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Seis meses más tarde estaban convertidos en arqueólogos y su casa parecía un museo.
Una vieja viga de madera se erguía en el vestíbulo. Los especímenes de geología colmaban la escalera y una cadena enorme se extendía por el suelo a lo largo de todo el corredor.
Habían quitado la puerta de entre las dos habitaciones en las que no dormían y clausurado la entrada exterior de la segunda, para hacer de esas dos piezas una sola habitación.
Cuando se pasaba del umbral se tropezaba con una pila de piedra (un sarcófago galorromano) y, más allá, la mirada no podía escapar de la quincalla.
Contra el muro de enfrente un calentador señoreaba sobre dos morillos y una plancha de chimenea que representaba a un monje acariciando a una pastora. Alrededor de aquello, en repisas, se veía candeleros, cerraduras, pernos, tuercas. El piso desaparecía bajo fragmentos de tejas rojas. En una mesa, en el centro, se exhibían las curiosidades más extrañas: el armazón de un gorro de Cauchoise, dos urnas de arcilla, dos medallas, un frasco de vidrio opalino. Un sillón tapizado tenía en su respaldo un triángulo de "guipure". Un pedazo de cota de malla adornaba el tabique de la derecha; y más abajo unas escarpías sostenían horizontalmente a una alabarda, pieza única.
La segunda habitación, a la que se llegaba bajando dos escalones, guardaba los antiguos libros traídos de París y aquellos que habían descubierto en un armario cuando llegaron. Armario al cual le habían quitado las puertas y que ahora llamaban biblioteca.
El árbol genealógico de la familia Crolxmare ocupaba todo el reverso de la puerta. En la pared, en cambio, el rostro al pastel de una dama con traje Luis XV, hacía juego con el retrato de Bouvard padre. El marco del espejo tenía como adorno un sombrero¹de fieltro negro y una monstruosa galocha llena de hojas, restos de un nido.
Dos cocos (que pertenecían a Pécuchet desde su juventud) flanqueaban en la chimenea a un tonel de cerámica que cabalgaba un campesino. Al lado, en un cesto de paja, un pato.
Delante de la biblioteca campeaba una cómoda de conchas con ornamentos de felpa. Su tapa sostenía un gato con un ratón en la boca —petrificación de Saint Allyre—, una caja de costura también de conchas y encima de esta caja, una jarra de aguardiente que contenía una pera de calabacil.
Pero lo más hermoso era lo que había en el alféizar de la ventana: ¡una estatua de San Pedro! Su mano derecha enfundada en un guante apretaba la llave del Paraíso, de color verde manzana; su casulla, adornada con flores de lis, era azul cielo y su tiara muy amarilla y puntiaguda como una pagoda. Tenía las mejillas pintadas, grandes ojos redondos, la boca abierta y la nariz torcida y respingada. Encima colgaba un baldaquín hecho con una vieja alfombra en el cual se veían dos amores en un círculo de rosas, y a sus pies, como una columna, se levantaba una mantequera que tenía estas palabras escritas con letras blancas en fondo chocolate: "Hecho ante S.A. R. Monseñor el duque de Angulema, en Noron, el 3 de octubre de 1817".
Pécuchet, desde su lecho, veía todo eso en fila y a veces, iba hasta la pieza de Bouvard para ampliar la perspectiva.
Un lugar permanecía vacío frente a la cota de malla, el del cofre renacimiento.
Aún no estaba terminado y Gorgu trabajaba en él todavía; cepillaba los paneles con la garlopa, los ajustaba, los volvía a sacar.
A las once almorzaba, después charlaba con Mélie y con frecuencia no regresaba en todo el día.
Bouvard y Pécuchet se habían puesto en campaña para conseguir fragmentos del mismo tipo que el mueble. Lo que traían no era lo que convenía. Pero habían encontrado una cantidad de cosas curiosas. Se había despertado en ellos el gusto por las baratijas, después el amor por la Edad Media.
Primero visitaron catedrales y las altas naves reflejándose en las pilas del agua bendita, los vitrales deslumbrantes como tapices de pedrería, los sepulcros en el fondo de las capillas, la luz incierta de las criptas, todo, hasta la frescura de las murallas, les producía un estremecimiento de placer, una emoción religiosa.
Pronto fueron capaces de distinguir las épocas y desdeñando a los sacristanes decían:
—¡Ah, un ábside románico! Es del siglo XII. ¡De nuevo en el flamígero!
Trataban de entender los símbolos esculpidos en los capiteles, como el de los dos grifos de Marigny picoteando un árbol en flor. Pécuchet vio una sátira en los chantres de mandíbula grotesca que rematan las cimbras de Feuguerolies; y la exuberancia del hombre obsceno que cubre uno de los cruceros de Hérouville, era la prueba, según Bouvard, de que a nuestros abuelos les había gustado la chocarrería.
Llegaron a no poder tolerar la más pequeña señal de decadencia. Todo era decadencia y ellos deploraban el vandalismo, echaban pestes contra el encalado.
Pero el estilo de un monumento no siempre va de acuerdo con la fecha que se le supone. En el siglo XIII, el medio punto aún dominaba en Provenza.
1 En castellano en el original.
La ojiva quizás sea muy antigua y hay autores que ponen en tela de juicio la anterioridad del románico sobre el gótico… Esa falta de certidumbre los disgustaba.
Después de las iglesias estudiaron los castillos fortificados; los de Domfront y de Falaise. Admiraron bajo la puerta las ranuras del rastrillo, y cuando llegaban a la cumbre, contemplaban primero toda la campiña, después los techos de la ciudad, las calles que se entrecruzaban, las carreteras en la plaza, las mujeres lavando. El muro caía a pico hasta las malezas de las zanjas y empalidecían al pensar que hombres habían subido hasta allí suspendidos de escalas. Se hubieran aventurado por los subterráneos, pero a Bouvard se lo impedía su barriga y a Pécuchet su miedo a las víboras.
Quisieron conocer viejas casas solariegas, Curcy, Bully, Fontenay le Marmion, Argouges. A veces, en una esquina de los edificios, detrás del estercolero, se levanta una torre carolingia. La cocina con bancos de piedra hace pensar en las comilonas feudales. Otras tienen un aspecto exclusivamente hosco, con sus tres murallas todavía visibles, troneras debajo de las escaleras, largas torrecillas de agudos testeros. Después se llega a un apartamento en el cual, una ventana del tiempo de los Valois, cincelada como un marfil, deja entrar el sol que calienta granos de colza esparcidos en el suelo. Las abadías sirven como graneros. Las inscripciones de las lápidas sepulcrales están borradas. En medio de los campos, un aguilón queda en pie y está cubierto, de arriba a abajo, por una hiedra que el viento hace temblar.
Muchas cosas despertaban su codicia, un bote de estaño, una hebilla de estrás, indianas de grandes rameados. La falta de dinero los contenía.
Por un azar providencial, descubrieron en Balleroy, en lo de un estañador, un vitral gótico, que resultó lo bastante grande como para cubrir la parte derecha de la ventana, hasta el segundo vidrio, cerca del sillón. El campanario de Chavignolles que aparecía a lo lejos, producía un efecto espléndido.
Con la base de un armario Gorgu fabricó un reclinatorio para poner bajo el vitral, pues les estimulaba su manía. Esta llegó a ser tan fuerte que les hizo lamentarse por los monumentos de los cuales no se sabía absolutamente nada, como la casa de recreo de los obispos de Séez.
—Bayeux —dijo el señor Caumont— debía de tener un teatro.
Y ellos buscaron el emplazamiento en vano.
La aldea de Montrecy tiene un prado célebre por las medallas de emperadores que en otros tiempos se descubrieron en él. Contaban con que harían allí una buena cosecha. El guardián les negó la entrada.
No fueron más afortunados con la comunicación que había entre una cisterna de Falaise y el suburbio de Caen. Patos que fueron introducidos allí, reaparecieron en Vaucelles graznando "can can can", de donde le vino el nombre a la ciudad.
Ninguna gestión les pesaba, ningún sacrificio.
En la posada de Mesnil Villement, en 1816, el señor Galerón había comido por la suma de cuatro sueldos. Ellos tomaron la misma comida y comprobaron con sorpresa, que ya no era lo mismo.
¿Quién es el fundador de la abadía de Sainte Anne? ¿Existe un parentesco entre Marín Onfroy, que importó en el siglo XII una nueva especie de papas, y Onfroy, gobernador de Hastings en la época de la conquista? ¿Cómo conseguir La astuta pitonisa", comedia en verso de un tal Dutrésor, hecha en Bayeux y actualmente una rareza? Bajo Luis XVI, Hérambert Dupaty o Dupastis Hérambert, escribió una obra, que nunca apareció, llena de anécdotas acerca de Argentan. Habría que encontrar esas anécdotas. ¿Qué fue de las memorias autógrafas de la señora Dubois de la Pierre, consultadas para la historia inédita de Laigle por Louis Dasprés, capellán de Saint Martín? ¡Y tantos otros problemas y puntos curiosos por aclarar!
Pero con frecuencia un pequeño indicio señala el camino de un descubrimiento inapreciable.
Por lo tanto, se pusieron sus blusas, para no llamar la atención, y se presentaron en las casas como buhoneros que iban a comprar papeles viejos. Les vendieron montones. Eran cuadernos de escuela, facturas, diarios viejos, nada útil.
Por fin, Bouvard y Pécuchet se dirigieron a Larsonneur.
Este estaba sumido en el celticismo y luego de responder de manera sucinta a sus preguntas, les hizo otras.
¿Habían observado, en sus andanzas, rastros de la religión del perro, como se ve en Montargis? ¿Algún detalle especial sobre las hogueras de San Juan, las bodas, los dichos populares, etc.? Hasta les rogó que le recogieran algunas hachas de sílice, llamadas por entonces celtae, que los druidas empleaban en "sus criminales holocaustos".
Por medio de Gorgu consiguieron una docena; le enviaron la menos grande. Las otras fueron a enriquecer el museo.
Se paseaban por éste con amor, lo barrían ellos mismos, le habían hablado de él a todos sus conocidos.
Una tarde, la señora Bordin y el señor Marescot fueron a verlo.
Los recibió Bouvard y comenzó la recorrida por el vestíbulo.
La viga era nada menos que la antigua horca de Falaise, según el carpintero que se la había vendido el cual tenía esa información de su abuelo.
La gruesa cadena del corredor provenía de los calabozos del torreón de Torteval. Se parecía, según el notario, a las cadenas de los mojones de los patios principales. Bouvard estaba convencido de que había servido otrora para encadenar a los cautivos. Y abrió la puerta de la pieza primera.
—¿Para qué son esas tejas? —exclamó la señora Bordin.
—¡Para calentar las estufas! Pero, un poco de orden, por favor. Esta es una tumba descubierta en una posada donde la usaban como bebedero.
Luego, Bouvard tomó las dos urnas llenas de una tierra que eran cenizas humanas, y acercó el frasco a sus ojos para mostrar el método mediante el cual los romanos vertían en ella sus lágrimas.
—Pero, ¡en su casa no se ven más que cosas lúgubres!
Efectivamente, era un poco serio para una dama; entonces sacó de una caja de cartón varias monedas de cobre y un denario de plata.
La señora Bordin le preguntó al notario cuánto podía valer en la actualidad.
La cota de malla que el notario examinaba se le escapó de las manos y algunos anillos se rompieron. Bouvard disimuló su disgusto.
Hasta tuvo la cortesía de descolgar la alabarda, e inclinándose, levantando los brazos, golpeando con los talones, hizo como que cortaba los jarretes de un caballo, como si cargara a la bayoneta, como si abatiera a un enemigo. La viuda, para sus adentros, lo consideró un mozo aguerrido.
Se mostró entusiasmada por la cómoda de conchas. El gato de Saint Allyre la asombró mucho, la pera en la jarra un poco menos. Después, cuando llegó a la chimenea, exclamó:
—¡Ah, este sombrero necesitaría un zurcido!
Tres agujeros, marcas de balas, horadaban las alas.
Había pertenecido a un jefe de ladrones en la época del Directorio, David de la Bazoque, apresado por traición y matado inmediatamente.
—¡Tanto mejor; muy bien hecho! —dijo la señora Bordin.
Marescot sonreía ante los objetos de una manera desdeñosa. No entendía el sentido de esa galocha que había sido la enseña de un zapatero, ni el del tonel de cerámica, un vulgar jarro de sidra; y el San Pedro, francamente, estaba lamentable con esa fisonomía de ebrio.
La señora Bordin hizo esta observación: —¡Debió de costarle bastante, de todos modos! —¡Oh, no demasiado, no demasiado! Un techista se lo había dado por quince francos. Después censuró, por su inconveniencia, el escote de la dama de peluca empolvada.
—¿Qué tiene de malo? —respondió Bouvard—. ¡Cuando se tiene algo hermoso…! —Y agregó, con voz más baja: —Como usted, estoy seguro.
El notario les daba la espalda, ocupado en el estudio de las ramas de la familia Crolxmare. Ella no respondió, pero se puso a juguetear con su larga cadena de reloj. Sus pechos henchían el tafetán negro de su blusa; y con las pestañas entornadas, bajaba el mentón, como una tórtola que se pavonea. Después preguntó con tono de ingenuidad:
—¿Cómo se llamaba esa dama?
—No se sabe. Era una amante del Regente, ya sabe, ¡aquel tan bromista!
—¡Ya lo creo! Las memorias de esos tiempos… —Y el notario, sin terminar su frase, lamentó ese ejemplo de un príncipe arrastrado por sus pasiones.
—¡Pero ustedes son todos así!
Los dos hombres protestaron y como consecuencia se entabló un diálogo sobre las mujeres y el amor. Marescot afirmó que existen muchas uniones felices.
—A veces, sin que siquiera se sospeche, uno tiene al lado lo que necesita para ser dichoso. —La alusión era directa. Las mejillas de la viuda enrojecieron, pero se repuso casi en seguida.
—Nosotros ya no estamos en edad de hacer locuras, ¿no es cierto, señor Bouvard?
—¡Ah! a mí no me parece. —Y le ofreció el brazo para llevarla a la otra habitación—. Cuidado con los escalones. ¡Muy bien! Ahora mire el vitral.
Se veía en éste un manto escarlata y las dos alas de un ángel, todo lo demás se perdía bajo los plomos que mantenían en equilibrio las numerosas roturas del vidrio. La luz declinaba, las sombras se alargaban. La señora Bordin se había puesto seria.
Bouvard se fue y reapareció cubierto con una cobija de lana, se arrodilló en el reclinatorio, con los codos hacia afuera, el rostro entre las manos y con el resplandor del sol dándole en la calva. Y tenía conciencia de ese efecto porque dijo:
—¿No tengo el aspecto de un monje de la Edad Media?
Después levantó la frente en sentido oblicuo, y con la mirada perdida en el vacío, imprimió a su rostro una expresión mística.
Se oyó en el corredor la voz grave de Pécuchet.
—¡No tengan miedo, soy yo!
Entró con la cabeza completamente cubierta con un casco, una olla de hierro con orejeras puntiagudas.
Bouvard no abandonó el reclinatorio. Los otros dos permanecían de pie. Pasaron un minuto sumidos en el asombro.
La señora Bordin le pareció un poco fría a Pécuchet. Sin embargo, quiso saber si se le había mostrado todo.
—Me parece… —Y señalando la muralla—: ¡Ah, perdón! Aquí pondremos un objeto que están reparando en estos momentos.
La viuda y Marescot se retiraron.
Los dos amigos habían pensado en simular una competencia. Salían de compras cada uno por su lado y el segundo hacía ofertas superiores a las del primero. Pécuchet acababa de obtener el casco de esa manera.
Bouvard lo felicitó y a su vez recibió elogios por la cobija.
Mélie, con cordones, hizo de ella una especie de hábito. Se la ponían por turno para recibir a las visitas.
Recibieron las de Girbal, Foureau, la del capitán Heurtaux y después las de personas inferiores, Langlois, Beljambe, sus granjeros, hasta las de sirvientes de vecinos; y siempre daban las mismas explicaciones, mostraban el lugar donde estaría el cofre, fingían modestia, pedían indulgencia por el amontonamiento.
Pécuchet, en esos días, llevaba el gorro de zuavo que había usado antaño en París, pues lo consideraba más acorde con el ambiente artístico. En un cierto momento, se ponía el casco y lo echaba hacia la nuca para despejar su rostro. Bouvard no olvidaba la maniobra de la alabarda; por fin, se preguntaban con la mirada si el visitante merecía que representaran "el monje de la Edad Media".
¡Qué emoción cuando se detuvo delante de su verja el coche del señor de Faverges! Sólo tenía una cosa que decirles. Era ésta: Hurel, el hombre que se ocupaba de sus negocios, le había informado que en su busca de documentos por todas partes, ellos habían comprado papeles viejos en la granja de Aubrye.
Nada más cierto.
¿No habían descubierto, acaso, cartas del barón de Gonneval, antiguo ayuda de campo del duque de Angulema, que había residido en Aubrye? Esa correspondencia interesaba por razones de familia.
Ellos no la tenían. Pero sí tenían una cosa que le interesaba. Si se dignaba seguirlos hasta la biblioteca.
Nunca unas botas de charol como aquellas habían crujido en el corredor.
Tropezaron con el sarcófago. A punto estuvo de aplastar algunas tejas, dieron la vuelta al sillón, bajaron dos escalones y cuando llegaron a la segunda pieza, le mostraron, debajo del baldaquín, delante del San Pedro, la mantequera hecha en Noron.
Bouvard y Pécuchet habían creído que la fecha, en una de esas, podía servir.
El gentilhombre, por amabilidad, inspeccionó su museo. Y repetía:
—¡Encantador! ¡Muy bien! —sin dejar de darse, mientras tanto, golpecitos en la boca con el pomo de su bastón. El, por su parte, les agradecía que hubieran salvado esos vestigios de la Edad Media, época de fe religiosa y abnegación caballeresca. Amaba el progreso, y se hubiese consagrado, como ellos, a esos interesantes estudios, pero la política, el Concejo General, la agricultura, un verdadero torbellino, se lo impedían.
—Después de ustedes, sin embargo, no será mucho lo que nos quedará, porque se habrán hecho de todas las curiosidades del departamento.
—Sin jactancia, eso pensamos —dijo Pécuchet.
No obstante, algo se podía descubrir aún en Chavignolles; había, por ejemplo, contra el muro del cementerio, en la callejuela, una pila de agua bendita hundida en la hierba desde tiempos inmemoriales.
La información los puso muy contentos, intercambiaron una mirada significativa, "¿vale la pena?"; pero el conde ya abría la puerta.
Mélie, que se encontraba detrás, huyó a la carrera.
Cuando pasaba por el patio vio a Gorgu, fumando la pipa con los brazos cruzados.
—¿Ustedes emplean a ese mozo? ¡Hurn! No me fiaría de él en un día de tumulto.
Y el señor de Faverges volvió a subir a su tílburi. ¿Por qué su criada parecía tener miedo?
La interrogaron y les contó que había servido en la granja del conde. Era aquella muchachita que daba de beber a las segadoras el día que ellos habían ido. Dos años más tarde, la habían tomado como ayudante en el castillo y despedido como "consecuencia de falsos informes".
Y a Gorgu ¿qué podían reprocharle? Era muy hábil y les mostraba una consideración infinita.
Al otro día, al alba, fueron al cementerio. Bouvard, con su bastón, tanteó en el lugar indicado. Un cuerpo duro resonó. Arrancaron algunas ortigas y descubrieron una palangana de gres, una pila bautismal en la que crecían plantas.
No es costumbre, sin embargo, enterrar las pilas bautismales fuera de las iglesias.
Pécuchet hizo un dibujo, Bouvard una descripción y enviaron todo a Larsonneur. Su respuesta fue inmediata.
—¡Victoria, mis queridos colegas! ¡Indudablemente, es una tina druídica!
¡Sin embargo, debían tener cuidado! El hacha era dudosa. Y había una serie de obras que tanto ellos como él mismo, debían consultar.
Larsonneur confesaba, en un post scriptum, su deseo de conocer la tina, lo que sucedería a los pocos días, cuando hiciera el viaje a Bretaña.
Entonces Bouvard y Pécuchet se zambulleron en la arqueología céltica. Según esta ciencia, los antiguos galos, nuestros abuelos, adoraban a Kirk y Kron, Taranis, Esus, Netalemnia, el Cielo y la Tierra, el Viento, las Aguas y por sobre todo, al gran Teutates, que es el Saturno de los paganos. Claro; cuando Saturno reinaba en Fenicia, se casó con una ninfa llamada Anobret, con la que tuvo un hijo llamado Jeüd; y Anobret tiene los rasgos de Sara y Jeüd fue sacrificado (o casi lo fue) como Isaac; por lo tanto, Saturno es Abraham, de donde se infiere que la religión de los galos tenía los mismos principios que la de los judíos. Su sociedad estaba muy bien organizada. La primera clase de personas comprendía al pueblo, la nobleza y el rey, la segunda a los jurisconsultos y en la tercera, la más alta, se alineaban, según Taillepied, "las diversas especies de filósofos", es decir, los druidas o saronidas, los que a su vez se dividían en aubages, bardos y vates. Unos profetizaban, otros cantaban y otros enseñaban botánica, medicina, historia y literatura, en una palabra, "todas las artes de su época". Pitágoras y Platón fueron sus discípulos. Les enseñaron metafísica a los griegos, brujería a los persas, aruspicina a los etruscos; y a los romanos, el estañado del cobre y el comercio de los jamones.
Pero de ese pueblo que dominaba el mundo antiguo, no quedan sino piedras, solas o en grupos de tres, o dispuestas como galerías o formando recintos.
Bouvard y Pécuchet, llenos de entusiasmo, estudiaron sucesivamente la Pierre-du-Post de Ussy, la Pierre-Couplée en Guest, la Pierre du Jarier, cerca de Laigle ¡y muchas más!
Todos esos bloques, de una misma insignificancia, los aburrieron rápidamente y un día, cuando acababan de ver el menhir de Passais, ya iban a volverse cuando su guía los llevó a un bosque de hayas, lleno de bloques de granito que parecían pedestales o monstruosas tortugas.
El más grande está ahuecado como un cuenco. Uno de los bordes es más alto y del fondo salen dos entalladuras que bajan hasta el suelo; eran para que corriera la sangre ¡no cabía duda! El azar no hace esas cosas.
Las raíces de los árboles se entremezclaban con esas rocas abruptas. Llovía un poco; a lo lejos se levantaban copos de bruma, como grandes fantasmas. Era fácil imaginar a los sacerdotes, bajo el follaje, con tiara de oro y traje blanco, con sus víctimas humanas con los brazos atados a las espaldas; y en el borde del cuenco a la sacerdotisa druida, observando el arroyo rojo, en tanto que alrededor de ella, la muchedumbre aullaba, en medio del alboroto de los címbalos y de las bocinas hechas con cuernos de uros.
En seguida hicieron un plan.
Y una noche, al claro de la luna, tomaron el camino del cementerio, andando como ladrones, a la sombra de las casas. Las persianas estaban cerradas y las chozas tranquilas; no se oía ni el ladrido de un perro. Acompañados por Gorgu, comenzaron a trabajar. Sólo se oía el ruido de los guijarros golpeados por la pala con la que cavaban en el césped. La cercanía de los muertos les resultaba desagradable; el reloj de la iglesia emitía un continuo estertor y el rosetón de su tímpano tenía el aspecto de un ojo que espiaba a los sacrílegos. Por fin, se llevaron la tina.
Al otro día volvieron al cementerio para ver las huellas de la operación.
El abate, que tomaba el fresco en la puerta, les rogó que le hicieran el honor de visitarlo y cuando los hubo hecho entrar en su salita, los miró de manera singular.
En medio del aparador, entre los platos, había una sopera decorada con ramilletes amarillos.
Pécuchet la elogió, tanto como para decir algo.
—Es un viejo Ruán —dijo el cura—, era de mi familia. Los aficionados la aprecian, el señor Marescot sobre todo.
El, gracias a Dios, no tenía afición por las curiosidades; y como ellos parecían no comprender, les dijo que él mismo los había visto llevándose la pila bautismal.
Los dos arqueólogos quedaron bastante confundidos, balbuciantes. El objeto en cuestión estaba fuera de uso. ¡No importa! Debían devolverlo.
¡Sin duda! Pero por lo menos que se les permitiese llamar a un pintor para que lo dibujara. —Está bien, señores.
—Esto queda entre nosotros, ¿no es cierto? —dijo Bouvard—. "¡Secreto de confesión!"
El eclesiástico, sonriente, los tranquilizó con un gesto. No era a él a quien temían, sino más bien a Larsonneur. Cuando pasara por Chavignolles, querría ver la tina y sus habladurías llegarían a oídos del gobierno. Por prudencia la ocultaron en el galpón dei horno, después en la glorieta, en la cabaña, en un armario. ¡Gorgu estaba cansado de acarrearla de un lado a otro!
La posesión de una pieza así los ligaba al celticismo de Normandía.
Sus orígenes son egipcios. Séez, en el departamento de Orne, se escribe a veces Sais, como la ciudad del Delta. Los galos juraban por el toro, importación del buey Apis. El nombre latino de Bellocastes, que era el de la gente de Bayeux, viene de Beli Casa, morada, santuario de Belus Belus y Osiris, son la misma divinidad. "Nada se opone —dijo Mangón de la Lande— a que haya habido, cerca de Bayeux, monumentos druídicos". "Esa región —agrega Roussel— se parece a aquella en la cual los egipcios construyeron el templo de Júpiter-Ammon". Por lo tanto, había un templo que encerraba riquezas. Todos los monumentos célticos las tienen.
En 1715, relata dom Martin, un señor Héribel exhumó, en los alrededores de Bayeux, varias vasijas de arcilla llenas de osamentas y llegó a la conclusión (de acuerdo con la tradición y autoridades desvanecidas) que aquel lugar, una necrópolis, era el monte Faunus, donde se enterró el Becerro de oro.
No obstante, el Becerro de oro fue quemado y tragado, a menos que la Biblia se equivoque.
En primer lugar ¿dónde está el monte Faunus? Los autores no lo indican. Los indígenas no saben nada. Se hubiera debido hacer excavaciones; y con esa finalidad enviaron al señor prefecto una petición que no tuvo respuesta. Puede ser que el monte Faunus haya desaparecido y que no fuera una colina sino un túmulo. Pero ¿qué significan los túmulos?
Algunos contienen esqueletos en la posición del feto en el seno de su madre. Eso quiere decir que la tumba era para ellos como una segunda gestación que los preparaba para otra vida. Por lo tanto, el túmulo es un símbolo del órgano hembra, como la piedra erecta lo es del órgano macho.
En efecto, donde quiera que hay menhires, ha persistido un culto obsceno. Prueba de ello es lo que se hacía en Guérande, en Chichebouche, en Croisic, en Livarot… Antiguamente, las torres, las pirámides, los cirios, los mojones de las rutas y hasta los árboles, tenían un significado fálico; y para Bouvard y Pécuchet, todo se convirtió en falo. Recogían varas de coches, patas de sillones, pasadores de sótano, morteros de farmacéutico… Cuando se los iba a ver preguntaban:
—¿A qué cree usted que se parece esto?
Después revelaban el misterio; y si alguien se indignaba, alzaban los hombros con conmiseración.
Una noche, cuando estaban pensando en los dogmas de los druidas, el abate se presentó discretamente.
Inmediatamente le mostraron el museo, empezando por el vitral, pero estaban ansiosos por llegar a un compartimento nuevo, el de los falos. El eclesiástico los detuvo, pues juzgó indecente la exhibición. El iba a reclamar su pila bautismal.
Bouvard y Pécuchet le imploraron por quince días más, el tiempo suficiente como para hacer un vaciado.
—Cuanto antes será mejor —dijo el abate. Después habló de cosas indiferentes.
Pécuchet, que había salido por un minuto, le deslizó un napoleón en la mano.
El sacerdote se echó hacia atrás.
—¡Oh, es para sus pobres!
Y el señor Jeufroy, sonrojándose, metió la moneda de oro en su sotana.
Devolver la tina, ¡la tina de los sacrificios! ¡Nunca en la vida! Hasta querían aprender hebreo, lengua madre del celta, si no es que deriva de ésta. Iban a salir a recorrer Bretaña, comenzando por Rennes, donde se habían citado con Larsonneur para estudiar esa urna mencionada en las memorias de la Academia Céltica que parece haber contenido las cenizas de la reina Artemisa, cuando entró el alcalde, con el sombrero puesto, sin modales, como hombre grosero que era.
—Con eso no se arregla nada, amiguitos. ¡Hay que devolverla!
—¿Devolver qué?
—¡Farsantes! ¡Sé muy bien que la tienen escondida!
Los habían traicionado.
Le respondieron que la retenían con el permiso del señor cura.
—Ya veremos.
Y Foureau se fue. Volvió una hora después. —¡El cura dice que no! Vengan a explicarse.
Se obstinaron. En primer lugar, no tenían ninguna necesidad de esa pila bautismal que no era una pila bautismal. Lo probarían con una multitud de razones científicas. Después, ofrecieron reconocer, en su testamento, que pertenecía a la comuna.
Hasta propusieron comprarla.
—¡Y por otra parte, es de mi propiedad! —repetía Pécuchet. Los veinte francos aceptados por el señor Jeufroy eran una prueba del contrato; y si había que comparecer ante el juez de paz, tanto peor ¡juraría en falso!
Durante esos debates, había vuelto a ver la sopera varias veces y en su alma se había despertado el deseo, la sed, el prurito de esa cerámica. Si se la daban, él devolvería la tina; de otro modo, no. Por cansancio o por miedo al escándalo, el señor Jeufroy cedió.
Fue incorporada a la colección, al lado del gorro de Cauchoise. La tina adornó el pórtico de la iglesia y se consolaron de no tenerla más con la idea de que la gente de Chavignolles ignoraba el valor que tenía.
Pero la sopera despertó en ellos el gusto por la loza; y éste fue un nuevo tema de estudios y de exploración por el campo. . .
Era la época en que la gente distinguida buscaba viejos platos de Ruán. El notario poseía algunos, lo que le había granjeado algo así como una reputación de artista, perjudicial para su profesión, pero de lo que se redimía con otras cosas serias.
Cuando supo que Bouvard y Pécuchet habían adquirido la sopera, fue a proponerles un trueque.
Pécuchet se negó.
—¡No hablemos más! —Y Marescot examinó la cerámica. Todas las piezas colgadas en los muros eran azules con un fondo de una blancura sucia y algunas mostraban su cuerno de la abundancia de tonos verdes y rojizos; había bacías, platos y bandejas, objetos durante mucho tiempo perseguidos y llevados en el corazón, en el seno de su levita.
Marescot los elogió, habló de otras lozas, de la hispano árabe, de la holandesa, de la inglesa, de la italiana y cuando los hubo deslumbrado con su erudición les dijo:
—¿Me permiten ver de nuevo su sopera?
La hizo sonar golpeándola con un dedo, contempló las dos S pintadas bajo la tapa.
—¡La marca de Ruán! —dijo Pécuchet.
—¡Oh, Ruán, hablando con propiedad, no tenía marca ninguna! Cuando no se conocía Moustiers toda la loza francesa era de Nevers. Lo mismo sucede con Ruán, hoy. Por otra parte, en Elbeuf la imitan a la perfección.
—¡No es posible!
—¡Se imita hasta las mayólicas! Su pieza no tiene ningún valor ¡y yo iba a cometer una linda tontería!
Cuando el notario desapareció, Pécuchet se desplomó en el sillón, postrado.
—No hubiéramos debido devolver la tina —dijo Bouvard—; pero tú te exaltas ¡siempre te precipitas!
—¡Sí, me exalto! —dijo Pécuchet, y tomó la sopera y la arrojó lejos, contra el sarcófago.
Bouvard, más calmo, recogió los pedazos uno por uno y un poco después se le ocurrió esta idea:
—Marescot, por celos, bien puede haberse burlado de nosotros.
—¿Cómo?
—Nada me asegura que la sopera no sea auténtica, mientras que las otras piezas, que él finge admirar, tal vez sean falsas.
Y terminaron el día sumidos en la incertidumbre, en las lamentaciones.
No era aquella una razón para desistir del viaje a Bretaña. Hasta contaban con llevar a Gorgu, quien les ayudaría en las excavaciones.
Hacía algún tiempo que dormía en la casa para poder terminar más rápidamente la reparación del mueble. La perspectiva de un viaje no le agradó y como los oyó hablar de menhires y túmulos que pensaban ver, les dijo:
—Conozco algo mejor. En Argelia, en el sud, cerca de las fuentes de Bou-Mursoug, hay muchos.
Y hasta describió una tumba, abierta ante él, por azar, y que contenía un esqueleto acuclillado como un mono, con los dos brazos alrededor de las piernas.
Larsonneur, a quien le refirieron el hecho, no quiso creerlo.
Pero Bouvard profundizó en la materia e insistió.
¿Cómo es posible que los monumentos de los galos sean informes cuando esos mismos galos estaban civilizados en los tiempos de Julio César? ¿Acaso provienen de un pueblo más antiguo?
Una hipótesis como esa, según Larsonneur, carecía de patriotismo.
¡No importa! Nada prueba que esos monumentos sean obra de los galos.
—¡Muéstrenos un texto!
El académico se enojó y no respondió más. Ellos quedaron muy contentos, los druidas ya los tenían hartos.
Si no sabían a qué atenerse respecto de la cerámica y del celticismo, era porque no sabían historia, particularmente historia de Francia.
La obra de Anquetil se encontraba en su biblioteca; pero la serie de reyes holgazanes los divirtió muy poco, la perversidad de los mayordomos de palacio no los indignó para nada y largaron a Anquetil desalentados por la ineptitud de sus reflexiones.
Entonces le preguntaron a Dumouchel "cuál es la mejor historia de Francia".
Y Dumouchel los suscribió a una biblioteca y les envió las cartas de Augustin Thierry, con dos volúmenes del señor de Genoude.
Según este escritor, la realeza, la religión y las asambleas nacionales, son "los principios" de la nación francesa, los que se remontan a los merovingios. Los carolingios los derogaron. Los Capetos, de acuerdo con el pueblo, se esforzaron por mantenerlos. Según Luis XIII el poder absoluto se estableció para vencer al protestantismo, último esfuerzo del feudalismo y el 89 es un regreso a la constitución de nuestros abuelos. Pécuchet admiró esas ideas.
A Bouvard, que antes había leído a Agustín Thierry, le daban lástima.
—¿Qué cuento es ese, el de tu nación francesa? ¡Si no existían Francia ni asambleas nacionales! ¡Y los carolingios no usurparon absolutamente nada! ¡Y los reyes no exentaron a las comunas! ¡Lee tú mismo!
Pécuchet se rindió a la evidencia y pronto lo rebasó en rigor científico. Hubiera considerado una deshonra decir Charlemagne y no Karl le Grand, Clovis en lugar de Clodowig.
No obstante, estaba seducido por Genoude y le parecía ingenioso eso de unir los dos extremos de la historia de Francia, tanto que lo del medio resulta puro relleno, y para saber a qué atenerse recurrieron a la colección de Buchez y Roux.
Pero el "pathos" de los prefacios, esa amalgama de socialismo y de catolicismo, les fue inaguantable, los detalles demasiado numerosos impedían ver el conjunto. Echaron mano del señor Thiers.
Era en el verano de 1845, en el jardín, bajo la glorieta. Pécuchet, con los pies en un pequeño banco, leía en voz alta con su voz cavernosa, sin fatigarse, no deteniéndose sino para meter los dedos en su tabaquera. Bouvard lo escuchaba con la pipa en la boca, las piernas abiertas, el pantalón desabrochado.
Algunos ancianos les habían hablado del 93 y los recuerdos casi personales daban vida a las chatas descripciones del autor. En aquellos tiempos, los caminos estaban cubiertos por soldados que cantaban La Marsellesa. Bajo el dintel de las puertas, había mujeres sentadas cosiendo tela para hacer tiendas. A veces llegaba una oleada de hombres de gorro rojo, que mostraban en la punta de una pica una cabeza descolorida con los cabellos colgando. La alta tribuna de la Convención señoreaba sobre una nube de polvo en medio de la cual, rostros furiosos proferían gritos de muerte.
Cuando se pasaba, en pleno día, cerca del estanque de las "Fullerías, se oía el golpe de la guillotina, como mazazos.
Y la brisa removía los pámpanos de la glorieta, la cebada madura se balanceaba de tanto en tanto, un mirlo silbaba… Y miraban alrededor de ellos y saboreaban esa tranquilidad. Qué lástima que desde un principio no haya habido un entendimiento, porque si los realistas hubiesen pensado como los patriotas y si la Corte hubiera actuado con un poco más de franqueza y sus adversarios con menos violencia, se habría ahorrado muchas desgracias.
A fuerza de charlas del asunto llegaron a apasionarse. Bouvard, espíritu liberal y corazón sensible, fue constitucionalista, girondino, termidoriano. Pécuchet, bilioso y de tendencias autoritarias, se proclamó descamisado y hasta robespierrista.
Aprobaba la condena del rey, los decretos más violentos, el culto del Ser Supremo. Bouvard prefería el de la naturaleza. El hubiera saludado con placer la imagen de una gran mujer vertiendo de sus pechos a sus adoradores, no agua, sino "chambertin".¹
Para contar con más hechos con que respaldar sus argumentos, se procuraron otras obras, como Montgaillard, Prudhomme, Gallois, Lacretelle, etc., y las contradicciones de esos libros no los molestaron de ningún modo. Cada uno tomaba de ellos lo que podía servir para defender su causa. Así Bouvard no dudaba de que Danton hubiese aceptado cien mil escudos para presentar mociones que perderían a la República; y según Pécuchet, Vergniaud había pedido seis mil francos por mes.
—¡Nunca en la vida! Explícame, mejor, por qué la hermana de Robespierre tenía una pensión de Luis XVIII.
—¡Nada de eso! Era de Bonaparte. Y ya que lo tomas así, dice ¿quién fue el personaje que poco tiempo antes de la muerte de Egalité, tuvo una entrevista secreta con él? ¡Quiero que se reimpriman en las memorias de la Campan los párrafos suprimidos! La muerte del Delfín me parece sospechosa. El estallido del polvorín de Grenelle mató a dos mil personas. Causa desconocida, dicen. ¡Qué estupidez!
Porque, claro, Pécuchet estaba a un paso de saber cuál había sido, y atribuía todos los crímenes a los aristócratas y al oro extranjero.
En el espíritu de Bouvard, el "subid al cielo hijos de San Luis", las vírgenes de Verdún y los calzones de piel humana eran indiscutibles. Admitía las listas de Prudhomme, que registraban un millón de víctimas exactamente.
Pero el Loira rojo de sangre desde Saumur hasta Nantes, en una longitud de dieciocho leguas, le hizo pensar. Pécuchet también abrigó dudas y les tomaron desconfianza a los historiadores.
La Revolución era, para unos, un acontecimiento satánico; otros la proclamaban una excepción sublime. Los vencidos de cada bando, naturalmente, son mártires.
Thierry demuestra, a propósito de los Bárbaros, lo tonto que es tratar de saber si tal príncipe fue bueno o tal otro fue malo. ¿Por qué no emplear el mismo método en el estudio de épocas más recientes? Pero la Historia tiene que vengar a la moral. Le estamos agradecidos a Tácito por haber destrozado a Tiberio. Después de todo, que la reina haya tenido amantes, que Dumouriez se propusiese traicionar desde Valmy, que en Pradial haya sido Montaña o Gironda quienes comenzaran, y en Termidor los jacobinos o los llanos, importa poco con relación al desarrollo de la Revolución, cuyos orígenes son profundos y los resultados incalculables. Por lo tanto, debía consumarse, ser lo que fue, pero supóngase la fuga del rey sin impedimento, Robespierre escapando o Bonaparte asesinado, azares que dependían de un posadero menos escrupuloso, de una puerta abierta, de un centinela dormido, y la marcha del mundo hubiese cambiado.
Ya no tenían ni una idea firme sobre los hechos y los hombres de esa época.
Para juzgarla con imparcialidad, hubiera debido leerse todas las historias, todas las memorias, todos los diarios y todos los documentos manuscritos, porque de la más pequeña omisión puede
1 Vino tinto de Borgoña.
depender un error que lleve a otro y así hasta el infinito. Renunciaron a ello. Pero ya le habían tomado el gusto a la Historia y buscaban la verdad por la verdad misma.
¿Puede ser que sea más fácil de descubrir en las épocas antiguas? Los autores, al estar lejos de las cosas, debían hablar de ellas sin apasionamiento. Y comenzaron con el bueno de Rollin.
—¡Qué montón de pamplinas! —exclamó Bouvard ya en el primer capítulo.
—¡Espera un poco! —dijo Pécuchet, al mismo tiempo que revolvía en el fondo de la biblioteca, donde se amontonaban los libros del anterior propietario, un viejo jurisconsulto, maniático y espíritu culto. Y después de apartar muchas novelas y obras de teatro, junto con un Montesquieu y traducciones de Horacio, encontró lo que buscaba, la obra de Beaufort sobre historia romana.
Tito Livio atribuye a Rómulo la fundación de Roma. Salustio concede ese honor a los troyanos de Eneas. Según Fabius Pictor, Coriolano murió en el exilio debido a las estratagemas de Attius Tullus, si se ha de creer a Denys. Séneca afirma que Horatius Cocles regresó victorioso, Dion, que fue herido en la pierna. Y La Mothe le Vayer expresa dudas parecidas con relación a los otros pueblos.
No se está de acuerdo acerca de la antigüedad de los caldeos, el siglo de Hornero, la existencia de Zoroastro, los dos imperios de Asiría. Quinto Curcio contó cuentos. Plutarco desmintió a Herodoto. Si Vercingétorix hubiera escrito sus comentarios, tendríamos de César una idea diferente.
La historia antigua es obscura por falta de documentos. Estos abundan en la moderna. Y Bouvard y Pécuchet volvieron a Francia y la emprendieron con Sismondi.
La sucesión de tantos nombres les daba ganas de conocerlos más profundamente, de mezclarse con ellos. Querían examinar los originales, Grégoire de Tours, Monstrelet, Commines, todos aquellos cuyos nombres eran extraños o agradables.
Pero los acontecimientos se enredaron dado que no sabían las fechas.
Felizmente tenían la mnemotecnia de Dumouchel, un in-12 encuadernado con este epígrafe: "Instruir divirtiendo", en la que se combinaban los tres sistemas, el de Allévy, el de Páris y el de Feinagle.
Allévy transforma las cifras en figuras; el número 1 está representado por una torre, el 2 por un pájaro, el 3 por un camello y así de seguido. Páris impresiona a la imaginación por medio de jeroglíficos; de un sillón guarnecido con tornillos¹resultará Clou, vis = Clovis; y como el ruido de la fritura es "ric, ric", unas pescadillas en una sartén recordarán a Chilpéric. Feinagle divide el universo en casas, las que contienen piezas, cada una con cuatro paredes con nueve paneles y cada uno de estos tiene un emblema. Así, el primer rey de la primera dinastía ocupará en la primera pieza el primer panel. Un faro sobre un monte indicará cómo se llamaba "Phar á mond", según el sistema Páris, y de acuerdo con Allévy, colocando encima un espejo que significa 4, un pájaro, 2, y un aro, 0, se obtendrá 420, fecha del advenimiento de este príncipe.
Para mayor claridad, tomaron como base mnemotécnica su propia casa, su domicilio, asignando a cada una de sus partes un hecho distinto; y el patio, el jardín, los alrededores, toda la comarca no tuvieron otro sentido que el de facilitar la memoria. Los mojones en el campo limitaban ciertas épocas, los manzanos eran árboles genealógicos, los matorrales, batallas, el mundo se convertía en un símbolo. Buscaban en las paredes una cantidad de cosas ausentes, terminaban por verlas, pero ya no sabían las fechas que representaban.
Por otra parte, las fechas no siempre son auténticas. En un manual escolar aprendieron que el nacimiento de Jesús debe ser retrotraído a cinco años antes de la fecha que habitualmente se re-
1 Guarnecido con tornillos, en francés Garni de clous é vis.
conoce, que los griegos tenían tres maneras de contar las olimpíadas y los latinos ocho para hacer comenzar el año. Todas estas posibilidades eran otras tantas ocasiones para cometer un error sin contar las que derivan de los zodíacos, las eras y los calendarios diferentes.
Y de la despreocupación por las fechas, pasaron al desdén de los hechos.
¡Lo que de veras es importante es la filosofía de la historia!
Bouvard no pudo acabar el célebre discurso de Bossuet.
—¡El águila de Meaux es un farsante! ¡Olvida a China, la India y América! Pero pone mucho cuidado en decirnos que Teodosio era "la alegría del universo", que Abraham "trataba en un pie de igualdad a los reyes" y que la filosofía de los griegos desciende de los hebreos. ¡Su preocupación por los hebreos me irrita!
Pécuchet compartía esta opinión y quiso hacerle leer a Vico.
—¿Cómo admitir —objetaba Bouvard— que las fábulas sean más verdaderas que las verdades de la historia?
Pécuchet trató de explicar los mitos y se perdió en la Scienza Nuova.
—¿Negarás acaso los destinos de la Providencia?
—¡No los conozco! —dijo Bouvard.
Y decidieron remitirse a Dumouchel.
El profesor confesó que en esos momentos estaba desconcertado en cuanto a historia.
—Cambia todos los días. ¡Se objeta a los reyes de Roma y a los viajes de Pitágoras! Se ataca a Belisario, a Guillermo Tell y hasta al Cid, convertido, merced a los últimos descubrimientos, en un simple bandido. Es de desear que no se hagan más descubrimientos y el mismo Instituto debería establecer una especie de canon que prescribiera lo que hay que creer. En post scriptum enviaba reglas de crítica tomadas del curso de Daunou:
"—Citar como prueba el testimonio de las muchedumbres, es mala prueba; las muchedumbres ya no están aquí para responder.
—Rechace las cosas imposibles. A Pausanias se le hizo ver la piedra tragada por Saturno.
—La arquitectura puede mentir. Un ejemplo, el Arco del Foro, donde Tito es llamado el primer vencedor de Jerusalén, conquistada antes que por él, por Pompeyo.
"—Las medallas engañan, a veces. Bajo Carlos IX, se acuñaron monedas con el sello de Enrique II.
"—Tomar en cuenta la intención de los falsarios, el interés de los apologistas y de los calumniadores".
Pocos historiadores trabajaron con arreglo a estas normas; todos lo hicieron para servir a una causa especial, a una religión, a una nación, un partido, un sistema o para reprender a los reyes, aconsejar al pueblo u ofrecer ejemplos morales. Los otros, los que sólo pretenden narrar, no valen más, pues no puede decirse todo, siempre hay que elegir. Pero en la selección de documentos no podrá dejar de actuar un cierto criterio y como éste varía según las condiciones del escritor, la historia nunca será fijada. —Es triste —pensaban.
No obstante, se podría tomar un tema, agotar las fuentes, analizarlas bien, después condensarlas en una narración que sería como un resumen de las cosas que reflejara toda la verdad. Una obra así le parecía realizable a Pécuchet. —¿Quieres que tratemos de escribir una historia? —No pido otra cosa, pero ¿cuál? —Efectivamente, ¿cuál?
Bouvard se había sentado. Pécuchet caminaba de un lado a otro por el museo, cuando de pronto vio la mantequera y se detuvo de golpe.
—¿Si escribiéramos la vida del duque de Angulema? —Pero ¡si era un imbécil! —respondió Bouvard. — ¡Qué importa! Los personajes de segundo plano a veces tienen una influencia enorme, y éste, a lo mejor tenía el manejo de los negocios.
En los libros encontrarían información y el señor de Faverges también la tendría, de él mismo y de viejos gentiles-hombres de su amistad.
Meditaron el proyecto, lo discutieron y por fin resolvieron pasar quince días en la Biblioteca Municipal, de Caen para hacer algunas investigaciones.
El bibliotecario puso a disposición de ellos historias generales y folletos, con una litografía coloreada que representaba, de tres cuartos, a Monseñor el duque de Angulema.
El paño azul de su uniforme desaparecía bajo los galones, las medallas y el gran cordón rojo de la Legión de Honor. Una gorguera extremadamente alta ceñía su largo cuello. Su cabeza piriforme estaba enmarcada por los rizos de su cabellera y de sus delgadas patillas; y unos pesados párpados, una poderosa nariz y gruesos labios daban a su rostro una expresión de bondad insignificante.
Tomaron algunas notas y después redactaron un programa.
Nacimiento e infancia poco interesantes. Uno de sus maestros fue el abate Guénée, el enemigo de Voltaire. En Turín le hicieron fundir un cañón y estudió las campañas de Carlos VIII. De tal modo es nombrado, a pesar de su juventud, coronel de un regimiento de guardias-nobles.
97. Su casamiento.
1814. Los ingleses se apoderan de Bordeaux. El corre detrás de ellos y se muestra en persona a los habitantes. Descripción de la persona del príncipe.
1815. Bonaparte lo sorprende. Llama inmediatamente al rey de España y Tolón, sin Masséna, es entregada a Inglaterra.
Operaciones en el Mediodía. Es derrotado pero se le devuelve la libertad bajo promesa de restituir los diamantes de la corona, llevados al galope tendido por el Rey, su tío.
Después de los Cien Días vuelve con sus padres y vive tranquilo. Pasan varios años.
Guerra de España. Desde que cruza los Pirineos la victoria sigue por todas partes al nieto de Enrique IV. Toma el Trocadero, alcanza las columnas de Hércules, aplasta a las facciones, abraza a Fernando y regresa.
Arcos de triunfo, flores que le ofrecen las muchachas, cenas en las prefecturas, Te Deum en las catedrales. Los parisienses están en el colmo de la embriaguez. La ciudad le ofrece un banquete. En los teatros se cantan alusiones al Héroe.
El entusiasmo disminuye. En 1827, en Cherbourg, un baile, organizado por suscripción, fracasa.
Como es gran almirante de Francia, inspecciona la flota que va a zarpar para Argel.
Julio de 1830. Marmont le informa del estado de los asuntos. Entonces se pone tan furioso que se hiere la mano con la espada del general.
El rey le confía el mando de todas las fuerzas.
En el bosque de Boulogne encuentra destacamentos de línea y no encuentra una palabra para decirles.
De Saint Cloud corre al puente de Sévres. Frialdad de las tropas. Esto no lo hace vacilar. La familia real deja el Trianon. El se sienta al pie de una encina, despliega un mapa, medita, vuelve a montar, pasa delante de Saint Cyr y envía a los alumnos palabras de esperanza.
En Rambouillet los guardias de corps le dicen adiós. Se embarca, pero durante toda la travesía está enfermo. Fin de su carrera.
Se debe destacar la importancia que en ella tuvieron los puentes. En primer lugar, se arriesgó inútilmente en el puente del Inn, tomó el puente Saint Esprit y el puente de Lauriol; en Lyon, los dos puentes le son funestos y su fortuna expira ante el puente de Sévres.
Cuadro de sus virtudes. Sería innecesario alabar su coraje, al cual se unía un gran talento político, como que ofreció sesenta francos a cada soldado para que abandonara al Emperador y, en España, trató de sobornar a los Constitucionales a fuerza de dinero.
Su discreción era tanta que consintió el proyectado casamiento de su padre con la reina de Etruria, la formación de un gabinete nuevo después de las ordenanzas, la abdicación en favor de Chambord, todo lo que se quiso.
Sin embargo, no carecía de firmeza. En Angers licenció a la infantería de la guardia nacional la cual, celosa de la caballería, por medio de una maniobra, había logrado formarle escolta, de modo tal que su Alteza se encontró cercado por los infantes al punto de serle imposible mover las rodillas. Pero censuró a la caballería, causa del desorden y perdonó a la infantería, verdadero juicio de Salomón.
Su piedad se manifestó en numerosas devociones, y su clemencia al obtener el perdón del general Debelle, quien se había levantado en armas contra él. Detalles íntimos; rasgos del Príncipe: En el castillo de Beauregard, en su infancia, se complació en cavar, junto con su hermano, un estanque que aún puede verse. Una vez visitó el cuartel de los cazadores, pidió un vaso de vino y lo bebió a la salud del Rey.
Cuando se paseaba, para marcar el paso, se decía a sí mismo: ¡Uno, dos; uno, dos; uno, dos! Se recuerdan algunas de sus frases:
A una diputación de bordeleses: "Lo que me consuela de no estar en Burdeos ¡es el estar aquí con ustedes!"
A los protestantes de Nimes: "Yo soy buen católico, ¡pero nunca olvidaré que el más ilustre de mis antepasados fue protestante!"
A los alumnos de Saint Cyr, cuando todo estaba perdido: "Muy bien, mis amigos; las noticias son buenas. ¡Todo va bien, muy bien!"
Después de la abdicación de Carlos X: "Ya que no quieren saber nada conmigo, ¡que se las arreglen!"
Y en 1814, con cualquier motivo, hasta en la aldea más pequeña: "¡Basta de guerra! ¡Basta de conscripción! ¡Basta de derechos reunidos!"
Su estilo era digno de sus palabras. Sus proclamas lo superan todo.
La primera, la del conde de Artois, comienza así: —¡Franceses, el hermano de vuestro rey ha llegado! La del príncipe:
—¡Ya estoy aquí! ¡Soy el hijo de vuestros reyes! ¡Vosotros sois franceses!
Orden del día fechada en Bayonne:
—¡Soldados, ya estoy aquí!
Otra, en plena retirada:
—Continuad sosteniendo con el vigor propio del soldado francés la lucha que habéis comenzado. ¡Es lo que Francia espera de vosotros!
Y la última, en Rambouillet:
—El rey ha entablado tratativas con el gobierno establecido en París y todo hace creer que se está a punto de llegar a un acuerdo. — Ese "todo hace creer" era sublime.
—Hay algo que me molesta —dijo Bouvard— y es que no se habla de sus asuntos amorosos.
Y anotaron al margen: ¡Buscar los amores del príncipe! Cuando estaban por partir, el bibliotecario recordó que había otro retrato del duque y se los mostró.
En éste aparecía como coronel de coraceros, de perfil, los ojos más pequeños aún, la boca abierta y cabellos lacios al viento.
¿Cómo conciliar los dos retratos? ¿Tenía los cabellos lacios o crespos? A no ser que, en su coquetería, hubiese llegado a hacérselos rizar.
Asunto grave, según Pécuchet, pues la cabellera denota el temperamento, y el temperamento al individuo.
Bouvard pensaba que no se sabe nada de un hombre en tanto se ignoran sus pasiones, y para aclarar esos dos puntos se presentaron en el castillo de Faverges. El conde no estaba y eso los retrasaba en su trabajo. Volvieron a su casa ofendidos.
La puerta de la casa estaba abierta de par en par. No había nadie en la cocina. Subieron las escaleras y ¿qué vieron en medio de la habitación de Bouvard? A la señora Bordin que miraba a derecha y a izquierda.
—Discúlpenme —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Hace una hora que busco a la cocinera de ustedes; la necesitaría, para lo de mis conservas.
La encontraron en la leñera, en una silla, durmiendo profundamente. La sacudieron y abrió los ojos.
—¿Qué pasa ahora? ¡Usted está siempre persiguiéndome con sus preguntas!
Estaba claro que en ausencia de ellos, la señora Bordin la interrogaba.
Germaine salió de su sopor y dijo que estaba indigestada. —Me quedo para cuidarla —dijo la viuda. Entonces vieron en el patio un gran gorro cuyos flecos se agitaban. Era la señora Castillon, la granjera. Gritaba:
—¡Gorgu, Gorgu!
Y desde el granero la voz de la criadita respondió:
—¡No está aquí!
Bajó a los cinco minutos, con las mejillas rojas, muy sobresaltada. Bouvard y Pécuchet le reprocharon su lentitud. Ella desabrochó sus polainas sin decir nada.
En seguida fueron a ver el cofre.
Sus pedazos estaban esparcidos por todo el salón del horno; las esculturas estaban dañadas, los batientes rotos.
Ante ese espectáculo, ante esa nueva decepción, Bouvard contuvo el llanto y Pécuchet comenzó a temblar.
Gorgu apareció casi en seguida y contó lo sucedido: acababa de sacar el cofre para barnizarlo cuando una vaca vagabunda lo había atropellado.
—¿De quién era la vaca? —dijo Pécuchet.
—No sé.
—¡Ah, y había dejado la puerta abierta como hace un rato! ¡La culpa es suya!
Ya no querían saber nada de él, por otra parte; hacía mucho tiempo que le daba largas al asunto y tampoco querían saber nada de su persona ni con su trabajo.
Los señores se equivocaban. El daño no era tan grande. Antes de tres semanas todo estaría terminado. Y Gorgu los acompañó hasta la cocina, donde llegaba Germaine, arrastrándose, para hacer la comida.
Vieron en la mesa una botella de calvados a la que le faltaban tres cuartos de su contenido.
—Fue usted, sin duda.
—¿Yo? ¡Nunca!
Bouvard insistió:
—¡Usted era el único hombre en la casa!
—Está bien. ¿Y las mujeres? —respondió el obrero, con un guiño oblicuo.
Germaine lo sorprendió:
—¿Por qué no dice directamente que fui yo?
—¡Con seguridad que fue usted!
—¡Y fui yo también la que rompió el armario!
Gorgu dio un respingo:
—¿No se dan cuenta de que está borracha?
Entonces comenzaron a reñir violentamente, él pálido, burlón, ella roja, arrancándose mechas de cabellos grises de debajo de su gorro de algodón. La señora Bordin defendía a Germaine, Mélie a Gorgu.
La vieja estalló:
—¿No es abominable que pasen los días juntos en el bosquecito, sin hablar de las noches? ¡Parisiense explotador de burguesas que no hace otra cosa que contarles mentiras a los amos!
Los ojos de Bouvard se abrieron desmesuradamente.
—¿Qué mentiras?
—¡Se está burlando de ustedes!
—¡Nadie se burla de mí! —exclamó Pécuchet, e indignado por su insolencia, exasperado por los desengaños, la echó.
Que se largara en seguida. Bouvard no se opuso a esta decisión. Y se retiraron dejando a Germaine sollozando sobre su desdicha, mientras que la señora Bordin trataba de consolaría.
A la noche, cuando recobraron la calma, recordaron los acontecimientos, se preguntaron quién había bebido el calvados, cómo se había roto el mueble, qué reclamaba la señora Castillon llamando a Gorgu y si había deshonrado a Mélie.
—No sabemos lo que sucede en nuestra propia casa —dijo Bouvard— y pretendemos descubrir cómo eran los cabellos y los amores del duque de Angulema.
Pécuchet agregó:
—¡Y cuántos otros problemas más grandes y más difíciles hay!
De donde infirieron que los hechos exteriores no lo son todo. Hay que complementarlos con la psicología. Sin la imaginación, la Historia es defectuosa.
—¡Hagámonos enviar algunas novelas históricas!