8

Satisfechos con su régimen, quisieron mejorar el temperamento por medio de la gimnasia.

Tomaron el manual de Amoros y recorrieron el atlas. Todos esos muchachos acuclillados, acostados, doblando las piernas, abriendo los brazos, mostrando el puño, levantando pesos, cabalgando vigas, trepando escaleras o haciendo cabriolas en el trapecio componían un gran despliegue de fuerza y agilidad que despertó su envidia.

Pero al mismo tiempo estaban entristecidos por los esplendores del gimnasio descrito en el prefacio. Porque nunca podrían tener un vestíbulo para los aparatos, un hipódromo para las carreras, una pileta para la natación, ni una "montaña de gloria", colina artificial de treinta y dos metros de altura.

Un caballo de volteo de madera y con relleno hubiera sido dispendioso, por lo que renunciaron a él. El tilo caído en el jardín les sirvió como mástil horizontal y cuando fueron capaces de recorrerlo de un extremo al otro, replantaron una vigueta de los contraespaldares para que les sirviera como uno vertical. Pécuchet trepó hasta la punta. Bouvard se deslizaba, caía siempre, hasta que por fin desistió.

Les gustaron más los "bastones ortosomáticos", es decir, dos mangos de escoba unidos por dos cuerdas, la primera de las cuales se pasa por debajo de las axilas y la segunda por las muñecas. Pasaban horas con el aparato puesto, el mentón levantado, el pecho hacia adelante, y los codos pegados al cuerpo.

A falta de pesas, el carretero les torneó cuatro trozos de fresno, parecidos a panes de azúcar y que terminaban en cuello de botella. Estas clavas se tienen que mover a derecha e izquierda, hacia adelante y hacia atrás, pero como eran demasiado pesadas, se les escapaban de entre los dedos con riesgo de aplastarse las piernas. ¡No importaba! Se empecinaron con las "mazas persas" y por temor a que se resquebrajaran todas las noches les pasaban un paño con cera.

Después buscaron fosos. Cuando encontraban uno que les convenía, apoyaban en el medio una larga pértiga, se impulsaban con el pie izquierdo, llegaban al borde opuesto y luego volvían a empezar. El campo era llano y se los veía desde lejos; y los lugareños se preguntaban qué eran esas dos cosas extraordinarias que brincaban en el horizonte.

Cuando llegó el otoño se dedicaron a la gimnasia de cámara, pero se aburrieron. ¡Qué lástima no tener el "agitador" o sillón de posta imaginado en la época de Luis XIV por el abate de Saint Pierre! ¿Cómo estaba construido? ¿Dónde informarse? ¡Dumouchel ni siquiera se dignó responderles!

Entonces instalaron en el galpón del horno una báscula braquial. Por dos poleas atornilladas al techo pasaba una cuerda que tenía un travesaño en cada extremo. Tan pronto como la tomaban uno se impulsaba golpeando el piso con la punta de los pies y el otro bajaba los brazos hasta el nivel del suelo; el primero, por su peso, atraía al segundo, el que, aflojando un poco la cuerda, subía a su vez; en menos de cinco minutos sus miembros estaban bañados en sudor.

Para seguir las instrucciones del manual trataron de convertirse en ambidextros, para lo cual llegaron a prescindir temporariamente de la mano derecha. Hicieron mas aún; Amoros indica los versos que hay que cantar al hacer las maniobras y Bouvard y Pécuchet, cuando marchaban, recitaban el himno n° 9, "Un rey, un rey Justo es un bien en la tierra". Cuando se golpeaban los pectorales, 'Amigos, la corona y la gloria", etcétera. Cuando iban a la carrera:

¡Allá va la tímida bestia!

¡Alcancemos al ciervo veloz!

¡Sí, sí, venzamos!

¡Corramos, corramos, corramos!

Y más jadeantes que perros, se animaban al oír el sonido de sus voces.

Un aspecto de la gimnasia los exaltaba: su aplicación como medio de salvamento.

Pero hubieran necesitado niños para aprender a llevarlos en bolsas y le rogaron al maestro de escuela que les suministrara algunos. Petit arguyó que las familias se enojarían. Entonces se dedicaron a los primeros auxilios. Uno fingía que estaba desvanecido y el otro lo llevaba en una carretilla con toda clase de precauciones.

En cuanto a las escaladas militares, el autor preconiza la escala de Bois Rosé, así llamada por el capitán que sorprendió a Fécamp, en otros tiempos, subiendo por el acantilado.

Según el grabado del libro, insertaron pequeños bastones en un cable que ataron bajo el cobertizo.

En cuanto se está a horcajadas en el primer bastón y tomado del tercero, se echan las piernas hacia afuera para que el segundo, que estaba contra el pecho, quede justo debajo de los muslos. Uno se incorpora, toma el cuarto y así se continúa. No obstante prodigiosos contoneos les fue imposible alcanzar el segundo escalón.

¿Será menos difícil aferrarse a las piedras con las manos, como hicieron los soldados de Bonaparte en el ataque al Fort Chambray? Y para hacerlo a uno capaz de tal acción, Amoros posee una torre en su establecimiento.

El muro en ruinas podría reemplazarla. Intentaron el asalto.

Pero Bouvard retiró con demasiada rapidez su pie de un agujero, le dio miedo y fue presa del vértigo.

Pécuchet hizo responsable a su método; habían descuidado lo que concierne a las falanges, por lo cual debían comenzar por el principio.

Sus exhortaciones fueron vanas y llevado por su presuntuosidad, se dedicó a los zancos.

La Naturaleza parecía haberlo destinado a aquello, ya que empleó desde un principio el modelo grande, con paletas a cuatro pies del suelo. Y tranquilo ahí arriba recorría el jardín como una gigantesca cigüeña de paseo.

Bouvard, desde la ventana, lo vio titubear, después caer a plomo encima de las habichuelas, cuyas ramas, al romperse, amortiguaron su caída. Lo recogieron cubierto de tierra, con las narices ensangrentadas, pálido y creyendo que se había torcido algo.

Decididamente, la gimnasia no era lo más adecuado para hombres de su edad; la abandonaron y ya no se atrevían a moverse por temor a los accidentes; permanecían todo el día sentados en el museo, soñando con otras ocupaciones.

Ese cambio de costumbres influyó en la salud de Bouvard. Engordó mucho, resoplaba como un cachalote después de las comidas, quiso adelgazar, comió menos y se debilitó.

Pécuchet también se sentía "minado", tenía picazón en la piel y placas en la garganta.

—¡Esto no marcha! —decían—. ¡No marcha!

A Bouvard se le ocurrió ir a la posada a elegir unas cuantas botellas de vino de España para reanimar a la máquina.

Al salir de allí, el amanuense de Marescot y otros tres hombres le llevaban a Beljambe una gran mesa de nogal. El "señor" le quedaba muy agradecido. Le había sido de mucha utilidad.

Bouvard conoció así la nueva moda de las mesas giratorias e hizo unas bromas al respecto.

Mientras tanto, por toda Europa, en América, en Australia y en las Indias, millones de mortales pasaban su vida haciendo girar las mesas; y se descubría la manera de convertir a los tontos en profetas, de dar conciertos sin instrumentos, de comunicarse por medio de los caracoles. La prensa informaba de estas patrañas al público con toda seriedad y así lo afirmaba en su credulidad.

Los espíritus golpeadores habían desembarcado en el castillo de Faverges, de ahí se habían expandido por el pueblo y era el notario quien, principalmente, los interrogaba.

Disgustado por el escepticismo de Bouvard, convidó a los amigos a una velada de mesas giratorias.

¿Era una trampa? La señora Bordin estaría allí. Pécuchet fue solo.

Los asistentes eran el alcalde, el recaudador de impuestos, el capitán, otros burgueses y sus esposas, la señora Vaucorbeil, la señora Bordin, efectivamente, y además, una antigua ayudante de la señora Marescot, la señorita Laverriére, persona un poco extraña, de cabellos grises que le caían en espirales sobre los hombros, al estilo de 1830. En un sillón estaba un primo de París, vestido con un traje azul y ostentando un aire impertinente.

Las dos lámparas de bronce, la repisa con curiosidades, las romanzas con viñetas sobre el piano y las acuarelas minúsculas en marcos exorbitantes, siempre habían sido motivo de asombro para Chavignolles. Pero esa noche todos los ojos estaban fijos en la mesa de caoba. Faltaba poco para que se la pusiera a prueba y tenía la importancia de las cosas que encierran un misterio.

Doce invitados ocuparon lugares alrededor de ella, con las manos extendidas, tocándose con los meñiques. Sólo se oía el sonido del reloj. Los rostros denotaban una atención profunda.

Al cabo de diez minutos, algunos se quejaron de hormigueos en los brazos. Pécuchet estaba incómodo. —¡Usted empuja! —le dijo el capitán a Foureau. —¡De ninguna manera! —¡Sí señor! — ¡Ah, por favor! El notario los calmó.

A fuerza de tender la oreja se creyó distinguir crujidos de madera. ¡Ilusión! Nada se movía.

El otro día, cuando habían ido las familias de Aubert y Lormeau, de Lisieux, y se había pedido prestada ex profeso la mesa a Beljambe ¡todo había salido tan bien! ¡Pero esa de hoy estaba tan empecinada! ¿Por qué?

La alfombra, sin duda, la disgustaba; pasaron al comedor. El mueble elegido fue una ancha mesa donde se instalaron Pécuchet, Girbal, la señora Marescot y su primo, el señor Alfred.

La mesa, que tenía rueditas, se deslizó hacia la derecha; los operadores, sin separar sus dedos, siguieron su movimiento y por sí misma dio dos vueltas más. Quedaron estupefactos.

Entonces el señor Alfred dijo con voz alta: —Espíritu, ¿qué te parece mi prima? La mesa osciló con lentitud y dio nueve golpes. Según un cartel en el cual la cantidad de golpes estaba traducida a letras, aquello significaba "encantadora". Estallaron "bravos".

Después Marescot, para irritar a la señora Bordin, instó al espíritu a que dijera la edad exacta que tenía. La pata de la mesa golpeó cinco veces. —¡Cómo! ¿Cinco años? —exclamó Girbal. —¡Las decenas no cuentan! —replicó Foureau. La viuda sonrió, íntimamente ofendida. Las respuestas a las otras preguntas fallaron, pues el alfabeto era muy complicado. Era mejor la Tablita, medio expeditivo y del cual la señorita Laverriére se había valido para anotar en un álbum las comunicaciones directas de Luis XII, Clámence Isaure, Franklin, Jean-Jacques Rousseau, etcétera. Esos mecanismos se vendían en la calle de Aumale; el señor Alfred prometió una y luego, dirigiéndose a la ex-ayudante dijo:

—Y ahora un poco de piano ¿no? para pasar el rato. ¡Una mazurca!

Dos acordes metálicos vibraron. Tomó a su prima por la cintura, desapareció con ella, volvió. Se sentía el aire fresco levantado por el vestido que rozaba las puertas al pasar. Ella echaba la cabeza hacía atrás, él arqueaba el brazo. Se admiraba la gracia de ella, el porte elegante de él. Y sin esperar los petits fours, Pécuchet se retiró, asombrado por la velada.

Por más que repitió "¡Yo lo vi!", Bouvard negaba los hechos, pero consintió en experimentar por sí mismo.

Durante quince días pasaron sus tardes el uno frente al otro con las manos en una mesa, después en un sombrero, en una canasta, en platos. Todos esos objetos permanecieron inmóviles.

El fenómeno de las mesas giratorias, no obstante, no deja de ser cierto. El vulgo lo atribuye a los espíritus, Faraday a la prolongación de la acción nerviosa, Chevreul a los esfuerzos inconscientes, o quizá, como lo admite Ségouin, del grupo de personas se desprende un impulso, una corriente magnética.

Esta hipótesis dejó pensando a Pécuchet. Tomó de su biblioteca la Guía del magnetizador de Montacabére, la releyó atentamente e inició a Bouvard en la teoría.

Todos los cuerpos animados reciben y transmiten la influencia de los astros, propiedad análoga a la del imán. Si se maneja esta fuerza se puede curar a los enfermos, ese es el principio. La ciencia, desde Mesmer, se ha desarrollado; pero siempre es importante verter el fluido y hacer los pases que, antes que nada, deben hacer dormir. —Y bueno ¡duérmete! —dijo Bouvard. —Imposible —respondió Pécuchet—. Para recibir la acción magnética y para transmitirla es indispensable la fe. —Y luego, mirando a Bouvard, agregó—: ¡Ah, qué lástima! —¿Cómo?

—Sí; si tu quisieras, con un poco de práctica ¡no habría magnetizador como tú!

Sí, porque él poseía todo lo que hace falta: el trato amable, una complexión robusta y una moral sólida.

Esta facultad que se le acababa de descubrir halagó a Bouvard y se zambulló furtivamente en Montacabére.

Después, como Germaine tenía zumbidos en las orejas que la ensordecían, dijo una noche con tono displicente: —¿Y sí probáramos con el magnetismo? Ella no se opuso. El se sentó delante de ella, le tomó los dos pulgares con sus manos y la miró fijamente, como si no hubiese hecho otra cosa en toda su vida.

La buena mujer, que tenía un calientapiés debajo de los talones, comenzó por doblar el cuello, después cerró los ojos y por fin se puso a roncar muy suavemente. Cuando hacía una hora que la contemplaban, Pécuchet dijo con voz baja:

—¿Qué siente?

Ella despertó. Después, sin duda, vendría la lucidez. Ese éxito los envalentonó y retomando con aplomo el ejercicio de la medicina, trataron a Chamberlan, el bedel, por sus dolores intercostales; a Migraine, el albañil, afectado por una neurosis de estómago; a doña Varin, cuyo encefaloide bajo la clavícula requería, para alimentarse, emplastos de carne; a un gotoso, don Lemoine, que se arrastraba por las puertas de las tabernas; a un tísico, a un hemipléjico y a muchos otros. También trataron corizas y sabañones.

Después de examinar la enfermedad, se interrogaban con la mirada para acordar los pases que debían emplear, si debían ser de corriente grande o pequeña, ascendentes o descendentes, longitudinales, transversales, biditijas, triditijas o hasta quinditijas. Cuando uno estaba fatigado el otro lo reemplazaba. Después, de regreso en su casa, anotaban las observaciones en el diario de tratamientos.

Sus modales untuosos conquistaron a la gente. Pero en el fondo se prefería a Bouvard y su reputación llegó hasta Falaise cuando curó a "la Barbuda", la hija de don Barbey, un antiguo capitán de altura.

Sentía como un clavo en el occipucio, hablaba con voz ronca, a veces se pasaba varios días sin comer, después devoraba yeso o carbón. Sus crisis nerviosas comenzaban con sollozos y terminaban con un torrente de lágrimas; y se habían probado todos los remedios, desde las tisanas hasta las moxas; tanto que por cansancio aceptó el ofrecimiento de Bouvard.

Cuando éste hubo despedido a la sirvienta y corrido los cerrojos, comenzó a friccionarle el abdomen oprimiendo en el lugar de los ovarios. Un cierto bienestar se manifestó mediante suspiros y bostezos. Le puso un dedo entre las cejas, arriba de la nariz; de pronto quedó inerte. Si se levantaban sus brazos, volvían a caer. Su cabeza se mantenía en la posición que él quería y los párpados semi-cerrados vibraban con un movimiento espasmódico, dejando entrever los globos de los ojos, que giraban con lentitud; por fin se fijaron en los ángulos, convulsos.

Bouvard le preguntó si sentía dolor; respondió que no. ¿Qué sentía ahora? Distinguía el interior de su cuerpo.

—¿Y qué ves allí?

—¡Un gusano!

—¿Qué hay que hacer para matarlo?

Su frente se arrugó.

—Busco, no puedo más, no puedo más.

En la segunda sesión ella misma se prescribió un caldo de ortigas, a la tercera, uno de maro. Las crisis se atenuaron, desaparecieron. Era realmente como un milagro.

La digitación nasal no dio resultado con los otros. Para provocar el sonambulismo proyectaron la construcción de una cuba mermeriana. Pécuchet ya había recogido limaduras y limpiado una veintena de botellas cuando un escrúpulo lo detuvo. Entre los enfermos que vinieran habría personas del otro sexo.

—¿Y qué haremos si les da un acceso de erotismo furioso?

Eso no hubiera detenido a Bouvard, pero era preferible abstenerse, por los chismes y quizás hasta las extorsiones.

Se conformaron con una armónica que llevaban a las casas, lo que divertía a los chicos.

Un día, cuando Migraine se sentía muy mal, recurrieron a ella. Los sonidos cristalinos lo exasperaron, pero Deleuze ordena no asustarse de las quejas y la música continuó.

—¡Basta, basta! —gritaba.

—¡Un poco de paciencia! —repetía Bouvard.

Pécuchet aporreaba con más rapidez las láminas de vidrio y el instrumento vibraba y el pobre hombre daba alaridos cuando el médico apareció atraído por el estrépito.

—¡Cómo, otra vez ustedes! —exclamó, furioso porque los encontraba siempre en casa de sus clientes. Le explicaron su método magnético. Entonces él echó pestes contra el magnetismo, un montón de charlatanerías cuyos efectos provienen de la imaginación.

Sin embargo se magnetiza a los animales. Montacabére lo afirma y el señor Lafontaine hasta consiguió magnetizar a una leona. Ellos no tenían una leona. Pero el azar les deparó otro animal. Porque al otro día a las seis, un mozo de labranza fue a decirles que los llamaban de la granja, donde había una vaca en estado desesperante.

Corrieron hacia allí.

Los manzanos estaban en flor y la hierba en el patio humeaba bajo el sol naciente. Al lado del abrevadero, medio tapada con un paño, una vaca mugía, tiritando debido a los baldes de agua que le arrojaban. Estaba desmesuradamente hinchada, parecía un hipopótamo.

Sin duda había comido "veneno" al pastar entre los tréboles. Maese Gouy y doña Gouy estaban desconsolados porque el veterinario no podía ir, y un carretero que sabía palabras contra la hinchazón no quería molestarse, pero esos señores, cuya biblioteca era célebre, debían conocer algún secreto.

Después de levantarse las mangas se colocaron uno delante de los cuernos, el otro en la grupa y con grandes esfuerzos interiores y una gesticulación frenética, separaban los dedos para derramar en el animal chorros de fluido, mientras que el granjero, su esposa, su muchacho y los vecinos los miraban casi asustados.

Los borborigmos que se oían en el vientre de la vaca provocaron ruidos en el fondo de sus entrañas. Soltó una ventosidad. Entonces Pécuchet dijo:

—¡Es una puerta abierta a la esperanza! Puede ser una salida.

La salida se verificó. La esperanza brotó como un paquete de materias amarillas que estallaron con la fuerza de un obús. Los corazones se dilataron, la vaca se desinfló. Una hora después estaba como si nada.

No había sido por efecto de la imaginación, seguramente. Por lo tanto, el fluido contenía una virtud particular que se puede encerrar en objetos de donde uno puede tomarla sin que se haya debilitado. Un medio así ahorra desplazamientos. Lo adoptaron y enviaban a sus cuentes monedas magnetizadas, pañuelos magnetizados, agua magnetizada, pan magnetizado.

Después, continuando con sus estudios, abandonaron los pases por el sistema de Puységur, en el que se reemplaza el magnetizador por un viejo árbol en el tronco del cual se enrolla una cuerda.

Un peral en las ruinas parecía hecho a propósito. Lo prepararon abrazándolo con fuerza varias veces. Pusieron un banco debajo. Allí se sentaban sus clientes y obtuvieron resultados tan maravillosos que para hundir a Vaucorbeil lo invitaron a una sesión junto con los notables de la región.

No faltó ni uno.

Germaine los recibió en la salita, les pidió "que tuvieran a bien disculpar la demora", sus amos ya iban a venir.

De cuando en cuando se oía el timbre. Eran los enfermos que ella llevaba a otra parte. Los invitados so mostraban con el codo las ventanas polvorientas, las manchas en el artesonado, la pintura agrietada. ¡El estado del jardín era lamentable! ¡Madera seca por todas partes! Dos estacas, atravesadas en la brecha del muro, cerraban el huerto.

Pécuchet se presentó.

—A sus órdenes, señores.

Y se vio en el fondo, bajo el peral de Edouín, a varias personas sentadas.

Chamberlan, sin barba, como un sacerdote y con una sotanilla de lasting y un solideo de cuero, era presa de estremecimientos ocasionados por su dolor intercostal; Migraine, siempre enfermo del estómago, hacía muecas al lado de él. Doña Varin, para ocultar su tumor, llevaba un chal de varias vueltas. Don Lemoine, con los pies desnudos en sus zapatillas, tenía las muletas debajo de él y la Barbuda, en traje de domingo, estaba pálida, extraordinariamente pálida.

Del otro lado del árbol había más personas. Una mujer con cara de albina se limpiaba unas glándulas purulentas de su cuello. Había una niña con el rostro casi totalmente oculto por anteojos azules. Un viejo con la columna deformada por una contracción, golpeaba con sus movimientos involuntarios a Marcel, una especie de idiota, vestido con una blusa hecha jirones y un pantalón remendado. Su labio leporino mal cosido dejaba ver sus incisivos y unos trapos en su mejilla tumefacta disimulaban un enorme flemón.

Todos tenían en la mano un hilo que bajaba del árbol. Y los pájaros cantaban y el olor del césped tibio viboreaba en el aire. El sol pasaba por éntrelas ramas. Iban por sobre el musgo.

Sin embargo, los pacientes, en lugar de dormir, abrían desmesuradamente los ojos.

—Hasta ahora, no es nada divertido —dijo Foureau—. Comiencen, en seguida vuelvo.

Y volvió fumando una Abd-el-kader, último resto de la puerta de las pipas.

Pécuchet recordó un excelente medio de magnetización. Puso en su boca las narices de todos los enfermos y aspiró sus alientos para atraer hacia sí la electricidad y, al mismo tiempo, Bouvard apretaba el árbol con el propósito de aumentar el fluido.

El albañil dejó de hipar, el bedel se agitó menos, el hombre de la contracción no se movió más. Ahora se podía acercarse a ellos, someterlos a todas las pruebas que se quisiese.

El médico, con su lanceta, pinchó la oreja de Chamberlan, quien se estremeció un poco. La sensibilidad en los otros fue evidente. El gotoso dio un grito. En cuanto a la Barbuda, sonreía como en un sueño y un hilo de sangre le corría por debajo de la mandíbula. Foureau quiso hacer la prueba por sí mismo y trató de tomar la lanceta, pero como el doctor se la negó, pellizcó con fuerza a la enferma, el capitán le hizo cosquillas en las narices con una pluma, el recaudador iba a hundirle una espina bajo la piel.

—¡Déjenla, vamos —dijo Vaucorbeil—, no es nada asombroso, después de todo! Una histérica. ¡Ni el mismo diablo podría hacerlo!

—Esta —dijo Pécuchet señalando a Victoire, la mujer escrofulosa— ¡es médica! Reconoce las afecciones e indica los remedios.

Langlois ardía por consultarla por lo de su catarro; no se atrevió. Pero Coulon, más atrevido, preguntó algo sobre su reumatismo.

Pécuchet puso la mano derecha en la mano izquierda de Victoire y con los ojos siempre cerrados, las mejillas un poco rojas, los labios trémulos, la sonámbula, después de haber divagado, recetó "Valum Becum".

Había trabajado en Bayeux en lo de un boticario. Vaucorbeil dedujo que quería decir "álbum graecum", palabra entrevista, tal vez, en la farmacia.

Después encaró a don Lemoine, quien según Bouvard veía a través de los cuerpos opacos.

Era un antiguo maestro de escuela caído en la miseria. Alrededor de su rostro se esparcían cabellos blancos y pegado al árbol, con las manos abiertas, dormía, a pleno sol, de manera majestuosa.

El médico vendó sus ojos con una doble cinta y Bouvard le mostró un diario diciéndole imperiosamente:

—¡Lea!

Bajó la frente, movió los músculos de su rostro, echó la cabeza hacia atrás y acabó por deletrear:

—Cons-ti-tu-cio-nal.

¡Pero con habilidad uno puede hacer que se deslice cualquier vendaje!

Estas negaciones del médico indignaban a Pécuchet. Se atrevió a afirmar que la Barbuda podía describir lo que estaba sucediendo en esos mismos momentos en su propia casa.

—¡A ver! —respondió el doctor, y después de sacar su reloj preguntó: —¿Qué está haciendo mi mujer?

La Barbuda vaciló durante mucho tiempo y después, con gesto hosco, habló:

—¡Eh! ¿Qué? ¡Ah, sí; ya sé! Cose cintas a un sombrero de paja.

Vaucorbeil arrancó una hoja de su libreta y escribió un mensaje que el escribiente de Marescot se apresuró a llevar.

La sesión había terminado. Los enfermos se fueron.

Bouvard y Pécuchet, al fin de cuentas, no habían tenido éxito. ¿Se había debido a la temperatura, o al olor del tabaco, o al paraguas del abate Jeufroy, que tenía una guarnición de cobre, metal contrario a la emisión fluídica?

Vaucorbeil encogió los hombros.

Sin embargo, no podía discutir la buena fe de los señores Deleuze, Bertrand, Morin, Jules Cloquet. Ahora bien; esos maestros afirman que hubo sonámbulos que predijeron acontecimientos y soportado, sin dolor, operaciones crueles.

El abate contó historias asombrosas. Un misionero vio a unos brahamanes recorrer una bóveda con la cabeza hacia abajo y el Gran Lama, en el Tibet, se corta las tripas para hacer sus oráculos.

—¿Está bromeando? —dijo el médico.

—¡De ninguna manera!

—¡Vamos! ¡Es broma!

Y apartándose de la cuestión, cada uno contó sus anécdotas.

—Yo —dijo el almacenero— yo tuve un perro que estaba siempre enfermo cuando el mes comenzaba por un viernes.

—Nosotros éramos catorce hijos —respondió el juez de paz—. Yo nací un 14, mi casamiento se realizó un 14 y el día de mí santo cae en 14. ¡Explíqueme eso!

Beljambe había soñado, muchas veces, la cantidad de viajeros que tendría al otro día en su posada. Y Petit contó la cena de Cazotte.

El cura, entonces, hizo esta reflexión:

—¿Por qué no ver en todo eso, simplemente…

—¿Los demonios, no es cierto? —dijo Vaucorbeil.

El abate, en lugar de responder, asintió con la cabeza.

Marescot habló de la pitonisa de Delfos.

—¡Miasmas, sin ninguna duda!

—¡Ah, son miasmas, ahora!

—Yo admito que hay un fluido —dijo Bouvard.

—Neurosideral —agregó Pécuchet.

—Pero ¡pruébenlo! ¡muéstrenlo, su fluido! Por otra parte, escúchenme, los fluidos ya no están de moda.

Vaucorbeil se alejó, para refugiarse en la sombra. Los burgueses lo siguieron.

—Si se le dice a un niño "soy un lobo, voy a comerte", se figura que uno es un lobo y tiene miedo. Por lo tanto, se trata de un sueño determinado por la palabra. Asimismo el sonámbulo acepta las fantasías que a uno se le ocurran. Recuerda pero no piensa; aunque cree pensar, sólo tiene sensaciones. De esta manera se sugieren crímenes y gente virtuosa puede convertirse en bestias feroces o en antropófagos.

Miraron a Bouvard y Pécuchet. Su ciencia suponía un peligro para la sociedad.

El escribiente de Marescot reapareció en el jardín blandiendo una carta de la señora de Vaucorbeil.

El doctor la abrió, empalideció, y por fin leyó estas palabras:

—¡Coso cintas a un sombrero de paja! La estupefacción impidió la risa.

—Es una coincidencia, caramba. Eso no prueba nada.

Y como los dos magnetizadores tenían una expresión de triunfo, se volvió desde la puerta para decirles:

—¡No continúen! Son entretenimientos peligrosos.

El cura, llevándose a su bedel, lo reprendió con acritud.

—¿Está usted loco? ¡Sin mi permiso! ¡Son actividades prohibidas por la Iglesia!

Todo el mundo acababa de irse. Bouvard y Pécuchet conversaban con el maestro debajo del emparrado, cuando Marcel apareció por el huerto, con el vendaje deshecho y farfullando:

—¡Curado, curado! ¡Buenos señores! —¡Bueno, basta! ¡Déjanos tranquilos!

—¡Ah, mis buenos señores! ¡Los amo, soy vuestro servidor!

Petit, hombre adicto al progreso, había encontrado la explicación del médico bastante mediocre, burguesa. La Ciencia es un monopolio que está en manos de los ricos. Ella excluye al pueblo. ¡Ya es hora de que el viejo análisis de la Edad Media sea reemplazado por una síntesis amplia y viva! A la Verdad se debe llegar por el Corazón. Y se declaró espiritista e indicó varias obras, defectuosas sin duda, pero que eran el signo de una aurora.

Se las hicieron enviar.

El espiritismo postula como dogma el mejoramiento fatal de nuestra especie. La tierra, un día, se convertirá en cielo; era por esto que la doctrina encantaba al maestro. Aunque no era católico, se decía fiel a San Agustín y a San Luis. Alian Kardec publicó fragmentos dictados por ellos que están a la altura de las opiniones contemporáneas. La doctrina es práctica, beneficiosa y nos revela, como el telescopio, los mundos superiores.

Los espíritus, después de la muerte y en el Éxtasis, son llevados allí. Pero a veces descienden a nuestro globo, donde hacen crujir los muebles, se meten en nuestras diversiones, disfrutan las bellezas de la Naturaleza y los placeres de las Artes.

Por otra parte, varios de entre nosotros poseen una trompa aromal, es decir, un largo tubo en la parte posterior del cráneo que sube desde los cabellos hasta los planetas y nos permite conversar con los espíritus de Saturno. Las cosas intangibles no dejan de ser reales y de la tierra a los astros, de los astros a la tierra, hay un vaivén, una transmisión, un intercambio continuo.

Entonces el corazón de Pécuchet se llenó de aspiraciones desordenadas y cuando llegaba la noche Bouvard lo sorprendía en su ventana contemplando esos espacios luminosos que están poblados por espíritus.

Swedenborg hizo grandes viajes a ellos, pues en menos de un año exploró Venus, Marte, Saturno y veintitrés veces Júpiter. Además, vio a Jesucristo en Londres, vio a San Pablo, vio a San Juan, vio a Moisés y, en 1736, hasta vio el Juicio Final.

Por eso nos ha hecho descripciones del cielo. En él hay flores, palacios, mercados e iglesias exactamente como entre nosotros.

Los ángeles, que otrora fueron hombres, escriben sus pensamientos en hojas, charlan de cuestiones domésticas o bien de temas espirituales; y los empleos eclesiásticos corresponden a aquellos que en su vida terrestre cultivaron las Santas Escrituras.

En cuanto al infierno, está lleno de olor nauseabundo, hay chozas, montones de inmundicias y personas mal vestidas. Y Pécuchet se estropeaba el intelecto tratando de comprender lo que había de hermoso en esas revelaciones. A Bouvard le parecieron el delirio de un imbécil. ¡Todo eso rebasa los límites de la Naturaleza! ¿Quién los conoce, sin embargo? Y se entregaron a las reflexiones siguientes:

Los prestidigitadores pueden engañar a una muchedumbre; un hombre de pasiones violentas despertará otras; pero la voluntad, por sí sola, ¿cómo puede actuar en la materia inerte? Se habla de un bávaro que hace madurar las uvas; el señor Gervais ha reanimado a un heliotropo; otro, más fuerte, en Toulouse, separa a las nubes.

¿Habrá que admitir la existencia de una materia intermediaria entre el mundo y nosotros? Acaso no sea sino el od, un nuevo imponderable, una especie de electricidad. Sus emisiones explican el resplandor que los magnetizados creen ver, los fuegos fatuos de los cementerios, la forma de los fantasmas.

Esas imágenes no serían entonces una ilusión y los dones extraordinarios de los Posesos, similares a los de los sonámbulos ¿tendrían una causa física?

Sea cual fuere su causa hay una esencia, un agente secreto y universal. Si pudiésemos dominarlo, no necesitaríamos la fuerza del tiempo. Lo que requiere siglos para desarrollarse lo haría en un minuto; todo milagro sería posible y el universo estaría a nuestra disposición.

La magia provenía de esta codicia eterna del espíritu humano. Sin duda se ha exagerado su valor, pero no es una mentira. Los orientales, que la conocen, hacen prodigios; todos los viajeros lo dicen. Y en el Palais Royal, el señor Dupotet, con su dedo, trastorna a la aguja imantada.

¿Cómo llegar a ser mago? Esta idea les pareció una locura en un principio, pero resurgió, los atormentó y al fin cedieron, aunque aparentaban hacerlo sólo por broma.

Un régimen preparatorio es indispensable.

Para exaltarse más vivían de noche, ayunaban y con el propósito de hacer de Germaine un médium más delicado, racionaron su comida. Ella se desquitaba con la bebida y bebió tanto aguardiente que acabó por emborracharse. Sus paseos por el corredor la despertaban. Confundía los ruidos de los pasos con los zumbidos de orejas y las voces imaginarias que oía salir de los muros. Una mañana dejó una red en el sótano y se asustó cuando la encontró toda cubierta por el fuego; desde entonces se sintió peor y acabó por creer que le habían hecho un maleficio.

Con la esperanza de tener visiones, ellos se comprimían la nuca recíprocamente, se hicieron saquitos de belladona y por fin adoptaron la caja mágica, una cajita de la que sale un hongo erizado de clavos y que se lleva sobre el corazón atada al pecho con una cinta. Todo fracasó. Pero podían emplear el círculo de Dupotet.

Pécuchet borroneó en el suelo, con carbón, un redondel negro, "para encerrar en él a los espíritus animales que debían ayudar a los espíritus ambientes" y, feliz por poder dominar a Bouvard, le dijo con tono pontifical:

—¡Te desafío a franquearlo! Bouvard miró el redondel.

Sintió cómo le palpitaba el corazón, se le nublaron los ojos.

—¡Ah, acabemos!

Y saltó por encima para deshacerse de ese malestar inexpresable.

Pécuchet, cuya exaltación iba creciendo, quiso hacer aparecer a un muerto.

En tiempos del Directorio, un hombre, en la calle del Echiquier, mostraba las víctimas del Terror. Los ejemplos de aparecidos son innumerables. Aunque sea una apariencia ¡no importa! Lo importante es producirla.

Cuanto de más cerca nos toca el difunto, mejor acude a nuestro llamado. Pero no había ninguna reliquia en la familia, ni anillo ni miniatura, ni un cabello, aunque Bouvard estaba en condiciones de evocar a su padre. Y como aquél manifestase cierta repugnancia Pécuchet le preguntó:

—¿Qué temes?

—¿Yo? ¡Oh, absolutamente nada! ¡Haz lo que quieras!

Sobornaron a Chamberlan quien les suministró a escondidas una vieja calavera. Un sastre les hizo dos hopalandas negras con un capuchón, como los hábitos de monje. El coche de Falaise les llevó un largo rollo en un sobre. Después pusieron manos a la obra, uno curioso por ver qué ocurría, el otro con miedo de creer.

El museo estaba preparado como un catafalco. Tres candelabros ardían en el borde de la mesa, puesta contra la pared debajo del retrato del padre de Bouvard, que dominaba la calavera. Hasta habían puesto una vela en el interior del cráneo y dos rayos se proyectaban por las órbitas.

En el medio, en una estufita, humeaba incienso. Bouvard permanecía detrás y Pécuchet, que le daba las espaldas, echaba puñados de azufre en el hogar.

Antes de llamar a un muerto se ha de pedir el consentimiento de los demonios. Ahora bien, ese día era un viernes, día que pertenece a Béchet, y había que ocuparse de Béchet en primer lugar. Bouvard, después de saludar a derecha e izquierda, bajó el mentón, levantó los brazos y comenzó:

—¡Por Ethaniel, Amazin, Ischyros!… —Y había olvidado el resto. Pécuchet le sopló rápidamente las palabras escritas en un cartón.

—Ischyros, Athanatos, Adonai, Saday, Eloy, Messias —la letanía era larga— yo te conjuro, yo te obsecro, yo te ordeno, oh Béchet —y después, bajando la voz— ¿Dónde estás, Béchet? ¡Béchet! ¡Béchet!

Bouvard se desplomó en el sillón y estaba de veras contento de no ver a Béchet; algo en él le reprochaba su tentativa como un sacrilegio. ¿Dónde estaba el alma de su padre? ¿Podía oírlo? ¿Y si de repente viniera?

Las cortinas se movían despacio al influjo del viento que entraba por un vidrio roto y los cirios proyectaban sombras que serpenteaban en la calavera y en la figura pintada. Un color terroso los obscurecía a los dos. El moho le carcomía los pómulos, los ojos ya no tenían luz. Pero una llama brillaba arriba, en los agujeros de la cabeza vacía. Esta parecía, por momentos, ocupar el lugar de la otra, estar en el cuello de su levita, tener sus patillas, y la tela, medio desclavada, oscilaba, palpitaba.

Poco a poco sintieron algo como el roce de un aliento, como la aproximación de un ser impalpable. Gotas de sudor mojaban la frente de Pécuchet y entonces a Bouvard empezaron a castañetearle los dientes, un calambre le oprimió el epigastrio, el piso, como una ola, huía debajo de sus pies, el azufre que ardía en la chimenea caía en gruesas volutas, unos murciélagos revoloteaban, un grito se oyó ¿quién era?

Sus rostros, bajo sus capuchones, estaban cada vez más desencajados á medida que su terror aumentaba; no se atrevían a hacer ni un gesto, ni siquiera a hablar, cuando detrás de la puerta oyeron gemidos como los de un alma en pena.

Por fin se arriesgaron. Era su vieja criada, quien los había espiado por una rendija del tabique y creyó estar viendo al diablo de rodillas en el corredor repetía una y otra vez la señal de la cruz.

Todo razonamiento fue inútil. Los dejó esa misma noche, pues ya no quería servir a gente como aquella.

Germaine habló. Chamberlan perdió su puesto y se formó contra ellos una sorda coalición sostenida por el abate Jeufroy, la señora Bordin y Foureau.

Su manera de vivir —que no era la de los demás— desagradaba. Se tornaron sospechosos y hasta inspiraron un vagaroso terror.

Lo que acabó con su reputación fue, sobre todo, la elección del criado. A falta de otro, tomaron a Marcel.

Su labio leporino, su fealdad y su jeringonza ahuyentaban a la gente. Abandonado cuando niño, había crecido en el campo al amparo de la naturaleza y conservaba de su larga miseria un hambre insaciable. Los animales muertos de enfermedad, el tocino podrido, un perro aplastado, todo le caía bien con tal de que el pedazo fuera grande; y era dulce como un cordero, pero enteramente estúpido.

La gratitud lo había hecho ofrecerse como sirviente a los señores Bouvard y Pécuchet; además, como los creía hechiceros, esperaba obtener beneficios extraordinarios.

Ya en los primeros días les confió un secreto. En los brezales de Poligny, una vez, un hombre había encontrado un lingote de oro. La anécdota la refieren los historiadores de Falaise, pero ignoran la continuación. Doce hermanos, antes de salir de viaje, habían ocultado doce lingotes parecidos a lo largo del camino, desde Chavignolles hasta Bretteville y Marcel suplicó a sus amos que comenzaran la búsqueda. Esos lingotes, se dijeron, quizá habían sido enterrados en el momento de la emigración.

Se trataba de emplear la varita adivinatoria. Las virtudes de ésta son dudosas. Sin embargo estudiaron la cuestión y supieron que un tal Pierre Garnier la defiende con argumentos científicos. Las fuentes y los metales posiblemente proyecten corpúsculos afines con la madera.

Eso es poco probable, pero ¿quién sabe? ¡A lo mejor! ¡Probemos!

Se hicieron una horquilla de avellano y una mañana salieron a descubrir el tesoro.

—Habrá que devolverlo —dijo Bouvard.

—¡Ah, no; ni en broma!

Después de tres horas de caminata una idea los detuvo. ¡El camino de Chavignolles a Bretteville! ¿El antiguo o el nuevo? Debía de ser el antiguo.

Volvieron atrás y recorrieron los alrededores, al azar, pues el trazado del camino viejo no se distinguía con facilidad.

Marcel corría de derecha a izquierda como un podenco de cacería; cada cinco minutos Bouvard tenía que llamarlo. Pécuchet avanzaba paso a paso, sosteniendo la varita por las dos ramas, con la punta hacia arriba. A menudo le parecía que una fuerza, como un garfio, la tiraba hacia el suelo y Marcel, rápidamente, hacía una muesca en los árboles vecinos para poder encontrar el lugar más tarde.

Pécuchet, a todo esto, iba cada vez más despacio. Su boca se abrió, sus pupilas se convulsionaron. Bouvard lo interpeló, lo sacudió por los hombros, pero no se movió y permaneció absolutamente inerte, como la Barbuda.

Después contó que había sentido alrededor del corazón una especie de desgarramiento; sensación extraña, proveniente de la varita, sin duda. Y no quería volver a tocarla.

Al otro día volvieron adonde estaban los árboles marcados. Marcel, con una azada cavaba hoyos; las búsquedas no daban ningún resultado y cada vez que fracasaban se sentían muy confundidos. Pécuchet se sentó al borde de una zanja y cuando pensaba con la cabeza levantada, esforzándose por oír la voz de los espíritus con su trompa aromal —y hasta preguntándose si tendría una— clavó su mirada en la visera de su gorra y volvió a caer en el éxtasis de la víspera. Duró mucho tiempo y empezó a dar miedo.

Por sobre la avena, en un sendero, apareció un sombrero de fieltro. Era el señor Vaucorbeil al trotecito en su yegua. Bouvard y Marcel lo llamaron.

La crisis estaba por terminar cuando llegó el médico. Para examinar mejor a Pécuchet le levantó la gorra y al advertir la frente cubierta por placas cobrizas dijo:

—¡Ah, ah; fructus belli! ¡Son sifilides, mi amigo! ¡Cuídese, diablos! No tomemos el amor en broma.

Pécuchet, avergonzado, volvió a ponerse la gorra, una especie de boina que se inflaba sobre su visera con forma de medialuna y cuyo modelo había tomado en el atlas de Amoros.

Las palabras del doctor lo dejaron estupefacto. Pensaba en ellas mirando hacia arriba, cuando de pronto volvió a caer en trance.

Vaucorbeil lo observó y después, de un papirotazo, le hizo caer la gorra.

Pécuchet recuperó sus facultades.

—Me lo sospechaba —dijo el médico—; la visera barnizada lo hipnotiza como un espejo. Este fenómeno no es raro en personas que miran un cuerpo brillante con demasiada atención.

E indicó cómo se hace el experimento con gallinas, montó su jaca y desapareció lentamente.

Una media legua más lejos vieron un objeto piramidal erguido en el horizonte, en el patio de una granja; parecía un monstruoso racimo de uvas negras salpicado de puntos rojos. Era un largo mástil guarnecido con travesaños, según la costumbre normanda, a los cuales se encaraman las pavas para pavonearse al sol.

—Entremos. —Y Pécuchet habló con el granjero quien accedió a su pedido.

Con blanco de España trazaron una línea en medio del lagar, ataron las patas a un pavo y lo echaron boca abajo, con el pico apoyado en la raya. El animal cerró los ojos y pronto pareció muerto. Lo mismo sucedió con los demás. Bouvard se los pasaba rápidamente a Pécuchet quien los alineaba uno al lado de otro en cuanto se entumecían. La gente de la granja manifestó cierta inquietud. La patrona gritó; una niña lloraba.

Bouvard desató a todas las aves. Estas se reanimaron poco a poco, pero no se sabía qué consecuencias podía tener aquello. Ante una objeción un poco áspera de Pécuchet el granjero empuñó su horquilla.

—¡Fuera, váyanse al diablo o les reviento la panza!

Salieron a todo vapor.

¡No importaba! El problema estaba resuelto, el éxtasis depende de una causa material.

¿Qué es entonces la Materia? ¿Qué es el Espíritu?

¿De dónde proviene la influencia de la una sobre el otro y a la recíproca?

Para saberlo hicieron investigaciones en Voltaire, en Bossuet, en Fenelón y hasta tomaron una nueva suscripción en una biblioteca.

Los maestros antiguos eran inaccesibles por la longitud de las obras o la dificultad del idioma; pero Jouffroy y Damiron los iniciaron en la filosofía moderna y ellos disponían de obras en las que se trataba de la del siglo pasado.

Bouvard extraía sus argumentos de La Mettrie, de Locke, de Helvetius; Pécuchet de Cousin, Thamos Reid y Gérando. El primero adhería a la experiencia; lo ideal lo era todo para el segundo. Había de Aristóteles en éste y de Platón en aquél; y discutían.

—El alma es inmaterial —decía uno.

—De ninguna manera —decía el otro—. La locura, el cloroformo, una sangría la trastornan y puesto que no siempre piensa, no es de ningún modo una sustancia que no haga sino pensar.

—Sin embargo —objetó Pécuchet— yo tengo, en mí mismo, algo que es superior a mi cuerpo y que a veces lo contradice.

—¿Un ser en el ser? ¡El homo duplex! ¡Vamos, vamos! Dos tendencias diferentes revelan motivos opuestos. Eso es todo.

—Pero ese algo, esa alma, permanece idéntica ante los cambios externos. ¡Por lo tanto, es simple, indivisible y por ello espiritual!

—¡Si el alma fuera simple —replicó Bouvard— un recién nacido recordaría y pensaría como un adulto! El Pensamiento, al contrario, sigue el desarrollo del cerebro. En cuanto a ser indivisible, el perfume de una rosa o el apetito de un lobo no se cortan en dos como tampoco una volición o una afirmación.

—¡Eso no quiere decir nada! —dijo Pécuchet— ¡El alma está exenta de las cualidades de la materia!

—¿Admites la gravedad? —respondió Bouvard—. Ahora bien; si la materia puede caer, también puede pensar. Puesto que ha tenido un principio, nuestra alma ha de tener un fin y como depende de los órganos, desaparecerá con ellos.

—¡Yo afirmo que es inmortal! Dios no puede querer…

—Pero ¿si Dios no existe?

—¿Cómo?

Y Pécuchet se despachó con las tres pruebas cartesianas.

—Primero, Dios está comprendido en la idea que de él tenemos; segundo, la existencia le es posible; y tercero, yo, ser finito ¿cómo podría concebir lo infinito? Y puesto que concebimos esta idea, ella nos viene de Dios ¡y por lo tanto Dios existe!

Y pasó al testimonio de la conciencia, a la tradición de los pueblos, a la necesidad de un creador. —Cuando veo un reloj…

—¡Sí, sí, ya se sabe! Pero ¿dónde está el padre del relojero?

—¡Tiene que haber una causa, sin embargo!

Bouvard dudaba de las causas.

—Del hecho de que un fenómeno sigue a otro fenómeno se infiere que uno deriva del otro. ¡Pruébenlo!

—¡Pero el espectáculo del universo denota una intención, un plan!

—¿Por qué? El Mal está tan perfectamente organizado como el Bien. El gusano que crece en la cabeza del carnero y lo hace morir equivale, anatómicamente, al mismo carnero. Las monstruosidades sobrepasan a las funciones normales. El cuerpo humano podría estar mejor hecho. Las tres cuartas partes del globo son estériles. La Luna, esa lampara, no siempre se muestra. ¿Tú crees que el Océano estaba destinado a los navíos y la madera de los árboles a la calefacción de nuestras casas?

Pécuchet respondió:

—No obstante, el estómago está hecho para digerir, la pierna para caminar, el ojo para ver, aunque haya dispepsias, fracturas y cataratas. No hay ordenamiento que no tenga una finalidad. Los efectos sobrevienen ahora o después. Todo depende de leyes. Por lo tanto, hay causas últimas.

Bouvard supuso que tal vez Spinoza suministraría argumentos y le escribió a Dumouchel para conseguir la traducción de Saisset.

Dumouchel le envió un ejemplar que pertenecía a su amigo el profesor Varlot, exiliado el Dos de Diciembre.

La Etica los atemorizó con sus axiomas y sus corolarios. Leyeron sólo los pasajes marcados con lápiz y comprendieron esto:

La sustancia es lo que es en sí, por sí, sin causa, sin origen. Esta sustancia es Dios.

El es la Extensión y la Extensión no tiene límites. ¿Con qué limitarla?

Pero aunque sea infinita, no es lo infinito absoluto, pues sólo contiene una clase de perfección; y lo Absoluto las contiene todas.

Con frecuencia se detenían y para reflexionar mejor Pécuchet absorbía tabaco y Bouvard estaba rojo de atención.

—¿Esto te divierte?

—¡Sí, por supuesto! Sigue de todos modos.

Dios se desarrolla en una infinidad de atributos que expresan, cada uno a su manera, la infinitud de su ser. Nosotros conocemos sólo dos: la Extensión y el Pensamiento.

Del Pensamiento y de la Extensión derivan innumerables modos, los cuales contienen otros.

Aquel que abarcara al mismo tiempo toda la Extensión y todo el Pensamiento, no vería en ellos ninguna contingencia, nada de accidental, sino una serie geométrica de términos ligados entre sí por leyes necesarias.

—¡Ah, sería hermoso! —dijo Pécuchet.

Entonces no hay libertad en el hombre ni en Dios.

—¡Ya lo ves! —exclamó Bouvard.

Si Dios tuviese una voluntad, una finalidad, si actuase por una causa sería porque tendría una necesidad, porque le faltaría una perfección. No sería Dios.

Así nuestro mundo no es sino un punto entre la totalidad de las cosas, y el Universo impenetrable para nuestro conocimiento, una porción de una infinidad de universos que emiten al lado del nuestro modificaciones infinitas. La Extensión envuelve nuestro Universo, pero está envuelta por Dios, que contiene en su pensamiento todos los universos posibles y su pensamiento mismo está envuelto en su sustancia.

Les parecía estar en un globo, de noche, con un frío glacial, arrastrados en una carrera sin fin hacia un abismo sin fondo y sin nada alrededor de ellos como no fuera lo inasible, lo inmóvil, lo Eterno. Era demasiado. Desistieron.

Y en busca de algo menos árido compraron el Curso de filosofía para ser usado en las escuelas del señor Guesnier.

El autor se pregunta cuál será el mejor método ¿el ontológico o el psicológico?

El primero conviene a la infancia de las sociedades, cuando el hombre fijaba su atención en el mundo exterior. Pero en la actualidad, cuando la vuelve hacia sí mismo "creemos que el segundo es más científico" y Bouvard y Pécuchet se decidieron por éste.

La finalidad de la psicología es el estudio de los hechos que se verifican "en el seno del yo"; se los descubre observando.

—¡Observemos!

Y durante quince días, habitualmente después de comer, buscaron en su conciencia, al azar, a la espera de hacer grandes descubrimientos, pero no hicieron ninguno, lo cual los asombró mucho.

Un fenómeno ocupa el yo: la idea. ¿De qué naturaleza es ésta? Se ha supuesto que los objetos se reflejan en el cerebro y que el cerebro envía esas imágenes a nuestro espíritu, el que nos depara su conocimiento.

Pero si la idea es espiritual ¿cómo representar la materia? De ahí el escepticismo en cuanto a las percepciones externas. Y si es material ¿los objetos espirituales podrían representarse? De ahí el escepticismo en lo que atañe a nociones internas. Por otra parte ¡que se tenga cuidado! ¡Esta hipótesis nos llevaría al ateísmo! Pues dado que una imagen es una cosa finita, le es imposible representar a lo infinito.

—Sin embargo —objetó Bouvard— cuando pienso en un bosque, en una persona, en un perro, veo ese bosque, esa persona, ese perro. Por lo tanto las ideas los representan.

Y encararon el origen de las ideas.

Según Locke hay dos, la sensación y la reflexión. Condillac reduce todo a la sensación.

Pero entonces la reflexión carecería de base. Necesita un sujeto, un ser que sienta; y es impotente para suministrarnos las grandes verdades fundamentales: Dios, el mérito y el demérito, lo justo, lo bello, etcétera, nociones a las que llamamos innatas, es decir, anteriores a la Experiencia y universales.

—Si fueran universales las tendríamos desde nuestro nacimiento.

—Esas palabras se refieren a la disposición para tenerlas y Descartes…

—¡Tu Descartes se enreda! ¡Sostiene que el feto las posee y en otro lugar confiesa que sólo de manera implícita!

Pécuchet se asombró.

—¿Dónde está eso?

—¡En Garando! —Y Bouvard le dio una palmada en la barriga.

—¡Acábala! —dijo Pécuchet. Después, volviendo a Condillac: —¡Nuestros pensamientos no son metamorfosis de la sensación! Ella los causa, los pone en juego. Para ponerlos en juego, hace falta un motor. Porque la materia por sí misma no puede producir el movimiento. ¡Y esto lo encontré en tu Voltaire! —agregó Pécuchet, haciéndole un profundo saludo.

Así machacaban con los mismos argumentos, cada uno de ellos desdeñando la opinión del otro, sin convencerlo de la suya.

Pero la filosofía los enaltecía ante sí mismos. Recordaban con piedad sus preocupaciones por la agricultura, la literatura, la política.

Ahora el museo los asqueaba. De muy buena gana hubieran vendido todas esas chucherías. Y pasaron al segundo capítulo, las facultades del alma.

Hay tres nada más. La de sentir, la de conocer, la de querer.

En la facultad de sentir distinguimos la sensibilidad física de la sensibilidad moral.

Las sensaciones físicas se clasifican naturalmente en cinco especies, que se canalizan por los órganos de los sentidos.

Los actos de la sensibilidad moral, al contrario, no deben nada al cuerpo.

No hay nada en común entre el placer de Arquímedes al descubrir las leyes de la gravedad y la voluptuosidad inmunda de Apicius devorando una cabeza de jabalí.

Esa sensibilidad moral tiene cuatro géneros, y su segundo género, "deseos morales", se divide en cinco especies, y los fenómenos del cuarto género, "afectos", se subdividen en otras dos especies, entre las cuales está el amor por sí mismo, "inclinación legítima, sin duda, pero que cuando se exagera toma el nombre de egoísmo".

En la facultad de conocimiento se encuentra la percepción racional, en la que se encuentran dos movimientos principales y cuatro grados.

La abstracción puede ofrecer escollos a las inteligencias extravagantes.

La memoria relaciona con el pasado como la previsión con el porvenir.

La imaginación es más bien una facultad particular, sui generis.

Tantas molestias para demostrar banalidades, el tono pedantesco del autor, la monotonía de los giros "Estamos dispuestos a reconocer", "Lejos de nosotros la idea", "Interroguemos a nuestra conciencia"… el elogio sempiterno a Dugalt Stewart, en fin, todo ese palabrerío los asqueó de tal manera que, pasando por sobre la facultad de querer, entraron en la Lógica.

Por ella supieron qué es el Análisis, la Síntesis, la Inducción, la Deducción y las causas principales de nuestros errores.

Casi todos provienen del mal empleo de las palabras.

"El sol se acuesta, el tiempo se obscurece, el invierno se acerca", son locuciones viciadas que hacen pensar en entidades personales cuando se trata sólo de acontecimientos muy simples. "Recuerdo tal objeto, tal axioma, tal verdad". ¡Ilusión! Son las ideas y de ningún modo las cosas las que permanecen en el yo y el rigor del lenguaje exige decir "Recuerdo tal acto de mi espíritu por el cual percibí ese objeto, del cual deduje este axioma, por el cual admití esta verdad".

Como el término que designa a un accidente no lo abarca en todos sus modos, trataron de emplear sólo palabras abstractas, tanto que en lugar de decir "Demos una vuelta", "Es hora de cenar", "Tengo un cólico", emitían estas frases: 'Un paseo sería salutífero", "Ya es hora de ingerir alimentos", "Experimento una necesidad de exoneración".

Una vez dueños del instrumento lógico, pasaron revista a los diferentes critériums; en primer lugar al del sentido común.

Si el individuo no puede saber nada ¿por qué todos los individuos podrían saber más? Un error, aunque tenga cien mil años de antigüedad, por el solo hecho de ser antiguo no constituye una verdad. La Muchedumbre sigue invariablemente la rutina; y, al contrario, son sólo unos pocos los que impulsan el Progreso.

¿Vale más fiarse del testimonio de los sentidos? Estos engañan a veces y nunca informan sino acerca de la apariencia. El fondo se les escapa.

La Razón ofrece más garantías, dado que es inmutable e impersonal; pero para manifestarse necesita encarnarse.

Entonces la Razón se torna mi Razón. Una regla importa poco, si es falsa. Nada prueba que ésta sea justa.

Se recomienda verificarla con los sentidos; pero éstos pueden adensar sus tinieblas. De una sensación confusa se induciría una ley defectuosa que más tarde impedirá la visión clara de las cosas.

Queda la Moral. Es hacer descender a Dios al nivel de lo útil ¡como si nuestras necesidades fueran la medida de lo Absoluto!

En cuanto a la Evidencia, negada por el uno, afirmada por el otro, ella es en sí misma su criterium. El señor Cousin lo ha demostrado.

—No queda más que la Revelación —dijo Bouvard—. Pero para creer en ella hay que admitir dos conocimientos previos, el del cuerpo que ha sentido y el de la inteligencia que ha percibido, admitir el Sentido y la Razón, testimonios humanos y como consecuencia sospechosos.

Pécuchet reflexionó, se cruzó de brazos.

—Pero ¡vamos a caer en el abismo espantoso del escepticismo!

Según Bouvard, eso sólo espantaba a los cerebros pobres.

—¡Gracias por el cumplido! —respondió Pécuchet—. Sin embargo hay hechos indiscutibles. Se puede alcanzar la verdad dentro de ciertos límites.

—¿Cuál? ¿Dos y dos son cuatro siempre? ¿El contenido es, de alguna manera, menor que el continente? ¿Qué quiere decir casi verdadero, una fracción de Dios, la parte de una cosa indivisible?

—¡Ah, tú eres sólo un sofista!

Y Pécuchet, ofendido, estuvo tres días enfurruñado. Emplearon este tiempo en recorrer los índices de varios volúmenes. Bouvard sonreía de cuando en cuando y reanudó la conversación.

—¡Sí que es difícil no dudar! En lo que atañe a Dios las pruebas de Descartes, de Kant y de Leibniz no son las mismas y se invalidan mutuamente. La creación del mundo por los átomos o por un espíritu sigue siendo inconcebible.

Yo me siento materia y pensamiento a la vez, al mismo tiempo que ignoro qué es la una y el otro. La impenetrabilidad, la solidez, la gravedad me parecen misterios tanto como mi alma; con mayor razón aun la unión del alma y del cuerpo.

Para explicarla Leibniz imaginó su armonía, Malebranche la premonición, Cudworth un mediador y Bonnet ve en ella un milagro perpetuo "lo que es una tontería, pues un milagro perpetuo no sería un milagro".

—¡Efectivamente! —dijo Pécuchet.

Y los dos confesaron que estaban hartos de los filósofos. Tantos sistemas lo enredan a uno. La metafísica no sirve para nada. Se puede vivir sin ella.

Por otra parte, sus apuros económicos aumentaban. Le debían tres barricas de vino a Beljambe, doce kilogramos de azúcar a Langlois, ciento veinte francos al sastre, sesenta el zapatero. Se gastaba cada vez mas y maese Gouy no pagaba.

Fueron a lo de Marescot para que les consiguiese dinero, fuera por la venta de las Ecalles o por una hipoteca sobre la granja o enajenando la casa, la que se pagaría en rentas vitalicias y de la cual conservarían el usufructo. Aquello no era viable, dijo Marescot, pero un negocio mejor se preparaba y él les avisaría.

Entonces pensaron en su pobre jardín. Bouvard se puso a desbrozar la enramada, Pécuchet a podar el espaldar y Marcel debía remover los arriates.

Al cabo de un cuarto de hora se detuvieron, el uno cerró su podadora, el otro dejó sus tijeras y comenzaron a pasearse lentamente. Bouvard a la sombra de los tilos, sin chaleco, sacando pecho, con los brazos desnudos; Pécuchet costeando el muro, con la cabeza gacha, las manos a la espalda, la visera de su gorra vuelta hacia atrás como precaución; y caminaban así, paralelamente, sin ver siquiera a Marcel que descansaba junto a la cabaña y comía un pedazo de pan.

De esa meditación surgieron algunas ideas; se encaraban, temiendo olvidarlas, y la metafísica volvía.

Volvía a propósito de la lluvia o del sol, de un guijarro en el zapato, de una flor en el césped, a propósito de todo.

Miraban arder una vela y se preguntaban si la luz está en el objeto o en nuestro ojo. Así como las estrellas pueden haber desaparecido cuando su brillo aún nos llega, puede ser que admiremos cosas que ya no existen.

Habiendo encontrado en el fondo de un chaleco un cigarrillo Raspail, lo desmenuzaron en el agua y el alcanfor se cortó. ¡He ahí entonces el movimiento en la materia! Un grado superior del movimiento produciría la vida.

Pero si la materia en movimiento bastara para crear los seres, éstos no serían tan diversos, pues en los orígenes no existían ni tierras, ni aguas, ni hombres, ni plantas. ¿Cuál es entonces esa materia primordial que nunca se ha visto, que no es ninguna de las cosas del mundo y que las ha producido a todas?

A veces necesitaban un libro. Dumouchel, cansado de ayudarlos, ya no les respondía y ellos se empecinaban en el tema, principalmente Pécuchet. Su necesidad de verdad se convertía en una sed ardiente. Conmovido por los discursos de Bouvard, dejaba el espiritualismo y lo retomaba en seguida para volverlo a abandonar y exclamaba, tomándose la cabeza con las manos:

—¡Oh, la duda, la duda! ¡Preferiría la nada!

Bouvard intuía la insuficiencia del materialismo pero trataba de sostenerse en él, aunque confesaba, por lo demás, que le hacía perder la chaveta.

Sentaban sus razonamientos en una base sólida, ésta se desmoronaba y de pronto ya no había ninguna idea, había volado como vuela una mosca cuando se la quiere atrapar.

En las noches de invierno charlaban en el museo, al lado del fuego, mirando las brasas. El viento que silbaba en el corredor hacía temblar los vidrios de las ventanas, las masas negras de los árboles se balanceaban y la tristeza de la noche aumentaba la seriedad de sus pensamientos. Bouvard, de cuando en cuando, iba hasta el extremo de la habitación, luego volvía. Los candelabros y los barreños en los muros echaban sombras oblicuas al suelo; y el San Pedro, visto de perfil, mostraba en el cielorraso la silueta de su nariz, parecida a un mostruoso cuerno de caza.

Les era difícil caminar por entre los objetos y con frecuencia Bouvard, descuidado, se golpeaba con la estatua. Con sus grandes ojos, su belfo colgante y su aspecto de borracho, molestaba a Pécuchet también. Hacía mucho tiempo que querían deshacerse de ella, pero por negligencia iban posponiendo aquello de día en día.

Una noche, en medio de una discusión acerca de la mónada, Bouvard se golpeó el dedo gordo con el pulgar de San Pedro y volcó en éste su irritación. —¡Me molesta este tipo! ¡Tirémoslo afuera! Por la escalera era difícil. Abrieron la ventana y lo inclinaron en el borde suavemente. Pécuchet, de rodillas, trató de levantarle los talones, mientras que Bouvard lo empujaba por los hombros. El personaje de piedra no se movía; tuvieron que recurrir a la alabarda, que usaron como palanca, y por fin consiguieron acostarlo derecho. Entonces, después de balancearse, se precipitó en el vacío con la tiara haciendo punta. Un ruido sordo resonó. Al otro día lo encontraron roto en doce pedazos en el antiguo hoyo de los abonos.

Una hora después entró el notario llevándoles una buena noticia. Una persona de la localidad daría un adelanto de mil escudos mediante una hipoteca sobre la granja, y cuando ya se estaban regocijando agregó:

—¡Perdón! Esa persona impone una cláusula: ustedes le venderán las Ecalles por mil quinientos francos. El préstamo será pagado hoy mismo. El dinero está en mi casa, en mi estudio.

Los dos tenían ganas de ceder. Bouvard acabó por responder:

—¡Dios mío! ¡Sea!

—¡Convenido! —dijo Marescot. Y les dio el nombre de la persona, que era la señora Bordin. — ¡Me lo sospechaba! —exclamó Pécuchet. Bouvard, humillado, calló.

Ella u otro ¡qué importaba! Lo principal era salir del atolladero.

Cuando recibieron el dinero (el de las Ecalles les sería entregado después) pagaron inmediatamente todas las facturas y volvían a su domicilio cuando en el recodo de les Halles los detuvo maese Gouy.

Iba a casa de ellos para comunicarles una desgracia. El viento, la noche anterior, había derribado veinte manzanos en los patios, volteado la destilería y arrancado el techo del granero. Pasaron el resto de la tarde comprobando los daños y el día siguiente con el carpintero, el albañil y el techista. Las reparaciones costarían unos diez y ocho mil francos por lo menos.

Después, a la noche, se presentó Gouy. Marianne misma le había contado, hacía un rato, lo de la venta de las Ecalles. Una tierra de un rendimiento magnífico, muy conveniente, que casi no necesitaba cuidarse, ¡el mejor lote de toda la granja! Y pedía una rebaja.

Los señores se la negaron. Se sometió el caso al juez de paz y éste falló a favor del granjero. La pérdida de las Ecalles, el acre estimado en dos mil francos, le causaba un perjuicio anual de setenta francos y ante los tribunales ganaría, seguramente.

Su fortuna había disminuido. ¿Qué hacer? Pronto no sabrían de qué vivir.

Se sentaron a la mesa llenos de desaliento. Marcel no sabía nada de cocina; su cena, esa vez, superó a las anteriores. La sopa parecía agua del lavado de la vajilla, el conejo olía mal, los guisantes estaban crudos, los platos roñosos y a los postres Bouvard estalló y lo amenazó con romperle todo en la cabeza.

—Seamos filósofos —dijo Pécuchet—; un poco menos de dinero, las intrigas de una mujer, la torpeza de un criado ¿qué es todo eso? ¡Estás demasiado inmerso en la materia!

—¡Pero me molesta! —dijo Bouvard.

—¡Yo no lo admito! —respondió Pécuchet. Últimamente había leído un análisis de Berkeley y agregó:

—Niego la extensión, el tiempo, el espacio y hasta la sustancia ¡pues la verdadera sustancia es el espíritu percibiendo las cualidades!

—Perfecto —dijo Bouvard— pero si se suprime el mundo, faltarán las pruebas de la existencia de Dios.

Pécuchet protestó, y mucho, no obstante un resfrío de cabeza causado por el yoduro de potasio, y una fiebre permanente contribuía a exaltarlo.

Bouvard, inquieto, llamó al médico.

Vaucorbeil recetó un jarabe de naranja con yoduro y, para después, baños de cinabrio.

—¿Y para qué? —respondió Pécuchet—. Un día u otro la forma se irá. ¡Pero la esencia no perece!

—Sin duda —dijo el médico—, la materia es indestructible. Sin embargo…

—¡Pero no, no! Lo indestructible es el ser. Ese cuerpo que está allí, delante de mí, me impide conocer a su persona, es, por decir así, una vestimenta o más bien una máscara.

Vaucorbeil creyó que estaba loco.

—Buenas noches. ¡Cuide su máscara!

Pécuchet no se detuvo. Se procuró una introducción a la filosofía hegeliana y quiso explicársela a Bouvard.

—Todo lo que es racional es real. Podría decirse que lo único real que hay es la idea. Las leyes del espíritu son las leyes del universo; la razón del hombre es idéntica a la de Dios.

Bouvard fingía comprender.

—Por lo tanto, lo Absoluto es a la vez sujeto y objeto, la unidad en la que van a reunirse todas las diferencias. Así se resuelven las contradicciones. La sombra hace posible la luz, el frío unido al calor produce la temperatura, el organismo sólo se mantiene por la destrucción del organismo. En todas partes hay un principio que divide y un principio que une.

Estaban en el emparrado y el cura pasó por la balaustrada con su breviario en la mano.

Pécuchet le rogó que entrara para terminar de exponer lo de Hegel delante de él y ver un poco lo que diría.

El hombre de la sotana se sentó cerca de ellos y Pécuchet abordó el cristianismo.

—Ninguna religión ha dejado tan bien sentada esta verdad: "¡La Naturaleza es sólo un momento de la idea!"

—¿Un momento de la idea? —murmuró el padre, estupefacto.

—¡Claro que sí! Dios, al revestir una envoltura visible, mostró su unión consubstancial con ella.

—¿Con la Naturaleza? ¡Oh, oh!

—Con su deceso, ha dado testimonio de la esencia de la muerte; por lo tanto, la muerte estaba en él, era, es parte de él.

El eclesiástico frunció el entrecejo.

—¡Nada de blasfemias! Fue por la salvación del género humano que soportó el sufrimiento…

—¡Error! La muerte, considerada en el individuo, es un mal, sin duda, pero respecto de las cosas es diferente. ¡No separe el espíritu de la materia!

—Sin embargo, señor, antes de la Creación…

—No ha habido Creación. Ella existió siempre. De otro modo se trataría de un nuevo ser que debería agregarse al pensamiento divino, lo cual es absurdo.

El sacerdote se levantó; sus ocupaciones lo reclamaban.

—Puedo jactarme de haberle dado una paliza —dijo Pécuchet—. ¡Una palabra más aún! Puesto que la existencia del mundo es sólo un continuo paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, lejos de que todo sea, nada es. Todo deviene. ¿Comprendes?

—¡Sí, comprendo! ¡O más bien, no!

Al fin de cuentas el idealismo exasperaba a Bouvard.

—¡Ya no quiero más! El famoso cogito me fastidia. Se toma a las ideas de las cosas por las cosas mismas. ¡Se explica lo que se entiende muy poco, con palabras que no se entienden nada! Sustancia, extensión, fuerza, materia y alma, otras tantas abstracciones, imaginaciones. En cuanto a Dios, es imposible saber cómo es ¡y ni siquiera si es! En otros tiempos era la causa del viento, del rayo, de las revoluciones. Hoy se ha debilitado. Por otra parte, no veo que pueda ser útil.

—¿Y qué pasa con la moral, a todo esto?

—¡Ah, mala suerte!

"Carece de base, efectivamente" se dijo Pécuchet.

Y permaneció silencioso, acorralado en un callejón sin salida, consecuencia de las premisas que él mismo había establecido. Fue una sorpresa, quedó aplastado.

Bouvard no creía ni en la materia. La certeza de que nada existe (por deplorable que ésta sea) no deja de ser una certeza. Poca gente es capaz de tenerla. Esa trascendencia les llenó de orgullo y quisieron mostrarlo. La ocasión se presentó.

Una mañana, cuando iban a comprar tabaco, vieron una aglomeración delante de la puerta de Langlois. La gente rodeaba al coche de Falaise y hablaban de Touache, un galeote que vagabundeaba por la comarca. El conductor lo había visto en la Croix Verte, entre dos gendarmes, y los chaviñolenses exhalaron un suspiro de alivio.

Girbal y el capitán se quedaron en la plaza; después llegó el juez de paz curioso por saber qué sucedía, y luego el señor Marescot, con gorro de terciopelo y pantuflas de badana.

Langlois los invitó a honrar su establecimiento con su presencia. Allí estarían más cómodos. Y a despecho de los parroquianos y del ruido de la campanilla, los señores continuaron discutiendo las fechorías de Touache.

—¡Por Dios! —dijo Bouvard—. Tenía malos instintos ¡eso es todo!

—A esos instintos los vence la virtud —respondió el notario.

—Pero ¿si se carece de virtud?

—Y— Bouvard negó de manera tajante el libre albedrío.

—Sin embargo —dijo el capitán— ¡yo puedo hacer lo que quiero! Yo soy libre, por ejemplo, para mover la pierna.

—No, señor ¡usted tiene un motivo para moverla!

El capitán buscó una respuesta, pero no encontró ninguna; pero a Girbal se le ocurrió esta salida:

—¡Un republicano que habla contra la libertad! ¡Qué gracioso!

—¡Es cosa de risa! —dijo Langlois. Bouvard lo interpeló.

—¿A qué se debe que usted no les dé su fortuna a los pobres?

El almacenero recorrió todo el establecimiento con una mirada inquieta.

—¡Fíjese! No soy tan estúpido. ¡La guardo para mí!

—Si usted fuera San Vicente de Paul, obraría de manera diferente, puesto que tendría su carácter. Usted obedece al suyo. Por lo tanto ¡no es libre!

—¡Eso es una trapacería! —respondió a coro todo el mundo.

Bouvard permaneció inmutable y señalando la balanza que había en el mostrador dijo:

—Se mantendrá quieta en tanto que uno de los platos esté vacío. Así sucede con la voluntad; y la oscilación de la balanza entre dos pesos que parecen iguales, es como la imagen del trabajo de nuestro espíritu, cuando examina los motivos, hasta el momento en que el más fuerte se impone, y determina la decisión.

—Todo eso —dijo Girbal— no cambia nada lo de Touache y no le impide ser un mozo lindamente vicioso.

Entonces habló Pécuchet.

—Los vicios son propiedades de la Naturaleza, como las inundaciones y las tempestades.

El notario lo detuvo y parándose en puntas de pie con cada una de sus palabras, dijo:

—Su sistema me parece de una inmoralidad completa. Abre el camino a todos los desbordes, disculpa los crímenes, absuelve a los culpables.

—Perfectamente —dijo Bouvard—. El desdichado que obedece a sus apetitos está en su derecho, tanto como el hombre honesto que oye la voz de la Razón.

—¡No defienda a los monstruos!

—¿Por qué monstruos? Cuando nace un ciego, un idiota, un homicida, lo tomamos como si fuera un desorden, como si conociéramos el orden ¡como si la Naturaleza actuase con una finalidad!

—Entonces ¿usted niega a la Providencia?

—¡Sí, la niego!

—¡Fíjese en la Historia, mejor! —exclamó Pécuchet—. Recuerde los asesinatos de reyes, las matanzas de pueblos, las disensiones en las familias, el dolor de los individuos.

—Y al mismo tiempo —agregó Bouvard, porque se excitaban uno al otro— esa providencia cuida a los pajaritos y hace que le vuelvan a crecer las patas a los cangrejos. ¡Ah, si ustedes entienden por Providencia una ley que lo rige todo, podría ser, pero hasta ahí nomás!

—Sin embargo, señor —dijo el notario— ¡hay principios!

—¿Qué cuento es ese? ¡Una ciencia, según Condillac, es tanto mejor cuanto menos necesita de los principios! Lo único que hacen es resumir los conocimientos adquiridos y nos remiten a esas nociones que son, precisamente, discutibles.

—¿Ustedes, acaso —prosiguió Pécuchet— escrutaron, hurgaron como nosotros los arcanos de la metafísica?

—¡Es cierto, señores, es cierto!

Y la reunión se dispersó.

Pero Coulon los llevó aparte y les dijo con un tono paternal que él no era precisamente devoto y que hasta detestaba a los jesuitas. Sin embargo ¡no iba tan lejos como ellos! ¡Oh, no, seguramente!

Y en la esquina de la plaza pasaron por delante del capitán que encendía su pipa mascullando:

—¡Después de todo yo sé que hago lo que quiero, qué diablos!

Bouvard y Pécuchet profirieron en otras ocasiones sus abominables paradojas. Ponían en tela de juicio la probidad de los hombres, la castidad de las mujeres, la inteligencia del gobierno, el sentido común del pueblo, en fin, socavaban las bases.

Foureau se inquietó y los amenazó con meterlos en prisión si continuaban con sus discursos. La evidencia de su superioridad lastimaba. Como sostenían tesis inmorales, ellos también tenían que ser inmorales. Echaron a rodar calumnias.

Entonces una facultad lamentable se desarrolló en sus espíritus, la de notar la estupidez y no poder tolerarla.

Cosas insignificantes los entristecían: la publicidad de los diarios, el perfil de un burgués, una reflexión tonta oída al azar.

Al pensar en lo que se decía en su pueblo y en que había hasta en las antípodas otros Coulon, otros Marescot y otros Foureau, sentían sobre ellos el peso de la tierra entera.

No salían más, no recibían a nadie.

Una tarde se entabló un diálogo en el patio entre Marcel y un señor que llevaba un sombrero de alas anchas y anteojos negros. Era el académico Larsonneur. No pudo dejar de advertir una cortina entreabierta y puertas que se cerraban. Su visita se debía a una tentativa de reconciliación y se fue furioso, encargando al criado que dijera a sus amos que los consideraba como unos patanes.

Bouvard y Pécuchet no le hicieron caso. El mundo perdía importancia. Lo entreveían como en una nube que hubiese bajado de sus cerebros a sus pupilas.

¿Acaso no es, por otra parte, una ilusión, una pesadilla? ¿Puede ser que, al fin de cuentas, la prosperidad y la desgracia se equilibren? Pero el bien de la especie no consuela al individuo.

—¿Qué me importan los demás? —decía Pécuchet.

Su desesperación afligía a Bouvard. Era él quien lo había empujado hasta allí y el deterioro de su casa avivaba su pesar con irritaciones cotidianas.

Para levantarse el ánimo se daban razones, se imponían tareas, pero volvían a caer rápidamente en una pereza más fuerte, en un desaliento profundo.

Al terminar de comer permanecían con los codos en la mesa, gimiendo con aire lúgubre. Marcel abría muy grandes los ojos y luego volvía a su cocina donde se atracaba solitario.

A mediados del verano recibieron una participación anunciando el casamiento de Dumouchel con la señora viuda Olympe Zulma Poulet.

¡Que Dios lo bendiga! Y recordaron los tiempos en que eran felices. ¿Por qué ya no seguían a los segadores? ¿Qué se había hecho de los días cuando entraban en las granjas buscando antigüedades? Ya no había nada que les deparara horas tan agradables como las que les habían proporcionado la destilería y la literatura. Un abismo los separaba de todo eso. Algo irrevocable había sucedido.

Quisieron ir a dar un paseo por el campo, como en otros tiempos, y fueron muy lejos, se perdieron. Un rebaño de pequeñas nubes corría por el cielo, el viento mecía las campanillas de la avena, a lo largo de un prado murmuraba un arroyo. De repente un olor infecto los detuvo y encima de unas piedras, entre los juncos, vieron la carroña de un perro.

Los cuatro miembros estaban resecos. El rictus de la boca descubría colmillos de marfil entre sus belfos azulados. En lugar de vientre había una masa de color terroso que parecía palpitar por los gusanos que hormigueaban en ella. Se agitaba bajo el sol, en medio del zumbido de las moscas y de un olor intolerable, un olor feroz y como devorador.

A todo esto, Bouvard arrugaba la frente y las lágrimas mojaron sus ojos. Pécuchet dijo con estoicismo:

—¡Eso seremos un día!

La idea de la muerte los había invadido y hablaron de ello cuando regresaban.

Después de todo, no existe. Uno se va en el rocío, en la brisa, en las estrellas; se transforma en algo de la savia de los árboles, del fulgor de las piedras finas, del plumaje de los pájaros. Se devuelve a la Naturaleza lo que nos había prestado y la Nada que está delante de Nosotros no es más espantosa que la que queda atrás.

Trataban de imaginarla como una noche intensa, como un foso sin fondo, como un desvanecimiento continuo. Cualquier cosa era mejor que esta existencia monótona, absurda y sin esperanza.

Recapitularon sus necesidades insatisfechas. Bouvard siempre había deseado caballos, coches, buenos vinos de Borgoña y mujeres bellas y complacientes en una habitación espléndida. La ambición de Pécuchet era el saber filosófico. Ahora bien; el más grande de los problemas, el que encierra a todos los otros, puede resolverse en un minuto. ¿Cuándo llegaría?

—Quizás fuera mejor terminar de una vez.

—Cómo tú quieras —dijo Bouvard.

Y analizaron la cuestión del suicidio.

¿Qué tiene de malo deshacerse de un peso que aplasta? Se comete una acción que no daña a nadie. Si ofendiera a Dios ¿tendríamos el poder de cometerla? No es una cobardía, dígase lo que se diga y es una hermosa insolencia mofarse de lo que los hombres más quieren, aun cuando se haga en detrimento propio.

Hablaron de las maneras de morir. El veneno hace sufrir. Para degollarse hace falta demasiado valor. Y con la asfixia se falla con frecuencia.

Por fin Pécuchet subió al granero dos cables de los de hacer gimnasia. Después de haberlos atado a una misma viga del techo, hizo un nudo corredizo en cada uno y puso debajo dos sillas para poder alcanzar las cuerdas.

Se decidieron por ese procedimiento.

Se preguntaban qué impresión causaría en el distrito, adonde irían a dar sus bibliotecas, sus papeluchos, sus colecciones. La idea de la muerte los hacía compadecerse de sí mismos. No obstante, no cejaban en su proyecto y a fuerza de hablar de él terminaron por acostumbrarse.

La noche del 25 de diciembre, entre las diez y las once, reflexionaban en el museo, vestidos de maneras diferentes. Bouvard llevaba una blusa sobre su chaleco de punto y Pécuchet hacía tres meses que no se quitaba el hábito de monje, por economía.

Como tenían mucha hambre (porque Marcel había salido al alba y no había vuelto todavía) Bouvard creyó higiénico beber una jarra de aguardiente y Pécuchet tomar el té.

Al levantar la tetera derramó agua en el piso.

—¡Torpe! —exclamó Bouvard.

Luego, como la infusión le pareció mediocre, quiso reforzarla con dos cucharadas más.

—¡Quedará repugnante! —dijo Pécuchet.

—¡De ningún modo!

Y cada uno tiró hacia sí la caja y la bandeja se volcó; una de las tazas se rompió, la última del hermoso juego de porcelana.

Bouvard palideció.

—¡Continúa! ¡Destroza! ¡Sin cumplidos!

—¡Qué desgracia, realmente!

—¡Sí, una desgracia! ¡Me la había dejado mi padre!

—Natural —agregó Pécuchet con tono irónico.

—¡Ah, me insultas!

—No, pero te canso. ¡Confiésalo!

Y Pécuchet fue presa de la cólera o más bien de la demencia. Bouvard también. Gritaban los dos al mismo tiempo, el uno irritado por el hambre, el otro por el alcohol. La garganta de Pécuchet emitía sólo un ronquido.

—¡Es infernal una vida así! ¡Prefiero la muerte! ¡Adiós!

Tomó el candelero, dio media vuelta, se fue dando un portazo. A Bouvard, en medio de las tinieblas, le costó trabajo abrir, corrió detrás de él y llegó al granero.

El candelabro estaba en el suelo y Pécuchet de pie en una de las sillas con el cable en la mano.

El espíritu de imitación impulsó a Bouvard.

—¡Espérame!

Y subía a la otra silla cuando de pronto se detuvo. —Pero… ¡no hemos hecho nuestro testamento!

—¡Caramba, es cierto!

Los sollozos llenaban sus pechos. Fueron hasta el tragaluz para respirar.

El aire estaba frío y numerosos astros brillaban en el cielo negro como de tinta. La blancura de la nieve que cubría la tierra se perdía en las brumas del horizonte.

Percibieron pequeñas luces a ras del suelo, que aumentaban de tamaño, se acercaban; todas iban hacia el lado de la iglesia.

La curiosidad los llevó hacia ellas.

Era la misa de medianoche. Esas luces eran los de las lámparas de los pastores. Algunos, en el pórtico, sacudían sus abrigos.

El serpentón roncaba, el incienso humeaba. Faroles suspendidos a lo largo de la nave formaban tres coronas de luces multicolores y en el fondo de la perspectiva, de los dos lados del tabernáculo, los cirios gigantes erguían sus llamas rojas. Por sobre las cabezas de la gente y las capelinas de las mujeres, más allá del coro, se veía al sacerdote con su casulla dorada. A su voz aguda respondían las voces fuertes de los hombres que llenaban la galería y la bóveda de madera temblaba sobre sus arcos de piedra. Imágenes que representaban el camino a la cruz decoraban los muros. En medio del coro, delante del altar, había un cordero acostado, con las patas debajo del vientre y las orejas paradas.

La temperatura tibia les produjo un singular bienestar y sus pensamientos, tenebrosos un poco antes, se tornaban suaves, como olas que se apaciguan.

Escucharon el Evangelio y el Credo y observaban los movimientos del sacerdote. Mientras tanto los viejos, los jóvenes, las mendigas en harapos, las granjeras endomingadas, los robustos mozos de patillas rubias, todos oraban, sumergidos en la misma alegría profunda y veían en la paja de un establo, radiante como un sol, el cuerpo del Niño Dios. Esta fe de los otros conmovió a Bouvard a despecho de su razón y a Pécuchet a pesar de la dureza de su corazón.

Hubo un silencio; todas las espaldas se inclinaron, tintineó una campanilla y el corderito baló.

La hostia fue mostrada por el sacerdote, quien levantó sus brazos tan alto como le fue posible. Entonces estalló un canto de alegría que convocaba al mundo a los pies del Rey de los Angeles. Bouvard y Pécuchet se plegaron a él sin pensarlo y sintieron como si una aurora se levantase en sus almas.