CAPÍTULO III
23 de Marzo
Saint Jean Pied de Port
Al día siguiente, en espera de recibir los informes que había pedido, decidió viajar a Saint Jean Pied de Port para interrogar personalmente a Michel Bonhomme, el hospitalero del albergue “L’Esprit de L’Etoile” donde había sido asesinada la primera víctima y, a la vuelta, hacer lo mismo en el de Roncesvalles.
Fue en su propio vehículo, y llegó a la villa francesa poco después de las diez de la mañana. Era una mañana fría y gris que anunciaba una gran nevada. Mientras cruzaba los Pirineos por el puerto de Ibañeta no podía dejar de pensar en la terrible experiencia que sería atravesar aquellas montañas en un día como aquel, no solo por el frío gélido y húmedo que parecía impregnarlo todo, sino por el riesgo de quedar aislados en la montaña por una tormenta. ¿Estaban locos los peregrinos que se lanzaban a aquella aventura, o eran solo unos inconscientes? El albergue, una vieja casona de piedra construida en el tradicional estilo vasco en la Rue d’Espagne, no abría sus puertas hasta la una, pero Roncal miró al cielo gris y se dijo que si quería dormir esa noche en su cama, debería hablar con el tal Bonhomme cuanto antes.
Tocó la puerta insistentemente con los nudillos, y al cabo de varios minutos ésta se entreabrió. Un hombre con cara de pocos amigos empezó a soltar improperios en francés. Roncal sacó su acreditación y la mostró para identificarse como miembro de la policía española.
—¿Michel Bonhomme? —preguntó.
—Je suis Michel Bonhomme —dijo el francés con gesto hosco.
—¿Habla español?
—Un poco.
—Quería hablar con usted en relación con el asesinato que se cometió en el albergue hace tres días. ¿Le importa que pase?
Bonhomme terminó de abrir la puerta para dejarle entrar, y cerró la puerta una vez que lo hubo hecho.
—Sígame —dijo entonces echando a andar.
Le llevó hasta una amplia cocina con una larga mesa que Roncal imaginó llena cada día de ilusionados peregrinos. Una mujer fregaba el suelo de la cocina sin hacer el menor caso a los dos hombres. Se sentaron en una esquina de la mesa y dijo el francés en tono displicente, como si ya estuviera hastiado de aquel asunto:
—Ya hablé con la Gendarmerie.
—Leí su declaración, señor Bonhomme, pero quería que me aclarara algunas cosas.
—Está bien —concedió sin perder el gesto áspero.
—Gracias —dijo Roncal, y empezó a preguntar—. No aclaró usted a qué hora llegaron la víctima y su novia al albergue.
—Era tarde —respondió Bonhomme—, pero no recuerdo la hora exacta. Sí puedo decirle que ocuparon las dos últimas camas que quedaban libres.
—También declaró usted que la víctima le pareció que estaba especialmente nerviosa. ¿Qué quería usted decir exactamente con eso?
Bonhomme hizo un gesto de perplejidad. Para él, especialmente, solo quería decir especialmente. No obstante, contestó:
—Que estaba muy nervioso cuando llegó después de la cena, pero también el resto de la noche, al menos hasta que se acostó. Miraba continuamente a la puerta, como si temiera ver aparecer a alguien. Eso lo pensé después, pero yo creo que tenía miedo, que sospechaba que algo malo le podía pasar.
Roncal pensó que aquel hombre había empezado a fantasear, a agregar detalles creados por su imaginación a una historia ya conocida para añadir verosimilitud y dotarla, desde su punto de vista, de una cierta coherencia. Era algo así como el “se veía venir”, un fenómeno que había observado cientos de veces.
—¿Su novia también estaba nerviosa? —preguntó.
Bonhomme pareció dudar durante un instante.
—Mmno —dijo al fin—. Yo creo que ella ni siquiera se daba cuenta de lo nervioso que estaba él.
—¿Por qué cree eso?
—No lo sé. Solo recuerdo que pensé que a veces las mujeres hablan demasiado. Él estaba muy nervioso y preocupado por algo, era evidente, y ella no se daba cuenta, o no le importaba.
—Por casualidad, ¿escuchó en algún momento sobre qué hablaban entre ellos? —preguntó Roncal.
Bonhomme hizo como que aquella pregunta le ofendía, y respondió:
—¡Yo no escucho conversaciones ajenas, señor!
—No quiero decir que escuchara intencionadamente, me refería a una palabra suelta, una frase...
—Cada día pasan por el albergue muchas personas, y casi todas hablan de lo mismo, del Camino... Ya no presto atención.
—El informe de la Gendarmerie decía que durante la noche era fácil entrar y salir del albergue. ¿Es así realmente?
—Sí. La puerta no quedaba cerrada con llave. Siempre hay personas a las que les gusta salir por la noche, tomar una copa... Todos podían entrar y salir cuando quisiera, siempre que no molestaran a los demás, naturalmente. Pero eso ya lo hemos cambiado, ahora se cierra la puerta a las diez y no se abre hasta las seis de la mañana, como muchos otros albergues.
—¿Qué se comenta en Saint Jean sobre el asesinato?
—¿Qué? —preguntó Bonhomme, aunque Roncal estaba seguro de que había entendido perfectamente la pregunta.
—¿Qué opinan sus vecinos sobre lo que pasó en el albergue hace tres días? —repitió Roncal.
—Aquí no hablamos de eso —dijo Bonhomme tras unos segundos de reflexión—. Compréndalo, no es bueno para el negocio. —Y de pronto, como si aquel detalle le pareciera repulsivo, dijo el francés—: ¿Se imagina?, lo hizo con una de las agujas de mi esposa...
—¿Hay algo más que quiera decirme? —preguntó Roncal de una forma un tanto mecánica.
Bonhomme negó con la cabeza y dijo:
—No. Realmente, no. —Y fue cuando Roncal se puso en pié, dispuesto dar por terminada la conversación, que exclamó—: ¡Ah!, se me olvidaba, al día siguiente, cuando hacíamos limpieza del albergue, debajo de la cama de... ese señor, apareció una carta. Espere un momento —dijo, y desapareció durante unos segundos. A la vuelta le mostró una cartulina, del tamaño de una carta de la baraja, con un extraño dibujo sobre ella, y continuó—: estaba justo entre los colchones de la cama del difunto y la vecina. Naturalmente no se si pertenecía al señor, o la perdió otra persona.
Roncal examinó detenidamente el dibujo de la cartulina. Era simplemente una especie de Y griega, cuyo brazo inferior se alargaba hacia arriba por entre los otros dos, formando una especie de tridente, como una cruz cuyos brazos laterales se elevaran cuarenta y cinco grados, y una estrella, toscamente dibujada en la parte inferior derecha.
—¿Sabe lo que puede significar éste dibujo? —preguntó.
—No —respondió el hospitalero francés.
—¿Puedo llevármela? —volvió a preguntar.
—Sí, claro.
Roncal se despidió de Michel Bonhomme con un apretón de manos, y salió a la calle. Eran las doce de la mañana. Sintió punzadas en el estómago y recordó que no había ingerido nada desde el café con leche que tomó a las seis de la mañana, antes de salir de su apartamento. Desanduvo el camino hasta la calle de la iglesia, donde había aparcado su coche, y pensó entrar en un bar para tomar algo antes de lanzarse nuevamente a cruzar los Pirineos, pero miró al cerrado cielo y desistió de la idea. Enfiló hacia el puerto de Ibañeta y Roncesvalles confiado en que no le pillara la nevada a mitad de camino.
Roncesvalles
Los primeros copos de nieve empezaron a caer justo cuando, tras una cerrada curva, apareció ante sus ojos la Colegiata de Roncesvalles. Roncesvalles no era un pueblo, ni siquiera era un caserío. Era un lugar en el que había una serie de edificios: la Colegiata, el albergue, algunas pequeñas edificaciones medievales y un par de restaurantes que también alquilaban habitaciones, pero sobre todo era un nombre, un nombre mítico. Así lo entendía al menos el comandante Roncal.
Aparcó el coche en el borde de la carretera y corrió hacia el viejo almacén restaurado que hacía las veces de albergue. La puerta estaba abierta de par en par y Roncal entró sin más preámbulo. A los pocos segundos salió a su encuentro un hombre muy alto diciendo “No, no, no” mientras gesticulaba con las manos, para evitar que entrara en el albergue. Cuando Roncal se identificó y explicó el motivo de su visita, descubrió que el hombre alto que había salido a su encuentro apenas hablaba español, y fue necesario esperar algunos minutos a que llegara otro hombre que le explicó que, el primero, era un voluntario escocés que apenas llevaba una semana en España. Segundos después se incorporó un tercer hospitalero que se mantuvo a unos metros de distancia. La conversación fue breve, porque ninguno de los hospitaleros pudo añadir nada a la información que Roncal había leído en el informe. La puerta del albergue se había cerrado a las diez en punto, como cada noche, y se abrió a las seis de la mañana, hora a la que David Rocafort, de Valencia, llevaba, al menos, cuatro horas muerto. El hombre al parecer iba solo —aunque ese era un extremo que nadie podía confirmar—, y no había nada que lo distinguiera de los demás. Uno de los hospitaleros llegó a decir que si no hubiera sido asesinado ahí —dijo señalando hacia el interior del albergue—, nadie de lo que allí estaban hubiera podido recordar su rostro al día siguiente.
La naturaleza humana era un misterio que fascinaba a Natalio Roncal. El mismo hombre que es capaz de enternecerse con la presencia de un cachorro, puede, si es capaz de emborronar de la memoria el rostro de su víctima, dormir plácidamente tras un crimen.
Echó un último vistazo a la maraña de literas dispuestas geométricamente por la superficie de la nave y, más por curiosidad personal que por que fuera interesante para la investigación, preguntó en cual de aquellas camas se había cometido el crimen. Los dos hombres le acompañaron hasta una litera baja en la parte central de la segunda fila y uno de ellos la señaló con el dedo. “Aquí fue”, dijo. Roncal miró al lecho detenidamente, no porque esperara hallar algún indicio —sabía que eso era imposible a éstas alturas—, sino tratando de imaginar al asesino inclinado sobre su víctima dormida, con una mano tapando su boca para amortiguar su sorpresa mientras con la otra apretaba con fuerza la aguja para atravesarle el corazón. Sintió náuseas y salió precipitadamente al exterior, donde inspiró profundamente el frío aire de la montaña.
Pensó de pronto en la puerta y la posibilidad de que alguien hubiera entrado al albergue en mitad de la noche para cometer el crimen y salir de nuevo antes de que el mismo fuera descubierto. Era una puerta de madera de una sola hoja, de aspecto sólido. Había una gruesa cerradura, y Roncal pensó que sería fácil de abrir para cualquier aficionado, y, por encima de ella, un pasador que permitía asegurar la puerta por la parte interior.
—¿Quién se ocupa de cerrar esta puerta? —preguntó.
—El hospitalero de guardia —respondió uno de ellos.
—¿Siempre se cierra con la llave y el pasador?
—No —dijo el mismo que había hablado antes—. Habitualmente se cierra solo con el pasador. Es por razones de seguridad —trató de justificarse—. Imagine que se produjera un incendio por la noche...
Roncal suspiró y volvió a dirigir sus ojos hacia el interior de la nave. Si era cierto lo que decían aquellos hombres —y no había ninguna razón para dudar—, era imposible acceder desde el exterior una vez se hubiera cerrado la puerta, por lo que, definitivamente, el asesino estaba entre las ciento cuarenta y dos personas que, excluida la víctima, durmieron esa noche en aquel lugar.
Recordó la cartulina con el extraño dibujo que llevaba en el bolsillo. La sacó mostrándola a los hospitaleros.
—¿Han visto algo parecido a éste dibujo? —preguntó.
Uno de los hospitaleros pareció sorprendido, y dijo:
—Espere un momento.
Volvió con otra cartulina idéntica a la que Roncal llevaba, con el mismo dibujo trazado con rotulador negro.
—No sé por qué la guardé —dijo el hospitalero.
—¿Dónde la encontró? —preguntó Roncal.
—Bajo la cama del hombre que mataron.
Evidentemente, aquello era la firma del asesino. No era mucho, pero al menos era algo con lo que empezar. El primer paso era averiguar qué significado tenía aquel dibujo, eso le daría una pista sobre la psicología del asesino. La guardó en su bolsillo junto con la otra
Miró alrededor y fijó su mirada en el pequeño restaurante que había al otro lado de la carretera. Afortunadamente había dejado de nevar, y pensó que sería una buena idea llenar el estómago antes de iniciar el descenso. Se despidió de los hospitaleros con un apretón de manos, y cruzó la carretera en dirección al restaurante.
Cuando empezaban a llegar los primeros peregrinos procedentes de Saint Jean Pied de Port, con los rostros desencajados por el cansancio y los cuerpos ateridos de frío, salió rumbo a Zaragoza.
Ya había anochecido cuando estuvo de regreso en su apartamento de la Comandancia. Estaba cansado, pero no hambriento. Tenía la sensación de que la comida se le había atascado en la garganta, y pensó que para eso nada mejor que un par de buenos gin-tónic.