10

Pasó algún día más y luego llegó la llamada de Abagiage.

Necesitaba verme. Enseguida.

Dije que podía venir el mismo día, a las ocho de la tarde, hora de cierre de la oficina. Así podríamos hablar con más calma.

Llegó con casi media hora de retraso y eso me asombró: no correspondía a la imagen que me había forjado de ella.

Oí sonar el timbre cuando ya estaba pensando en marcharme.

Atravesé el despacho desierto, abrí y la vi. En medio del rellano, con la luz apagada.

Entró arrastrando una caja. Había libros y unas pocas cosas de Abdou, entre ellas un sobre con algunas decenas de fotografías.

Dije que podíamos ir a hablar a mi despacho y ella me indicó que no con la cabeza. Tenía prisa. Permaneció allí, a un metro de la puerta y abrió la bolsa, sacando un fajo de billetes similar al de la primera vez que había venido a mi oficina.

Me dio el dinero y sin mirarme a los ojos empezó a hablar rápidamente. Esta vez se notaba el acento. Fuerte como un olor.

Tenía que marcharse. Tenía que regresar a Assuan. Estaba obligada, estaba obligada —dijo— a regresar a Egipto.

Pregunté cuándo y por qué, y la explicación se hizo confusa. Cortada a veces por palabras que no comprendía.

Hacía más de una semana había hecho el examen de final de curso. En teoría, habría tenido que marcharse inmediatamente; además el resto de los becarios ya se habían ido.

Se había quedado, solicitando una prórroga de la beca, exponiendo que debía profundizar en algunos estudios. La prórroga no había sido concedida y el día anterior había llegado un fax, de su país, en el que le notificaban que debía regresar. Si no lo hacía enseguida, perdería su puesto de funcionaría en el ministerio de agricultura.

No tenía elección, dijo. Si se quedaba no podría ayudar a Abdou. Sin dinero y sin trabajo.

Sin una casa, visto que le habían dicho que tenía que dejar libre la habitación en la residencia cuanto antes.

Iría a Nubia e intentaría conseguir un período de excedencia. Haría lo imposible para regresar a Italia.

Había recogido todo el dinero que había podido para pagar la defensa de Abdou, es decir, a mí. Eran casi tres millones. Tenía que hacer el máximo, todo lo posible para ayudarle.

No, Abdou no lo sabía todavía. Se lo diría al día siguiente, durante la visita.

De todas maneras —repitió, demasiado rápido y sin mirarme— haría el máximo para regresar pronto a Italia.

Ambos sabíamos que no era verdad.

Maldición, pensé. Maldición, maldición, maldición.

Tenía ganas de insultarla porque me dejaba solo con aquella responsabilidad.

Yo no la quería, aquella responsabilidad.

Tenía ganas de insultarla porque me reflejaba en su inesperada mediocridad y en su cobardía. Y me reconocía con una claridad insoportable.

Me acordé de aquella vez en la que Sara había hablado de la posibilidad de tener un hijo. Era una tarde de octubre y yo dije que no creía que hubiera llegado todavía el momento. Ella me miró y asintió sin decir nada. Nunca más habló de ello.

No insulté a Abagiage. Oí sus explicaciones sin decir nada.

Cuando terminó se fue retrocediendo, como si tuviera miedo de darme la espalda.

Yo permanecí de pie en el umbral, cerca de la caja de cartón con las cosas de Abdou, el fajo de billetes en la mano. Luego cogí el teléfono que estaba en el escritorio de mi secretaria y sin pensarlo marqué el número de Sara, que antes también era mi número.

Sonaron cinco timbrazos y luego contestaron.

La voz era nasal, más bien joven.

—¿Sí? —el tono era el de alguien que está en su casa. Quizás acababa de regresar del trabajo, cuando había sonado el teléfono se estaba quitando la corbata y mientras contestaba se quitaba la americana y la echaba sobre el sofá.

Inexplicablemente no colgué.

—¿Está Estefanía?

—No, mire, aquí no hay ninguna Estefanía, se ha equivocado de número.

—Oh, perdóneme. ¿Podría decirme a qué número he llamado?

Me lo dijo y yo lo escribí, también. Para estar seguro de haber comprendido bien.

Miré detenidamente aquel trozo de papel, mientras mi cerebro daba vueltas inútilmente alrededor de una voz nasal, sin rostro, que contestó el teléfono de mi casa.