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Cuando era niño y me preguntaban qué quería ser de mayor contestaba que sheriff. Mi ídolo era Gary Cooper en Solo ante el peligro. Cuando me decían que en Italia no había sheriffs, a lo sumo policías, contestaba con rapidez. Habría sido un policía sheriff. Era un niño adaptable y quería perseguir a los malos, de una manera u otra.
Después —tendría ocho o nueve años— presencié el arresto en la calle de un ladrón. En realidad no sé si se trataba de un ladrón o de un descuidero o de otro tipo de pequeño maleante. Mis recuerdos son muy confusos. Sólo se convierten en algo nítido durante una breve secuencia.
Estoy con mi padre y caminamos por la calle. Un estruendo de gritos detrás nuestro y luego un chico delgado que pasa a nuestro lado corriendo —creo— como un rayo. Mi padre me protege, de manera que evita que un hombre que también sale corriendo me tire al suelo. El hombre lleva un jersey negro y mientras corre grita. Chilla en dialecto. Le grita al chico que se detenga, si no lo mata. El chico no se detiene por voluntad propia, pero quizá unos veinte metros más adelante choca contra un señor. El hombre del jersey negro está casi agarrándolo y, mientras tanto, llega otro, más lento y más gordo. Yo me libero del control de mi padre y me acerco. El hombre del jersey negro golpea al muchacho, que de cerca parece un niño. Le da puñetazos en la cabeza y cuando él intenta protegerse le aparta las manos y le golpea otra vez. Hijjjjo depuuttta. Cago'en los muertos de tu madrrrre. Coññññ vas a mamármela. Y venga otro puñetazo a la cabeza, con los nudillos. El chico grita basta, basta. Él también en dialecto. Luego no grita más y se pone a llorar.
Yo contemplo la escena, hipnotizado. Siento repugnancia física y una especie de vergüenza por lo que estoy viendo. Pero no consigo evitar mirarlo.
Ahora llega el otro, el gordo, que tiene un aspecto bonachón y yo pienso que va a intervenir y va a acabar con aquella porquería. Deja de correr a unos cinco o seis metros del chico, que ahora está acurrucado en el suelo. Recorre aquella distancia andando y jadeando. Cuando está encima del chico toma aliento y le da una patada en el estómago. Una sola, muy fuerte. El chico deja de llorar y abre la boca y se queda así, sin poder respirar. Mi padre, que hasta aquel momento había estado petrificado, hace un gesto para intervenir, dice algo. Es el único entre toda la gente que está alrededor. El del jersey negro le dice que no se meta donde no le llaman. «¡Policía!», ladra. E inmediatamente los dos dejan de pegarle. El gordo levanta al muchacho por detrás agarrándolo por la chupa, y le obliga a arrodillarse. Manos detrás de la espalda, esposas, mientras lo agarra por el pelo. Éste es el recuerdo más obsceno de toda la secuencia: un chiquillo atado a merced de dos hombres.
Mi padre me aparta y la escena se disuelve.
Desde entonces dejé de decir que quería ser sheriff.
Alguna vez, a lo largo de los años, había recordado aquel episodio. Alguna vez había pensado que había escogido ser abogado por una especie de reacción ante la repugnancia que me causó aquella escena. Alguna vez, en algún momento de exaltación, me lo había creído.
Sin embargo la verdad era otra. Ejercía de abogado por pura casualidad, porque no había encontrado nada mejor o porque no había sido capaz de encontrarlo. Lo que, obviamente, era lo mismo.
Me había matriculado en derecho porque pensaba ir ganando tiempo, dado que no tenía las ideas muy claras. Después de licenciarme había pensado ganar más tiempo yendo a aparcarme a un despacho de abogados, a la espera de aclararme las ideas.
Durante algunos años, posteriormente, pensé que ejercía de abogado a la espera de aclararme las ideas.
Luego dejé de pensarlo, porque el tiempo pasaba y tenía miedo de tener que acarrear con alguna consecuencia por el hecho de aclararme las ideas. Poco a poco había anestesiado mis emociones, mis deseos, mis recuerdos, todo. Año tras año. Hasta que Sara me sacó de casa.
Entonces saltó la tapadera y de la cacerola salieron muchas cosas que yo no imaginaba y que no había querido ver. Que a nadie le gustaría ver.
«Cada hombre tiene recuerdos que sólo contaría a sus amigos. Conserva cosas en la mente que incluso no contaría a sus amigos, sino sólo a sí mismo, y en secreto. Pero hay otras cosas que un hombre tiene miedo de revelarse incluso a sí mismo, y cualquier persona de bien tiene un cierto número de cosas de este tipo apartadas en la mente.»
Dostoievski, Memorias del subsuelo.
No está bien cuando aquellas cosas apartadas emergen. Todas de golpe.
Hacía estas reflexiones —y otras— en el despacho mientras clasificaba papeles de administración ordinaria. Controlaba los vencimientos, escribía actas sencillas y sobre todo preparaba facturas. Tenía que hacerlo, ya que con la defensa de Abdou no me enriquecería. El ambiente estaba fresco, gracias al aire acondicionado, mientras que fuera hacía realmente mucho calor.
Acabé hacía las siete. Mi habitación estaba orientada al norte y tenía una gran ventana a la izquierda de la mesa. Miré fuera y me fijé en el sol que daba en la terraza del edificio de enfrente y luego presté atención al ligero zumbido del aire y luego a la música que, acolchada, se oía del piso de abajo.
Esta conciencia era inusual para mí y me hizo sentir bien. Pensé que necesitaba un cigarrillo, pero no como de costumbre. Quería hacer las cosas con calma. Cogí la cajetilla que estaba en la mesa y la mantuve en la mano por unos instantes. Hice salir un cigarro golpeando con dos dedos el lado contrario al de la abertura y lo saqué directamente con los labios. Pensé en las infinitas veces en las que había efectuado aquella secuencia de gestos como un autómata. Pensé que ahora lograba pensar en el vacío sin ser sobrepasado por el vértigo. Era capaz de no alejar la mirada. Experimenté una especie de escalofrío por todo el cuerpo y, al mismo tiempo, exaltación y tristeza. Vi la imagen de una nave que zarpa del puerto para un largo viaje. Encendí el cigarrillo con una cerilla y noté el choque del humo en los pulmones mientras irrumpía otra secuencia de recuerdos. Pero ahora no me daban miedo. Podría contar con exactitud todo lo que pensé en cada una de las caladas de aquel cigarrillo.
Fueron once. Cuando aplasté la colilla en el vasito de cristal que utilizaba como cenicero pensé que cuando acabara el proceso tendría que hacer una cosa.
Una cosa importante.