cuando ella ya se había girado y ya se alejaba.

«Adiós», dije de nuevo a la nada, después de fumarme un cigarrillo apoyado en la pared.

Me fui cuando me di cuenta de las miradas de los empleados que circulaban por allí.

Fuera era primavera.