9

Marcel reapareció al día siguiente a las tres, con la cara verde, los ojos rojos, un chichón en la frente, el pantalón desgarrado, oliendo a aguardiente, inmundo.

Había estado, conforme a su costumbre de todos los años, a seis leguas de allí, cerca de Iqueuville, celebrando la Navidad en lo de un amigo. Y tartamudeando más que nunca, llorando y queriendo golpearse, imploraba perdón como si hubiese cometido un crimen. Sus amos se lo concedieron. Una calma singular los predisponía a la indulgencia.

La nieve se había derretido repentinamente y se paseaban por el jardín respirando el aire tibio, felices de vivir.

¿Había sido tan sólo el azar lo que los había apartado de la muerte? Bouvard se sentía enternecido. Pécuchet recordaba su primera comunión y llenos de gratitud para con la Fuerza, la Causa de la cual dependían, se les ocurrió la idea de leer cosas piadosas.

El Evangelio ensanchó sus almas, los encandiló como un sol. Entreveían a Jesús, de pie en la montaña, con un brazo en alto, la muchedumbre abajo, escuchándolo; o sino a orillas del lago, entre los Apóstoles que tiran las redes, o también montado en la burra, en medio del clamor de las aleluyas, con la cabellera abanicada por las palmas trémulas. Y por fin en lo alto de la cruz, inclinando la cabeza de la cual cae eternamente un rocío sobre el mundo. Lo que los conquistó, lo que los deleitaba, era la ternura para con los humildes, la defensa de los pobres, la exaltación de los oprimidos. Y en ese libro en el cual el cielo se despliega, nada de teología; en medio de tantos preceptos, ni un dogma, ni nada se exige, como no sea la pureza de corazón.

En cuanto a los milagros, éstos no sorprendieron a su razón. Los conocían desde la infancia. La altura de San Juan encantó a Pécuchet y lo dispuso para una mejor comprensión de la Imitación.

Aquí ya no había parábolas, flores ni pájaros, sino lamentaciones, un recogimiento del alma sobre sí misma. Bouvard se entristeció hojeando esas páginas que parecían escritas en un día brumoso, en el fondo de un claustro, entre un campanario y una tumba. Nuestra vida mortal aparece en ellas tan lamentable que, olvidándola, hemos de volvernos hacia Dios. Y los dos hombres, después de todas sus decepciones, experimentaban la necesidad de ser simples, de amar algo, de calmar el espíritu.

Encargaron el Eclesiastés, Isaías, Jeremías.

Pero la Biblia los asustó con sus profetas con voz de león, el fragor del trueno en las nubes, los sollozos de la Gehena y su Dios dispersando a los imperios, como hace el viento con las nubes.

Leían esas cosas en domingo, a la hora de las vísperas, cuando la campana repicaba.

Un día fueron a misa. Y después continuaron yendo. Era una distracción de fin de semana. El conde y la condesa de Faverges los saludaron de lejos, lo que fue notado. El juez de paz les dijo, guiñándoles el ojo:

—¡Perfecto! Tienen mi aprobación.

Todos los burgueses, ahora, les echaban su bendición. El abate Jeufroy les hizo una visita; ellos la devolvieron y comenzaron a visitarse. Y el sacerdote no hablaba de religión.

Ellos quedaron asombrados por esta discreción, tanto que Pécuchet, con aire de indiferencia, le preguntó cómo se debía hacer para contraer la fe. —Primero está la práctica.

Y se embarcaron en la práctica, uno con esperanza, el otro por desafío, pues Bouvard estaba convencido de que él no sería nunca un devoto. Por un mes entero siguió con regularidad todos los oficios, pero, al contrario de Pécuchet, no quiso ajustarse a la vigilia.

¿Era una medida de higiene? ¡Ya se sabe para qué sirve la higiene! ¿Una cuestión de conveniencia? ¡Abajo las conveniencias! ¿Una muestra de sumisión a la Iglesia? ¡Poco le importaba eso también! En una palabra, afirmaba que esa regla era absurda, farisaica y contraria al espíritu del Evangelio.

El Viernes Santo, los años anteriores, habían comido lo que Germaine les servía.

Pero Bouvard, aquella vez, pidió un bife. Se sentó, cortó la carne y Marcel lo miraba escandalizado, en tanto que Pécuchet despellejaba con seriedad su tajada de bacalao. Bouvard estaba con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra. Por fin se decidió y llevó un bocado a sus labios. De pronto sus manos temblaron, su ancho rostro palideció y su cabeza cayó hacia atrás. —¿Te sientes mal?

—¡No!… Pero… —E hizo una confesión. Como consecuencia de su educación (era más fuerte que él) no podía comer carne ese día por miedo a morir.

Pécuchet, sin abusar de su victoria, la aprovechó para vivir a su manera.

Una tarde volvió con una expresión de austera alegría impresa en su rostro y largó el rollo, dijo que acababa de confesarse.

Entonces discutieron la importancia de la confesión. Bouvard admitía la de los primeros cristianos, que se hacía en público; la moderna era demasiado fácil. Sin embargo, no negaba que esta investigación de nosotros mismos fuese un elemento de progreso, una semilla de moralidad.

Pécuchet, deseoso de la perfección, buscó sus vicios. Las oleadas de orgullo habían cesado hacía mucho tiempo. Su gusto por el trabajo lo protegía de la pereza. En cuanto a la guía, nadie había más sobrio. A veces montaba en cólera y se juró a sí mismo que nunca más lo haría. Después habría que adquirir las virtudes, en primer lugar la humildad, es decir, creerse despojado de todo mérito, indigno de la menor recompensa, inmolar su espíritu y situarse tan bajo como para ser pisoteado como el barro de los caminos. El aún estaba lejos de todo eso.

Otra virtud le faltaba, la castidad, ya que en su fuero interno extrañaba a Mélie y el pastel de la dama con vestido Luis XV lo turbaba con su escote. Lo encerró en un armario, aumentó su pudor tanto como para temer mirarse a sí mismo y dormía con calzoncillos.

De tanto cuidarse de la lujuria, ésta aumentó. A la mañana, sobre todo, tenía que librar grandes combates, como hubieron de hacerlo San Pablo, San Benito y San Jerónimo a una edad ya muy avanzada. Debido a ello recurría a penitencias furibundas. El dolor es una expiación, un remedio y un método, un homenaje a Jesucristo. Todo amor requiere sacrificios y no lo hay más penoso que el de nuestro cuerpo.

Para mortificarse Pécuchet suprimió la copita después de las comidas, se atuvo a cuatro pulgaradas de rapé por día y aún con fríos muy intensos no se ponía la gorra.

Un día, Bouvard, que estaba sujetando la parra, apoyó una escalera en la pared de los arriates, cerca de la casa, y sin querer se encontró en posición de ver la pieza de Pécuchet.

Su amigo, desnudo hasta la cintura, se golpeaba suavemente los hombros con las disciplinas de los hábitos; después, más animado, se quitó los pantalones, fustigó sus nalgas y cayó en una silla, sin aliento.

Bouvard se sintió turbado como ante el descubrimiento de un misterio que uno no debe conocer.

Desde hacía algún tiempo había notado que los vidrios de las ventanas estaban más limpios, que las servilletas tenían menos agujeros y que la comida era mejor, cambios que se debían a la intervención de Reine, la sirvienta del señor cura. Esta mezclaba las cosas de la iglesia con las de su cocina, era fuerte como un mozo de labranza y fiel, aunque irrespetuosa; se metía en los hogares, daba consejos y se convertía en el ama. Pécuchet confiaba totalmente en su experiencia.

Una vez le llevó un individuo rechoncho, con pequeños ojitos de chino y una nariz como pico de buitre. Era el señor Goutman, comerciante en artículos piadosos; sacó algunos, que llevaba en cajas, debajo del cobertizo: cruces, medallas y rosarios de todas las dimensiones, candelabros para oratorios, altares portátiles, ramilletes de adorno y sagrados corazones de cartón azul, imágenes de San José con barba roja, calvarios de porcelana. Pécuchet los deseaba. Sólo el precio lo detenía.

Goutman no pedía dinero. Prefería el trueque. Subió al museo y ofreció, a cambio de los viejos hierros y todos los plomos un surtido de sus mercaderías.

A Bouvard le parecieron espantosas. Pero la mirada de Pécuchet, la insistencia de Reine y la labia del cambalachero acabaron por convencerlo. Goutman, al verlo tan condescendiente, quiso, además, la alabarda. Bouvard, que ya estaba harto de mostrar cómo funcionaba, se la cedió. Cuando se hizo la evaluación de todo resultó que los señores aún debían cien francos. Arreglaron todo con cuatro pagarés a tres meses de plazo y se felicitaron por la ganga.

Sus adquisiciones fueron distribuidas por todas las habitaciones. Un pesebre lleno de heno y una catedral de corcho llenaron el museo. En la chimenea de Pécuchet hubo un San Juan Bautista de cera, en el corredor los retratos de las glorias episcopales, y al pie de la escalera, debajo de una lámpara de cadenita, una Santa Virgen con manto de azur y coronada de estrellas. Marcel limpiaba esos esplendores y no creía que hubiera nada más bello, ni aun en el paraíso. ¡Qué lástima que se hubiera roto el San Pedro! ¡Habría quedado bien en el vestíbulo! Pécuchet se detenía a veces delante del antiguo pozo de los abonos donde aún se veían la tiara, una sandalia, un pedazo de oreja, suspiraba, y luego continuaba trabajando en el jardín, dado que ahora había unido los trabajos manuales a los ejercicios religiosos y removía la tierra vestido con su hábito de monje y se comparaba con San Bruno. Ese disfraz podía ser un sacrilegio y renunció a él.

Pero iba revistiendo el tipo eclesiástico, sin duda debido a la frecuentación del cura. Tenía su misma sonrisa, su voz, y como él deslizaba sus dos manos hasta las muñecas en las mangas con aire friolento. Llegó un día en que el canto del gallo lo importunó y las rosas lo aburrieron; ya no salía más y echaba al campo miradas hoscas. Bouvard se dejó llevar al mes de María. Los niños que cantaban himnos, los ramilletes de lilas, los festones de verdor le habían causado una sensación como de juventud imperecedera. Dios se manifestaba a su corazón con la forma de los nidos, la claridad de las fuentes, la bondad del sol; y la devoción de su amigo le parecía extravagante, fastidiosa. —¿Por qué gimes durante la comida? —Debemos gemir cuando comemos —dijo Pécuchet— porque el hombre perdió su inocencia por ese camino.

Esa frase la había leído en el Manual del seminarista, dos volúmenes in-12 que le había prestado el señor Jeufroy. Y bebía agua de la Salette, decía a puertas cerradas oraciones jaculatorias y esperaba entrar en la cofradía de San Francisco.

Para obtener el don de la perseverancia resolvió hacer un peregrinaje a la Santa Virgen.

Pero la elección de los lugares lo confundía. ¿Iría a Notre-Dame de Fourvieres, de Chartres, de Embrun, de Marsella o de Auray? La de la Délivrande, más próxima, también podía servir. —¡Me acompañarás!

—Haré el papel de bobo —dijo Bouvard. Después de todo, podía regresar creyente, pues no se resistía a serlo y cedió por complacencia.

Las peregrinaciones deben hacerse a pie. Pero cuarenta y tres kilómetros era mucho, y como los coches de posta no eran lo más adecuado para la meditación, alquilaron un viejo cabriolé que después de doce horas de camino los dejó delante de la posada.

Les dieron una pieza con dos camas, con dos cómodas en las que había dos botellones con agua en pequeñas palanganas ovaladas y el hotelero les dijo que era la "habitación de los capuchinos". En los tiempos del Terror se había ocultado ahí a la señora de la Délivrande con tantas precauciones, que los buenos padres podían decir misa clandestinamente.

Eso agradó a Pécuchet y leyó en voz alta una noticia sobre la capilla recogida abajo, en la cocina.

Fue fundada a principios del siglo II por Saint Régnobert, primer obispo de Lisieux, o por Saint Ragnebert, quien vivió en el siglo Vil o por Robert le Magnifique a mediados del XI.

Los dinamarqueses, los normandos y sobre todo los protestantes la incendiaron y arrasaron en diferentes épocas. Hacia 1112 la estatua primitiva fue descubierta por un carnero, el que golpeando la hierba con la pata, indicó el lugar donde se encontraba; en ese lugar el conde Baudouin erigió un santuario.

Sus milagros son innumerables. Un comerciante de Bayeux, cautivo de los sarracenos, la invoca, sus grillos caen y él escapa. Un avaro descubre en su granero un tropel de ratas, le pide su ayuda y las ratas se alejan. El contacto con una medalla que había rozado su imagen hizo arrepentirse en su lecho de muerte a un viejo materialista de Versailles. Ella le devolvió el habla al señor Adeline, quien la había perdido por haber blasfemado. Y por su protección el señor y la señora de Becqueville tuvieron fuerza bastante como para vivir en castidad en estado de matrimonio.

Se cita, entre aquellos a quienes curó de enfermedades irremediables, a Anne Lorieux, Marie Duchemin, Francois Dufal y la señora de Jumíllac, cuyo nombre de familia era d'Ossevílle.

Fue visitada por personajes notables como Luis XI, Luis XIII, dos hijas de Gastón de Orléans, el cardenal Wiseman, Samirrhi, patriarca de Antioquía, Monseñor Varóles, vicario apostólico de Manchuria y el arzobispo de Quélen fue a darle las gracias por la conversión del príncipe de Talleyran.

—¡Ella también podrá convertirte! —dijo Pécuchet. Bouvard, ya acostado, emitió una especie de gruñido y se durmió del todo.

Al otro día a las seis entraban en la capilla. Estaban construyendo otra; telas y tablas llenaban la nave y el monumento, de estilo rococó, desagradó á Bouvard, sobre todo el altar de mármol rojo con sus pilastras corintias.

La estatua milagrosa está en un nicho, a la izquierda del coro, envuelta por unas vestiduras con lentejuelas. Apareció el sacristán con un cirio para cada uno. Los plantó en una especie de candelabro que campeaba en la balaustrada, pidió tres francos, hizo una reverencia y desapareció. Luego miraron los ex votos.

Placas con inscripciones daban testimonio de la gratitud de los fieles. Se podía admirar dos espadas cruzadas ofrecidas por un antiguo alumno de la Escuela Politécnica, ramilletes de novia, medallas militares, corazones de plata y en un rincón, en el suelo, un bosque de muletas.

De la sacristía salió un sacerdote llevando el copón.

Permaneció algunos minutos al pie del altar, subió los tres escalones y dijo el "Oremus", el "Introito" y el "Kirie" que el monaguillo, de rodillas, recitó de un tirón.

Había pocos visitantes, doce o quince ancianas. Se oía el golpeteo de sus rosarios y el ruido de un martillo que partía piedras. Pécuchet, inclinado en su reclinatorio, repetía los "amén". Durante la Elevación suplicó a Nuestra Señora que le diera una fe constante e indestructible.

Bouvard, en un sillón, a su lado, le tomó el Eucologio y se detuvo en las letanías de la Virgen.

—Muy pura, muy casta, venerable, amable, poderosa, clemente, torre de marfil, morada de oro, puerta de la mañana. —Esas palabras de adoración, esas hipérboles lo transportaron hacia aquella que es celebrada con tantos homenajes.

La imaginó como se la representa en tantos cuadros de iglesia, en un cúmulo de nubes, con querubines a sus pies, el Niño Dios en su pecho, madre de las ternuras que reclaman todas las aflicciones de la tierra, ideal de la Mujer llevado al cielo, porque salido de sus entrañas, el Hombre exalta su amor y sólo aspira a reposar sobre su corazón.

Cuando terminó la misa recorrieron las tiendas que están pegadas al muro por el lado de la plaza. Allí hay imágenes, pilas de agua bendita, urnas con filetes de oro, Jesucristos de coco, rosarios de marfil; y el sol que daba en los vidrios de los cuadros hería los ojos, hacía resaltar la grosería de las pinturas, la fealdad de los dibujos. Bouvard, a quien esas cosas le parecían abominables en casa, fue indulgente para con aquéllas. Compró una pequeña Virgen de pasta azul. Pécuchet se conformó con un rosario, como recuerdo.

Los vendedores gritaban:

—¡Vamos, vamos! ¡Por cinco francos, por tres francos, por sesenta céntimos, por dos sueldos! ¡No rechacen a Nuestra Señora!

Los dos peregrinos paseaban sin llevar nada. Se oyeron algunos comentarios poco amables.

—¡Qué buscan esos pájaros!

—¡A lo mejor son turcos!

—¡Protestantes, tal vez!

Una muchacha tomó a Pécuchet de su levita; un viejo de anteojos le puso la mano en el hombro; todos chillaban al mismo tiempo y después, abandonando sus puestos, fueron a rodearlos, redoblando sus requerimientos y sus insultos.

Bouvard no aguantó más.

—¡Déjennos tranquilos, diablos!

La turba se apartó.

Pero una mujer gorda los siguió durante un tiempo por la plaza y gritó que se arrepentirían.

Al volver a la posada encontraron a Goutman en el café. Su negocio lo llevaba a aquellos parajes y hablaba con un individuo que examinaba facturas en una mesa, delante de ellos.

Ese individuo tenía una gorra de cuero, un pantalón muy ancho, tez roja y el talle fino, a pesar de sus cabellos blancos, y el aspecto de un oficial retirado y de un viejo comicastro a la vez.

De tiempo en tiempo largaba una maldición y después, ante una palabra de Goutman dicha en voz baja, se calmaba en seguida y pasaba a otro papel.

Bouvard, que lo observaba, al cabo de un cuarto de hora se acercó a él.

—¿Barberou, creo?

—¡Bouvard! —exclamó el hombre de la gorra y se abrazaron.

Hacía veinte años que Barberou sobrellevaba toda clase de fortunas. Gerente de un diario, agente de seguros, director de un criadero de ostras —ya les contaré eso— y por fin, dedicado de nuevo a su primera ocupación, trabajaba para una casa de Burdeos y Goutman, que "hacía la diócesis", le colocaba vinos entre los eclesiásticos.

—Pero permítame, en un minuto estoy con usted.

Había reanudado sus cuentas cuando de pronto saltó de su banqueta.

—¡Cómo! ¿Dos mil?

—¡Por supuesto!

—¡Ah, ésta sí que es buena!

—¿Cómo dice?

—Digo que yo mismo vi a Hérambert —respondió Barberou furioso—. Y la factura es por cuatro mil ¡y no es broma!

El cambalachero no perdió su aplomo.

—Bueno, está bien ¿y qué?

Barberou se levantó y su rostro, pálido primero, violeta después, hizo creer a Bouvard y Pécuchet que iba a estrangular a Goutman.

Volvió a sentarse, cruzó los brazos.

—Es usted un verdadero canalla ¡admítalo!

—¡Nada de insultos, señor Barberou! Hay testigos ¡tenga cuidado!

—¡Le haré juicio!

—¡Bueno, bueno, bueno!

Y después de cerrar su portafolios Goutman levantó el ala de su sombrero.

—¡Haga lo que le convenga! —dijo y salió.

Barberou expuso los hechos. Por un pagaré por mil francos, aumentado al doble como consecuencia de manejos usurarios, le había entregado a Goutman tres mil francos en vinos, con lo cual pagaba su deuda y obtenía un beneficio de mil francos. Pero ahora resultaba que debía tres mil. Sus patrones lo despedirían ¡lo demandarían!

—¡Crápula! ¡Asaltante! ¡Sucio judío! ¡Y cena en los presbiterios!

Además ¡cuando se meten las sotanas!

Y despotricó contra los curas y golpeaba la mesa con tanta violencia que la estatuilla estuvo a punto de caer.

—¡Despacio! —dijo Bouvard.

—¡Mire! ¿Qué es esto? —Y Barberou deshizo el envoltorio de la pequeña Virgen—. Una chuchería de peregrino. ¿Es de ustedes?

Bouvard, en lugar de responder, sonrió de manera ambigua.

—¡Es mía! —dijo Pécuchet.

—¡Usted me entristece! —dijo Barberou—. Pero le diré algo al respecto: ¡no tenga miedo!

Y como se debe ser filósofo y la tristeza no sirve para nada, los invitó a almorzar.

Los tres se sentaron a la mesa.

Barberou estuvo amable, recordó los viejos tiempos, tomó a la camarera por la cintura, quiso medir la barriga de Bouvard. Pronto iría a visitarlos y les llevaría un libro divertido.

La idea de la visita no los alegró demasiado. Hablaron de ello en el coche durante una hora, pautada por el trote del caballo. Después Pécuchet cerró los ojos. Bouvard también callaba. Interiormente se inclinaba hacia la religión.

El señor Marescot había ido el día anterior para comunicarles algo importante. Marcel no sabía más.

El notario no pudo recibirlos sino tres horas después y de inmediato expuso el asunto. La señora Bordin le proponía a Bouvard comprarle la granja por una renta de siete mil quinientos francos.

Le tenía echado el ojo desde su juventud, la conocía hasta en los más pequeños detalles, sus defectos y ventajas y ese deseo era como un cáncer que la roía. Porque la buena dama, pomo verdadera normanda que era, quería a "los bienes" por sobre todas las cosas, menos por incrementar su capital que por la dicha de pisar un suelo que le perteneciera.

Con la esperanza de obtener aquél había hecho averiguaciones, lo había vigilado a diario, había ahorrado mucho y esperaba con impaciencia la respuesta de Bouvard.

Este no sabía qué hacer, pues no quería que Pécuchet se encontrase un día sin fortuna; pero había que aprovechar la ocasión, que era consecuencia de la peregrinación. La Providencia, por segunda vez, se manifestaba en favor de él.

Propusieron las condiciones siguientes. La renta, no de siete mil quinientos francos sino de seis mil, le correspondería al último superviviente. Marescot destacó que uno de ellos era débil de salud en tanto que el temperamento del otro lo predisponía a la apoplejía, y la señora Bordin firmó el contrato, llevada por su ambición.

Bouvard quedó melancólico. Alguien deseaba su muerte y esa reflexión le inspiró ideas serias, ideas acerca de Dios y de la eternidad.

Tres días después el señor Jeufroy los Invitó a la comida que daba una vez por año a sus colegas.

La comida comenzó alrededor de las dos de la tarde y terminó a las once de la noche. Se bebió sidra y se dijeron retruécanos. El abate Pruneau improvisó un acróstico, el señor Bougon hizo algunos trucos con los naipes y Cerpet, joven vicario, cantó una pequeña romanza que frisaba lo galante. Aquella reunión divirtió a Bouvard. Estaba menos triste al día siguiente.

El cura fue a verlo con frecuencia. Presentaba la religión con los más agradables colores. ¿Qué se arriesgaba, por otra parte? Y pronto Bouvard se avino a acercarse a la santa mesa. Pécuchet participaría del sacramento junto con él.

El gran día llegó. La iglesia estaba llena de gente debido a las primeras comuniones. Los burgueses y las burguesas colmaban sus bancos y la gente humilde estaba de pie, atrás o en la galería, sobre la puerta.

Lo que iba a suceder un rato más tarde era inexplicable, pensaba Bouvard; pero la Razón no basta para comprender ciertas cosas. Grandes hombres han admitido esto. Sólo había que hacer lo mismo. Y como sumido en una especie de modorra contemplaba el altar, el incensario, los candelabros con la cabeza un poco vacía, ya que no había comido nada y sentía una singular debilidad.

Pécuchet meditaba en la Pasión de Jesucristo y se exaltaba, le daban arrebatos de amor. Hubiera querido ofrecerle su alma, las de los demás, y los raptos, los transportes, las iluminaciones de los santos, todos los seres, el universo entero. Aunque oraba con fervor las diferentes partes de la misa le parecieron un poco largas.

Por fin los niños se arrodillaron en el primer peldaño del altar, y con sus trajes formaron una banda negra que coronaban de manera desigual las cabelleras rubias o morenas. Después de ellos fueron las chicas, con velos que caían por debajo de sus coronas. De lejos se hubiera dicho que era una hilera de nubes blancas en el fondo del coro.

Después les llegó el turno a las personas mayores.

El primero del lado del Evangelio era Pécuchet, quien, por un exceso de emoción, sin duda, movía la cabeza de izquierda a derecha. Al cura le costó trabajo meterle la hostia en la boca y él la recibió con los ojos en blanco.

Bouvard, en cambio, abrió tan grande la boca que su lengua le colgaba por sobre el labio como una bandera. Al levantarse le pegó con el codo a la señora Bordin. Sus ojos se encontraron. Ella sonreía. Sin saber por qué, él enrojeció.

Después de la señora Bordin comulgaron juntas la señorita de Faverges, la condesa, sus damas de compañía y un señor que no conocían en Chavignolles.

Los dos últimos fueron Placquevent y Petit, el maestro, pero de pronto se vio aparecer a Gorgu.

Ya no llevaba perilla y ocupó su lugar con los brazos en cruz contra el pecho, de una manera muy edificante.

El cura arengó a los chicos. Debían tener cuidado, más adelante, de no hacer como Júdas, que traicionó a su Dios, y de conservar siempre su inocencia. Pécuchet lamentó la pérdida de la suya. Pero ya comenzaban a remover las sillas; las madres estaban apuradas por besar a sus hijos.

A la salida los feligreses intercambiaron felicitaciones. Algunos lloraban. La señora de Faverges, que esperaba su coche, se volvió hacia Bouvard y Pécuchet y les presentó a su futuro yerno.

—El señor barón de Mahurot, ingeniero.

El conde lamentaba no verlos. Estaría de regreso la semana entrante.

—¡Recuérdenlo! ¡Se lo ruego!

La calesa había llegado. Las damas del castillo partieron y la gente se dispersó.

En el patio encontraron un paquete, en medio de la hierba. El cartero, como la casa estaba cerrada, lo había arrojado por arriba de la pared. Era la obra que Barberou había prometido, Examen del Cristianismo, por Louis Hervieu, ex alumno de la Escuela Normal.

Pécuchet lo rechazó. Bouvard no deseaba conocerlo.

Se le había repetido que el sacramento lo transformaría; durante varios días estuvo a la espera de floraciones en su conciencia. Pero seguía siendo el mismo y un asombro doloroso lo invadió.

¡Cómo, la carne de Dios se mezcla con nuestra carné y no pasa nada! El pensamiento que gobierna al mundo no esclarece a nuestro espíritu. El supremo poder nos deja librados a la impotencia.

El señor Jeufroy lo tranquilizó y le aconsejó el Catecismo del abate Gaume.

La devoción de Pécuchet, en cambio, había aumentado. Hubiera querido comulgar por las dos especies, cantaba salmos paseándose por el corredor, detenía a los chaviñoleses para discutir y convertirlos. Vaucorbeil se le rió en las narices, Girbal se encogió de hombros y el capitán lo llamó Tartufo. Ya se creía que iban demasiado lejos.

Es una excelente costumbre la de considerar las cosas como otros tantos símbolos. Si el trueno ruge, imagínese el juicio final; ante un cielo sin nubes piénsese en la morada de los bienaventurados; piénsese cuando se pasea que cada paso acerca a la muerte. Pécuchet adoptó este método. Cuando tomaba sus ropas pensaba en la envoltura carnal con la cual está revestida la segunda persona de la Trinidad. El tictac del reloj le recordó los latidos de su corazón, un pinchazo de aguja los clavos de la cruz. Pero por más que estuvo de rodillas durante horas, multiplicó los ayunos y exprimió su imaginación, el desprendimiento de sí mismo no se consumaba. ¡Era imposible alcanzar la contemplación perfecta!

Echó mano de autores místicos, Santa Teresa, Juan de la Cruz, Luis de Granada, Scupoli, y de entre los más modernos, Monseñor Chaillot. En lugar de las sublimidades que esperaba, se encontró con banalidades, con un estilo flojo, Imágenes frías y muchas comparaciones sacadas de talleres de lapidarios.

Aprendió, no obstante, que hay una purgación activa y una purgación pasiva, una visión interna y una visión externas, especies de oraciones, nueve excelencias en el amor, seis grados en la humanidad y que la herida del alma no difiere mucho del vuelo espiritual.

Había puntos que lo confundían.

—Puesto que la carne está maldita ¿cómo es posible que se deba agradecer a Dios el don de la existencia? ¿En qué medida se ha de albergar el temor indispensable para la salvación y la esperanza que no lo es menos? ¿Cuál es el signo de la gracia? Etcétera.

Las respuestas del señor Jeufroy eran simples:

—¡No se atormente! Queriendo comprenderlo todo se corre por una cuesta peligrosa.

El Catecismo de Perseverancia por Gaume había desagradado de tal modo a Bouvard que tomó el volumen de Louis Hervieu, que era un resumen de la exégesis moderna, prohibido por el gobierno. Barberou, como buen republicano, lo había comprado.

El libro despertó dudas en el espíritu de Bouvard y en primer lugar acerca del pecado original. Si Dios había creado al hombre pecable, no debía castigarlo; y el mal es anterior a la caída puesto que ya había volcanes y animales feroces.

—En una palabra ¡ese dogma trastorna mis nociones de justicia!

—¡Qué quiere usted! —decía el cura— es una de esas verdades acerca de las cuales todo el mundo está de acuerdo aunque no se puedan aportar pruebas; y nosotros mismos hacemos recaer en los niños los crímenes de sus padres. Así las costumbres y las leyes justifican ese decreto de la Providencia que se encuentra en la Naturaleza.

Bouvard meneó la cabeza. También dudaba del Infierno.

—Claro, todo castigo debe procurar el mejoramiento del culpable, lo que es imposible con una pena eterna. ¡Y cuántos la padecen! Piense, por ejemplo, en los Antiguos, los judíos, los musulmanes, los idólatras, los heréticos y en los niños muertos sin bautismo ¡esos niños creados por Dios! y ¿con qué finalidad? ¡Para castigarlos por una falta que no cometieron!

—Esa es la opinión de San Agustín —agregó el cura— y San Fulgencio incluye en la condenación hasta a los fetos. Es cierto que la Iglesia nada ha decidido al respecto. Una observación, sin embargo: no es Dios quien condena, sino el pecador quien se condena a sí mismo, y dado que la ofensa es infinita, pues Dios es infinito, el castigo ha de ser infinito. ¿Es todo, señor?

—¡Explíqueme la Trinidad! —dijo Bouvard.

—¡Con mucho gusto! Hagamos una comparación: tomemos los tres lados del triángulo, o mejor nuestra alma, que contiene el ser, el conocer y el querer. Lo que se llama facultad en el Hombre es persona en Dios. ¡Ese es todo el misterio!

—Pero cada uno de los lados del triángulo no son el triángulo. Esas tres facultades del alma no son tres almas. ¡Y sus personas de la Trinidad son tres Dioses!

—¡Blasfemia!

—¡Entonces no hay sino una persona, un Dios, una sustancia afectada de tres maneras! —Adoremos sin comprender —dijo el cura. —¡Está bien! —dijo Bouvard.

Tenía miedo de que se lo tomara por un impío, de ser mal visto en el castillo.

Ahora iban allí tres veces por semana, a eso de las cinco, en invierno, y la taza de té los reanimaba. El señor conde, por su porte, "recordaba la distinción de la antigua corte"; la condesa, plácida y gorda, daba muestras de gran discernimiento en todo. La señorita Yolanda, su hija, era "la típica joven", el Ángel de los "keepseakes"; y la señora de Noaris, su dama de compañía, se parecía a Pécuchet con su nariz puntiaguda.

La primera vez que entraron en el salón estaba defendiendo a alguien.

—¡Les aseguro que ha cambiado! Su regalo lo prueba. Ese alguien era Gorgu. Acababa de regalar a los futuros esposos un reclinatorio gótico. Lo llevaron. Las armas de las dos casas aparecían grabadas en colores. El señor de Mahurot pareció contento y la señora de Noaris le dijo: —¡Ya recordará a mi protegido!

Después trajo a dos niños, un chico de unos doce años y su hermana, que tal vez tuviera diez. Por los agujeros de sus harapos se veían sus miembros rojos de frío. El estaba calzado con viejas pantuflas y ella llevaba un solo zueco. Sus frentes desaparecían bajo sus cabelleras y miraban alrededor de ellos con pupilas ardientes como lobeznos asustados.

La señora de Noaris contó que los había encontrado esa mañana en el camino principal. Placquevent no podía suministrar ningún detalle.

Se les preguntó su nombre. "Víctor; Victorina". ¿Adonde estaba su padre? "En prisión". Y antes ¿qué hacía? "Nada". ¿De dónde eran? "De Saint Pierre". Pero ¿de qué Saint Pierre? Los dos pequeños, por toda respuesta, decían, respirando hondo: "No sé, no sé". Su madre había muerto y ellos mendigaban.

La señora de Noaris explicó lo peligroso que sería abandonarlos; enterneció a la condesa, picó en su honor al conde, fue apoyada por la señorita, se obstinó y triunfó. La mujer del guardabosque los cuidaría. Ya se les encontraría trabajo más adelante. Y como no sabían leer ni escribir, la misma señora de Noaris les daría lecciones para prepararlos para el catecismo.

Cuando el señor Jeufroy iba al castillo, se traía a los dos chicos, él los interrogaba y después les daba una conferencia pretensiosa debido al auditorio.

En una ocasión, cuando había discurrido acerca de los Patriarcas, Bouvard, que regresaba con él y Pécuchet, los denigró severamente.

Jacob se distinguió por sus fullerías, David por los crímenes, Salomón por sus excesos.

El abate le respondió que había que mirar más lejos. El sacrificio de Abraham prefigura la Pasión. Jacob es otra representación del Mesías, como José, como la serpiente de oronce, como Moisés.

—¿Usted cree que compuso el "Pentateuco" —dijo Bouvard.

—¡Sí; sin duda!

—Sin embargo, en él se cuenta su muerte. La misma observación es válida para Josué; y en cuanto a les Jueces, el autor nos advierte que en la época narrada en la historia, Israel no tenía Reyes aún. Eso quiere decir que la obra se escribió en tiempos de los Reyes. Los Profetas también me asombran. —¡Va a negar a los Profetas, ahora!

—¡De ningún modo! Pero sus espíritus caldeados veían a Jehová con formas diversas, como la de un fuego, una zarza, un anciano, una paloma; y no estaban seguros de la Revelación, puesto que siempre pedían una señal. —¡Ah! ¿Y usted descubrió esas hermosas cosas?…

—¡En Spinoza! —Al oír esto el cura saltó—. ¿Lo leyó usted?

—¡Dios me libre!

—Sin embargo, señor, la ciencia.

—Señor, no se es sabio si no se es cristiano. —La ciencia le inspiraba sarcasmo—. ¿Su ciencia podría hacer que naciera una espiga de trigo? ¿Qué sabemos?

Pero él sabía que el mundo había sido creado para nosotros; sabía que los Arcángeles están por encima de los Angeles; sabía que el cuerpo humano resucitará tal como era alrededor de los treinta.

Su aplomo sacerdotal irritaba a Bouvard, quien por desconfianza para con Louís Hervieu escribió a Varíot. Y Pécuchet, mejor informado, le pidió a Jeufroy explicaciones sobre la Escritura.

Los seis días del Génesis quieren decir seis grandes épocas. Los vasos preciosos que los judíos tomaron a los egipcios, han de entenderse como riquezas intelectuales, las Artes, de las cuales habían robado el secreto. Isaías no se desnudó completamente, pues nudus, en latín, significa desnudo hasta las caderas. Por eso Virgilio aconseja desnudarse para labrar ¡y este escritor no hubiese dado un precepto contrario al pudor! Lo de Ezequiel devorando un libro no tiene nada de extraordinario. ¿No se dice acaso devorar un folleto, un diario? Pero, si en todo se han de ver metáforas ¿a qué se reducirán los hechos? El abate sostenía, sin embargo, que eran reales.

Esta manera de entenderlos le pareció desleal a Pécuchet. Llevó más lejos sus investigaciones, elaboró un escrito acerca de las contradicciones de la Biblia.

En el Éxodo se nos dice que durante cuarenta años se hicieron sacrificios en el desierto, pero según Amos y Jeremías no se hizo ninguno. Los Paralipómenos y Esdras no están de acuerdo sobre el empadronamiento del pueblo. En el Deuteronomio Moisés ve al Señor cara a cara, pero según el Éxodo jamás pudo verlo. ¿Dónde está, entonces, la inspiración?

—Razón de más para admitirla —respondió sonriendo el señor Jeufroy—. Los impostores necesitan la connivencia, los sinceros se desentienden de ella. Si nos vemos confundidos recurramos a la Iglesia. Ella es siempre infalible.

¿De qué depende la infalibilidad? Los concilios de Basilea y de Constanza la atribuyen a los concilios. Pero con frecuencia los concilios difieren, y prueba de ello es lo que pasó con Atanasio y Arius. Los de Florencia y Letrán se la otorgan al Papa, pero Adriano VI declara que el Papa puede equivocarse como cualquier otro.

—¡Mezquindades! Todo eso no afecta a la permanencia del dogma.

La obra de Louis Hervieu señala las modificaciones: en otros tiempos el bautismo era sólo para los adultos. La extremaunción no fue un sacramento hasta el siglo IX; la Presencia real fue decretada en el siglo VIII, el Purgatorio, fue reconocido en el XV y la Inmaculada Concepción es de ayer.

Y Pécuchet llegó a no saber qué pensar de Jesús. Tres de los Evangelios lo dan como un hombre. En un pasaje de San Juan parece ser el igual de Dios y en otro se reconoce inferior a él.

El abate respondió con la carta del rey Abgar, las Actas de Pilatos y el testimonio de las Sibilas "cuyo fondo es verdadero". Encontraba a la Virgen en las Galias, el anuncio de un Redentor en China, la Trinidad en todas partes, la Cruz en el gorro del gran lama, en Egipto en el puño de los dioses, y hasta le mostró un grabado que representaba un nilómetro, el cual, según Pécuchet, era un falo.

El señor Jeufroy consultaba en secreto a su amigo Pruneau, quien le buscaba pruebas en diversas obras. Se entabló una lucha de eruditos; y picado en su amor propio Pécuchet se volvió trascendente, mitólogo.

Comparaba a la Virgen con Isis, a la Eucaristía con el Homa de los persas, a Baco con Moisés, al arca de Noé con el navío de Xithuros y esas semejanzas, para él, demostraban la identidad de las religiones.

Pero no puede haber diversas religiones puesto que no hay sino un Dios y cuando se le agotaban los argumentos el hombre de la sotana exclamaba:

—¡Es un misterio!

¿Qué significa esa palabra? Falta de saber, muy bien. Pero por poco que designe a una cosa cuyo solo enunciado entrañe una contradicción, será una estupidez. Y Pécuchet no se separaba más del señor Jeufroy. Lo sorprendía en su jardín, lo esperaba en el confesionario, lo alcanzaba en la sacristía. El cura imaginaba ardides para huir de él.

Un día, cuando había salido hacia Sassetot para asistir a alguien, Pécuchet se puso delante de él en el camino, de modo que la conversación fuera inevitable.

Era a la tarde, a fines de agosto. El cielo escarlata se obscurecía y una gran nube se formó, plana en la parte de abajo y con volutas en la cima.

Pécuchet comenzó por hablar de cosas indiferentes, luego dejó caer la palabra "mártir" y dijo:

—¿Cuántos cree usted que haya habido?

—Unos veinte millones, por lo menos.

—No fue una cantidad tan grande, según dijo Orígenes.

—Orígenes, sabe ¡es sospechoso!

Una ráfaga de viento pasó y dobló la hierba de las zanjas y las dos hileras de olmos que iban hasta el horizonte.

Pécuchet continuó:

—Se incluye entre los mártires a muchos obispos galos que murieron resistiendo a los bárbaros, lo que no corresponde.

—¡Ahora va a defender a los emperadores!

Según Pécuchet, se los había calumniado.

—La historia de la Legión tebana es una fábula. ¡Impugno también lo de Sinforoso y sus siete hijos, lo de Felicitas y sus siete hijas y lo de las siete vírgenes de Ancyra, condenadas a la violación aunque septuagenarias y lo de las once mil vírgenes de Santa Úrsula, una de las cuales se Mamaba Undecemilla, nombre que se tomó por una cifra y aún más de lo de los diez mártires de Alejandría!

—¡Sin embargo!… Sin embargo, lo dicen autores dignos de crédito.

Cayeron gotas de agua. El cura abrió su paraguas y Pécuchet, cuando estuvo debajo, se atrevió a afirmar que los católicos habían hecho más mártires entre los judíos, los musulmanes, los protestantes y los libres pensadores que todos los romanos de la antigüedad.

El eclesiástico protestó:

—¡Pero se cuentan diez persecuciones desde Nerón hasta César Galba!

—De acuerdo. ¡Y las matanzas de los albigenses! ¡Y la de San Bartolomé! ¡Y la revocación del edicto de Nantes!

—Excesos deplorables, sin duda, ¡pero no va a comparar a esa gente con San Esteban, San Lorenzo, Cipriano, Policarpo y una multitud de misioneros!

—¡Perdón! ¡También recuerde a Hipatia, Jerónimo de Praga, Jean Huss, Bruno, Vaníni, Anne Dubourg!

La lluvia aumentaba y caía como dardos, con tanta fuerza, que rebotaba en el suelo como pequeños cohetes blancos.

Pécuchet y el señor Jeufroy caminaban lentamente, pegados el uno al otro y el cura decía:

—¡Después de suplicios abominables los arrojaban a calderas!

—¡La Inquisición también empleó la tortura y bien que lo quemaba a uno!

—¡Se llevaba a las damas ilustres a los lupanares!

—¿Supone usted que los dragones de Luis XIV eran decentes?

—¡Y tome en cuenta que los cristianos no habían hecho nada contra el Estado!

—¡Los hugonotes tampoco!

El viento arrastraba, barría a la lluvia en el aire. El agua chasqueaba en las hojas, chorreaba en los bordes del camino y el cielo color de barro se confundía con el campo desnudo, pues la siega había terminado. Ni un techo. A lo lejos solo se veía la cabaña de un pastor.

El liviano gabán de Pécuchet ya no tenía ni un hilo seco. El agua corría por todo su espinazo, entraba en sus botas, en sus orejas, en sus ojos, a despecho de la visera de la gorra Amoros. El cura, sosteniendo con una mano la cola de su sotana, se descubría las piernas y las puntas de su tricornio escupían agua en sus espaldas como gárgolas de catedral.

Tuvieron que detenerse y volviéndoles las espaldas a la tormenta quedaron cara a cara, barriga contra barriga, sosteniendo a cuatro manos el paraguas que se balanceaba.

El señor Jeufroy no había interrumpido la defensa de los católicos.

—¿Acaso crucificaron a sus protestantes, como hicieron con San Simeón? ¿O hicieron devorar a un hombre por dos tigres, como le sucedió a San Ignacio?

—¡Y usted no toma en cuenta todas las mujeres separadas de sus maridos, los niños arrancados a sus madres! ¡Y el destierro de los pobres, a través de la nieve, en medio de los precipicios! Los amontonaban en las prisiones y apenas muertos los tiraban en los zarzos.

El abate respondió con sarcasmo:

—¡Permítame que no crea nada de eso! Nuestros mártires son menos dudosos. Santa Blandina fue entregada en una red a una vaca furiosa. Santa Julitte pereció muerta a golpes. ¡A San Taraco, San Probo y San Andrínico les rompieron los dientes con un martillo, les desgarraron los flancos con peines de hierro y les atravesaron las manos con clavos al rojo, les sacaron el cuero cabelludo!

—¡Usted exagera! —dijo Pécuchet—. La muerte de los mártires era, en esos tiempos, una ampliación de la retórica.

—¿Cómo de la retórica?

—¡Pero sí! Yo, en cambio, señor, le cuento la historia. ¡Los católicos, en Irlanda, destriparon a las mujeres encinta para quitarles sus hijos!

—¡Nunca!

—¡Y arrojárselos a los cerdos!

—¡Vamos, vamos!…

—¡En Bélgica las enterraban vivas! —¡No haga bromas!

—¡Se conservan sus nombres!

—Y aunque así fuera —objetó el sacerdote, colérico, sacudiendo el paraguas— no se los puede llamar mártires. Y los hay fuera de la Iglesia.

—Permítame. Si el valor del mártir depende de la doctrina ¿cómo es posible que sirva para demostrar su excelencia?

La lluvia amainaba. Hasta llegar al pueblo no hablaron más. Pero en la puerta del presbiterio el abate dijo:

—¡Lo compadezco, realmente, lo compadezco!

Pécuchet contó en seguida su altercado a Bouvard. Este le había causado una malevolencia antirreligiosa, y una hora después, sentado ante el fuego, leía el Cura Meslier.

Esas negaciones torpes le disgustaron; luego, diciéndose que quizás se hubiese hecho una falsa idea de los héroes hojeó en la Biografía la historia de los mártires más ilustres.

¡Cómo clamaba el pueblo cuando entraban en la arena! Y si los leones y los jaguares eran mansos, con ademanes y gritos los excitaban para que atacaran. Se los veía a todos cubiertos de sangre, de pie, sonrientes, mirando al cielo. Santa Perpetua se recogió los cabellos para no parecer afligida. Pécuchet se puso a pensar. La ventana estaba abierta, la noche tranquila, brillaban muchas estrellas.

Por las almas de aquellos hombres debían pasar cosas que ni siguiera podemos imaginar, una alegría, un espasmo divino. Y Pécuchet, a fuerza de pensar en eso, dijo que comprendía aquello, que él hubiera hecho lo mismo. —¿Tú?

—¡Seguramente!

—¡Nada de bromas! ¿Crees o no? —No sé.

Encendió una vela y sus ojos tropezaron con el crucifijo de la alcoba.

—¡Cuántos miserables han recurrido a ese? —Y después de un silencio— ¡Lo han desnaturalizado! Es culpa de Roma ¡La política del Vaticano!

Pero Bouvard admiraba a la Iglesia por su magnificencia y hubiera deseado ser un cardenal de la Edad Media.

—Me hubiera quedado bien la púrpura, reconócelo.

La gorra de Pécuchet, puesta delante de las brasas, no estaba seca todavía. Cuando la estiraba sintió algo en el forro y una medalla de San José cayó. Aquello los turbó; el hecho les parecía inexplicable.

La señora de Noaris quiso saber si Pécuchet no había experimentado algún cambio, alguna alegría y sus preguntas la traicionaron. Una vez, mientras él jugaba al billar, ella le había cosido la medalla en su gorra.

Evidentemente, lo amaba. Hubieran podido casarse, ya que ella era viuda, pero él ni siquiera sospechó ese amor que tal vez hubiera sido la felicidad de su vida.

Aunque se mostraba más religioso que el señor Bouvard, lo había encomendado a San José, cuyo socorro es excelente para las conversiones.

Nadie conocía como ella todos los rosarios y las indulgencias que éstos procuran, el efecto de las reliquias, los privilegios de las aguas santas. Su reloj pendía de una cadenita que había tocado las ataduras de San Pedro. Entre sus dijes lucía una perla de oro, imitación de aquella que en la iglesia de Allouagne contiene una lágrima de Nuestro Señor. En el meñique llevaba un anillo con cabellos del cura de Ars y como recogía hierbas para los enfermos su pieza parecía una sacristía y una trastienda de boticario.

Pasaba su tiempo escribiendo cartas, visitando a los pobres, disolviendo concubinatos y repartiendo fotografías del Sagrado Corazón. Un señor iba a enviarle "la Pasta de los Mártires", mezcla de cera pascual y de polvo humano tomado en las catacumbas que se emplea en los casos desesperados como pastillas o píldoras. Le prometió un poco a Pécuchet. Este pareció disgustado por ese materialismo.

A la noche, un criado del castillo le llevó una gran cesta llena de opúsculos que referían frases piadosas del gran Napoleón, buenas palabras de curas en los albergues, muertes espantosas acaecidas a impíos. La señora de Noaris sabía todo eso de memoria, y también una infinidad de milagros.

Contaba algunos estúpidos milagros sin sentido, como si Dios los hubiese hecho para asombrar a la gente. Su misma abuela había guardado en un armario unas ciruelas cubiertas por un paño y un año más tarde se encontró con que sobre la tela había trece que formaban una cruz.

—Explíqueme eso.

Era lo que siempre decía al terminar sus historias, a las que se aferraba con una tozudez de borrico; pero era buena mujer, por lo demás, de humor muy cordial.

Una vez, sin embargo "se le volaron los pájaros". Bouvard le impugnó el milagro de Pezilla, el de una compotera en la cual se habían ocultado hostias durante la Revolución y que se había dorado por sí misma.

Quizás hubiera, en el fondo, un poco de color amarillo debido a la humedad.

—¡Pero no; le repito que no! La causa del dorado fue el contacto con la Eucaristía. —Y dio como prueba el testimonio de los obispos—. Es, según dicen ellos, como un escudo, un… un "palladium" sobre la diócesis de Perpignan. ¡Pregúntenle si no al padre Jeufroy!

Bouvard no resistió más y después de repasar su Louis Hervieu llevó a Pécuchet.

El eclesiástico acababa de cenar. Reine ofreció asientos y obedeciendo a una señal tomó dos vasitos que llenó con "rosolio".

Después de todo esto Bouvard dijo a qué había ido. El abate no respondió directamente.

—A Dios todo le es posible y los milagros son una prueba de la Religión.

—No obstante, hay leyes.

—No es nada. Él las altera para instruir, corregir.

—¿Cómo sabe usted que las altera? —respondió Bouvard—. Cuando la Naturaleza sigue su rutina, ni se piensa en eso, pero ante un fenómeno extraordinario, en seguida vemos la mano de Dios.

—Porque puede estar ahí —dijo el eclesiástico— y cuando un acontecimiento ha sido certificado por testigos…

—¡Los testigos se lo tragan todo! ¡Hay falsos milagros también!

El sacerdote se puso rojo.

—Sin duda, a veces.

—¿Cómo distinguirlos de los verdaderos? Y si los verdaderos que se dan como pruebas necesitan ser probados a su vez ¿para qué hacerlos?

Reine intervino plegándose a la prédica de su amo, dijo que había que obedecer.

—¡La vida es un tránsito pero la muerte es eterna!

—En una palabra —agregó Bouvard bebiéndose el "rosolio"— los milagros de antes no están mejor demostrados que los milagros de hoy; razones análogas defienden a los de los cristianos y a los de los paganos.

El cura arrojó su tenedor a la mesa.

—¡Le repito una vez más que esos eran falsos! ¡No hay milagros fuera de la iglesia!

—¡Mire! —se dijo Pécuchet—. El mismo argumento que con los mártires. La doctrina se apoya en los hechos y los hechos en la doctrina.

El señor Jeufroy, después de beber un vaso de agua, continuó.

—Aun negándolos ustedes creen en ellos. El mundo convertido por doce pescadores es, me parece, un hermoso milagro.

—¡De ningún modo! —Pécuchet lo explicaba de otra manera—. El monoteísmo viene de los hebreos, la Trinidad de los indios. El Logos es de Platón, la Virgen María de Asia.

¡No importa! El señor Jeufroy se aferraba a lo sobrenatural, no admitía que el cristianismo pudiese tener, humanamente, la más pequeña razón de ser, aun cuando viese en todos los pueblos antecedentes y deformaciones. Hubiera tolerado la impiedad socarrona del siglo XVIII, pero la crítica moderna, con su cortesía, lo exasperaba.

—¡Prefiero el ateo que blasfema al escóptico que ergotiza!

Después los miró con expresión desafiante, como pare, despedirlos.

Pécuchet regresó melancólico. Había esperado el acuerdo de la Fe y la Razón.

Bouvard le hizo leer este pasaje de Louis Hervieu:

Para conocer el abismo que los separa, oponga sus axiomas:

La Razón le dice: el todo contiene las partes; y la Fe responde con la Sustanciación. Jesús, al comulgar con sus apóstoles, tenía su cuerpo en su mano y su cabeza en su boca.

La Razón dice: no se es responsable del crimen de los demás y la Fe responde con el pecado original.

La Razón dice: tres es tres y la Fe afirma que tres es uno.

No visitaron más al abate.

Era la época de la guerra de Italia. La gente decente temblaba por el Papa. Se echaban pestes contra Víctor Manuel. La señora de Noaris hasta llegaba a desearle la muerte.

Bouvard y Pécuchet protestaban sólo tímidamente. Cuando la puerta del salón se abría ante ellos y se miraban, al pasar, en los altos espejos, en tanto que por las ventanas se entreveían las alamedas, donde resaltaba en medio del verde el chaleco rojo de algún criado, experimentaban placer y el lujo del ambiente los tornaba indulgentes para con las palabras que allí se decían.

El conde les prestó todas las obras de De Maistre. Solía exponer los principios de éste ante un círculo de íntimos, Hurel, el cura, el juez de paz, el notario y el barón, su futuro yerno, que de cuando en cuando iba por veinticuatro horas al castillo.

—¡Lo que hay de abominable —decía el conde— es el espíritu del 89! Se comienza por impugnar a Dios, después se discute el gobierno y luego viene lo de la libertad; lliberde insulto, de rebelión, de gozo y también de pillaje! Tanto es así como que la Religión y el Poder tienen que proscribir a los independientes, a los heréticos. ¡Habrá quienes clamen que es una persecución! ¡Como si los verdugos persiguieran a los criminales! En resumen, ¡no hay Estado sin Dios! La Ley no puede ser respetada sino cuando viene de lo alto; y actualmente no se trata de los italianos sino de saber quién se impondrá ¡la Revolución o el Papa, Satán o Jesucristo!

El señor Jeufroy aprobaba con monosílabos, Hurel con una sonrisa, el juez de paz bamboleando la cabeza. Bouvard y Pécuchet miraban el cielorraso, la señora de Noaris, la condesa y Yolanda trabajaban para los pobres y el señor de Mahurot, al lado de su novia, hojeaba los periódicos.

Después había silencios durante los cuales todos parecían sumidos en la búsqueda de un problema. Napoleón tercero ya no era un Salvador y hasta daba un ejemplo deplorable dejando que en las Tullerías los albañiles trabajaran en domingo.

—No se debería permitir —era la frase habitual del señor conde. Economía social, bellas artes, literatura, historia, doctrinas científicas, acerca de todo dictaminaba en su calidad de cristiano y padre de familia. ¡Y pluguiere a Dios que el gobierno pusiera en sus actos el mismo rigor que él desplegaba en su casa! Sólo el Poder es juez de los peligros de la ciencia; divulgada con excesiva largueza inspira al pueblo ambiciones funestas. Era más feliz, ese pobre pueblo, cuando los señores y los obispos atemperaban el absolutismo del rey. Ahora las industrias lo explotan. ¡Va a caer en la esclavitud!

Y todos echaban de menos al Antiguo Régimen, Hurel por ruindad, Coulon por ignorancia, Marescot como artista.

Bouvard, de regreso en su casa, se empapó de La Mettrie, de Holbach, etcétera y Pécuchet se alejó de una religión que se había convertido en un instrumento de gobierno. El señor de. Mahurot había comulgado para seducir mejor a "las señoras" y si practicaba era debido a los criados.

Matemático y "dilettante", tocaba valses en el piano, era admirador de Toepffer y se distinguía por un escepticismo de buen tono. Lo que se decía de los abusos feudales, de la Inquisición o de los jesuitas, eran prejuicios. Y elogiaba al progreso aunque despreciaba todo lo que no era gentilhombre o salido de la Escuela Politécnica.

El señor Jeufroy también les desagradaba. Creía en los sortilegios, hacía bromas sobre los ídolos y afirmaba que todos los idiomas derivan del hebreo. Su retórica carecía de sorpresas; se trataba siempre del ciervo acorralado, de la miel y del ajenjo, del oro y el plomo, de los perfumes, de urnas y del alma cristiana comparada con el soldado que debe decir frente al Pecado: ¡No pasarás!

Para evitar sus conferencias llegaban al castillo lo más tarde posible.

Un día, sin embargo, lo encontraron.

Hacía una hora que esperaba a sus dos alumnos. De pronto la señora de Noaris entró.

—¡La pequeña ha desaparecido! Traigo a Víctor. ¡Ah, el desdichado!

Había encontrado en su bolsillo un dedal de plata perdido hacía tres días. Después, sofocada por los sollozos, agregó:

—¡Eso no es todo, eso no es todo! ¡Cuando lo estaba reprendiendo me mostró el trasero! —Y antes que el conde y la condesa hubiesen dicho nada continuó— ¡por lo demás es culpa mía, perdónenme!

Les había ocultado que los dos huérfanos eran los hijos de Touache, que estaba en presidio.

¿Qué hacer?

Si el conde los despedía estaban perdidos y su acto de caridad quedaría como un capricho.

El señor Jeufroy no se sorprendió. Dado que el hombre es corrompido por naturaleza, hay que castigarlo para mejorarlo.

Bouvard protestó. Era mejor la suavidad.

Pero el conde volvió a explayarse acerca de lo de la mano de hierro, indispensable para con los niños como para con los pueblos. Esos dos estaban llenos de vicios, tanto la chica, mentirosa, como el chico, brutal. El robo, después de todo, sería disculpable, pero la insolencia nunca, pues la educación ha de ser una "escuela de respeto".

Por lo tanto, Sorel, el guardabosque, le administraría al jovencito una buena zurra inmediatamente.

El señor de Mahurot, que tenía algo que decirle, se encargó de la comisión. Tomó un fusil en la antecámara y llamó a Víctor, que había permanecido en medio del patio con la cabeza gacha.

—Sígueme —dijo el barón.

Como el camino para ir a lo del guardia casi no los desviaba del de Chavignolles, el señor Jeufroy, Bouvard y Pécuchet lo acompañaron.

A cien pasos del castillo les rogó que no hablaran mientras bordearan el bosque. El terreno bajaba hasta la orilla del río donde se erguían grandes bloques de roca. En el agua resplandecían hojas de oro bajo el sol poniente. En frente, las verdes colinas se cubrían de sombra. Soplaba una brisa fresca.

Algunos conejos salidos de sus madrigueras pacían la hierba.

Sonó un tiro, después un segundo y luego otro y los conejos saltaban, rodaban. Víctor se les echaba encima para atraparlos y jadeaba bañado de sudor.

—¡Linda te está quedando tu ropa! —dijo el barón. Su camisa hecha jirones estaba manchada de sangre.

La vista de la sangre repugnaba a Bouvard. No admitía que se la pudiera derramar.

El señor Jeufroy replicó:

—Las circunstancias a veces lo exigen. Si no es el culpable quien da la suya, hace falta la de otro. Es esta una verdad que nos enseña la Redención.

Según Bouvard, ésta no había servido pues casi todos los hombres se condenaron a pesar del sacrificio de Nuestro Señor.

—Pero todos los días la renueva en la Eucaristía.

—¡Y el milagro —dijo Pécuchet— se hace con palabras, sin importar la indignidad del sacerdote!

—¡En eso radica el misterio, señor!

Mientras tanto Víctor clavaba sus ojos en el fusil y hasta trataba de tocarlo.

—¡Fuera esas manos! —Y el señor de Mahurot tomó un sendero por entre la maleza.

El eclesiástico tenía a Pécuchet de un lado y a Bouvard del otro y a ellos dijo:

—¡Atención! Ustedes saben: Debetur pueris.

Bouvard le aseguró que él se prosternaba ante el Creador, pero que era indigno que se hiciera de él un hombre. Se teme su venganza, se trabaja para su gloria; tiene todas las virtudes, un brazo, un ojo, una política, una morada. Padre Nuestro que estás en los cielos ¿eso qué quiere decir?

Y Pécuchet agregó:

—El mundo se ha agrandado, la Tierra ya no es su centro. Gira en medio de la multitud infinita de sus semejantes. Muchos de éstos la superan en tamaño y ese empequeñecimiento de nuestro globo depara una idea más sublime de Dios.

Por lo tanto la religión debía cambiar. El Paraíso es algo infantil con esos bienaventurados siempre contemplando, siempre cantando y que miran desde allá arriba los tormentos de los condenados. ¡Cuando se piensa que el cristianismo tiene como base una manzana!

El cura se enojó.

—Niegue la Revelación. Será más fácil.

—¿Cómo quiere usted que Dios haya hablado? —dijo Bouvard.

—¡Pruebe que no habló! —decía Jeufroy. —Una vez más ¿quién lo afirma? —¡La Iglesia! —¡Bonito testimonio!

Aquella discusión aburría al señor de Mahurot, quien sin detenerse dijo:

—¡Escuchen al cura! El sabe más que ustedes. Bouvard y Pécuchet se hicieron señas para tomar por otro camino y al llegar a la Cruz Verde dijeron: —¡Tengan buenas noches! —¡Servidor! —dijo el barón.

Todo aquello sería contado al señor de Favergés y probablemente hubiera una ruptura como consecuencia. ¡Mala suerte! Se sentían despreciados por esos nobles, nunca los invitaban a cenar y ya estaban cansados de la señora de Noaris y sus continuas reprimendas.

No obstante no podían guardarse el De Maistre y unos quince días después volvieron al castillo creyendo que no serían recibidos. Pero lo fueron.

Toda la familia se encontraba en el gabinete, incluido Hurel y, cosa extraordinaria, Foureau.

El correctivo no había corregido a Víctor. Se rehusaba a aprender su catecismo y Victorina profería palabras sucias. En una palabra, el muchacho iría al reformatorio y la chica a un convento. Foureau se había encargado de los trámites y se retiraba cuando la condesa lo llamó.

Se esperaba al señor Jeufroy para fijar con él la fecha de la boda que se realizaría en el ayuntamiento mucho antes que en la iglesia, para mostrar así que despreciaban el casamiento civil.

Foureau trató de defenderlo. El conde y Hurel lo atacaron. ¿Qué era una función municipal al lado de un sacerdote? Y el barón no se hubiese considerado casado si sólo lo hubiera hecho ante una banda tricolor.

—¡Bravo! —dijo el señor Jeufroy que entraba—. Dado que el matrimonio fue establecido por Jesús… Pécuchet lo detuvo.

—¿En qué Evangelio? En los tiempos apostólicos se lo estimaba tan poco que Tertuliano lo compara con el adulterio. —¡Vaya, caramba!

—¡Pero, sí! ¡Y no es un sacramento! El sacramento requiere un signo. ¡Muéstreme el signo del matrimonio!

El cura se apresuró a responder que representaba la alianza de Dios con la Iglesia.

—¡Ustedes ya no comprenden al cristianismo! Y la Ley…

—La Ley lleva su marca —dijo el señor de Faverges—. ¡De no ser así autorizaría la poligamia!

Una voz respondió: —¿Y qué habría de malo en eso?

Era Bouvard, semioculto por una cortina.

—Se puede tener varias esposas, como los patriarcas, los mormones y los musulmanes y sin embargo ser un hombre decente.

—¡Nunca! —exclamó el sacerdote—. La honestidad consiste en hacer lo que se debe. Nosotros debemos respetar a Dios. Y quien no es cristiano, no es honesto.

—Tanto como el que más —dijo Bouvard.

El conde, quien creyó advertir en esta réplica un ataque a la religión, la exaltó. Esta había emancipado a los esclavos.

Bouvard hizo algunas citas que probaban lo contrario:

—San Pablo les recomienda obedecer a sus amos como a Jesús. San Ambrosio llama a la esclavitud un don de Dios. El Levítico, el Éxodo y los Concilios la sancionaron. Bossuet la ubica en el derecho de gentes y Monseñor Bouvier la aprueba.

El conde arguyó que el cristianismo, a pesar de todo, había desarrollado a la civilización.

—Y la pereza, al hacer de la pobreza una virtud.

—Sin embargo, señor ¿la moral del Evangelio?

—¡Ah, ah! ¡No tal moral! A los obreros de la última hora se les paga tanto como a los de la primera. Se le da al que posee y se le quita a quien no posee. En cuanto al precepto de recibir bofetadas sin devolverlas y de dejarse robar, alienta a los audaces, a los cobardes y a los sinvergüenzas.

El escándalo aumentó cuando Pécuchet declaró que él casi prefería el budismo.

El sacerdote se echó a reír.

—¡Ah, ah, él budismo!

La señora de Noaris levantó los brazos.

—¡El budismo!

—¿Cómo? ¿El budismo? —repitió el conde.

—¿Lo conoce usted? —dijo Pécuchet al señor Jeufroy, quien quedó atarugado.

—¡Y bien, sépanlo! Mejor que el cristianismo y antes que él reconoció la nada de las cosas terrenales. Sus prácticas son austeras, sus fieles más numerosos que todos los cristianos y en cuanto a la encarnación, Visnú no tiene una ¡sino nueve! ¡Juzguen ustedes!

—¡Mentiras de viajeros! —dijo la señora de Noaris.

—¡Apoyados por los francmasones! —agregó el cura.

Y empezaron a hablar todos a la vez.

—¡Vamos!, ¡Por favor!

—¡Continúe!

—¡Muy lindo!

—Yo lo encuentro divertido.

—¡No es posible!

Y continuaron así hasta que Pécuchet, exasperado, declaró que se haría budista.

—¡Está insultando a cristianas! —dijo el barón. La señora de Noaris se desplomó en un sillón. La condesa y Yolanda callaban. El conde ponía los ojos en blanco; Hurel esperaba órdenes. El abate, para contenerse, leía su breviario.

Este ejemplo apaciguó al señor de Faverges y mirando a los dos hombres dijo:

—Antes de censurar al Evangelio, cuando uno tiene manchas en su pasado, hay ciertas reparaciones…

—¿Reparaciones?

—¿Manchas?

—¡Ya basta, señores! ¡Ustedes comprenden lo que digo!

Después, dirigiéndose a Foureau agregó:

—Sorel ya está al corriente. ¡Vaya!

Y Bouvard y Pécuchet se fueron sin saludar.

Al fin de la avenida los tres dejaron escapar su resentimiento:

—Me tratan como a un sirviente —mascullaba Foureau y los otros aprobaban. A pesar del recuerdo de las hemorroides sentía por ellos una cierta simpatía.

Algunos peones trabajaban en el campo. El hombre que los dirigía se acercó; era Gorgu. Se pusieron a hablar. Supervisaba el empedrado del camino votado en 1848 y debía ese puesto al señor de Mahurot, el ingeniero "el que va a casarse con la señorita de Faverges". Ustedes vienen de allá ¿no es cierto?

—¡Por última vez! —dijo bruscamente Pécuchet.

Gorgu adoptó un aire de ingenuidad.

—¿Una disputa? ¡Vaya, vaya!

Y si hubiesen podido ver su rostro, después de haberle vuelto fas espaldas, habrían comprendido que husmeaba el motivo.

Un poco más lejos se detuvieron frente a un lugar enrejado donde había casillas para perros y una casita de tejas rojas.

Victorina estaba en la puerta. Se oyeron ladridos. La mujer del guarda.

Ya sabía a qué iba el alcalde y llamó a Víctor.

Todo estaba preparado de antemano, hasta su ropa envuelta en dos pañuelos sujetos con alfileres.

—¡Buen viaje! —le dijo—. ¡Me alegra deshacerme de estos miserables!

¡No tenían la culpa de ser hijos de un padre presidiario! Al contrario; parecían muy juiciosos y ni siquiera les preocupaba el lugar adonde los llevaban.

Bouvard y Pécuchet los miraban caminar delante de ellos.

Victorina canturreaba palabras confusas, con su pañuelo en el brazo, como una modista que lleva una sombrerera. A veces se volvía y Pécuchet, al ver sus ricitos rubios y su porte gentil, lamentaba no tener una hija así. Educada en otras condiciones habría llegado a ser encantadora. ¡Qué dicha el verla crecer, oír todos los días su gorjeo de pájaro, besarla cuando lo quisiera! Y la ternura subió de su corazón a los labios, humedeció sus párpados, lo oprimió un poco.

Víctor había echado su equipaje a la espalda, como un soldado. Silbaba, tiraba piedras a las cornejas que estaban en los surcos, iba bajo los árboles a cortar ramitas. Foureau lo llamó y Bouvard, tomándolo de la mano, disfrutaba sintiendo en la suya esos dedos de niños robustos y vigorosos. El pobre diablito sólo quería desarrollarse en libertad, como una flor al aire libre y se pudriría entre cuatro paredes, con las lecciones, los castigos y un montón de estupideces. Bouvard fue presa de un violento arranque de piedad, de una indignación contra la suerte, de una de esas furias que le hacen a uno querer destruir al gobierno.

—¡Corre! —dijo—. ¡Diviértete todo lo que quieras!

El chico salió corriendo.

Su hermana y él dormirían en la posada, de donde al alba el mensajero de Falaise recogería a Víctor para dejarlo en el reformatorio de Beaubourg; una religiosa del orfanato de Grand-Camp se llevaría a Victorina.

Foureau, después de dar estos detalles, volvió a sumirse en sus pensamientos. Pero Bouvard quiso saber cuánto podía costar el mantener a los dos chiquilines.

—¡Bah!… La cosa puede salir unos trescientos francos. El conde me dio veinticinco para los primeros gastos. ¡Qué roñoso!

Y con el desaire hecho a su banda metido en el corazón, Foureau apuró el paso silenciosamente.

Bouvard murmuró:

—Me dan pena. ¡De buena gana me quedaría con ellos!

—¡Yo también! —dijo Pécuchet, a quien se le había ocurrido la misma idea.

¿Habría inconvenientes, sin duda?

—¡Ninguno! —respondió Foureau. Por otra parte, él tenía derecho, como alcalde, a confiar a quien mejor le pareciese los niños abandonados. Y después de una larga vacilación dijo:

—¡Y bueno, síí ¡Llévenlos! ¡Eso los dejará bizcos!

Bouvard y Pécuchet los llevaron.

Al volver a su casa encontraron, a los pies de la escalera, bajo la Virgen, a Marcel de rodillas y rezando con fervor. Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos entrecerrados y con el labio leporino dilatado, tenía el aspecto de un fakir en éxtasis.

—¡Qué animal! —dijo Bouvard.

—¿Por qué? Quizás esté viendo cosas que tú envidiarías si pudieses verlas. ¿No hay acaso dos mundos completamente distintos? El objeto de un razonamiento tiene menos valor que la manera de razonar. ¡Qué importa la creencia! Lo importante es creer.

Ésas fueron las objeciones de Pécuchet a la observación de Bouvard.