18.
Intuición
SABEMOS MÁS DE LO QUE COMPRENDEMOS
Pese a los denodados esfuerzos de los psicólogos y neurólogos, el pensamiento humano sigue describiéndose mejor con el uso de metáforas, de poesía y de otros mecanismos que utilizamos para expresar lo que no comprendemos del todo. Al no ser un poeta, mi objetivo es dedicarme a una tarea más práctica, lo que podríamos llamar gestión ejecutiva del cerebro.
Aldous Huxley hizo caso omiso de Freud y, mucho antes de que se inventaran los escáneres, escribió desde esa perspectiva y definió la experiencia como «una cuestión de sensibilidad e intuición; ver y oír las cosas importantes y estar atento a los momentos adecuados, entender y coordinar. La experiencia no es lo que le sucede a un hombre; es lo que un hombre hace con lo que le sucede».
Indudablemente, nosotros tenemos un importante papel que desempeñar. No podemos sentarnos y esperar a que la sabiduría vaya creciendo, como las canas. Aprender de nuestros errores es lo mínimo que debemos pedir de nuestras experiencias. Para conseguir más, debemos exigirlo, cultivarlo e ir en su busca.
La intuición es el cajón de sastre donde todo confluye, nuestra experiencia, sabiduría y voluntad. En contra de la creencia popular, no podemos decir, en honor a la verdad, que tenemos intuición en un terreno del que apenas tenemos conocimientos prácticos. Incluso las corazonadas más vagas están basadas en algo tangible. Una impresión positiva sobre un nuevo compañero de trabajo puede explicarse porque evoca un recuerdo interiorizado de la voz o el nombre o la cara de otra persona. Que no podamos explicarlo o entenderlo no significa que esa poderosa fuerza no exista.
Considerar el tema de los riesgos de la intuición humana nos lleva al dilema que resumió el anterior jefe de la Casa Real española, Sabino Fernández Campo, cuando dijo: «Lo que puedo decirles no es interesante y lo que es interesante no puedo decírselo». En lugar de teorizar, prefiero ceñirme a ejemplos que puedan convencernos para tener más confianza en nuestros propios instintos. Ése es un elemento fundamental que ningún análisis ni mecanismo puede medir.
INTUICIÓN VERSUS ANÁLISIS
Mientras trabajaba en Mis geniales predecesores, adquirí no solo mayor respeto por los logros de los campeones del mundo, sino también una admiración mayor por los ajedrecistas en general y por la forma en la que el juego del ajedrez puede estimular lo mejor de la mente humana. Hay pocas actividades que exijan tanto de nuestras facultades como un torneo de ajedrez profesional. La memoria debe funcionar al máximo, la rapidez de cálculo es esencial, las derivaciones de cada movimiento; y todo ello una hora tras otra, un día tras otro, a los ojos del mundo entero. Es el escenario ideal para una crisis física y mental.
Cuando empecé a analizar las partidas de los campeones mundiales que me precedieron, estaba, sin embargo, dispuesto a ser benévolo. No en mi análisis, sino en mi actitud frente a sus errores. Allí estaba yo, en el siglo XXI, apoyándome en los hombros de gigantes procesadores de ajedrez, con megaherzios de capacidad al alcance de la mano. Con esas ventajas y la objetividad de la retrospección, no debía juzgar a mis predecesores con demasiada dureza, me dije a mí mismo, sobre todo si esperaba que se trataran con benevolencia los errores que yo cometí en el fragor de la competición.
Una parte importante del proyecto consistía en recopilar todos los análisis relevantes que se habían hecho anteriormente sobre esas mismas partidas, especialmente los análisis que publicaron los propios jugadores y sus contemporáneos. El principal objetivo de la serie es mostrar la evolución del juego, de manera que los comentarios de la época son en muchos aspectos tan valiosos como las propias partidas para conocer la forma de pensar de los jugadores de aquel momento.
Se podría pensar que el analista, que trabaja en la tranquilidad de su estudio y sin limite de tiempo para mover las piezas, lo tiene mucho más fácil que los jugadores en cuestión. Después de todo, visto en perspectiva, es 20/20. Una de las primeras cosas que descubrí es que en lo que al análisis ajedrecístico se refiere, en la época anterior a los ordenadores (básicamente antes de 1995), la visión retrospectiva necesitaba urgentemente lentes bifocales.
Paradójicamente, cuando los jugadores de élite escribían sobre partidas en revistas y columnas de los periódicos, a menudo cometían más errores en sus anotaciones que las que los jugadores cometieron sobre el tablero. Incluso cuando los jugadores publicaban sus análisis de sus propias partidas, a menudo eran menos convincentes que cuando jugaban.
La partida 7 fue el momento decisivo del torneo por el campeonato del mundo de 1894, entre Wilhelm Steinitz, de cincuenta y siete años, y el aspirante alemán de veinticinco, Emanuel Lasker. La primera fase de la partida se celebró en Nueva York, antes de trasladarse a Filadelfia y luego a Montreal. Las cuatro primeras partidas terminaron con una victoria para cada uno, seguidas de dos tablas. Entonces llegó la partida 7, el número de la suerte, o al menos así la describieron los comentaristas de la época. Pero ¿hasta qué punto la suerte intervino en aquel enfrentamiento crucial?
Lasker equivocó desde el principio el juego de las blancas y Steinitz aprovechó la oportunidad de manera muy eficaz, y obtuvo con limpieza dos peones extras, cuando los restos de la pólvora se disiparon en el movimiento 20. En la actualidad, si un gran maestro se retirara en una posición similar, el público no se sorprendería demasiado. El juego era mucho menos científico hace cien años, y por supuesto Lasker no perdía nada con seguir jugando, en todo caso fatigar a su maduro adversario para la siguiente partida. Lasker era un reconocido psicólogo en el tablero, y es probable que se preguntara, además, si sus bravuconerías conseguirían distraer al dogmático veterano.
Según la versión oficial, la partida continuó de la siguiente manera: Steinitz tenía una clara posición de victoria por jugar con las negras. Lasker lanzó un ataque a la desesperada contra el rey negro, sacrificando una pieza. Presionado hasta cierto punto, aunque conservando la ventaja, Steinitz cometió un error suicida que le costó la partida. La sorpresa por haber cometido un error tan garrafal afectó tan negativamente a Steinitz que perdió las cuatro partidas siguientes y el título mundial.
Así fue la historia según la mayoría de los análisis del siglo XIX, y así se ha descrito desde entonces. La versión revisada debió de ser algo así. Steinitz tenía una posición victoriosa desde un punto de vista objetivo, pero cometió unos cuantos errores que permitieron a Lasker lanzar un peligroso ataque y la posición se complicó bastante. El juego subsiguiente del aspirante y el sacrificio de la pieza crearon muchos problemas prácticos a las negras. Steinitz no consiguió defenderse de forma adecuada, debido a la constante presión, y perdió. Steinitz cometió su error final en una posición que ya estaba perdida. El impacto psicológico de ser superado por una posición superficialmente sencilla y ganadora dejó atónito a Steinitz, que fue incapaz de recuperarse durante el torneo. La derrota removió algo más que la seguridad en sí mismo. Aparentemente, los principios del ajedrez sólido y lógico que Steinitz apreciaba tanto le habían traicionado. Estaba convencido de que iba ganando y jugó de acuerdo con su filosofía, y aun así perdió.
¿Cómo es posible que tantos grandes jugadores pasaran por alto en sus análisis lo que Lasker percibió durante la partida? Ni siquiera el propio Lasker contradijo nunca la historia oficial en sus comentarios posteriores, ¡pero su intuición le había guiado de forma correcta durante la partida! Resulta que ello no es inusual en absoluto, incluso un siglo después y hablando de mis propias partidas y mis propios análisis. Es imposible reproducir el grado de concentración al que se llega en una partida, por ejemplo. Mover las piezas de un lado a otro puede ser como una especie de muleta que nos lleva a usar los ojos en lugar de la mente. Cuando uno está sentado frente al tablero, no existe otra opción.
Una y otra vez, en los momentos más cruciales de sus carreras, aquellas figuras legendarias encontraron de forma intuitiva los mejores movimientos. La presión competitiva les hizo ir más allá; cuando no estamos sometidos a esa presión, algunos de nuestros sentidos están dormidos. El análisis es parecido a una persona vidente intentando aprender Braille. Las cosas que consideramos como ventajas —el tiempo, la información— pueden entrar en conflicto con lo que es aún más importante: nuestra intuición.
¿CUÁNTO TIEMPO ES SUFICIENTE TIEMPO?
Este ejemplo no tiene la intención de abogar por una perspectiva basada puramente en un instinto, sino llamar la atención sobre el poder de la concentración y el instinto. El mayor problema con el que nos enfrentamos es no fiarnos lo suficiente de dichos instintos. Demasiado a menudo confiamos reunir toda la información y luego hacemos exactamente lo que la información nos indica que hagamos. Eso, de hecho, nos reduce al papel de un microprocesador, y es la garantía de que nuestra intuición permanecerá inactiva.
Todas las cosas tienen un coste. Desafiarnos a nosotros mismos con nuevos retos inevitablemente nos conducirá a algún fracaso. En más de una ocasión, todos nuestros instintos señalarán en una dirección y esa dirección resultará ser un callejón sin salida. Así que nos equivocamos, aprendemos, cometemos menos errores, ganamos más confianza, confiamos en nuestros instintos de forma más natural y el ciclo continúa. Las consecuencias de probar cualquier cosa son el fracaso y el triunfo; son inseparables. Si deseamos triunfar, hemos de aceptar el riesgo de fracasar.
Cuando la burbuja del mercado de valores del puntocom empezó a inflarse en 1990 disparó las alarmas de casi todos los «viejos analistas económicos». Seguro que aquello no podía ser real; las empresas sin beneficios simplemente no valían miles de millones de dólares de capital de mercado. Al cabo de cinco años, después de que los mercados cayeran en picado y miles de empresas quebraran, era fácil decir que aquellos ponderados analistas tenían toda la razón. Se fiaron de su intuición y se mantuvieron a distancia de las turbulentas aguas del mercado tecnológico. Otros, a pesar de saber que las pautas de las acciones puntocom contradecían casi toda su experiencia previa, se lanzaron a las llamas y salieron chamuscados.
Pero ¿realmente tenían razón las funestas predicciones de los conservadores? Puede ser difícil resistirse a saltar a la piscina cuando todos los demás chicos lo hacen, pero al cabo de un tiempo puede convertirse en un hábito que provoque que no saltemos nunca. Deberíamos habernos fiado más de una minoría que jugó bien, y cuya intuición les dijo que participaran y cuánto debía durar esa participación. Entre todas las famosas historias de desastres ―y mi propia aventura puntocom está en algún lugar de esa lista― hubo inversores que entraron en aquel edificio en llamas, Se llenaron los bolsillos con el oro de internet, y salieron antes de que se derrumbara.
En toda disciplina hay un fuerte componente intuitivo, en el que la información es escasa y el factor tiempo es fundamental. Los analistas de Bolsa intentan reconocer las pautas en las gráficas del mercado, curvas como «tazas de té» o «cuñas ascendentes», igual que los ajedrecistas buscan patrones de juego. La intuición no solo nos dice el qué y el cómo, sino también el cuándo. Al desarrollarse, nuestros instintos se convierten en instrumentos para ahorrar tiempo y trabajo, reduciendo el tiempo que necesitamos para realizar una evaluación correcta, y reduciendo el tiempo necesario para ponerla en práctica. Siempre podemos recopilar y analizar nueva información sin tomar una decisión. Algo debe indicarnos cuándo aplicar la ley de rendimientos decreciente y apretar el gatillo.
Puedo considerar un movimiento durante diez segundos, diez minutos o una hora: ¿Cuál escogeré? Una intuición bien desarrollada nos mantiene en el terreno de lo pragmático y nos hace saber cuándo hemos llegado a una encrucijada que requiere más tiempo y una atención especial. El mecanismo de reconocimiento de una pauta en la que el ajedrecista se basa es esencial en cualquier terreno de la vida. En todas las situaciones hemos de preguntarnos si nos enfrentamos a una tendencia o a algo único. Detectar las tendencias, preferiblemente antes que nadie, a menudo se basa en la intuición y en otros elementos intangibles. ¿Ha sucedido antes? ¿Evolucionará de la misma forma?
LOS RIESGOS DE IGNORAR UNA TENDENCIA
En el mundo de la política es esencial detectar si un acontecimiento es extraordinario o no, si es una nueva tendencia o una nueva forma de ver una vieja tendencia. Según los medios de comunicación y las campañas presidenciales, Cada período electoral crea media docena de «paradigmas nuevos», aunque pocos acaban siendo nuevos y a la vez relevantes. En las elecciones presidenciales norteamericanas de 2004, los demócratas recordaron la derrota de Al Gore en 2000 ya cuando llegó el momento crítico de escoger al segundo de John Kerry; lo hicieron erróneamente.
Decidirse por John Edwards podía parecer lógico desde el cuartel general de la campaña de Kerry pero en el mapa electoral resultó que no tenía ningún sentido. Bush dominó el sur en las elecciones de 2000, y no había ningún motivo para pensar que Edwards podría conseguir ni un solo estado sureño para los demócratas. El día de las elecciones de 2004, el «azul» demócrata volvió a perder en todo el sur, e incluso cayó en Carolina del Norte, el estado natal de Edwards, exactamente los mismos trece puntos que perdió Gore en 2000. Para añadir más humillación a la injuria, los demócratas se habían gastado mucho dinero en Carolina del Norte para conseguir una derrota respetable y salvarle la cara a Edwards.
Los demócratas tenían la esperanza de que la derrota de Gore en el sur hubiera sido una anomalía. Ello les llevó a seguir un camino desastroso en cuanto al análisis del «material, tiempo y calidad». Fueron castigados por sus decisiones erróneas en el campo de batalla, su mala gestión de los recursos, y su incapacidad de reconocer una tendencia. Si hubieran considerado la pérdida de todo el sur en 2000 como la tendencia que resultó ser, hubieran podido escoger a Dick Gephardt en lugar de Edwards. Los votos incondicionales del Medio Oeste podían darles la oportunidad de cambiar los votos de Iowa y Missouri, y sus dieciocho escaños electorales del rojo al azul, proporcionándole a Kerry una victoria de 269-268 contra Bush, aunque perdieran Ohio.
Para distinguir entre una anomalía y un movimiento, no debemos limitarnos al recuento de votos y la información. Debemos centrar nuestra atención en cualquier acontecimiento nuevo y ampliar nuestra percepción. ¿En qué radica exactamente la novedad? ¿En qué se parece a algo que ya hemos visto? ¿Cómo ha cambiado el entorno? Si podemos responder a esas preguntas, tendremos una oportunidad excelente para saber si un simple copo de nieve está a punto de convertirse en una ventisca.