10
Consiguieron varias obras atinentes a la educación y resolvieron cuál sería su sistema. Había que desterrar toda idea metafísica y, según el método experimental, seguir los pasos de la naturaleza. Nada apremiaba, pues los dos alumnos debían olvidar todo lo que habían aprendido.
Aunque eran de constitución fornida, Pécuchet quería, como un espartano, curtirlos aun más, acostumbrarlos al hambre, a la sed, a la intemperie y hasta quería que usasen zapatos agujereados para prevenir los resfríos, Bouvard se opuso.
El gabinete obscuro en el fondo del corredor se convirtió en su dormitorio. Los muebles que allí había eran dos catres, dos palanganas y un jarro. Un ojo de buey se abría por encima de sus cabezas y las arañas corrían por el cielorraso. Con frecuencia recordaban el interior de una cabaña donde se discutía. Una noche su padre había regresado con sangre en las manos. Algún tiempo después habían ido los gendarmes. Después habían vivido en un bosque. Unos hombres que hacían zuecos abrazaban a su madre. Ella murió; los habían llevado en una carreta; les pegaban mucho; se habían perdido. Después recordaban al guardia rural, a la señora de Noaris, Sorel y esa otra casa en la cual, sin preguntarse por qué, se sentían felices. Por eso se mostraron dolorosamente asombrados cuando al cabo de ocho meses se reanudaron las lecciones.
Bouvard se encargó de la pequeña. Pécuchet del chico. Víctor distinguía las letras, pero no lograba formar sílabas. Las farfullaba, se detenía de golpe y ponía cara de idiota. Victorina hacía preguntas. ¿Por qué la ch en "orchestre" suena como una q y como una k en "archeologie"? Unas veces se tiene que juntar dos vocales, otras separarlas. Todo eso no es justo. Se indignaba.
Los maestros enseñaban a la misma hora en sus respectivas habitaciones y como el tabique era delgado, sus cuatro voces, una aflautada, una profunda y dos agudas componían un barullo abominable. Para terminar con aquello y estimular a los chicos por la emulación, se les ocurrió hacerlos trabajar juntos en el museo. Comenzaron con la escritura.
Los dos alumnos, uno en cada extremo de la mesa, copiaban un modelo. Pero la posición del cuerpo era mala. Había que corregirlos. Las páginas se les caían, las plumas se partían, la tinta se derramaba.
Algunos días Victorina iba bien durante unos cinco minutos, después hacía garabatos y presa del desaliento permanecía con los ojos clavados en el techo. Víctor no tardaba en dormirse echado en medio de la mesa.
¿Sufrían, tal vez? Una tensión demasiado fuerte perjudica a los cerebros jóvenes. —¡Detengámonos! —dijo Bouvard. Nada tan estúpido como hacer que se aprenda de memoria, pero si no se ejercita la memoria, ésta se atrofia. Y les machacaron las primeras fábulas de La Fontaine. Los niños aprobaban a la hormiga que ahorraba, al lobo que se come al cordero y al león que se queda con todo.
Cada día más atrevidos, devastaban el jardín. Pero ¿de qué otra manera podían divertirse?
Juan Jacobo, en Emilio, aconseja al preceptor que haga que el alumno haga sus propios juguetes, dándole un poco de ayuda sin que lo note. Bouvard no pudo hacer un aro ni Pécuchet coser una pelota.
Pasaron a los juegos instructivos como el de los recortes, Pécuchet les mostró su microscopio y Bouvard, con una vela encendida, dibujaba en la pared una liebre o un cerdo. El público se cansó.
Algunos autores exaltan el placer de un almuerzo campestre o un paseo en barco. ¿Aquello era practicable, francamente? Fenelón recomienda "una conversación inocente" de cuando en cuando. ¡Era imposible imaginar una sola!
Volvieron a las lecciones; la bola de facetas, la caja tipográfica, todo había fracasado cuando se les ocurrió una estratagema.
Como Víctor tenía inclinación por la glotonería, se le enseñó el nombre de un plato; pronto leyó de corrido en El cocinero francés. Victorina era coqueta. Le regalarían un vestido si para conseguirlo le escribía a la costurera. En menos de tres semanas consumó el prodigio. Aquello suponía fomentar sus defectos, método pernicioso pero que había dado buen resultado.
Ahora que sabían leer y escribir ¿qué les enseñarían? Otro inconveniente. Las muchachas no necesitan saber tanto como los muchachos. ¡No importaba! Generalmente se las educa como verdaderas tontas y todo su bagaje se limita a unas cuantas sandeces místicas.
¿Conviene enseñarles idiomas? El español y el italiano —afirma el Cygne de Cambral— sólo sirven para leer obras peligrosas. Un motivo así les pareció estúpido. Sin embargo, Victorina no podría hacer nada con esos idiomas. El inglés, en cambio, es de uso más común. Pécuchet estudió las reglas y enseñaba, con seriedad, la manera de pronunciar la th, "así, mira ¡the, the, the!".
Pero antes de instruir a un niño habría que conocer sus aptitudes. Se las adivina por la frenología. Se zambulleron en ella. Luego quisieron verificar las aserciones en sus personas. Bouvard presentaba la protuberancia de la benevolencia, de la imaginación, de la veneración y la de la energía amorosa, vulgo, erotismo.
En los temporales de Pécuchet se palpaban la filosofía y el entusiasmo junto a un espíritu astuto. Esos eran sus caracteres.
Lo que más los sorprendió fue encontrar, tanto en uno como en otro, la inclinación a la amistad y encantados con este descubrimiento se abrazaron conmovidos. En seguida encararon el examen de Marcel.
Su más grande defecto y que ellos no ignoraban, era su desmedido apetito. No obstante, Bouvard y Pécuchet quedaron aterrorizados al descubrir por sobre el pabellón de la oreja, a la altura del ojo, el órgano de la "alimentavidad". Con las años su criado quizás llegara a ser como esa mujer de la Salpétriére que comía todos los días ocho libras de pan y engulló una vez doce potajes y otra sesenta tazas de café. Ellos no darían a basto.
Las cabezas de sus alumnos no tenían nada de curioso. Era posible que las estuvieran examinando mal. Acrecentaron su experiencia de una manera muy simple. Los días de mercado se mezclaban con los paisanos, en la plaza, entre las bolsas de avena, las canastas de queso, los terneros, los caballos, insensibles a los empujones y cuando encontraban a un chico con su padre pedían permiso para palpar el cráneo del niño con propósitos científicos.
La mayoría ni siquiera les respondía; otros creían que se trataba de una pomada para la tina y se negaban ofendidos y algunos, por indiferencia, se dejaban llevar bajo el pórtico de la iglesia donde se estaba más tranquilo.
Una mañana, cuando Bouvard y Pécuchet comenzaban sus manejos, de pronto apareció el cura. Al ver lo que hacían, acusó a la frenología de conducir al materialismo y. al fatalismo. El ladrón, el asesino, la adúltera, sólo tienen que hacer recaer la culpa de sus crímenes en sus protuberancias.
Bouvard objetó que el órgano predispone a la acción, pero que no por ello la impone. El hecho de que un hombre tenga el germen de un vicio, no es prueba de que será vicioso.
—Por lo demás, admiro a los ortodoxos. Sostienen que las ideas son innatas y rechazan las inclinaciones. ¡Qué contradicción!
Pero la frenología, según el señor Jeufroy, niega la omnipotencia divina y no quedaba bien practicarla a la sombra del santo lugar, en frente mismo del altar.
—¡Retírense! ¡No! ¡Retírense!
Se instalaron en lo de Ganot, el peluquero. Para persuadir a los vacilantes Bouvard y Pécuchet llegaban a pagar a los padres una afeitada o una ondulación.
Una tarde el doctor fue a hacerse cortar el cabello. Al sentarse en el sillón percibió, reflejados en el espejo, a los dos frenólogos que paseaban sus dedos por seseras de niños.
—¿Se han metido en esas tonterías ahora?
—¿Por qué tonterías?
Vaucorbeil esbozó una sonrisa desdeñosa, después afirmó que en el cerebro no había varios órganos. El hecho de que un hombre digiera un alimento que otro no digiere ¿puede hacer suponer que en el estómago haya tantos estómagos como gustos hay?
No obstante, un trabajo descarga de otro, un esfuerzo intelectual no pone en tensión a todas las facultades al mismo tiempo. Por lo tanto, cada una tiene un asiento distinto.
—Los anatomistas no lo han encontrado —dijo Vaucorbeil. —Porque han hecho mal sus disecciones —replicó Pécuchet. —¿Cómo?
—¡Y sí! Cortan tajadas sin consideración para con las conexiones de las partes. —Había leído la frase en un libro y ahora la recordaba.
—¡Qué simpleza! —exclamó el médico. —El cráneo no toma la forma del cerebro, lo exterior de lo interior. Gail se equivoca y yo los desafío a probar su doctrina con tres personas tomadas al azar aquí mismo.
La primera fue una campesina de grandes ojos azules. Pécuchet la observó y dijo: —Tiene mucha memoria.
Su marido confirmó lo dicho y se ofreció él mismo para la exploración.
—¡Ah, usted, mi amigo, es un hombre difícil de manejar! Según los demás no había en el mundo un testarudo igual. El tercer experimento se hizo con un niño al que acompañaba su abuela.
Pécuchet dijo que debía gustarle la música. —¡Ya lo creo! —dijo la buena mujer—. ¡Muéstrales a esos señores para que vean!
Sacó de entre su blusa una armónica y comenzó a soplar en ella. Se oyó un estruendo. Era la puerta, golpeada con violencia por el médico que se iba. Ya no dudaron de sí mismos. Llamaron a sus dos alumnos y reanudaron el análisis de sus cajas craneanas.
La de Victorina era, en términos generales, lisa, señal de ponderación, pero su hermano tenía un cráneo deplorable. Una eminencia muy marcada en el ángulo mastoideo de los parietales indicaba el órgano de la destrucción, del crimen; y más abajo, tenía un abultamiento que era señal de codicia y robo. Bouvard y Pécuchet estuvieron tristes durante ocho días.
Hay que comprender el sentido de las palabras. Lo que se llama combatividad entraña el desdén por la muerte. Si comete homicidios, puede también hacer salvamentos. El afán de posesión supone tanto la astucia de los rateros como el ímpetu de los comerciantes. La irreverencia va de par con el espíritu de crítica, la sagacidad con la circunspección. Un instinto se desdobla siempre en dos partes, una mala y una buena; se destruirá a la segunda fomentando a la primera y con este método, un niño audaz, lejos de convertirse en un bandido, llegará a general. El flojo será sólo prudente, el avaro, ahorrativo y él pródigo, generoso.
Un sueño magnífico los absorbió. Si llevaban a buen término la educación de sus alumnos, fundarían un establecimiento cuya finalidad sería encarrilar la inteligencia, templar los caracteres, ennoblecer el corazón. Ya hablaban de las suscripciones y del edificio.
Su triunfo en lo de Ganot los había hecho célebres y la gente iba a consultarlos para que les dijesen cuáles eran sus posibilidades para el futuro.
Y desfilaron cráneos de todos los tipos, con forma de bola, de pera, de panes de azúcar, cuadrados, alargados, estrechos, chatos, con mandíbulas de buey, con caras de pájaro, ojos de cerdo. Tanta gente molestaba al peluquero en su trabajo. Los codos rozaban la vitrina de los perfumes, le desordenaban los peines, quebraron el lavabo y por fin echó afuera a todos los aficionados y les rogó a Bouvard y Pécuchet que los siguieran, ultimátum que aceptaron sin chistar, pues ya estaban un poco fatigados de la craneoscopía.
Al día siguiente, cuando pasaban por frente al jardín del capitán, vieron conversando con él a Girbal, Coulon, al guardia rural y a su hijo menor, Zéphyrin, vestido de monaguillo. Su traje era completamente nuevo y se paseaba así vestido antes de devolverlo a la sacristía; todos lo felicitaban.
Placquevent rogó a los señores que palpasen a su muchacho, curioso por saber qué dirían.
La piel de la frente parecía tensa. La nariz delgada, muy cartilaginosa en la punta, caía en línea oblicua sobre los labios fruncidos; el mentón era puntiagudo, la mirada huidiza, el hombro derecho demasiado alto.
—Quítate el gorro —le dijo su padre.
Bouvard pasó las manos por su cabellera color de paja y luego le llegó el turno a Pécuchet; se comunicaron en voz baja sus observaciones.
—Biofilia evidente. ¡Ah, ah, la aprobativida! Concienciosidad ¡ausente! Amatividad ¡nula!
—¿Y bien? —dijo el guardia rural.
Pécuchet abrió su tabaquera y aspiró una pizca.
—¡Nada de bueno! ¿Eh?
—A decir verdad —respondió Bouvard— no es nada extraordinario.
Placquevent enrojeció de humillación.
—De todos modos, hará mi voluntad.
—¡Oh, oh!
—¡Pero soy su padre, por Dios, y tengo derecho a…!
—Hasta cierto punto —respondió Pécuchet.
Girbal intervino.
—La autoridad paterna es inobjetable.
—¿Y si el padre es un idiota?
—No importa —dijo el capitán—, no por eso su poder es menos absoluto.
—Por el bien de los hijos —agregó Coulon.
Según Bouvard y Pécuchet, éstos no debían nada a los autores de sus días, y los padres, al contrario, debían darles instrucción, alimento, cuidados, en fin ¡todo!
Los burgueses se indignaron ante aquella opinión inmoral. Placquevent estaba tan herido como si se lo hubiese Insultado.
—¡Como si fueran gran cosa los que ustedes recogen de la calle! ¡Así llegarán lejos! Tengan cuidado.
—¿Cuidado de qué? —dijo con acritud Pécuchet.
—¡Oh, yo no tengo miedo de ustedes!
—Ni yo tampoco.
Intervino Coulon, apaciguó al guardia rural y lo hizo alejarse.
Durante algunos minutos permanecieron todos en silencio.
Después se habló de las dalias del capitán, quien no dejó que nadie se fuera sin habérselas mostrado una por una.
Bouvard y Pécuchet volvían a su casa cuando vieron, a cien pasos delante de ellos, a Placquevent, y al lado de él a Zéphyrin que levantaba el brazo a modo de escudo para protegerse de las bofetadas.
Lo que acababan de oír expresaba, con otras palabras, las ideas del señor conde; pero el ejemplo de sus alumnos probaría cómo la libertad es mejor que la coacción. Un poco de disciplina, sin embargo, es necesaria.
Pécuchet colgó en el museo un pizarrón para las demostraciones; llevarían un diario en el cual las acciones del niño se anotarían a la noche y serían leídas al día siguiente. Todo se haría al toque de campana. Como Dupont de Nemours, emplearían en primer término la autoridad paternal, después la autoridad militar. Se prohibió el tuteo.
Bouvard trató de enseñarle aritmética a Victorina. A veces él se equivocaba y los dos reían; después ella lo besaba en el cuello, donde no tenía barba y le pedía que la dejara salir; él la dejaba.
A la hora de las lecciones, por más que Pécuchet tiraba de la campana y gritaba por la ventana sus órdenes militares, el muchacho no acudía. Siempre llevaba las medias caídas hasta los tobillos; se metía los dedos en la nariz aun cuando estaba en la mesa y no retenía sus gases. Broussais, en estos casos, prohibe las reprimendas, "pues se han de atender los requerimientos de un instinto conservador".
Victorina y él empleaban un lenguaje espantoso. Decían mi tamben en lugar de "yo también", biber en lugar de "beber", eia por "ella", aua por "agua". Pero como los niños no pueden entender la gramática sino que la aprenden al oír hablar correctamente, los dos hombres cuidábanse al hablar hasta el punto de sentirse incómodos.
Sus opiniones en lo que atañe a geografía eran diferentes. Bouvard pensaba que era más lógico comenzar por la comuna y Pécuchet por la totalidad del mundo.
Con una regadera y arena quiso demostrar lo que eran un río, una isla, un golfo y hasta sacrificó tres arriates para los tres continentes, pero los puntos cardinales no entraban en la cabeza de Víctor.
Una noche de enero Pécuchet lo llevó a campo abierto. Durante la caminata le hablaba de astronomía, los navegantes la utilizan en sus viajes, Cristóbal Colón, sin ella, no hubiera hecho su descubrimiento. Debemos estarles agradecidos a Copérnico, Galileo, Newton.
Caía una fuerte helada y en el azul negro del cielo relucían una infinidad de luces.
Pécuchet levantó los ojos. ¿Cómo? No estaba la Osa Mayor. La última vez que la había visto estaba del otro lado. Por fin la encontró y luego mostró la estrella polar, siempre al Norte y por la cual uno se orienta.
Al día siguiente puso un sillón en medio del salón y comenzó a bailar alrededor de él.
—Imagina que este sillón es el sol y que yo soy la tierra. Esta se mueve así. Víctor lo contemplaba lleno de asombro. Después tomó una naranja y la atravesó con una varilla para marcar los polos y le hizo un trazo circular con carbón para señalar el ecuador. Después de lo cual paseó a la naranja alrededor de una vela haciendo notar que todos los puntos de la superficie no eran iluminados simultáneamente, lo cual produce la diferencia de climas, y para las diferentes estaciones inclinó la naranja, pues la tierra no se mantiene derecha, lo cual produce los equinoccios y los solsticios.
Víctor no había comprendido nada. El creía que la tierra giraba alrededor de una larga aguja y que el ecuador era un anillo que ceñía su circunferencia.
Valiéndose de un atlas Pécuchet le describió Europa, pero deslumbrado por tantas líneas y colores no podía recordar los nombres. Los ríos y las montañas no concordaban con los reinos, el orden político enredaba el orden físico.
Pudiera ser que todo aquello se aclarara cuando se estudiara historia.
Hubiera sido más práctico comenzar por el pueblo, después continuar por el distrito, el departamento y la provincia. Pero dado que Chavignolles carecía de anales, había que atenerse a la Historia Universal.
Está tan recargada de temas que sólo se deben tomar en cuenta sus bellezas. En la griega tenemos el "Combatiremos a la sombra", el envidioso que desterró a Arístides y la confianza de Alejandro en su médico; en la romana, las ocas del Capitolio, el trípode de Scevola, el tonel de Regulus. El lecho de rosas de Guatimozin es muy importante para América. En cuanto a Francia, tenemos el vaso de Soissons, el roble de San Luis, la muerte de Juana de Arco, la gallina en la olla del Beamés, hay de sobra para elegir. Sin contar el "¡A mí, los de Auvergne!" y el naufragio del Vengeur.
Víctor confundía los nombres, los siglos y los países.
Pécuchet, sin embargo, no iba a meterlo en consideraciones sutiles y la masa de los hechos es un verdadero laberinto.
Se dedicó entonces a la nomenclatura de los reyes de Francia, pero Víctor los olvidaba pues no conocía las fechas. Y si la mnemotecnia de Dumouchel no les había servido a ellos ¡cómo podía serle útil a él! Conclusión: la historia sólo puede aprenderse leyendo mucho. Eso harían.
El dibujo es útil en una cantidad de circunstancias. Ahora bien: Pécuchet tuvo la osadía de enseñarlo él mismo, con modelos del natural y encarando en primer lugar el paisaje. Un librero de Bayeux les envió papel, goma, dos carpetas, lápices y fijador para sus obras las que, enmarcadas y bajo vidrio, adornarían el museo.
Se levantaban al alba, echaban a andar con un pedazo de pan en el bolsillo y mucho tiempo se les iba buscando un buen lugar. Pécuchet quería reproducir al mismo tiempo el terreno que pisaba, el más remoto horizonte y las nubes. Pero lo lejano dominaba siempre los primeros planos; el río rodaba desde el cielo, el pastor caminaba por sobre el rebaño, un perro dormido parecía correr. El, por su parte, desistió.
Recordó haber leído esta definición: "El dibujo se compone de tres cosas: la línea, el grano y el graneado fino, además del toque; pero el toque sólo el maestro puede darlo". Y rectificaba las líneas, colaboraba en el grano, vigilaba el graneado fino y esperaba la ocasión de dar el toque, pero éste no llegaba nunca por lo incomprensible que era el paisaje del alumno.
Su hermana, perezosa como él, bostezaba frente a la tabla de Pitágoras. La señorita Reine le enseñaba a coser y cuando hilvanaba la ropa blanca levantaba los dedos con tanta gracia que Bouvard no se atrevía a atormentarla con su lección de aritmética. Uno de esos días volverían a ella.
No cabe duda de que la aritmética y la costura son necesarias en un hogar. Pero es cruel, objetó Pécuchet, educar a las niñas teniendo como mira exclusiva el marido que tendrán. Todas no están destinadas al himeneo y si se quiere que con el tiempo no tengan que depender de los hombres, habrá que enseñarles muchas cosas.
Se puede inculcar las ciencias valiéndose de los motivos más corrientes. Se podía decir, por ejemplo, qué era el vino, y una vez dada la explicación, Víctor y Victorina deberían repetirla. Lo mismo se hizo con las especias, los muebles, la iluminación; pero la luz, para ellos, era la lámpara, y ésta no tenía nada en común con la chispa de un guijarro, la llama de una vela o la claridad de la luna.
Un día Victorina preguntó por qué ardía la madera. Sus maestros se miraron confundidos. La teoría de la combustión los rebasaba.
Otra vez, Bouvard, desde la sopa hasta el queso habló de los elementos nutricios y dejó boquiabiertos a los chicos con la fibrina, la caseína, la grasa y el gluten.
En seguida Pécuchet quiso explicarles cómo se renueva la sangre y se enredó con la circulación.
El dilema no es fácil. Si se toman los hechos como punto de partida, lo más simple requiere razones demasiado complicadas y si se comienza por los principios, se empieza por lo Absoluto, la Fe.
¿Cómo resolverlo? ¿Combinar las dos enseñanzas, la racional y la empírica? Pero ¿un doble medio que tiende a un fin único no es lo contrario del método? ¡Ah, qué se le iba a hacer!
Para iniciarlos en la historia natural intentaron algunos paseos científicos.
—Ves —decían mostrando un asno, un caballo, un buey— los animales de cuatro patas son cuadrúpedos. Los pájaros tienen plumas, los reptiles escamas y las mariposas pertenecen a la clase de los insectos.
Tenían una red para cazarlas y Pécuchet, tomando al animalito con delicadeza, les hacía observar las cuatro alas, las seis patas, las dos antenas y la trompa ósea que aspira el néctar de las flores.
Recogía hierbas medicínales en los bordes de las zanjas y decía sus nombres o los inventaba, para conservar el prestigio. Por otra parte, la nomenclatura es lo menos importante de la botánica.
Escribió este axioma en el pizarrón: "Toda planta tiene hojas, un cáliz y una corola que encierra un ovario o pericarpio que contiene la semilla".
Después ordenó a sus alumnos que herborizaran a la ventura en el campo.
Víctor trajo botones de oro, especie de ranúnculos cuya flor es amarilla. Victorina un manojo de gramíneas. Se buscó en vano un pericarpio.
Bouvard, que desconfiaba de su saber, revolvió toda la biblioteca y descubrió en El temido por las damas el dibujo de una rosa; el ovario no estaba ubicado en la corola sino debajo de los pétalos.
—Es una excepción —dijo Pécuchet.
Encontraron una rubiácea que no tiene cáliz. Por lo tanto, el principio postulado por Pécuchet era falso.
En su jardín había tuberosas todas sin cáliz.
—¡Un descuido! La mayoría de las liliáceas no lo tienen.
Pero por azar vieron una cherarda (descripción de la planta) y tenía cáliz.
¡Bueno, vamos! Si ni siquiera las excepciones son verdaderas ¿en quién confiar?
Un día, en uno de sus paseos, oyeron gritos de pavos reales, echaron una mirada por sobre el muro y en un primer momento no reconocieron su granja. El granero tenía un techo de pizarra, las vallas eran nuevas, los caminos estaban empedrados. Apareció don Gouy. —¡No es posible! ¿Son ustedes?
¡Cuántas cosas habían sucedido en esos tres años, la muerte de su mujer, entre otras! En cuanto a él, estaba siempre como un roble. —Pero… ¡pasen un minuto!
Estaban a principios de abril y los manzanos en flor alineaban sus penachos blancos y rosas en las tres casuchas; en el cielo, color de satín blanco, no había una nube; manteles, sábanas y servilletas pendían verticalmente, fijadas con broches de madera en cuerdas tensas. Don Gouy las levantaba para pasar cuando de pronto se encontraron con la señora Bordin, con la cabeza descubierta y en camisa; Marianne le alcanzaba paquetes de ropa blanca a brazos llenos.
—¡Vuestra servidora, señores! ¡Están en su casa! Yo voy a sentarme ¡estoy molida! El granjero propuso a todos beber un vaso. —¡No por el momento! —dijo ella—. Tengo demasiado calor.
Pécuchet aceptó y fue hacia la bodega con don Gouy, Marianne y Víctor.
Bouvard se sentó en el suelo, al lado de la señora Bordin. El recibía su renta con puntualidad, no tenía de qué quejarse, ya no sentía resentimiento.
La intensa luz iluminaba su perfil, uno de sus bandos le caía hasta muy abajo y los rizos de su nuca se pegaban a su piel ambarina, húmeda de sudor. Cada vez que respiraba sus pechos se alzaban. El perfume de la hierba se mezclaba con el buen olor de su carne firme y Bouvard sintió renacer un ardor que lo colmó de alegría. Entonces le hizo cumplimientos por su propiedad.
A ella le encantó aquello y habló de sus proyectos. Para agrandar los corrales derribaría las vallas.
Victorina, en ese momento, trepaba la loma y recogía prímulas, jacintos y violetas, sin temor por un viejo caballo que pacía más abajo.
—¿No es cierto que es simpática? —dijo Bouvard. —¡Sí! ¡Es simpática, una muchachita! —Y la viuda exhaló un suspiro que parecía expresar el largo pesar de toda una vida.
—Usted hubiera podido tener una. Ella bajó la cabeza. —Dependió sólo de usted. —¿Cómo?
El la miró de tal manera que ella enrojeció, como bajo la sensación de una caricia brutal, pero en seguida, abanicándose con su pañuelo respondió: —Usted perdió el coche, querido. —No comprendo. —Y sin levantarse, él se acercaba. Ella lo miró de arriba a abajo por mucho tiempo; después, sonriente y con las pupilas húmedas dijo: —¡Usted tuvo la culpa!
Las sábanas, alrededor, los encerraban como las cortinas de un lecho.
El se inclinó apoyado en el codo, rozándole las rodillas con el rostro. —¿Por qué, eh? ¿Por qué?
Y como ella callaba y él se encontraba en un estado en que los juramentos no cuestan nada, trató de justificarse, se recriminó locura, orgullo.
—¡Perdón! ¡Será como antes!… ¿Quiere?
Le había tomado la mano, que ella le abandonaba.
Un brusco soplo de viento levantó las sábanas y vieron dos pavos reales, un macho y una hembra. La hembra se mantenía inmóvil, con las patas flexionadas y la cola al aire. El macho se paseaba alrededor de ella, desplegaba su cola en abanico, se pavoneaba, cloqueaba, hasta que le saltó encima, dejando caer su plumaje que la cubrió como un manto. Y los dos grandes pájaros temblaron, agitados por un mismo estremecimiento.
Bouvard lo sintió en la palma de la señora Bordin. Ella se desprendió rápidamente. Delante de ellos, boquiabierto y como petrificado estaba el joven Víctor mirándolos. Un poco más lejos, Victorina, echada de espaldas bajo el sol, olía todas las flores que había recogido.
El viejo caballo, asustado por los pavos reales, rompió de una coz una de las cuerdas, se enredó las patas en ella, y galopando por los tres patios arrastró la ropa tras él.
Marianne acudió a los gritos de furia de la señora Bordin. Don Gouy insultaba a su caballo.
—¡Mancarrón de porquería! ¡Burro! Ladrón.
Y le daba puntapiés en la panza y le golpeaba las orejas con el mango del látigo.
A Bouvard lo indignó ver golpear a un animal.
El campesino respondió:
—¡Tengo derecho! ¡Me pertenece!
No era una razón. Y Pécuchet, que apareció en ese momento, agregó que los animales también tienen sus derechos, pues tienen un alma, como nosotros, si es que la nuestra existe.
—¡Es usted un impío! —exclamó la señora Bordin.
Tres cosas la exasperaban, el lavado que debía hacerse otra vez, el ultraje a sus creencias y el temor de haber sido entrevista hacía un momento en una postura sospechosa.
—¡La creía más fuerte! —dijo Bouvard.
Ella respondió magistralmente:
—¡No me gustan los licenciosos!
Y Gouy les echó en cara el haber arruinado a su caballo, que sangraba por los ollares. Masculló en voz baja:
—¡Malditos pájaros de mal agüero! ¡Iba a caparlo cuando llegaron!
Los dos hombres se retiraron encogiéndose de hombros. Víctor les preguntó por qué se habían enojado con Gouy.
—Abusa de su fuerza y eso está mal.
—¿Por qué está mal?
¿Los chicos no tenían ninguna idea de lo que era justo? Tal vez no.
Y a la noche, Pécuchet, con Bouvard a su derecha, con algunas notas en la mano y con sus alumnos enfrente, comenzó un curso de moral.
Esta ciencia nos enseña a gobernar nuestros actos. Estos tienen dos motivos, el placer y el interés; y un tercero más imperioso aún, el deber.
Los deberes se dividen en dos clases. Primo, los deberes para con nosotros mismos, los cuales consisten en cuidar nuestro cuerpo y protegernos de todo daño. Eso lo entendían perfectamente. Secondo, los deberes para con los demás, es decir, ser siempre leal, bueno y hasta fraternal, pues el género humano es todo una gran familia. Con frecuencia nos agrada una cosa que perjudica a nuestros semejantes; el interés difiere del Bien, pues el Bien es de por sí irreductible. Los niños no comprendían. Dejó para la próxima vez la sanción de los deberes.
A todo esto, según Bouvard, no había definido el Bien.
—¿Cómo quieres definirlo? Se lo siente.
Si así fuera las lecciones de moral servirían sólo para la gente con sentido moral; y el curso de Pécuchet se interrumpió.
Hicieron que sus alumnos leyeran historietas que inspiraran el amor por la virtud. A Víctor lo aburrieron.
Para estimular su imaginación, Pécuchet colgó en las paredes de su pieza láminas en las que se describía la vida del Hombre Bueno y la del Hombre Malo. El primero, Adolfo, besaba a su madre, estudiaba alemán, ayudaba a un ciego y era admitido en la Escuela Politécnica. El malo, Eugenio, comenzaba por desobedecer a su padre, tenía una riña en un café, le pegaba a su esposa, se caía de borracho, rompía un armario y un último cuadro lo representaba en el presidio, donde un señor al cual acompañaba un muchacho decía señalándolo: "Ves, hijo mío, los peligros de la mala conducta".
Pero para los niños el porvenir no existe. En vano se les predicaba, hasta saturarlos, esta máxima: el trabajo es honorable y los ricos, a veces, son desdichados. Ellos habían conocido a trabajadores a los cuales nadie honraba y recordaban el castillo donde la vida parecía buena. Los suplicios del remordimiento les eran descritos de manera tan exagerada que les parecían broma y desconfiaban de todo lo demás.
Se intentó convencerlos habiéndoles del sentido del honor, de la opinión pública y del sentimiento de gloria, se alabó a los grandes hombres, sobre todo a los hombres útiles, como Belzunce, Franklin, Jacquard. Víctor no manifestaba ningún deseo de parecérseles.
Un día que había hecho una suma sin errores, Bouvard cosió en su chaqueta una cinta que simbolizaba la cruz de honor. Se pavoneó con ella; pero olvidó la muerte de Enrique IV y Pécuchet le puso un bonete de burro. Víctor comenzó a rebuznar con tanta fuerza y durante tanto tiempo que hubo que quitarle sus orejas de cartón.
Su hermana, como él, se sentía halagada por los elogios y era indiferente a los reproches.
Con el propósito de hacerlos más sensibles les dieron un gato negro para que cuidaran y les dieron dos o tres sueldos para que dieran limosna. La imposición les pareció antipática; el dinero que les daban era de ellos.
Aviniéndose a un deseo de los pedagogos llamaban a Bouvard "tío" y a Pécuchet "amigo", pero los tuteaban y la mitad de las lecciones, generalmente, se iba en discusiones.
Victorina abusaba de Marcel. Se subía a sus espaldas, le tiraba de los cabellos, para burlarse de su labio leporino hablaba con la nariz como él y el pobre hombre no se atrevía a quejarse pues quería mucho a la chica. Una noche su voz ronca resonó extraordinariamente fuerte. Bouvard y Pécuchet fueron a la cocina. Los dos alumnos miraban el fogón y Marcel, juntando las manos, clamaba:
—¡Sáquenlo! ¡Es demasiado, es demasiado!
La tapa de la cacerola saltó como un obús que estalla. Una masa grisácea saltó hasta el cielorraso, después comenzó a girar en redondo frenéticamente, lanzando gritos abominables.
Reconocieron al gato, flaco, sin pelo, con la cola como un cordón. Los ojos se le salían de las órbitas, lechosos, como vaciados y sin embargo miraban.
El horrible animal no dejaba de dar alaridos; se precipitó hacia la chimenea, desapareció, luego cayó en medio de las cenizas, inerte.
Era Víctor quien había cometido esa atrocidad y los dos hombres retrocedieron pálidos de estupefacción y de horror. A los reproches que se le hicieron respondió como el guardia rural por lo de su hijo y como el granjero por lo de su caballo.
—¡Y bueno, si es mío!
Sin miramientos, con ingenuidad, con la placidez de un instinto saciado.
El agua hirviente de la cacerola se había derramado en el suelo y las baldosas estaban sembradas de cacerolas, tenazas para el fuego, candelabros. A Marcel le llevó algún tiempo limpiar la cocina y sus amos enterraron al pobre gato en el jardín, en la pagoda.
En seguida Bouvard y Pécuchet hablaron largamente de Víctor. La sangre paterna se manifestaba. ¿Qué hacer? Devolverlo al señor de Faverges o confiarlo a otros sería una confesión de impotencia. Pudiera ser que se enmendara un poco. ¡Daba lo mismo! La esperanza era dudosa y la ternura ya no existía. Qué placentero es tener al lado de uno un adolescente interesado por nuestras ideas, al cual se ve progresar y que con el tiempo se convierte en un hermano. Pero a Víctor le faltaba inteligencia y más aun, corazón. Y Pécuchet suspiró, con la rodilla entre sus manos unidas.
—La hermana no es mejor —dijo Bouvard.
Imaginaba una chica de unos quince años, de alma delicada, de humor jovial, que adornara la casa con la elegancia de su juventud y como si hubiese sido su padre y ella hubiese muerto, el buen hombre lloró.
Después, tratando de disculpar a Víctor, alegó la opinión de Rousseau: el niño no tiene responsabilidad, no puede ser moral ni inmoral.
Pero aquellos, según Pécuchet, estaban en edad de discernir y estudiaron los medios de corregirlos.
Para que un castigo sea bueno, dijo Bentham, debe ser proporcionado a la falta, su consecuencia natural. ¿El niño ha roto un vidrio? No se lo reemplazará. Que sufra el frío. Si sin tener apetito pide repetir un plato, sírvaselo; una indigestión hará que se arrepienta pronto. ¿Es perezoso? Que no haga nada. El hastío mismo lo hará reaccionar.
Pero Víctor no sufriría de frío, su temperamento le permitía resistir excesos y la holganza le gustaría.
Adoptaron el sistema inverso, el castigo medicinal. Le aplicaron correctivos, pero se mostró más perezoso. Lo privaron de dulces, pero su glotonería aumentó.
Tal vez se consiguiera algo con la ironía. En una ocasión cuando había ido a comer con las manos sucias, Bouvard se burló de el, lo llamó buen mocito, petimetre, lechuguino. Víctor escuchaba con la cabeza gacha, palideció de repente y arrojó su plato a la cabeza de Bouvard; después, furioso por haber fallado, se precipitó sobre él. No eran demasiados tres hombres para contenerlo. Se revolcaba en el suelo, trataba de morder. Pécuchet lo regó de lejos con una jarra y en seguida se calmó, pero quedó ronco por tres días. El método no era bueno.
Adoptaron otro. Al menor síntoma de cólera lo trataban como un enfermo y lo acostaban en su lecho. Allí Víctor se sentía bien y cantaba.
Un día encontró en la biblioteca un viejo coco y había comenzado a partirlo cuando apareció Pécuchet.
—¡Mi coco!
¡Era un recuerdo de Dumouchel! Lo había llevado de París a Chavignolles, levantó los brazos indignado. Víctor se echó a reír. El "amigo" no aguantó más y con un ampuloso tortazo lo mandó rodando hasta el fondo de la pieza. Después, temblando de emoción, fue a quejarse a Bouvard.
Bouvard le hizo reproches.
—¡Tú y tu coco; qué tonto eres! Los golpes embrutecen, el terror exaspera. ¡Te degradas tú mismo!
Pécuchet objetó que los castigos corporales son a veces indispensables. Pestalozzi los empleaba; y el célebre Mélanchthon confiesa que sin ellos no hubiese aprendido nada.
Pero ha habido niños a los cuales castigos crueles han llevado al suicidio; se han dado casos.
Víctor se había atrincherado en su pieza. Bouvard parlamentó desde atrás de la puerta y para hacer que abriera le prometió una tarta de ciruelas. Desde entonces el muchacho empeoró.
Quedaba un método, preconizado por Dupanloup: "la mirada severa". Trataron de imprimirle a sus rostros un aspecto terrible pero no consiguieron nada.
—Lo único que nos queda por probar es la religión —dijo Bouvard.
Pécuchet puso el grito en el cielo. La habían desterrado de su programa.
Pero el razonamiento no satisface todas las necesidades. El corazón y la imaginación quieren otra cosa. Lo sobrenatural, para muchas almas, es indispensable, y resolvieron enviar a los niños al catecismo.
Reine se ofreció para llevarlos. Volvió a visitar la casa y se hacía querer por sus suaves modales. Victoriana cambió de repente, se mostró reservada, melosa, se arrodillaba ante la Virgen, admiraba el sacrificio de Abraham, se burlaba con desdén de sólo oír la palabra protestante.
Dijo que le habían prescrito el ayuno. Se informaron y no era cierto. El día de Corpus las violetas de un cantero desaparecieron y fueron a decorar la imagen; ella negó descaradamente haberlas cortado. En otra ocasión tomó veinte sueldos a Bouvard y los dejó en el plato del sacristán. De ello dedujeron que moral y religión son cosas diferentes; cuando aquella tiene a ésta como única base, su importancia es secundaria.
Una noche, cuando estaban cenando, entró el señor Marescot. Víctor escapó inmediatamente.
El notario se negó a sentarse y contó lo que lo llevaba. El joven Touache había golpeado, casi hasta matarlo, a su hijo.
Como se conocían los orígenes de Víctor y además él era desagradable, los otros chicos lo llamaban Presidiario. Hacía un rato le había pegado al señor Arnold Marescot una violenta paliza. El querido Arnold llevaba marcas de la refriega en la cara.
—Su madre está desesperada, su traje hecho jirones, su salud en peligro ¿adonde vamos a llegar?
El notario exigió un castigo riguroso y que Víctor no fuese más a catecismo para prevenir nuevas colisiones.
Bouvard y Pécuchet, aunque heridos por su tono arrogante, le prometieron todo lo que quería, aflojaron.
¿Víctor había sido impelido por un sentimiento de honor o por venganza? En todo caso, no era un cobarde.
Pero su brutalidad los asustó. La música suaviza los caracteres. A Pécuchet se le ocurrió enseñarle solfeo.
A Víctor le costó mucho leer las notas de corrido, no confundir los términos adagio, presto, sforzando. Su maestro se afanó en enseñarle la gama, el acorde perfecto, la diatónica, la cromática y las dos clases de intervalos, llamados mayor y menor.
Le hizo pararse muy derecho, con el pocho saliente, la boca muy abierta y, para instruir con el ejemplo, cantó con voz de falsete. A Víctor la voz le salía penosamente de la laringe de tanto que la contraía y cuando después de una pausa debía retomar el compás, siempre lo hacía en seguida o demasiado tarde.
Pécuchet, sin embargo, encaró el canto a dos voces. Tomó una varita para servirse de ella a modo de arco y movía su brazo magistralmente, como si hubiese tenido una orquesta delante; pero ocupado por dos tareas al mismo tiempo, equivocaba el tiempo; su error hacía que el alumno cometiera otros y con los ojos clavados en el pentagrama, frunciendo las cejas, tensos los músculos de sus cuellos, continuaban a la ventura hasta el final de la página. Por fin Pécuchet le dijo a Víctor:
—No estás precisamente a un paso de brillar en los orfeones. —Y abandonó la enseñanza de la música—. Locke, por otra parte, puede tener razón: la música determina compañías tan disolutas que más vale ocuparse de otra cosa. Sin pretender hacer de él un escritor, sería conveniente para Víctor que supiera, por lo menos, pergeñar una carta. Una idea los detuvo. El estilo epistolar no puede enseñarse, pues pertenece con exclusividad a las mujeres.
Después pensaron en meterle en su memoria algunos trozos de literatura, pero como vacilaban acerca de cuáles, consultaron la obra de la señora Campan. Esta recomienda la escena de Eliacin, los coros de Esther, y Jean Baptiste Rousseau entero.
Es un poco viejo. En cuanto a las novelas, las prohibe, pues según dice pintan al mundo con tonos demasiado favorables.
No obstante, permite Clarisse Harlowe y El padre de familia, por miss Opie. ¿Quién es esa miss Opie?
No encontraron su nombre en la Biografía Michaud. Quedaban los cuentos de hadas.
—Van a pretender castillos de diamantes —dijo Pécuchet. La literatura desarrolla el espíritu pero exalta las pasiones. Victorina fue expulsada del catecismo debido a las suyas. ¡La habían sorprendido abrazando al hijo del notario! ¡Y Reine no bromeaba! Su rostro estaba serio bajo su gorro plisado. Después de semejante escándalo ¿como retener a una muchacha tan corrompida?
Bouvard y Pécuchet trataron al cura de viejo idiota. Su criada lo defendió. Ellos le respondieron y ella se fue revolviendo sus ojos terribles y mascullando: —¡Los conocemos; los conocemos!
Victorina, efectivamente, le había cobrado cariño a Arnold, pues lo encontraba muy lindo con su cuello bordado, su chaqueta de terciopelo, sus cabellos que olían bien y le llevaba flores, hasta que fue denunciada por Zéphyrin.
¡Qué tontería esa aventura! Los dos niños eran de una inocencia perfecta.
¿Era necesario enseñarles el misterio de la generación? —No veo en ello ningún mal —dijo Bouvard—. El filósofo Basedow lo explicaba a sus alumnos, ateniéndose, no obstante, al embarazo y al nacimiento.
Pécuchet pensaba de manera diferente. Víctor comenzaba a preocuparlo.
Sospechaba que había contraído una mala costumbre. ¿Y por qué no? Hombres muy serios la conservan durante toda su vida y se dice que el Duque de Angulema era muy afecto a ella. Interrogó a su discípulo de tal manera que le sugirió ideas y poco tiempo después ya no cupo ninguna duda.
Entonces lo llamó criminal y como remedio quiso hacerle leer Tissot. Esa obra maestra, según Bouvard, es más perniciosa que útil.
Mejor sería inspirarle un sentimiento poético. Aimé Martin refiere que una madre, en parecidas circunstancias, le prestó La nueva Eloísa a su hijo, "y para hacerse digno del amor, el joven se lanzó por el camino de la Virtud".
Pero Víctor no era capaz de soñar con un ángel.
—¿Y si en todo caso lo llevásemos a una casa de señoras?
Pécuchet manifestó su horror por las mujeres públicas. Bouvard lo consideraba idiota y hasta llegó a hablar de hacer un viaje al Havre ex profeso.
—Pero ¿te das cuenta? ¡Nos verían entrar!
—¡Entonces cómprale un aparato!
—¡El de la ortopedia a lo mejor cree que es para mí! —dijo Pécuchet.
Lo conveniente hubiera sido un placer emocionante como la caza; habría que gastar en un fusil y en un perro. Prefirieron fatigarlo con ejercicios y comenzaron a correr por el campo.
El chico se les escapaba. Aunque se turnaban ya no daban más y cuando llegaba la noche no les quedaban fuerzas ni para sostener el diario.
Mientras esperaban a Víctor charlaban con los que pasaban y por necesidad de ejercer la pedagogía trataban de enseñarles higiene, deploraban el despilfarro de las aguas y el derroche de abonos.
Llegaron a inspeccionar a las nodrizas y a indignarse por el régimen de sus nenes. Unas los llenaban de sémola, lo que los hacía languidecer de debilidad. Otras los atiborraban con carne antes de los seis meses y así revientan indigestados. Muchas los limpian con su propia saliva, todas los tratan con brutalidad.
Cuando veían en una puerta un búho crucificado entraban en la granja y decían:
—Están equivocados; esos animales viven de ratas y de bichos. En el estómago de una lechuza llegaron a encontrar hasta cincuenta larvas de oruga.
Los lugareños los conocían por haberlos visto, primero como médicos, después buscando viejos muebles, luego recolectando piedras y les respondían:
—¡Salgan de aquí, farsantes! ¡No vengan a darnos lecciones otra vez!
Su convicción se tambaleó. Porque los gorriones limpian los huertos, pero se tragan las cerezas. Los búhos devoran a los insectos pero también a los murciélagos, que son útiles; y los topos, aunque se comen a los caracoles, revuelven la tierra. Algo de lo cual estaban seguros era que hay que destruir a toda la caza, funesta para la agricultura.
Una noche, cuando pasaban por el bosque de Faverges, llegaron frente a la casa del guarda. Sorel, a orillas del camino, gesticulaba entre tres individuos.
El primero era un tal Dauphin, un remendón pequeño, flaco y de rostro socarrón. El segundo era don Aubain, un comisionista del pueblo que vestía una vieja levita amarilla con un pantalón de cutí azul.
El tercero, Eugéne, criado de Marescot, se distinguía por su barba recortada como la de los magistrados.
Sorel les mostraba un nudo corredizo de hilo de cobre que estaba unido a un hilo de seda sujeto por un ladrillo. Lo que se llama un lazo. Había descubierto al remendón cuando estaba tendiéndolo.
—¿Usted es testigo, no es cierto?
Eugéne movió la cabeza de manera afirmativa, y don Aubain respondió:
—¡Si usted lo dice!
Lo que enfurecía a Sorel era el atrevimiento de haber tendido una trampa al lado de su casa; el muy pillo habíase figurado que a nadie se le ocurriría sospechar de ese lugar.
Dauphin optó por el estilo plañidero.
—¡Lo estaba pisando, hasta traté de romperlo! —Siempre lo acusaban. ¡Qué desgraciado era!
Sorel, sin responderle, había sacado de su bolsillo una libreta, una pluma y tinta para labrar un acta.
—¡Oh, no! —dijo Pécuchet.
Bouvard agregó:
—¡Lárguelo; es un buen hombre!
—¡El! ¡Es un cazador furtivo!
—¡Está bien! Y aunque así fuera.
Comenzaron a defender a la caza furtiva. En primer lugar, se sabe que los conejos roen los brotes nuevos, que las liebres arruinan los cereales, la becada tal vez…
—Déjenme tranquilo. —Y el guarda escribía con los dientes apretados.
—¡Qué testarudez! —murmuró Bouvard.
—¡Una palabra más y llamo a los gendarmes!
—¡Usted es un individuo grosero! —dijo Pécuchet.
—¡Ustedes no son gran cosa! —replicó Sorel. Bouvard, fuera de sí, lo trató de ganso, de matón y Eugéne repetía: —¡Paz, paz!
Don Aubain, mientras tanto, gemía a dos pasos de ellos en un montón de guijarros.
Perturbados por las voces, todos los perros de la jauría salieron de sus casillas; se veían del otro lado de las rejas sus pupilas encendidas, sus hocicos negros e iban de un lado a otro ladrando espantosamente.
—¡No me molesten más —exclamó su dueño— o se los echo encima! Los dos amigos se alejaron, contentos de haber defendido el Progreso, la Civilización.
Al otro día recibieron una citación para comparecer ante un tribunal ordinario por insultos para con el guardia; allí se los condenó a pagar cien francos por daños y perjuicios "sin perjuicio de recurso por ante el fiscal, vistas las contravenciones por ellos cometidas. Costas seis francos setenta y cinco céntimos. Tiercelin, ujier."
¿Por qué el fiscal? La cabeza les daba vueltas. Después se calmaron y prepararon su defensa.
El día designado Bouvard y Pécuchet se presentaron en el Ayuntamiento con una hora de adelanto. No había nadie. Sillas y tres sillones rodeaban una mesa cubierta con una carpeta. En la pared habíase cavado un nicho para poner una estufa, y el busto del Emperador en su pedestal dominaba el conjunto.
Fueron paseando hasta el desván, donde había una bomba de incendios, varias banderas y en un rincón, en el suelo, otros bustos de yeso. Napoleón sin diadema, Luis XVIII con charreteras en un frac, Carlos X, identificable por su labio caído, Luis Felipe, con las cejas arqueadas, la cabellera con forma de pirámide. El techo inclinado le rozaba la nuca y todos estaban sucios por el polvo y las moscas. El espectáculo desmoralizó a Bouvard y Pécuchet. Cuando volvieron a la gran sala sentían piedad por los gobiernos.
Encontraron a Sorel y al guardia rural, el primero con su placa en el brazo, el otro con un quepis.
Una docena de personas hablaban, acusadas de deficiente barrido, posesión de perros vagabundos, falta de farol o de haber tenido una taberna abierta en horas de misa.
Por fin se presentó Coulon, ataviado con una toga de sarga negra y un birrete redondo con bordes de terciopelo. El escribano se ubicó a su izquierda, el alcalde con su banda, a la derecha. Y en seguida se llamó a ventilar el caso Sorel contra Bouvard y Pécuchet.
Louis Martial, Eugéne Lenepveur, ayuda de cámara en Chavignolles (Calvados), aprovechó su condición de testigo para divulgar todo lo que sabía acerca de una multitud de cosas ajenas a la causa.
Nicolás Juste Aubain, obrero, quien temía disgustar a Sorel y también perjudicar a los señores, había oído palabras fuertes, pero dudaba no obstante y alegó sordera.
El juez de paz hizo que volviera a sentarse y luego, dirigiéndose al guardia, dijo:
—¿Persiste en sus declaraciones?
—Naturalmente.
Inmediatamente después Coulon preguntó a los dos acusados si tenían algo que decir.
Bouvard sostenía que no había insultado a Sorel, sino que había defendido a Dauphin y al hacerlo había defendido el interés de nuestros campos. Recordó los abusos feudales, las cacerías ruinosas de los grandes señores.
—¡Está bien! Pero la contravención…
—¡Alto! —exclamó Pécuchet—. Las palabras contravención, crimen y delito no valen nada. Emplear la pena para clasificar los hechos punibles es emplear una base arbitraria. Sería como decir a los ciudadanos: "No se preocupen por el valor de sus actos, pues está determinado sólo por el castigo que impone el Poder". Por lo demás, el Código Penal me parece una obra irracional, sin principios.
—Es posible —respondió Coulon y se dispuso a pronunciar la sentencia—. Visto…
Pero Foureau, que hacía las veces de fiscal, se levantó. Habían ultrajado al guardia en el ejercicio de sus funciones. Si no se respetan las propiedades, todo estará perdido. Para ser breve, pedía al señor juez que aplicara la pena máxima. Esta fue de diez francos en concepto de daños y perjuicios para con Sorel. —Muy bien —dijo Bouvard. Coulon no había terminado.
—Los condeno a cinco francos de multa por hallarlos culpables de la contravención señalada por el fiscal. Pécuchet se volvió hacia el auditorio. —La multa es una bagatela para el rico pero un desastre para el pobre. Para mí no es nada. Y pareció que se burlaba del tribunal. —Me asombra —dijo Coulon— que personas de inteligencia …
—La ley lo dispensa de tenerla —replicó Pécuchet—. Los jueces de paz actúan indefinidamente, en tanto que a los jueces de la corte suprema se los supone capacitados hasta los setenta y cinco y a los de primera instancia hasta los setenta.
Pero respondiendo a una señal de Foureau, Placquevent se adelantó. Ellos protestaron.
—¡Ah, si fueran nombrados por concurso!
—O por el Consejo General.
—¡O por un comité de hombres honorables!
—Y tomando en cuenta méritos reales.
Placquevent los empujaba y salieron abucheados por los demás acusados, los que suponían que esta muestra de bajeza los congraciaría con el tribunal.
Para dar rienda suelta a su indignación a la noche fueron a lo de Beljambe.
El café estaba vacío porque los notables acostumbraban irse a eso de las diez. Habían bajado la llama del quinqué y las paredes y el mostrador se entreveían en medio de una neblina.
Apareció una mujer. Era Mélie.
No pareció turbada y sonriendo les sirvió dos cervezas. Pécuchet, molesto, abandonó el local rápidamente.
Bouvard volvió solo, divirtió a algunos burgueses con sarcasmos contra el alcalde y desde entonces frecuentó el café.
Dauphin fue absuelto seis semanas después por falta de pruebas. ¡Qué vergüenza! Se sospechaba de los mismos testigos a los cuales se les había creído cuando declararon contra ellos.
Y su cólera no reconoció límites cuando se los convocó para pagar la multa. Bouvard atacó a la Oficina Recaudadora como perjudicial para la propiedad.
—¡Se equivoca! —dijo el recaudador.
—¡Vamos, hombre! ¡Se lleva el tercio de la carga pública! Sería de desear que hubiera un sistema impositivo menos vejatorio, un catastro mejor, cambios en el régimen hipotecario y que se suprimiese el Banco de Francia, que tiene el privilegio de la usura.
Girbal no era un interlocutor capacitado; se vino abajo en su opinión y no volvió a aparecer.
Sin embargo, Bouvard le agradaba al posadero; atraía gente y mientras esperaba a los parroquianos charlaba familiarmente con la criada.
Expresó ideas extrañas sobre la instrucción primaria. Según el, al salir de la escuela se hubiera debido poder cuidar a los enfermos, comprender los descubrimientos científicos e interesarse por las artes. Las exigencias de su programa lo indispusieron con Petit e hirió al capitán cuando afirmó que a los soldados, en lugar de perder el tiempo haciendo maniobras, más les valdría sembrar legumbres.
Cuando abordaron la cuestión del libre intercambio llevó a Pécuchet y durante todo el invierno hubo en el café miradas furiosas, actitudes despreciativas, insultos y vociferaciones acompañados por puñetazos en las mesas que hacían saltar los vasos.
Langloís y los otros comerciantes defendían el comercio nacional. Voisin, hilandero, Oudot, gerente de una fundición y Mathieu, orfebre, la industria nacional; los propietarios y los granjeros la agricultura nacional, cada uno de ellos pretendía privilegios para sí en detrimento de la mayoría. Los discursos de Bouvard y Pécuchet los alarmaban.
Cuando se los acusaba de desconocer la práctica, de tender a la nivelación y a la inmoralidad, ellos desarrollaban estas tres ideas:
Reemplazar el nombre de familia por un número de matrícula.
Jerarquizar a los franceses y, para conservar su grado, de cuando en cuando deberían dar examen.
Acabar con los castigos y con las recompensas, pero en codos los pueblos habría una crónica individual que pasaría a la Posteridad.
Su sistema fue desdeñado.
Enviaron un artículo al diario de Bayeux, una nota el prefecto, una petición a las Cámaras y una memoria al Emperador.
El diario no publicó su artículo, el Prefecto no se dignó responder, las Cámaras permanecieron mudas y durante mucho tiempo esperaron un mensaje del Castillo. ¿De qué se ocupaba el Emperador? ¡De mujeres, sin duda!
Foureau les aconsejó, de parte del Sub-prefecto, que fueran más prudentes.
A ellos poco les importaba el Sub-prefecto, el Prefecto, los Consejos de Prefectura y el mismo Consejo de Estado, pues la Justicia administrativa era una monstruosidad, ya que por medio de favores y amenazas maneja injustamente a sus funcionarios. En pocas palabras, estaban tornándose incómodos y los notables conminaron a Beljambe a no recibir más a esos dos sujetos.
Entonces Bouvard y Pécuchet quisieron hacerse ver con una acción que inspirase respeto y deslumbrara a sus conciudadanos y no se les ocurrió nada mejor que un proyecto de embellecimiento de Chavignolles.
Las tres cuartas partes de las casas serían demolidas; en medio del pueblo se haría una plaza monumental, un hospicio hacia el lado de Falaise, mataderos en el camino a Caen y en el paso de la Vaque una iglesia románica y policroma.
Pécuchet hizo una aguada con tinta china, sin olvidar pintar el bosque de amarillo, los campos de verde y los edificios de rojo. ¡Las visiones de un Chavignolles ideal lo perseguían hasta en sueños! Daba vueltas en la cama. Una noche despertó a Bouvard con tanto movimiento.
—¡Te duele algo!
Pécuchet balbuceó:
—¡Haussmann no me deja dormir!
Por aquella época recibió una carta de Dumouchel quien quería saber el precio de los baños de mar en la costa normanda.
—¡Que se vaya al diablo con sus baños! ¡Como si tuviéramos tiempo para escribir!
Y tan pronto como consiguieron una cadena de agrimensor, un grafómetro, un nivel de agua y una brújula comenzaron más estudios.
Invadían las casas y con frecuencia los burgueses eran sorprendidos por esos dos hombres que plantaban jalones en los patios. Bouvard y Pécuchet anunciaban con tono sereno lo que sucedería. El público se inquietó porque ¿y si al fin de cuentas las autoridades compartían su opinión?
A veces los echaban con brutalidad. Víctor escalaba las paredes y subía a las cumbreras para colgar señales allá arriba, dando muestras de buena voluntad y hasta de un cierto entusiasmo.
También estaban más contentos con Victorina. Cuando ésta planchaba la ropa, ponía la plancha en el fogón canturreando con voz dulce, se interesaba por las cosas de la casa, hizo un gorro para Bouvard y sus costuras le valieron las felicitaciones de Romiche. Era éste uno de esos sastres que van por las granjas arreglando trajes. Se quedó quince días en la casa.
Jorobado, de ojos rojos, compensaba sus defectos físicos con su humor alegre. Mientras los amos estaban fuera divertía a Marcel y a Victorina contándoles chistes, sacaba la lengua hasta el mentón, imitaba al cucú, hacía de ventrílocuo y a la noche, para ahorrarse los gastos de posada, iba a dormir en el galpón del horno.
Ahora bien; una mañana, muy temprano, Bouvard se sintió con ganas de trabajar y fue allí a buscar viruta para encender la chimenea. .
Lo que vio lo dejó petrificado.
Detrás de los restos del arcón, en un jergón, Romiche y Victorina dormían juntos.
Él la ceñía con un brazo por la cintura y con su otra mano, larga como la de un mono, le tomaba una rodilla, con los párpados entornados y el rostro convulsionado aún por un espasmo de placer. Ella sonreía, acostada de espaldas. Su camisa entreabierta dejaba al descubierto su pecho infantil, salpicado de manchas rojas dejadas por las caricias del jorobado. Sus cabellos rubios estaban esparcidos y la claridad del alba echaba en los dos uno luz macilenta.
En un primer momento Bouvard sintió como un golpe en el pecho. Después el pudor le impidió dar un paso, hacer ningún gesto. Pensamientos dolorosos lo asaltaron.
—¡Tan joven! ¡Perdida, perdida!
En seguida fue a despertar a Pécuchet y con pocas palabras le contó todo. —¡Ah, el miserable!
—¡No podemos hacer nada! ¡Cálmate!
Y por mucho tiempo se quedaron suspirando el uno frente al otro. Bouvard sin levita, con los brazos cruzados, Pécuchet en el borde de su cama, descalzo y con gorro de algodón.
Romiche debía irse ese día, pues su trabajo estaba terminado. Le pagaron de modo altanero, silenciosamente.
Pero la Providencia les guardaba rencor.
Marcel los llevó sigilosamente a la pieza de Víctor y les mostró, en el fondo de la cómoda, una moneda de veinte francos. El muchacho le había pedido que le diera cambio.
¿De dónde había salido? ¡De un robo, con seguridad!
Y cometido durante sus andanzas de ingenieros.
Si se la reclamaban quedarían como cómplices.
Cuando por fin llamaron a Víctor y le ordenaron que abriera su cajón, la moneda ya no estaba allí.
Poco antes, sin embargo, ellos la habían tocado y Marcel era incapaz de mentir. Este asunto lo había perturbado de tal modo que desde la mañana guardaba en su bolsillo una carta para Bouvard.
"Señor. Por temor a que el señor Pécuchet se encuentre enfermo recurro a su amabilidad."
¿Quién la firmaba? Olympe Charpeau de Dumouchel.
Ella y su esposo preguntaban en qué localidad balnearia, Courseulles, Langrune o Ouistreham, la gente era menos ruidosa, cuáles eran los medios de transporte, el precio de lavandería, mil cosas.
Esa inoportunidad los encolerizó contra Dumouchel, pero luego la fatiga los sumió en un pesado desaliento.
Recapitularon todos los trabajos que se habían tomado, todas las lecciones, las precauciones, los sacrificios.
—Y pensar —decían— que por un momento quisimos hacer de ella una pequeña ama de casa y de él, hace muy poco, un capataz.
—Si ella es viciosa no ha de deberse a sus lecturas.
—Yo, para que fuera honesta, le había enseñado la biografía de Cartouche.
—Tal vez les haya faltado una familia, los cuidados de una madre.
—¡Yo era una madre! —objetó Bouvard.
—¡Ay! —prosiguió Pécuchet—. Hay naturalezas carentes de sentido moral y la educación nada puede en esos casos.
—¡Ah, sí! ¡Linda cosa la educación!
Como los huérfanos no sabían ningún oficio se les buscarían dos puestos de criados y después que fuera lo que Dios quisiera, pero ellos no se meterían más. Y desde entonces "el Tío" y "el Amigo" los hicieron comer en la cocina.
Pero pronto se aburrieron, porque sus inteligencias necesitaban una tarea, sus existencias una finalidad.
Por otra parte ¿qué prueba un fracaso? Lo que había fracasado con los niños ¿podía ser menos difícil con los hombres? Y pensaron en organizar clases para adultos.
Haría falta una conferencia para exponer sus ideas. El gran salón de la posada sería lo más conveniente, casi perfecto.
Beljambe, en su condición de adjunto del alcalde, tuvo miedo de comprometerse, se negó primero, pero después cambió de opinión y se los comunicó por medio de la sirvienta. Bouvard, en el colmo de la alegría, la besó en las dos mejillas.
El alcalde estaba ausente y el otro adjunto, Marescot, totalmente absorbido por su estudio. La conferencia iba pues a realizarse y se anunció, con redobles de tambor, para el domingo siguiente a las tres.
Sólo el día anterior pensaron en la ropa que se pondrían.
Pécuchet, gracias al cielo, conservaba un viejo traje de ceremonia con cuello de terciopelo, dos corbatas blancas y guantes negros. Bouvard se puso su levita azul, un chaleco de "nankim", botines de castor e iban muy emocionados cuando atravesaron el pueblo.
Aquí se interrumpe el manuscrito de Gustave Flaubert