5

En primer lugar leyeron a Walter Scott.

Fue como descubrir un nuevo mundo.

Los hombres del pasado que para ellos eran sólo fantasmas o nombres, se convirtieron en seres vivientes, reyes, príncipes, brujos, criados, guardabosques, monjes, zíngaros, mercaderes y soldados que discutían, combatían, viajaban, traficaban, comían y bebían, cantaban y oraban, en la sala de armas de los castillos, en el banco negro de las posadas, en las calles tortuosas de las ciudades, bajo el alero de las tiendas, en los claustros de los monasterios. Paisajes artísticamente compuestos rodeaban las escenas como un decorado de teatro. Se sigue con la mirada a un caballero que galopa a lo largo de la playa. Se respira, en medio de la retama, la frescura del viento, la luna ilumina lagos por los que se desliza un barco, el sol hace relucir las corazas, la lluvia cae sobre las chozas de follaje. Aunque no conocían los modelos, esas pinturas le parecían veraces y la ilusión era completa. Así pasó el invierno.

Cuando terminaban de comer, se instalaban en la salita, uno de cada lado de la chimenea y así, frente a frente, con un libro en la mano, leían silenciosamente. Cuando caía el día, iban a pasear por el camino principal, cenaban apresuradamente y continuaban con su lectura a la noche. Para protejerse de la lámpara Bouvard se ponía anteojos azules y Pécuchet llevaba la visera de su gorra echada sobre la frente.

Germaine no se había ido y Gorgu, de cuando en cuando, iba a escarbar en el jardín, pues habían acabado por abrir paso a la indiferencia, al olvido de las cosas materiales.

Después de Walter Scott, Alejandro Dumas los divirtió como una linterna mágica. Sus personajes, vivaces como monos, fuertes como bueyes, alegres como castañuelas, entran y salen repentinamente, saltan de los teches al empedrado, reciben espantosas heridas de las que curan, se los cree muertos y reaparecen. Hay trampas en los pisos, antídotos, disfraces y todo se enreda, acontece y se desenreda, sin un minuto para detenerse a pensar. El amor conserva la decencia, el fanatismo es alegre y los crímenes hacen sonreír.

Esos dos maestros los hicieron exigentes y no pudieron tolerar el fárrago de Bélisaire, la ingenuidad de Numa Pompilius, Marchangy ni d'Arlincourt.

El color de Fréderic Soulié les pareció insuficiente, lo mismo que el del bibliófilo Jacob, y el señor Villemain los escandalizó mostrando en la página 65 de su Lascaris, un español que fuma la pipa, "una larga pipa árabe", en medio del siglo XV.

Pécuchet consultaba las biografías universales y se puso a pasar revista a Dumas desde el punto de vista científico. El autor, en Las dos Dianas equivoca las fechas. El casamiento del Delfín Francois se realizó el 14 de octubre de 1548 y no el 20 de marzo de 1549. ¿Cómo sabe (ver El paje del duque de Saboya) que Catalina de Médicis, después de la muerte de su esposo quería reanudar la guerra? Es poco probable que se haya coronado al duque de Anjou, a la noche, en una iglesia, episodio que ameniza a La Dama de Montsoreau. En la Reine Margot principalmente pululan los errores. El duque de Nevers no estaba ausente. Opinó en el consejo antes de la Saint Barthélemy. Y Enrique de Navarra no siguió a la procesión cuatro días después. Y Enrique III no volvió de Polonia tan rápidamente. Y además, ¡qué cantilena! el milagro de los espinos, el balcón de Carlos IX, los guantes envenenados de Jeanne d'Albert. Pécuchet no tuvo más confianza en Dumas.

Hasta perdió todo respeto por Walter Scott debido a las meteduras de pata de su Quentin Durward. El crimen del obispo de Liége está quince años adelantado. La mujer de Robert de Lamark era Jeanne d'Arschel y no Hamelin de Croy. Lejos de ser muerto por un soldado, fue matado por Maximiliano, y la cara del Temerario, cuando se encontró su cadáver, no expresaba ninguna amenaza, puesto que los lobos la habían devorado a medias.

No obstante Bouvard continuó con Walter Scott pero acabó por aburrirse de la repetición de los mismos efectos. La heroína, habitualmente, vive en el campo con su padre, y el enamorado, un niño robado, acaba por ser rehabilitado, recupera sus derechos y vence a sus rivales. Siempre hay un mendigo filósofo, un buen castellano tosco, muchachas puras, criados chistosos e interminables diálogos, una estúpida mojigatería, una falta completa de profundidad. Por odio a esa mescolanza Bouvard tomó a George Sand.

Lo entusiasmaron las bellas adúlteras y los nobles amantes, hubiera querido ser Jacques, Simón, Bénédict, Lélio y vivir en Venecia. Suspiraba, no sabía qué le pasaba y se encontraba a sí mismo cambiado.

Pécuchet, que trabajaba con la literatura histórica, estudiaba las obras de teatro. Se tragó dos Pharamond, tres Clovis, cuatro Charlemagne, varios Phílippe Auguste, un montón de Juanas de Arco y muchas marquesas de Pompadour y conspiraciones de Cellamare.

Casi todas le parecieron más tontas aun que las novelas, ya que para el teatro existe una historia convencional que no se puede destruir. Luis XI no dejará de arrodillarse ante las figurillas de su sombrero, Enrique IV estará constantemente jovial, María Estuardo llorosa, Richelieu cruel. En fin, todos los caracteres se muestran monolíticos, por amor a las ideas simples y respeto de la ignorancia, tanto que el dramaturgo, lejos de elevar, rebaja, en lugar de instruir, idiotiza.

Como Bouvard le había alabado a George Sand, Pécuchet se puso a leer Consuelo, Horace, Mauprat y fue seducido por la defensa de los oprimidos, por el aspecto social y republicano, por las tesis.

Según Bouvard, eso arruinaba la ficción y pidió a la biblioteca novelas de amor.

En voz alta y una tras otra recorrieron La Nouvelle Héloise, Delphine, Adolphe, Ourika. Pero los bostezos del que escuchaba contagiaban a su compañero, que pronto dejaba caer el libro de sus manos. Les reprochaban a todos esos autores el no decir nada del ambiente, de la época, de las costumbres de los personajes. ¡Sólo el corazón interesaba; siempre los sentimientos! ¡Como si en el mundo no hubiera habido otra cosa!

Después probaron con las novelas humorísticas, como Le voyage autour de ma chambre, por Xavier de Maistre, Sous les Tilleuls de Alphonse Karr. En este tipo de libro, es costumbre interrumpir la narración para hablar de su perro, de sus pantuflas o de su amante. Un tal desenfado les encantó, en un principio, después les pareció estúpido, pues el autor deja de lado su obra y exhibe su persona.

Por necesidad de dramatismo se sumergieron en las novelas de aventuras y la intriga les interesaba tanto más cuanto más enrevesada, extraordinaria e imposible era. Se dedicaron a prever los desenlaces y llegaron a hacerlo con gran habilidad, pero se cansaron de ese entretenimiento indigno de espíritus serios.

La obra de Balzac los maravilló, por lo que hay en ella de babilónico y, al mismo tiempo, de mota de polvo bajo el microscopio. De las cosas más banales, surgieron nuevos aspectos. No habían sospechado que la vida moderna fuese tan profunda.

—¡Qué observador! —exclamó Bouvard.

—Yo lo encuentro quimérico —acabó por decir Pécuchet—.

Cree en las ciencias ocultas, en la monarquía, en la nobleza, lo deslumbran los pillos, maneja los millones como si fueran céntimos y sus burgueses no son burgueses, sino colosos. ¿Por qué inflar lo que es chato y describir tantas tonterías? Escribió una novela sobre la química, otra sobre la banca, otra sobre las máquinas de imprenta. Como aquel Ricard que había escrito sobre "el cochero de plaza", "el aguatero", "el vendedor de coco". Tendremos novelas sobre todos los oficios y sobre todas las provincias, después sobre todas las ciudades y los pisos de cada casa y sobre cada individuo, lo que ya no será literatura, sino estadística o etnografía.

Poco le importaba a Bouvard el procedimiento. El quería instruirse, ir cada vez más al fondo en el conocimiento de las costumbres. Releyó Paul de Kock, ojeó a viejos ermitaños de la Chaussée d'Antin.

—¿Cómo se puede perder el tiempo con inepcias semejantes? —decía Pécuchet.

—Más tarde será muy curioso como documento.

—¡Sal de ahí con tus documentos! Yo exijo algo que me exalte, que me arranque de las miserias de este mundo.

Y Pécuchet, proclive a lo ideal, impulsó a Bouvard, insensiblemente, hacia la tragedia.

La lejanía en que transcurre, los intereses que en ella se ponen en juego y la condición de los personajes les insuflaban algo como un sentimiento de grandeza. Un día, Bouvard tomó Athalie y dijo el sueño tan bien que Pécuchet quiso intentarlo a su vez. Desde la primera frase su voz se perdió en una especie de zumbido. Era monótona y, aunque fuerte, indistinta.

Bouvard, lleno de experiencia, le aconsejó para educarla, que la llevara del tono más bajo al más alto, y que luego la bajara, emitiendo dos gamas, una ascendente y otra descendente, y él mismo practicaba esos ejercicios a la mañana, en su cama, acostado de espaldas, según los preceptos de los griegos. Pécuchet, mientras tanto, trabajaba de la misma manera. La puerta estaba cerrada y berreaban por separado.

Lo que les gustaba de la tragedia era el énfasis, los discursos sobre política y las máximas de perversidad.

Aprendieron de memoria los diálogos más famosos de Racine y de Voltaire y los declamaban en el corredor. Bouvard caminaba como en el teatro francés, con la mano en el hombro de Pécuchet, y deteniéndose de cuando en cuando, ponía los ojos en blanco, abría los brazos y acusaba a los hados. Daba hermosos gritos de dolor en el Philoctéte de La Harpe, tenía un lindo hipo en Gabrielle de Vergy y cuando representaba a Denys, tirano de Siracusa, la manera de mirar a su hijo mientras le decía "¡Monstruo digno de mí!" era formidable. Pécuchet olvidaba su parte. Le faltaban recursos, no buena voluntad.

Una vez, en la Cleopatra de Marmontel se le ocurrió reproducir el silbido del áspid tal como debía haberlo hecho el autómata inventado para eso por Vaucanson. Este efecto fallido los hizo reír hasta la noche. Su estimación por la tragedia decayó.

Bouvard fue el primero en hartarse y con toda franqueza demostró lo artificial y achacosa que era, la necedad de sus medios y lo absurdo de sus confidentes.

Y abordaron la comedia, que es la escuela de los matices. Hay que dislocar la frase, subrayar las palabras, sopesar las sílabas. Pécuchet no pudo lograrlo y fracasó completamente como Célimene.

Por otra parte, encontraba a los enamorados muy fríos, a los respondones muy pesados, a los criados intolerables, a Clitandre y Sganarelle tan falsos como Egisthe y Agamemnon.

Quedaba la comedia seria o tragedia burguesa, aquella en la que se ve a padres de familia desconsolados, a criados salvando a sus amos, ricachones ofreciendo su fortuna, costureras inocentes e infames sobornadores, género que va desde Diderot hasta Pixérécourt. Todas esas obras en las que se predica la virtud los disgustaron por triviales.

El drama de 1830 les encantó por su movimiento, su color, su juventud. Casi no establecían diferencia entre Víctor Hugo, Dumas y Bouchardy. La dicción ya no debía ser pomposa o fina, sino lírica y desordenada.

Un día en que Bouvard trataba de hacer comprender a Pécuchet la manera de actuar de Fréderic Lemaitre, apareció de improviso la señora Bordin con su chal verde y un volumen de Pigault Lebrun que traía para devolver, pues esos señores tenían la amabilidad de prestarle novelas de cuando en cuando.

—Pero… ¡continúen!

Había llegado hacía unos minutos y le era placentero oírlos.

Ellos se disculparon; ella insistió.

—¡Dios mío! —dijo Bouvard—. Nada nos impide…

Pécuchet adujo, por vergüenza mal entendida, que no podían actuar de buenas a primeras, sin trajes.

—¡Efectivamente! Tendríamos que disfrazarnos.

Y Bouvard buscó un objeto cualquiera, sólo encontró el gorro griego y lo tomó.

Como el corredor no era lo bastante ancho, bajaron al salón.

Las arañas corrían por las paredes y los especímenes geológicos que cubrían el piso habían blanqueado con su polvillo el terciopelo de los sillones. En el menos sucio pusieron un paño para que la señora Bordin pudiera sentarse.

Había que ofrecerle algo bueno. Bouvard era partidario de La Tour de Nesle, pero Pécuchet les temía a los papeles que requerían demasiada acción.

—¡Le gustará más algo clásico! Phédre, por ejemplo.

—¡Sea!

Bouvard contó el tema.

—Es una reina cuyo marido tiene, de otra mujer, un hijo. Ella está loca por el muchacho. ¿Estarnos? ¡Adelante!

Sí, Príncipe, me consumo, me abraso por Teseo. ¡Lo amo!

Y habiéndole al perfil de Pécuchet, admiraba su porte, su rostro, "esa cabeza encantadora", estaba desconsolado por no haberlo encontrado en la flota de los griegos, hubiera querido perderse con él en el laberinto.

La borla del gorro rojo se inclinaba amorosamente y su voz trémula y su rostro bueno instaban al cruel a que tuviera piedad de su pasión. Pécuchet, volviéndose, jadeaba para expresar emoción.

La señora Bordin, inmóvil, abría desmesuradamente los ojos como ante prestidigitadores. Mélie escuchaba desde atrás de la puerta. Gorgu, en mangas de camisa, los miraba por la ventana.

Bouvard comenzó con la segunda tirada. Su actuación expresaba el delirio de los sentidos, el remordimiento, la desesperanza y se precipitó sobre la espada ideal de Pécuchet con tanta violencia, que tropezó en los guijarros y estuvo a punto de caer al suelo.

—¡No se preocupen! Después, llega Teseo y ella se envenena.

—¡Pobre mujer! —dijo la señora Bordin. Luego le rogaron que les señalara un fragmento.

Le era difícil elegir. Sólo había visto tres obras: Robert le Diable, en la capital, el Jeune Mari, en Ruán y otra en Falaise, que era muy divertida y que se llamaba La Brouette du Vinaigrier.

Por fin Bouvard le propuso la gran escena de Tartufo, la del tercer acto.

Pécuchet creyó necesario dar una explicación:

—Se ha de saber que Tartufo…

La señora Bordin lo interrumpió.

—¡Ya se sabe lo que es un Tartufo!

Bouvard hubiese querido, para un cierto pasaje, un vestido.

—Lo único que hay es el traje de monje —dijo Pécuchet.

—Está bien, póntelo.

Reapareció con el traje y un Moliere.

El principio fue mediocre. Pero cuando Tartufo comenzó a acariciar las rodillas de Elmira, Pécuchet adoptó un tono de gendarme.

¿Qué hace ahí su mano?

Bouvard, rápidamente, respondió con voz melosa:

Palpo vuestro vestido, es la tela tan suave.

Sus pupilas llameaban, estiraba los labios, resoplaba, tenía un aspecto extremadamente lúbrico y acabó por dirigirse a la señora Bordin.

Las miradas de ese hombre la turbaban y cuando él se detuvo, humilde y palpitante, ella así buscó una respuesta.

Pécuchet recurrió al libro: —La declaración es francamente galante. —¡Ah, sí! —exclamó ella—. Es un gran engatusador. —¿No es cierto? —respondió con orgullo Bouvard—. Pero hay otra, de una elegancia más moderna.

Y desprendiéndose de su levita, se acuclilló en un morrillo y declamó con la cabeza echada hacia atrás:

Llamas de tus ojos inundan mis párpados.

Canta alguna canción como otrora, a la tarde,

Cantabas con lágrimas en tus ojos negros.

—Como para mí —pensó ella. ¡Seamos felices! ¡Bebamos! La copa está llena. Este momento es nuestro y lo demás locura. —¡Qué gracioso es usted!

Y reía con una risita que le levantaba el busto y le descubría los dientes.

¿No es verdad que es dulce amar

y dulce es también saberse amado?

Se arrodilló.

—¡Acabe, por favor!

¡Oh, déjame dormir y soñar en tu seno!

¡Doña Sol, mi hermosura, mi amor!

—Aquí se oyen las campanas y un montañés los interrumpe.

—¡Menos mal, porque si no…!

Y la señora Bordin sonrió en lugar de terminar la frase. Caía la tarde. Ella se levantó.

Un momento antes había llovido y el camino por las hayas no estaba muy bien; era mejor volver por el campo. Bouvard la acompañó hasta el jardín para abrirle la puerta.

Primero caminaron costeando los perales, sin hablar. El estaba aún emocionado por su declaración y ella sentía en el fondo de su alma algo como una sorpresa, un encanto que provenía de la literatura. El arte, en ciertas ocasiones, conmueve a los espíritus mediocres y mundos enteros pueden ser descubiertos por esos intérpretes tan torpes.

El sol había reaparecido, hacía brillar las hojas y ponía manchas luminosas en la maleza, un poco aquí, un poco allá. Tres gorriones saltaban, dando pequeños gritos, en el tronco de un viejo tilo caído. Un espino en flor mostraba su ramillete rosado y las lilas, pesadas, se Inclinaban.

—¡Ah, esto hace bien! —dijo Bouvard aspirando el aire a pleno pulmón.

—¡También! Hace un esfuerzo muy grande.

—No es que tenga talento, pero entusiasmo, eso sí que tengo.

—Se ve —dijo ella, dejando un espacio entre palabra y palabra— que usted… amó… en otros tiempos.

—En otros tiempos, solamente ¿usted cree? Ella se detuvo. —No lo sé.

"¿Qué quiere decir?" Y Bouvard sintió latir su corazón. Un charco en medio de la arena los obligó a dar un rodeo y los hizo subir a la enramada. Entonces hablaron de la representación. —¿Cómo se llama el último fragmento? —Es de Hernani, un drama.

—¡Ah!

Y después, hablándose a sí misma:

—Ha de ser muy agradable que alguien le diga a una cosas así… en serio.

—Yo estoy a sus órdenes —respondió Bouvard. —¿Usted?

—¡Sí, yo!

—¡Es una broma!

—¡Por nada del mundo!

Y después de echar una mirada alrededor de ellos, la tomó de la cintura, desde atrás, y la besó en la nuca con fuerza.

Ella se puso muy pálida como si fuese a desvanecerse y se apoyó con una mano en un árbol; después levantó los párpados y sacudió la cabeza.

—Ya pasó.

El la miraba embelesado.

Después de abrir la verja, ella subió al umbral de la pequeña puerta. Un arroyuelo corría del otro lado. Recogió los pliegues de su falda y permaneció en el borde, indecisa.

—¿Quiere que la ayude?

—No es necesario.

—¿Por qué?

—¡Ah! Usted es muy peligroso.

Y dio un salto que puso al descubierto sus enaguas blancas.

Bouvard se reprochó el haber dejado pasar la ocasión. ¡Y sí, ya se presentaría otra! Además las mujeres no son todas iguales. Con algunas hay que apurar las cosas y con otras la audacia nos pierde. En una palabra, estaba contento consigo mismo y si no le confesó su esperanza a Pécuchet fue por temor a los comentarios y de ningún modo por delicadeza.

Desde ese día declamaban con frecuencia ante Mélie y Gorgu, lamentando no disponer de un teatro de salón.

La criadita se divertía aun sin comprender nada, asombrada por el lenguaje, fascinada por el ronroneo de los versos. Gorgu aplaudía las tiradas filosóficas de las tragedias y todo lo que había a favor del pueblo en los melodramas, tanto que, encantados con su gusto, pensaron en darle lecciones para hacer de él, con el tiempo, un actor. Esta perspectiva deslumbraba al obrero.

El rumor de lo que estaban haciendo se propagó. Vaucorbeil les habló de ello de manera burlona. Generalmente se los despreciaba.

Esto hacía que ellos se estimasen a sí mismos cada vez más. Se consagraron artistas. Pécuchet se dejó el bigote y Bouvard no encontró nada mejor que hacer, con su fisonomía redonda y su calvicie, que componerse "una cabeza a lo Béranger".

Por último resolvieron escribir una obra.

Lo difícil era el tema.

Lo buscaban mientras comían. Después tomaban café, licor indispensable para el cerebro, y dos o tres copitas. En seguida iban a la cama, a dormir, después de lo cual se paseaban por el jardín, hasta que por fin salían de la casa para buscar la inspiración afuera, caminando uno al lado del otro, y regresaban extenuados.

O bien se encerraban con doble llave, Bouvard limpiaba la mesa, ponía papel delante de él, mojaba su pluma y se quedaba con la mirada clavada en el techo, mientras que Pécuchet, en el sillón, meditaba con las piernas estiradas y la cabeza gacha.

A veces sentían un estremecimiento y como el soplo de una idea, pero en el momento de aprehenderla, desaparecía.

Pero hay métodos para descubrir temas. Se toma un título al azar y de él deriva un hecho; se desarrolla un proverbio, se combinan diversas aventuras en una sola. Ni uno de estos medios dio ningún resultado. En vano ojearon selecciones de anécdotas, varios volúmenes de juicios célebres, un montón de historias.

Y soñaban con ser representados en el Odeón, pensaban en los espectáculos, extrañaban París.

—¡Yo nací para ser autor y no para enterrarme en el campo! —decía Bouvard. —¡Lo mismo que yo! —respondía Pécuchet.

Y adivinó una revelación: si les costaba tanto trabajo era porque no conocían las reglas.

Las estudiaron en La práctica del teatro, por Aubignac y en algunas obras no tan pasadas de moda.

Se trata en ellas de cuestiones importantes, como si la comedia puede escribirse en verso, si la tragedia no rebasa los límites cuando toma sus fábulas de la historia moderna, si los héroes deben ser virtuosos, qué tipo de malvado supone, hasta qué punto son admisibles los horrores. ¡Que todos los detalles concurran a una misma finalidad, que el interés sea creciente, que el desenlace se corresponda con el principio! ¡Sin duda!

Inventad situaciones que puedan atraparme, dijo Boileu.

Pero ¿cómo inventar situaciones?

Que en todas tus palabras la pasión, conmovida,

Llegue hasta el corazón, lo inflame, lo estremezca.

Pero ¿cómo inflamar el corazón?

Las reglas, entonces, no bastan. Hace falta, además, el genio.

Y el genio no basta. Corneille, según la Academia Francesa, no entendía nada de teatro. Geoffroy denigra a Voltaire. Racine fue escarnecido por Subligny. La Harpe rugía cuando se le nombraba a Shakespeare.

La vieja crítica les repugnaba y por eso quisieron conocer la nueva, para lo cual se hicieron enviar las reseñas periodísticas de las obras.

¡Qué desfachatez! ¡Qué obstinación! ¡Qué falta de probidad' ¡Ultrajes a obras maestras, reverencias a banalidades! ¡Y las burradas de los que pasan por sabios y las estupideces de esos otros a los que se proclama espirituales?

¿Quizás deba uno remitirse al público?

Pero obras aplaudidas les desagradaban a veces y en las silbadas había algo que les agradaba.

Por tanto, la opinión de la gente de gusto es engañosa y el juicio de la muchedumbre inconcebible.

Bouvard le planteó el problema a Barberou. Pécuchet, por su parte, le escribió a Dumouchel.

El antiguo viajante de comercio se asombró por el reblandecimiento causado por la provincia, el amigo Bouvard se estaba poniendo imbécil, en una palabra "no pescaba nada de nada".

El teatro es un artículo de consumo como cualquier otro. Es parte del artículo París. Se va al espectáculo para divertirse. Lo bueno es lo que divierte.

—Pero imbécil —exclamó Pécuchet— lo que te divierte no es lo que me divierte y que a los demás y a ti mismo fastidiará más tarde. Si las obras se escribieron para ser representadas ¿cómo es que las mejores son siempre leídas?

Y esperó la respuesta de Dumouchel.

Según el profesor la suerte inmediata de una obra no probaba nada. Le Misanthrope y Athalie, fracasaron. Zaire ya no es comprendida. ¿Quién habla hoy de Ducange y de Picard? Recordaba todos los grandes éxitos contemporáneos, desde Fanchon la Vielleuse hasta Gaspardo le Pécheur, y deploraba la decadencia de nuestra escena, de lo cual era causa el desprecio por la literatura, o más bien por el estilo.

Entonces se preguntaron en qué consiste exactamente el estilo. Y gracias a autores indicados por Dumouchel, conocieron el secreto de todos sus géneros.

Cómo se logra lo majestuoso, lo temperado, lo ingenuo, los giros nobles, las palabras bajas. Perros se realza con devoradores. Vomitar se emplea sólo en sentido figurado. Fiebre se aplica a las pasiones. Valentía queda bien en verso.

—¿Y si hacemos versos? —dijo Pécuchet.

—¡Más adelante! Ocupémonos de la prosa primero.

Se recomienda formalmente elegir un clásico para tomarlo como modelo pero todos entrañan peligro, pues no sólo han cometido pecado de estilo, sino también de lenguaje.

La aserción desconcertó a Bouvard y Pécuchet y se pusieron a estudiar gramática.

¿Tenemos en nuestro idioma artículos definidos e indefinidos como en latín? Unos piensan que sí, otros que no. No se atrevieron a decidirse.

El sujeto acuerda siempre con el verbo, salvo en los casos en que el sujeto no acuerda.

En otros tiempos no se hacía ninguna distinción entre el adjetivo verbal y el participio presente, pero la Academia hizo una no muy fácil de comprender.

Los alegró saber que "leur", pronombre, se emplea para personas pero también para cosas, mientras que "ou" y "en", se emplean para cosas y algunas veces para personas.

¿Se debe decir "cette femme a l'air bon" o "l'air bonne"?; "une buche de bois sec" o "de bois séche"; "ne pas laisser de" o "que de"; "une troupe de voleurs survint" o 'survinrent"?

Otras dificultades: "Autour" y "a l'entour", en los cuales Racine y Boileau no ven diferencia; "imposer" o "en imposer", sinónimos en Massilon y en Voltaire; "croasser" y "coasser", confundidos por La Fontaine, quien sin embargo sabía distinguir un cuervo de una rana.

Los gramáticos, es cierto, no se ponen de acuerdo; unos ven una belleza donde otros ven un error. Admiten principios de los cuales rechazan las consecuencias, proclaman las consecuencias de principios que rechazan, se apoyan en la tradición, rechazan a los maestros y tienen refinamientos extraños. Ménage preconiza "nentilles" y "castonades" en lugar de "lentilles" y "cassonade", Bouhours "jerarchie" y no "hiérarchie" y Chapsal los "oeils de la soupe".

A Pécuchet lo asombró Genin sobre todo. ¿Por qué? Porque "z'annetons" sería preferible a "hannetons" y "z'aricots" a "haricots"; ¡y bajo Luis XIV se pronunciaba "Roume" y "Señor de Lioune" en lugar de "Rome" y "Señor de Lionne"!

Littré les dio el tiro de gracia al afirmar que nunca hubo una ortografía positiva y que no podría haberla nunca.

Por lo que llegaron a la conclusión de que la sintaxis es una fantasía y la gramática una ilusión.

En aquel tiempo, por otra parte, una retórica nueva sentenciaba que hay que escribir como se habla y que todo está bien con tal que haya sido sentido, observado.

Como ellos habían sentido y creían haber observado, se consideraron capacitados para escribir. Una obra de teatro es dificultosa por la estrechez del marco, pero la novela depara más libertad. Para escribir una buscaron en sus recuerdos.

Pécuchet recordó a uno de sus jefes de oficina, un muy mal individuo, y ambicionaba vengarse por medio de un libro.

Bouvard había conocido, en el café, a un viejo maestro de caligrafía, ebrio y miserable. Nada sería tan pintoresco como ese personaje.

Al cabo de una semana se les ocurrió refundir los dos temas en uno solo y en eso quedaron; luego pasaron a los siguientes: una mujer que provoca la ruina de una familia; una mujer, su marido y su amante; una mujer que es virtuosa por defecto de conformación; un ambicioso, un mal sacerdote…

Trataban de ligar a estas concepciones vagarosas cosas provenientes de su memoria, recortaban agregaban. Pécuchet estaba por el sentimiento y la idea, Bouvard por la imagen y el color; y comenzaron a no poder entenderse, los dos asombrados por lo limitado del otro.

La ciencia que se llama estética quizá resolviera su diferendo. Un amigo de Dumouchel, profesor de filosofía, les envió una lista de obras sobre la materia. Trabajaban cada uno por su cuenta y se comunicaban sus reflexiones.

En primer lugar ¿qué es lo Bello?

Para Schelling es lo infinito expresado por lo finito; para Reid una cualidad oculta, para Jouffroy un hecho indivisible, para De Maistre lo que agrada a la virtud y para el P. André lo que conviene a la Razón.

Y existen diversas clases de lo Bello: lo bello de las ciencias, la geometría es bella; lo bello en las costumbres, no se puede negar que la muerte de Sócrates fue bella. Hay lo bello del reino animal. La belleza del perro consiste en su olfato. Un cerdo no podría ser bello, habida cuenta de sus costumbres inmundas; una serpiente tampoco, pues despierta en nosotros ideas de ruindad. Las flores, las mariposas, los pájaros pueden ser bellos. En fin, la condición primera de lo Bello es la unidad en la variedad, ese es su principio.

—Sin embargo —dijo Bouvard— dos ojos bizcos son más diversos que dos ojos derechos y producen peor efecto, generalmente.

Abordaron la cuestión de lo Sublime. Ciertos objetos son, de por sí, sublimes: el estruendo de un torrente, las tinieblas profundas, un árbol golpeado por la tempestad. Un carácter es bello cuando triunfa y sublime cuando lucha.

—Ya comprendo —dijo Bouvard—; lo Bello es lo Bello y lo Sublime lo muy Bello. ¿Cómo distinguirlos?

—Por medio del tacto —respondió Pécuchet. —Y el tacto ¿de dónde procede? —¡Del gusto! —Y ¿qué es el gusto?

Se lo define como un discernimiento especial, un juicio rápido, la ventaja de distinguir ciertas relaciones.

—En fin, el gusto es el gusto y todo eso no indica cómo se ha de hacer para tenerlo.

Hay que observar las conveniencias; pero las conveniencias varían y por perfecta que sea una obra, no será siempre irreprochable. Hay, sin embargo, lo Bello indestructible, de lo cual ignoramos las leyes, pues su génesis es misteriosa.

Puesto que una idea no puede expresarse por todas las formas, hemos de reconocer límites entre las artes, y en cada una de las artes varios géneros. Pero surgen combinaciones en las que el estilo de una entrará en otra so pena de desviarse de su finalidad, de no ser verdadera.

La aplicación demasiado exacta de lo Verdadero perjudica a la Belleza, y la preocupación por la Belleza impide lo Verdadero. Sin embargo, sin ideal no hay lo Verdadero; es por esto que los tipos son de una realidad más permanente que los retratos. El Arte, por otra parte, no trata sino de lo Verosímil, pero lo Verosímil depende de quien observa y es una cosa relativa, pasajera.

Así se perdían en razonamientos y Bouvard creía cada vez menos en la estética.

—Si no es una broma, su rigor se demostrará con ejemplos. Ahora escucha.

Y leyó una nota que le había costado no pocas búsquedas.

—Bouhours acusa a Tácito de no tener la simplicidad que reclama la Historia. El señor Droz, un profesor, censura a Shakespeare por su mezcla de lo serio con lo bufo. Nisard, otro profesor, piensa que André Chemier, como poeta, está por debajo del siglo XVII. Blair, un inglés, deplora en Virgilio el cuadro de las Arpías. Marmontel lamenta las licencias de Hornero. Lamotte no admite la inmoralidad de sus héroes, a Vida le indignan sus comparaciones. En una palabra ¡todos los hacedores de retóricas, de poéticas y de estéticas me parecen unos imbéciles!

—¡Exageras! —dijo Pécuchet.

Las dudas los agitaban, porque si los espíritus mediocres (como observa Longín) son incapaces de cometer errores, los errores son propios de los maestros y ¿habrá que admirarlos? ¡Es demasiado! No obstante ¡los maestros son los maestros! El hubiera querido que estuviesen de acuerdo obras y doctrina, los críticos y los poetas, aprehender la esencia de lo Bello; y esas cuestiones lo preocupaban de tal modo que le revolvían la bilis. Lo que ganó fue una ictericia.

Esta había alcanzado su punto más alto cuando Marianne, la cocinera de la señora Bordin, fue a pedirle a Bouvard una cita de parte de su ama.

La viuda no se había hecho ver más desde el día de la sesión dramática. ¿Era un adelanto? Pero ¿por qué la intermediación de Marianne? Y durante toda la noche la imaginación de Bouvard corrió por mil caminos.

Al otro día, a eso de las dos, se paseaba por el corredor y miraba de tiempo en tiempo por la ventana cuando de pronto sonó el timbre. Era el notario.

Atravesó el patio, subió las escaleras, se sentó en el sillón y después de algunas fórmulas de cortesía, dijo que, cansado de esperar a la señora Bordin, se había adelantado. La señora deseaba comprarles las Ecalles.

Bouvard sintió como un enfriamiento y fue a la pieza de Pécuchet. Pécuchet no supo qué responder. Estaba preocupado porque Vaucorbeil debía llegar de un momento a otro.

Por fin llegó ella. El retraso se explicaba por la importancia de su atavío: chal de cachemira, sombrero, guantes charolados, la vestimenta que cuadra en las grandes ocasiones.

Después de muchos rodeos preguntó si mil escudos no serían suficiente.

—¿Un acre mil escudos? ¡Nunca!

Ella entornó los párpados.

—¡Ah, es para mí!

Y los tres permanecieron silenciosos. El señor de Faverges entró. Llevaba bajo el brazo, como un abogado, una cartera de tafilete que depositó en la mesa.

—¡Son folletos! Tratan de la Reforma, cuestión candente. Pero, esto es algo que les pertenece, sin duda.

Y le tendió a Bouvard el segundo volumen de Las Memorias del Diablo, Mélie, hacía un rato, lo estaba leyendo en la cocina y como se debe vigilar las costumbres de esa gente, él había creído conveniente confiscar el libro.

Bouvard se lo había prestado a la sirvienta. Hablaron de novelas.

A la señora Bordin le gustaban, siempre y cuando no fueran lúgubres.

—Los escritores —dijo el señor de Faverges— nos pintan la vida con colores halagüeños.

—¡Hay que pintar! —objetó Bouvard.

—Entonces sólo se tiene que seguir el ejemplo…

—¡No se trata de ejemplo!

—Admita, por lo menos, que pueden caer en manos de una niña. Yo tengo una.

—¡Encantadora! —dijo el notario, poniendo la cara de los días de contrato matrimonial.

—¡Y bien! Debido a ella, o más bien, a las personas que la rodean, las prohibo en mi casa, porque el pueblo, mi querido señor…

—¿Qué ha hecho el pueblo? —dijo Vaucorbeil, apareciendo de improviso en el umbral.

Pécuchet, que reconoció su voz, llegó para reunirse con los demás.

—Yo sostengo —continuó el conde— que hay que apartarlo de ciertas lecturas.

Vaucorbeil replicó:

—Entonces, ¿usted no es partidario de la instrucción?

—¡Pero sí! ¿Me permite?

—¡Pero todos los días se ataca al gobierno! —dijo Marescot.

—¿Y eso qué tiene de malo?

Y el gentilhombre y el médico se pusieron a denigrar a Luis Felipe, sacando a relucir el asunto Pritchard y las leyes de setiembre contra la libertad de prensa.

—¡Y la del teatro! —agregó Pécuchet.

Marescot ya no aguantaba más.

—¡Va demasiado lejos, ese teatro de ustedes!

—En eso estoy de acuerdo —dijo el conde—. ¡Obras que exaltan el suicidio!

—¡El suicidio es hermoso! Catón es la prueba —objetó Pécuchet.

Sin responder a la argumentación, el señor de Faverges estigmatizó esas obras en las que se escarnece a las cosas más santas, la familia, la propiedad, el matrimonio.

—Bueno ¿y Moliere? —dijo Bouvard.

Marescot, hombre de buen gusto, respondió que Moliere ya no se representaría y que además estaba un poco sobrevalorado.

—En fin —dijo el conde—. Víctor Hugo fue despiadado, sí, despiadado, con María Antonieta, el pasar por el tamiz el tipo de la reina en el personaje de María Tudor.

—¡Cómo! —exclamó Bouvard —Yo, como autor, acaso no tengo derecho a…

—No, señor; usted no tiene derecho a mostrarnos el crimen si no muestra al mismo tiempo un correctivo, si no nos ofrece una lección.

Vaucorbeil también creía que el arte debía tener una finalidad: ¡mejorar a las masas!

—Cántenle a la ciencia, a nuestros descubrimientos, al patriotismo.

Y admiraba a Casimir Delavigne.

La señora Bordin elogió al marqués de Foudras.

El notario replicó:

—Pero ¿y la lengua? ¿Han pensado en ella?

—¿La lengua? ¿Cómo?

—¡Hablamos de estilo! —exclamó Pécuchet—. ¿Creen que esas obras están bien escritas?

—¡Sin duda! ¡Son muy interesantes!

El se encogió de hombros y ella enrojeció ante la impertinencia.

La señora Bordin trató de volver a hablar de su asunto en varias ocasiones. Pero ya era demasiado tarde para concluirlo. Salió del brazo de Marescot.

El conde distribuyó sus panfletos con la recomendación de que se propagaran.

Vaucorbeil ya iba a salir cuando Pécuchet lo detuvo.

—¡Usted se olvida de mí, doctor!

Su rostro amarillo estaba lamentable, con sus bigotes, y sus cabellos negros que caían por debajo de un pañuelo mal anudado.

—Púrguese —dijo el médico dándole dos palmaditas, como a un niño—. ¡Demasiados nervios, demasiado artista!

Esa familiaridad le causó placer; lo tranquilizaba. Y cuando estuvieron solos preguntó:

—¿Te parece que no es serio?

—¡No; seguro que no!

E hicieron un resumen de lo que acababan de oír. La moralidad del arte estriba, para cada uno, en aquello que más conviene a sus intereses. No se ama a la literatura.

Inmediatamente después hojearon los folletos del conde. Todos reclamaban el sufragio universal.

—Me parece —dijo Pécuchet— que pronto tendremos gresca.

Porque lo veía todo negro, debido a su ictericia, probablemente.