19.
Momento de crisis
Todo se condensa en un único instante
que decide nuestra vida.
FRANZ KAFKA
¿Qué nos intimidaría más, que nos dijeran «Soluciona este problema», o que nos dijeran «averigua si hay un problema»? Resolver problemas se considera difícil, en comparación con averiguar antes que nada si existe algún problema. Es difícil decir que tenemos suerte si nos enfrentamos a una crisis, pero saber que es necesario actuar es tranquilizador. Las auténticas demostraciones de talento e intuición surgen cuando todo parece tranquilo y no estamos seguros de qué hacer, ni siquiera de si debemos hacer algo.
Cualquiera que se haya presentado a un examen tipo test sabe que la opción más inquietante es «ninguna de las anteriores». De pronto aparece una respuesta abierta. ¿Quizá no exista la solución? Probemos con este breve test matemático, para el que necesitamos calculadora.
13 × 63 = ¿?
a) 109
b) 819
c) 8.109
Por supuesto, no presenta ningún problema. La respuesta se obtiene por un simple proceso de eliminación. Nuestra intuición nos dice al instante que no necesitamos calcular nada. Pero si añadimos d) «ninguna de las anteriores», tenemos que cumplir con la tarea y resolver la ecuación, por muy claramente erróneas que nos parezcan as opciones a) y c).
Anteriormente hemos hablado de este tema con relación a los acertijos de ajedrez. Tenemos una posición y sus condiciones. «Jaque mate para las blancas en tres movimientos» es muy rígido. «Las blancas juegan y ganan» es un final más abierto; pero en ambos casos sabemos antes de empezar que hemos de llegar a una solución concreta. Desplazamos el asunto a la zona de solución de los problemas de nuestro cerebro, y podemos desconectar sin preocuparnos de los mecanismos de vigilancia y evaluación en profundidad.
En esos casos, sin el lastre de la duda, podemos llevar a cabo esas tareas con notable eficacia. En 1987 me invitaron a una recepción especial que Atari organizó en Frankfurt. Todos sus directivos estaban allí y el maestro de ceremonias era el jefe de su división en Alemania, Alwin Stumpf. Fue una velada informal y amena en la que hablamos de política, y también de ajedrez y ordenadores. De hecho, he recordado muchas veces, desde entonces, que aquella noche conseguí que casi todo el mundo escuchara con condescendencia mi predicción de que, a consecuencia de los cambios en la Unión Soviética, el muro de Berlín no tardaría en caer, quizá antes de cinco años. «Es un gran ajedrecista, ¡pero no sabe nada de política!», debió de ser probablemente la opinión general. Resultó que mi predicción se cumplió dos años antes de lo previsto.
Al acabar el banquete, Herr Stumpf cogió el micrófono y con gran boato anunció que estábamos a punto de ver algo extraordinario. Yo no tenía ni idea de qué estaba hablando, cuando él siguió diciendo que me había visto realizar esa increíble proeza en televisión y que en aquel momento iba a realizarla en persona. Señaló una mesa larga en el otro extremo de la sala, junto a la que habíamos pasado al entrar. Stumpf explicó que en cada tablero había una posición de una partida de ajedrez histórica, todas seleccionadas entre partidas de los últimos ciento cincuenta años por un ajedrecista y periodista local. Frente a cada tablero había una tarjeta boca abajo con la fecha, el lugar y los nombres de los jugadores. Yo debía demostrar si era capaz de examinar la posición del tablero e identificar cada partida. Stumpf se dirigió hacia los tableros y me invitó a acompañarle para que empezara el desafío.
Al ver que yo permanecía en mi asiento, se quedó muy desconcertado. No me había advertido del ejercicio con anterioridad y temió que su pequeña sorpresa me hubiera molestado. Yo dije: «Es un honor para mí que estén ustedes interesados en comprender la mente humana, pero espero que disculpen que siga sentado». Stumpf empalideció. ¡Estaba a punto de arruinar su gran momento! Seguí diciendo que no había podido evitar echar una ojeada a los tableros al entrar en la sala, y que intentaría identificar todas las posiciones desde mi asiento en el otro extremo de la sala. Uno por uno, nombré a los jugadores, los torneos, e incluso el movimiento siguiente de todos los que había en los diez tableros.
El efecto de asombro absoluto que aquello produjo entre los invitados me encantó, y al recordarlo intento disculparme por aquella representación teatral infantil. Lo que no les dije, y de lo que probablemente ni siquiera yo fui consciente en aquel momento, era hasta qué punto me habían facilitado las cosas. No con la selección de partidas, ya que no todas correspondían a enfrentamientos mundialmente famosos. Pero lógicamente todas las posiciones seleccionadas correspondían al momento crucial de cada partida. Al fin y al cabo, para empezar, sin esos momentos concretos, las partidas no se hubieran hecho famosas. Ningún aficionado al ajedrez que se respete hubiera escogido una posición de alguna partida merecidamente olvidada que no hubiera sido descrita, cuando existen tantas y tan famosas y fascinantes posiciones donde escoger.
Me bastó con saber que, ya que la primera posición era el momento clave de una partida que había pasado a la historia, el resto sería probablemente similar. Si la posición hubiera sido insustancial o trivial, quizá yo habría pensado que los participantes habían estado jugando algunas partidas informales antes de mi llegada. Cuando vi los tableros, supe enseguida que no tenía que evaluar las posiciones bastaba con que las buscara en mi memoria.
Saber que existe una solución que hay que encontrar es una gran ventaja; es como no tener la opción «todas las anteriores». Cualquiera con una destreza media y los recursos adecuados puede resolver un acertijo cuando se le presenta de esa manera. Podemos obviar as evaluaciones más complejas y pasar directamente a estudiar las posibles soluciones, hasta que demos con alguna que nos parezca prometedora. La incertidumbre exige mucho más esfuerzo.
CRISIS EN SEVILLA, UN CASO DIGNO DE ESTUDIO
Tras ganar el campeonato del mundo en 1985, tuve muy poco tiempo para disfrutar las mieles de la victoria. Tradicionalmente, tras un período de tres años se convocaba de nuevo el título mundial. Durante ese intervalo, el aspirante debe someterse a un riguroso sistema clasificatorio de torneos regionales, gigantescos torneos «interzonas» y, finalmente, una serie de torneos entre candidatos. Ese proceso era tan agotador que cuando el aspirante llegaba a la final no quedaba ninguna duda de que era un merecido rival. De hecho, desde 1950 cuando se inició el sistema clasificatorio, que en aquella época consistía en un único torneo, solo dos jugadores que llegaron a disputar el campeonato mundial no consiguieron el título.
Aquel proceso se interrumpió en mi caso, sin embargo, gracias a la vieja regla que la FIDE reintrodujo en la normativa en la década de 1970, presionada por la voluntad de la Unión Soviética de favorecer a Karpov: la cláusula de la revancha. Si perdía, el campeón tenía automáticamente derecho a la revancha pasado un año, sin proceso clasificatorio. Esa norma se abolió después de que Mijail Botvinnik la utilizara para batir a Vasili Smyslov en 1958 y luego a Mijail Tal en 1961. Botvinnik no consiguió una buena puntuación en los partidos del campeonato del mundo, pero fue devastador en las revanchas, una habilidad que le permitió regresar dos veces y reducir a un año el reinado del rival que le había arrebatado el trono.
Para evitar aquel sino, yo tenía que volver a vencer a Anatoli Karpov en 1986. Hay que recordar que ya habíamos jugado el campeonato más largo de la historia en el 84-85, antes de que yo consiguiera el título en nuestro segundo enfrentamiento de 1985. Volví a ganar por muy poco la revancha de 1986, pero el suplicio aún no había acabado. La ronda clasificatoria empezó de acuerdo con el calendario en 1985, pese a la cancelación de nuestro maratoniano enfrentamiento, el torneo pospuesto y la revancha. Aquello significó que yo debía ceñirme al programa y enfrentarme al aspirante en 1987, justo un año después de haber derrotado a Karpov. ¿Y quién sería el adversario en aquella ocasión? Karpov.
Mi enemigo eludió la parte central del proceso clasificatorio y pasó directamente a una «superfinal» y derrotó debidamente al principal aspirante, Andrei Sokolov. En octubre de 1987 nos sentamos en Sevilla, España, para empezar nuestro cuarto enfrentamiento por el campeonato mundial en tres años. Si ya quedé harto de mirar a Karpov en 1984, en aquel momento me ponía auténticamente enfermo. Por lo menos, esa vez no hubo trucos. Si ganaba aquel torneo, no tendría que ver, ni a él ni a ningún otro aspirante al título, durante tres años más.
DETECTAR UNA CRISIS ANTES DE QUE SEA UNA CRISIS
Detectar una crisis es una cualidad especial. No me refiero a una crisis en el sentido de una catástrofe. No hace falta talento, ni intuición para darse cuenta de que las cosas van realmente mal. En un discurso de 1959 en Indianápolis, John F. Kennedy hizo un famoso comentario acerca de que en chino la palabra «crisis» se compone de dos caracteres, uno significa peligro y el otro significa oportunidad. En realidad, eso no es literalmente cierto, aunque es un modo poético y memorable de ilustrar un concepto muy útil.
En cierta manera, me sorprendió descubrir que la definición inglesa de la palabra es bastante exacta en sí misma. Partiendo de la acepción más común, podemos asumir en cierto modo que significa algo parecido a «desastre», sin necesidad de añadir más sinónimos. «Crisis» significa en realidad un momento crucial, un instante crítico en el que hay mucho en juego y el futuro es incierto. También lleva implícita la imposibilidad de volver atrás. Eso significa tanto peligro como oportunidad, de manera que el comentario de Kennedy fue apropiado en esencia.
El mayor peligro reside a menudo en evitar por completo las crisis, lo cual suele significar únicamente posponerlas. Sería agradable, si bien aburrido, navegar eternamente en línea recta por aguas tranquilas, sin encontrar nunca rápidos ni curvas en el trayecto. Conseguir grandes éxitos con riesgos mínimos es la aspiración de muchos, especialmente en el escenario comercial y político actual. Sería incluso factible si de entrada contáramos con grandes ventajas del tipo de las que tiene el heredero de una fortuna cuando se dedica a los negocios. Pero para la inmensa mayoría, el éxito depende de detectar, evaluar y controlar el riesgo. De esas tres cosas, la capacidad de detección es a menudo la más importante y siempre la más difícil. Es importante porque sin ella, en lugar de controlar el riesgo, acabamos luchando por la supervivencia cuando la crisis nos golpea. Difícil, porque requiere estar alerta frente a los cambios más sutiles.
El campeón mundial Boris Spassky dijo una vez que «el mejor indicador del nivel de un ajedrecista es su capacidad para detectar el momento culminante de una partida». Es virtualmente imposible jugar siempre los mejores movimientos, porque la exactitud está a expensas del tiempo, y viceversa. Pero si podemos detectar los momentos clave, podremos tomar las mejores decisiones en los momentos más cruciales. Los movimientos que hacemos sobre un tablero de ajedrez no tienen ni mucho menos idéntica importancia y debemos fiarnos de nuestra intuición para que nos indique que aquí, en este preciso momento, necesitamos invertir un poco de tiempo extra porque la partida puede depender de esa decisión concreta.
Aparte de un indicador de buen o mal nivel, la capacidad de detectar esos momentos de crisis calibra la potencia global de un jugador de ajedrez, y de quien toma las decisiones. Los mejores jugadores se distinguen por su capacidad de reconocer tanto factores específicos como generales. Los análisis de viejas partidas son buenos ejemplos de ello, pese a las dificultades anteriormente mencionadas, de comprender hoy día lo que pasaba por la mente de alguien hace cien años. Una de las mayores cualidades del ajedrez como laboratorio cognitivo es la posibilidad de hacerlo. No podemos estar seguro de si Emanuel Lasker sabía que determinado movimiento era el punto culminante, pero podemos decir, a partir del análisis de su juego, cuándo realizó los mejores movimientos y cuándo no lo hizo. Normalmente, también sabemos cuánto tiempo dedicaron los jugadores a cada movimiento.
UNA ESTRATEGIA QUE GARANTIZA EL TRIUNFO
Quizá la impaciencia por asegurarme no tener que jugar otro torneo con Karpov durante tres años fue lo que provocó aquel inicio tan turbulento del torneo de Sevilla. Cuatro de las primeras ocho partidas fueron decisivas, dos victorias para cada uno, y cuatro tablas Yo estaba decepcionado por la irregularidad de mi juego y por mi incapacidad de distanciarme claramente de mi rival. Después de un terrible error de Karpov, gané la undécima partida gracias a una posición muy dudosa, y me hice por primera vez con la iniciativa de aquel torneo a veinticuatro partidas. Tras cuatro tablas, Karpov ganó la partida decimosexta y empató. Llegados a ese punto, empecé a pensar solo en el título y en la puntuación de 12 a 12 que necesitaba para conservarlo. Pasé a la defensiva y dejé de presionarle. Al fin y al cabo, un empate me aseguraba tres años de tranquilidad. Las seis largas e inconsecuentes tablas que siguieron auguraban un enfrentamiento en las dos últimas partidas.
Si el torneo acababa de ese modo, en empate, yo conservaría el título. Dudaba de la victoria y confié que ése sería el final de nuestro maratón, pero los mendigos no pueden escoger. No quise presionar y Karpov no tenía suficiente energía para hacerlo. Parecía que el resultado lógico sería dos tablas más. Resultó que los miembros de mi equipo de analistas pensaban lo mismo. Hasta que acabó el torneo no me dijeron lo que habían apostado, pero el GM Zurab Azmaiparashvili apostó contra el GM Josef Dorfman sobre el resultado final. Dorfman acertó de pleno al apostar por cualquier resultado final, salvo dos tablas más.
Mi corazón se hubiera sentido muy satisfecho si Dorfman hubiera perdido la apuesta, pero desgraciadamente la serie de tablas se acabó en la sexta. Después de una dura y prolongada defensa, sufrí una de las peores alucinaciones de mi carrera, cometí un error gravísimo y perdí la partida 23. De pronto, Karpov tenía un punto de ventaja y no necesitaba más que unas tablas para recuperar la corona que yo le había arrebatado dos años antes. Exactamente el día siguiente a esa catástrofe, tuve que jugar con las piezas blancas la partida 24 que estaba obligado a ganar. Caissa, la diosa del ajedrez, me había castigado por mi juego conservador, por traicionar mi naturaleza. Si no ganaba esa partida de la segunda fase del torneo, no se me permitiría conservar el título.
Solo en una ocasión anterior en toda la historia del ajedrez, el campeón tuvo que vencer en la última partida para conservar el título. Emanuel Lasker batió a Carl Schlechter cuando estaba contra la pared, en la última partida del torneo que disputaron en 1910. La victoria permitió a Lasker empatar el torneo y seguir en posesión del título durante once años más. El austríaco Schlechter tenía, como Karpov, fama de ser un genio de la defensa. De hecho, su insólito juego agresivo en la última partida contra Lasker hizo creer a algunos historiadores que las reglas del torneo especificaban que debía ganar por dos puntos.
En 1985, la situación era la inversa. Yo llegué a la partida final con un punto de ventaja; Karpov necesitaba ganar para empatar el torneo y salvar el título que poseía desde 1975. Como hemos visto en el capitulo 3, Karpov inició aquella partida decisiva con una estrategia de ataque de todo o nada. En el momento crucial, sus propios reflejos le traicionaron y no consiguió encontrar los movimientos mejores. Empezó la partida jugando con mi estilo directo y luego recuperó poco a poco su juego más prudente en el centro, con resultados presumiblemente negativos.
Cuando me tocó el turno de jugar en una situación opuesta a aquélla, recordé aquel enfrentamiento decisivo. ¿Qué estrategia debía emplear con las piezas blancas en aquella partida de obligada victoria? Desde luego, tenía mucho más material para reflexionar que en la partidas 23 y 24. También nos habíamos enfrentado en las partida 119 y 120, y hubo un número extraordinario de enfrentamientos a máximo nivel entre los mismos rivales, todos en un intervalo de treinta y nueve meses. Parecía el mismo y prolongado torneo, con una partida final en diciembre de 1987, el punto culminante de algo que empezó en septiembre de 1984. Mi plan para la partida final tenía que tener en cuenta no solo mis propias preferencias, sino lo que se había demostrado más difícil para mi oponente. ¿Y qué podía perturbar más a Karpov que darle la vuelta a la situación y jugar como Karpov?
COMPLEJIDAD, ENCRUCIJADAS, CONFUSIÓN Y APUESTAS
En prácticamente cualquier otro terreno, la perspectiva histórica es una cuestión de opinión. La historia reciente la explican y debaten los implicados, y la historia antigua es una red de mitos, basada esporádicamente en hechos probados. Esas leyendas pasan de un libro de texto al siguiente, hasta que las damos por ciertas. Aún más dañino es el mito según el cual existe una única y objetiva respuesta para la grandes y complejas preguntas. Por ejemplo, según la sabiduría popular, la Primera Guerra Mundial a menudo se atribuye simplemente al asesinato de un archiduque, como si la historia y la vida pudieran reducirse a un test con varias respuestas posibles.
Alfred de Vigny escribió que la historia es una novela escrita por la gente, y ¿cómo puede haber novela sin crisis y conflictos? La historia es la historia de momentos de crisis, uno tras otro. Mi favorita y sucinta definición de crisis es «un momento en el que las preguntas no pueden responderse». Las crisis son períodos de incertidumbre y sacrificios inevitables. Con el paso del tiempo, nuestros instintos interpretan nuestras experiencias y detectan la proximidad de tales momentos. También podemos abogar por líneas maestras, que se puedan aplicar tanto a un tema de negocios como a la negociación de un tratado o a una posición de ajedrez.
Como en muchos de los temas que se han tratado en este libro, el inicio de una crisis es algo que sentimos de manera instintiva, pero normalmente no conseguimos anticiparnos a ella, ni tratarla de un modo racional. Si estamos alerta, podemos reconocer los signos de peligro, tomar medidas para reducir los daños y aprovechar al máximo las oportunidades que pueden surgir de una crisis.
La complejidad puede medirse por el número de elementos de una situación y, fundamentalmente, por el número de interacciones posibles entre ellas. Al principio de una partida de ajedrez, hay treinta y dos piezas en el tablero, pero ninguna representa la complejidad inicial al completo. Las piezas son independientes y no están interrelacionadas. Cuando los elementos se combinan como en una impredecible reacción química, aparece la complejidad. Cuando se alcanza el punto máximo de complejidad e interacciones, se llega a un punto crítico. Hemos de seguir teniendo presente también el grado de importancia de nuestras decisiones y la dificultad relativa de dichas decisiones. Hay que tener en cuenta, además, el momento en el que los caminos se diversifican de manera progresiva. Todos deseamos mantener las decisiones abiertas el mayor tiempo posible, y esa tendencia natural no debe considerarse perjudicial en sí misma. Los problemas surgen cuando mantener abiertas las opciones se convierte en un modo de posponer decisiones inevitables. Debemos reconocer el momento en el que no obtendremos ningún beneficio si retrasamos una decisión.
Es raro ir a parar a una curva cerrada tras un cruce de carreteras con visibilidad; las decisiones difíciles, normalmente, se van acercando con tiempo suficiente para preverlas. Si caemos en la tentación de posponer esas decisiones comprometedoras tanto como sea posible, desaprovechamos las ventajas de verlas venir. Debemos aprovechar el tiempo para prepararnos. Si podemos anticiparnos a la aparición de una crisis, podremos preparar nuestras fuerzas para la defensa.
En todas las crisis existe un factor temporal por definición. Incluso el calentamiento global, con la lenta desaparición de los glaciares, literalmente, coloca a la humanidad frente a una serie de plazos límite. Sin embargo, lo contrario no es necesariamente cierto. Es posible enfrentarse a un momento decisivo sin estar en una crisis. Si hay poco en juego o si no hay resultado negativo posible, es simplemente una cuestión de ansiedad.
Cuando un jugador de ajedrez se enfrenta a los últimos segundos, mueve las piezas y golpea el reloj tan rápido como le permiten sus manos. En ese punto, el ajedrez se parece al Nintendo. Es esencial no permitir que el tiempo se convierta en un factor tan abrumador que arrincone a los demás elementos.
Un coche de carreras participa en circuitos que no le requieren excesiva preparación previa, aunque por supuesto los demás coches sí la necesitan. En la vida real conducimos por una autopista con innumerables cambios de rasante a cada segundo. Cada cambio de rasante es una decisión y raramente están bien señalizadas. Si las señales empiezan a parecer confusas o desaparecen completamente, nos hallamos ante un nuevo indicador de crisis.
En otras palabras, cuanto más difícil es ver la diferencia cualitativa entre las opciones, más posibilidades hay de que la situación escape a nuestro control. Podemos discernir la complejidad de dicha situación, porque sucede incluso cuando solo existen dos alternativas posibles. Franklin Roosevelt declaró que la decisión más difícil que tomó durante la Segunda Guerra Mundial fue elegir al líder del Día D del desembarco en Europa. Para muchos, la elección debía recaer en George Marshall, el comandante en quien más confiaba Roosevelt. Sin embargo, nombró a Dwight Eisenhower, por la conmovedora razón de que Roosevelt no podía permitir que su ayudante más fiel (y el estratega más eficaz) se alejara de su lado durante el momento más critico de la guerra.
Aparte de la complejidad y la condición de punto sin retorno, el desembarco en Normandía fue también un punto crítico por una razón más evidente, la inversión de recursos. Si se apuesta fuerte y las pérdidas son severas, la situación se convierte en una coyuntura crítica, por muy altas que sean las probabilidades de éxito.
A los especialistas en ética, lógica y psicología les gusta presentarnos acertijos que nos obligan a equilibrar los elementos de una crisis. Imaginemos que estamos al mando de un grupo de mil soldados atrapados en una tormenta de nieve. Existen dos caminos posibles, un largo trayecto a través del valle cubierto de nieve o un sendero corto pero peligroso alrededor de una montaña. Si cruzamos el valle, perderemos el 40 por ciento de los hombres. Si escogemos la montaña, hay un 50 por ciento de posibilidades de que todos sobrevivan y un 50 por ciento de que mueran casi todos. ¿Cuál escogeríamos? ¿Hasta qué punto deberían variar los porcentajes para que modificáramos nuestra elección?
El directivo de una empresa debe decidir si reducir el 40 por siento de su fuerza de trabajo, o evitar los despidos y arriesgarse a la quiebra total de la compañía. En todos los campos, desde invertir nuestros ahorros hasta organizar nuestras vacaciones, hemos de decidir si queremos arriesgar o si queremos jugar sobre seguro. Al final, nuestras decisiones dependerán de nuestro temperamento y de hasta qué punto nos adaptemos a cierto grado de riesgo. El cálculo siempre debe tenerse en cuenta, porque algunos caminos son realmente mejores. Guiarnos inmediatamente por nuestra reacción instintiva, en lugar de realizar el análisis necesario, significa cruzar la frontera entre el razonamiento intuitivo y la pereza mental.
Una escena clásica de los cuentos de hadas rusos presenta al héroe delante de una roca mágica con varias inscripciones. Se enfrenta a tres opciones, y todas ellas implican serios contratiempos. El peligro es inminente, y se trata simplemente de qué riesgo escoger. En la vida, las alternativas raramente se presentan de un modo tan claro. Nuestras decisiones son siempre el resultado de un equilibrio entre la oportunidad y el sacrificio. No debe cegarnos lo que podemos ganar hasta el punto de olvidar lo que perderemos.
¿Cómo debemos reaccionar en ese tipo de situaciones? Una tendencia común es intentar cortar el nudo en lugar de deshacerlo. Según la leyenda, ese método le funcionó a Alejandro en Gordion, pero al tablero de ajedrez no podemos llevarnos una espada, ni una hoja de cálculo, ni un plan de negocios. A veces no existe una solución tan sencilla o audaz. Otras veces preferiremos deshacer el nudo, para contar con la opción de usar la cuerda más adelante. Evitar las soluciones pequeñas y sutiles y optar por otra más drástica puede ser muy tentador, pero suele quemar puentes que quedarían intactos si estuviéramos dispuestos a poner más atención y esforzarnos más.
ERRORES EN AMBAS PARTES
Si no hubiera jugado 119 partidas contra Karpov, habría sido incapaz de sobrevivir a la número 120, la más importante de todas. Al haber perdido la partida 23, corría el riesgo de ser aniquilado, y tenía menos de veinticuatro horas para preparar la que sería mi última partida como campeón del mundo. ¿El «secreto» de mi preparación? Jugar a las cartas con mi equipo y dormir mis buenas cinco o Seis horas.
La puntuación final de nuestro maratoniano campeonato mundial era de dieciséis victorias cada uno y ochenta y siete tablas. La victoria en la partida 120 significaba no solo ganar aquel torneo, sino ir por delante en la puntuación global. De modo que ¿por qué jugar a las cartas y dormir en lugar de preparar la apertura? Después de jugar 119 partidas contra Karpov, no había nada que mi equipo y yo pudiéramos preparar en unas horas de análisis apresurado. Decidimos una estrategia básica, y nada más. Era mejor que dedicara el resto del tiempo a recuperar los nervios y la forma física para la futura batalla. Eso puede parecer raro, dada mi típica preparación obsesiva, pero se trataba simplemente de gestionar los recursos. La estrategia que había escogido no exigía una explosión de energía, sino fuego lento.
El impresionante teatro Lope de Vega apareció abarrotado para la partida 24. La televisión española retransmitía la partida entera en directo. El habitual murmullo del público antes de empezar el juego había sido sustituido por un rugido sordo. Luego me enteré de que los excitados comentaristas de radio y televisión españoles sonaban como si estuvieran cubriendo el asalto final de un combate de boxeo de pesos pesados, cosa que, de hecho, éramos.
El árbitro puso en marcha mi reloj y yo avancé mi peón c dos casillas, como había hecho ocho veces con anterioridad en el mismo torneo. La diferencia empezó en los siguientes movimientos, cuando mantuve los peones centrales atrás y, en cambio, avancé por los llanos. Mi opción consistía en evitar una batalla a vida o muerte desde el principio. Me abrí poco a poco, incluso con cierta pasividad, para conservar tantas piezas como me fuera posible en el tablero. Esa técnica presionaría psicológicamente a Karpov, pese a su experiencia en esa clase de maniobras. Sin un desarrollo claro y forzoso, se vería constantemente tentado a simplificar e intercambiar piezas, incluso a expensas de quedar en una posición ligeramente inferior. Obviamente, con menos piezas en el tablero, el nivel de complejidad mermaría, reduciendo globalmente las posibilidades de un resultado decisivo, pero mientras consiguiera que esos intercambios tuvieran un sello de calidad suficientemente alto, me parecía que valían la pena.
Mi método de cocción lenta resultó tener la ventaja adicional de crearle a Karpov serios problemas de tiempo. Era una situación muy arriesgada, y se comportó de una forma extraordinariamente prudente, invirtiendo valiosos minutos en comprobar de nuevo movimientos, que en una situación normal hubiera hecho con rapidez. A medida que avanzaba la partida, Karpov consiguió intercambiar la mitad de las piezas, pero seguía en una posición sometida a una presión muy incómoda. Estaba a punto de empatar en cada movimiento, pero no conseguía mantener la cabeza fuera del agua y mientras tanto el cronómetro jugaba en su contra.
Viendo una oportunidad de jugar al ataque, moví el caballo a la casilla central e5, ofreciendo un peón. Karpov mordió el anzuelo y agarró mi peón, una tentación que podía haberle llevado al desastre. Y ahora tenía que jugar deprisa, ya que aún quedaba mucho camino hasta el movimiento 40, cuando, por imperativo de las normas, la partida se aplazaría y se añadiría más tiempo antes de continuar al día siguiente. (Hoy día, debido a que la mayoría de los jugadores usan ordenadores que les facilitan el análisis, esos aplazamientos han quedado obsoletos).
Intercambié las torres, y me quedé con la reina, el caballo y el alfil, frente a su reina y dos caballos. Él tenía un peón extra, pero yo había detectado una posibilidad táctica que me permitía un ataque enérgico. Sus piezas estaban peligrosamente descoordinadas y su rey era vulnerable. Si yo conseguía penetrar en su posición con mi reina, podría sacar partido de ambos factores al mismo tiempo. La cuestión era dónde mover mi reina en el movimiento 33. Karpov solo podía esperar, sabiendo que tendría que responder casi inmediatamente o no tendría tiempo suficiente para realizar los siguientes ocho movimientos sin un coste en términos de tiempo.
Absorto en mis pensamientos, me sobresaltó un golpecito en el hombro. El árbitro holandés se inclinó y me dijo: «Señor Kaspárov, tiene que anotar los movimientos». Me había metido de tal modo en la partida que había olvidado anotar los últimos dos movimientos en mi hoja de resultados, tal como marcan las reglas. El árbitro hizo por supuesto lo correcto al recordarme las normas, ¡pero vaya un momento para ser estricto! Aquel golpecito hubiera podido convertirse en la mano del destino si las cosas hubieran acabado de modo distinto.
Coloqué mi reina en la casilla equivocada. Se me pasó un detalle y no fui capaz de ver por qué un movimiento diferente con la misma idea hubiera sido más efectivo. Mi movimiento le dio a Karpov la oportunidad de defenderse de un modo más inteligente, y de pronto estuvo a un movimiento de recuperar el título. Pero su apresurada respuesta tampoco resultó ser la mejor, aunque aquel intercambio de errores no se descubrió hasta mucho después de la partida.
Karpov había perdido su mejor oportunidad de defenderse y mis fuerzas rodearon al rey negro. Me vino muy bien recuperar el peón que había sacrificado, y cuando llegamos al movimiento 40, al límite del tiempo, yo tenía una posición claramente superior. La partida se aplazó hasta el día siguiente y el título seguía en el aire. Iba a ser una noche larga.
APRENDER DE UNA CRISIS
Las crisis nos ponen a prueba y nos permiten desarrollar nuestras capacidades y nuestros sentidos. No es pura bravuconería lo que lleva a algunos individuos a presionarse constantemente a sí mismos y quienes les rodean hasta el punto de crear un conflicto. Chateau-Oriand escribió que «los momentos de crisis hacen que la vida de un hombre sea más intensa». Debemos considerar esos momentos como un reto que nos permite revisar nuestras actuaciones, recordar nuestra última crisis y cómo la afrontamos. Si no somos capaces le recordar una crisis reciente de nuestra vida, aunque consiguiéramos evitarla, o somos muy afortunados, o muy aburridos, o ambas cosas.
Provocar una crisis exige planearla perfectamente si pretendemos sobrevivir a sus consecuencias. Podemos tener el resto de los actores a nuestro favor, el material, el tiempo y la calidad y, aun así, fracasar si nos equivocamos al juzgar la situación predominante.
Simón Bolívar fue el gran libertador de Sudamérica. Consiguió expulsar al régimen colonial español de su Venezuela natal, Colombia y Perú, a las que posteriormente se añadió Bolivia. A sus victorias pronto se sumaron las del general argentino San Martín en el sur del continente; ambos sacaron provecho de los acontecimientos que sucedían en el mundo. En 1808, Napoleón había invadido España y encarceló al rey Carlos y a su hijo Fernando, desbaratando el control español sobre sus lejanas colonias. Aprovechando la oportunidad, Bolívar y sus partidarios se enfrentaron a España en el Nuevo Mundo, iniciando una guerra de independencia que pronto se extendió a todo el continente. En tan solo quince años, España abandonaría Sudamérica, a pesar de haber organizado la mayor fuerza militar que jamás cruzara el Atlántico.
A partir de ahí, el dominó entero cayó, si consideramos los efectos que tuvo en Francia haber invadido España. El país se convirtió en un flanco muy débil para Napoleón, en gran parte debido a la guerra de guerrillas española, apoyada por el duque de Wellington y la armada británica. Napoleón no fue capaz de evaluar correctamente las consecuencias de invadir España, que se convirtió en un aliado débil e inestable para Francia, y en un territorio al alcance del enemigo británico. Los regimientos británicos que se enfrentaron con éxito a las fuerzas francesas en España acabaron liderando la armada de Wellington en Waterloo.
Es fácil mirar atrás y hablar de la marea de la historia y del inevitable final del colonialismo. Pero una marea histórica no es producto del destino, sino de gente real que toma decisiones arriesgadas y lidia con una crisis tras otra. Aparte de las catástrofes naturales, nada sucede de repente. En una posición inestable, el bando que pasa primero y decididamente a la acción es el bando que acabará escribiendo los libros de historia. Perder, aun estando en el bando adecuado de la historia, solo sirve de consuelo a nuestros descendientes, suponiendo que dejemos alguno. El factor de la oportunidad es especialmente importante, porque puede ser o demasiado tarde o demasiado pronto. No podemos limitarnos a estar preparados y esperar a que aparezca una oportunidad. La ventana de la oportunidad puede cerrarse tan rápido como se ha abierto, de modo que hemos de estar siempre preparados para forzar las cosas.
Se aprende de ese tipo de situaciones porque las crisis exigen decisiones atípicas. Nos damos cuenta de que los patrones habituales no se adecuan suficientemente, y que no hay respuestas fáciles. La situación puede llegar a ser tan complicada y variar con tal rapidez que solo nos permite realizar conjeturas. En ese tipo de contexto, es obligado poner en juego factores de tipo más abstracto y subjetivo. No tenemos tiempo para el análisis más pormenorizado y es difícil que contemos con información sustancial. Es entonces cuando el gran general se distingue del simplemente bueno, y cuando un líder político puede alcanzar la inmortalidad.
Entre las numerosas causas de la Primera Guerra Mundial, quizá la más importante fue que los participantes no tuvieron en absoluto en cuenta los costes que implicaba. La guerra entre Rusia y Turquía de 1877-1878 era un recuerdo del pasado que dio paso al Congreso de Berlín y al intento de las grandes potencias de establecer una paz duradera. La enorme cifra de muertos, alrededor de doscientos mil solo en Rusia según algunas estimaciones, llevó a que muchos hombres de Estado creyeran que la guerra entre las grandes potencias no volvería a producirse en el futuro. El armamento moderno era demasiado potente, las pérdidas humanas demasiado cuantiosas.
Y, sin embargo, la dura lección de 1878 cayó en el olvido, como volvería a olvidarse cuando acabó la Primera Guerra Mundial con el ruinoso Tratado de Versalles. Pocos imaginaron que la guerra duraría tanto, ni mucho menos que provocaría la caída de cuatro grandes imperios. Si los otomanos ya habían iniciado su decadencia, no había signos inminentes de la caída de los imperios ruso, alemán y austrohúngaro. Pero en lugar de la rápida resolución que muchos esperaban, la guerra se convirtió en un catalizador de prácticamente todas las crisis y potenciales crisis del continente.
La incapacidad de los líderes europeos para detectar la devastación potencial se combinó con otros muchos factores. La compleja red de tratados europeos había llegado a ser tan enrevesada que prácticamente un acto de agresión que tuviera lugar en cualquier sitio podía desencadenar una reacción en cadena y la guerra total. Gran Bretaña, por ejemplo, entró en guerra debido a un pacto que la obligaba a actuar en defensa, no de su poderoso aliado francés, sino de la pequeña Bélgica.
Puede que pensemos que tal contusión y falta de perspectiva son asuntos del pasado. Las comunicaciones instantáneas del mundo actual nos proporcionan información directa de todos los lugares del mundo. Pero por mucho que hayan mejorado los medios de comunicación, por sí mismos no pueden ni crear ni evitar una crisis. Como todos sabemos, una guerra aún más sangrienta se libró veinte años después de que finalizara en 1918 «la guerra que acabará con todas las guerras». Los grandes poderes redibujaron muchas fronteras intentando crear una paz duradera, pero ya sabemos cuál ha sido el resultado. Prácticamente, todas las decisiones que se derivaron de la Primera Guerra Mundial finalmente provocaron el estallido de conflictos y el caos. Alemania y Polonia, Irak y Kuwait, los Balcanes, gran parte de África; el Tratado de Versalles sentó las bases de las crisis en todo planeta. Los Balcanes ardieron de nuevo setenta y cinco años después. Más recientemente, la ocupación y la posterior invasión norteamericana de Irak es un caso típico en el que atender únicamente a la crisis que tenemos delante nubla y oscurece nuestra visión, impidiéndonos ver una mucho más grave que la sucederá.
Entonces, ¿qué es lo que aprendemos? Toda crisis tiene tantas soluciones como individuos la abordan. Aplicamos soluciones al gusto del consumidor, que se adaptan a nuestras capacidades. (Desgraciadamente, la cantidad de métodos de hacer algo mal siempre supera a la cantidad de métodos de hacerlo bien). Si una crisis es un momento en el que las preguntas no tienen respuestas fáciles, no debemos esperar que los patrones genéricos nos sirvan de guía para solucionarlas.
El escritor polaco Stanislav Ezhi Letz dijo que para llegar a la fuente hay que nadar a contracorriente. Con valor y experiencia, podemos llegar a aceptar todas las crisis e incluso provocarlas para afrontarlas en nuestros propios términos. En lugar de temer esos momentos de tensión máxima y riesgo, debemos aceptarlos como inevitables y concentrarnos en mejorar nuestra capacidad de predecirlos y asumir las consecuencias.
AFERRARSE AL TÍTULO
Dormir bien la noche anterior a la partida fue esencial, pero ahora había que enfrentarse al trabajo. Seguía habiendo trece piezas en el tablero, incluyendo las reinas, demasiado material para un análisis detallado de la fase final de la partida. Yo tenía un peón extra, pero con un material tan limitado, Karpov tenía claras posibilidades de conseguir tablas. Aún quedaba mucho ajedrez por jugar. Pasamos la noche investigando posibles defensas y cómo abatirlas. Antes de la partida, aposté por 50-50: 50 por ciento de posibilidades de victoria; 50 por ciento de empate.
La parte buena era que yo podía jugar aquella posición indefinidamente, maniobrando alrededor para provocar un error de mi rival. Las negras estaban obligadas a defenderse durante toda la partida y Karpov lo sabía. La perspectiva de aquella tortura interminable tuvo su efecto; lo vi en sus ojos cuando se dirigió al estrado cinco minutos después de mi llegada. Su expresión fatalista me indicó que psicológicamente ya había perdido la partida, cosa que me llenó de confianza.
Las maniobras empezaron. Recuerdo que me sorprendió mucho que, al empezar, Karpov hiciera un movimiento con su peón que mi equipo y yo habíamos considerado que perjudicaba sus posibilidades defensivas. La estructura de su juego quedaba establecida e una forma que me facilitaba el ataque. Aparentemente, Karpov y su equipo no compartían nuestra opinión, o quizá se trataba de un error psicológico. El movimiento de Karpov concretaba más la posición y rebajaba el nivel de incertidumbre. A veces lo más difícil en una situación de tensión es dejar que la tensión persista. La tentación es tomar una decisión, cualquier decisión, aunque sea perjudicial. Convencido de la calidad de nuestro análisis, pensé que aquel importante giro de Karpov era un error, no una mejora potencial, cosa que aumentó aún más mi confianza.
Tuvieron que producirse diez movimientos más de constante presión para que yo empezara a sentir que tenía la victoria en el saco. Las piezas de Karpov estaban contra las cuerdas y con un par de maniobras más se produciría la decisiva ventaja de material. Más tarde supe que el presidente de la FIDE Florencio Campomanes estaba ocupado convocando una reunión especial para decidir cómo organizar la ceremonia de clausura, que estaba prevista para aquel mismo día. Pero, aparentemente, aquella partida podía durar eternamente; ¿qué había que hacer? Dos crisis que se solucionaron de pronto cuando alguien entró corriendo en la sala de reuniones y anunció: «¡Karpov se ha retirado!».
Fue sin duda la ovación más larga y sonora que había recibido nunca fuera de mi país. El teatro se vino abajo cuando la televisión española interrumpió la retransmisión de fútbol para emitir el resultado del torneo. Yo había hecho lo que Karpov no consiguió hacer en 1985. Había ganado la última partida, empaté el torneo y conservé el título. Ahora tenía tres años para disfrutarlo.
Abandoné el estrado Sevillano y me arrojé en brazos de uno de los miembros de mi equipo, gritando: «¡Tres años, tres años!». Desgraciadamente, el tiempo no se detiene en esos momentos, por mucho que lo deseemos. Aquellos tres años pasaron más rápido de lo que imaginé y ahí estábamos de nuevo, Karpov y yo, enfrentados por el título mundial por quinta vez consecutiva. Nuestros duelos épicos son un capítulo de la historia del ajedrez que ha formado parte del aprendizaje de la mayoría de los jugadores de élite actual.
Al final de aquel último torneo de 1990 ―otra ajustada victoria—, nuestro tanteo profesional era muy similar. Y, sin embargo, en cada enfrentamiento, en cada torneo —Moscú, San Petersburgo, Sevilla, Lyon—, en cada momento decisivo, yo había vencido. Para mí eso significa más que cualquier estadística sobre derrotas y victorias. Significa que di lo mejor de mí mismo en los momentos más importantes.