CAPÍTULO XI

10 de Abril

Comandancia de la Guardia Civil

Zaragoza

La mesa de su despacho, tal como le había anunciado el brigada Fernández el día anterior, estaba atestada de informes y carpetas. Tomó asiento y, antes de abrir cualquiera de las carpetas, decidió informar al coronel Quiñones de su decisión de reabrir el caso del “Asesino de la Vía Láctea”.

—¡¿Esta loco?! —bramó Quiñones cuando supo de la intención de Roncal—. ¡Usted me dijo que Klaus Wissermann era el asesino! ¿Qué ha pasado para justificar la reapertura del caso?

—La carta de Wissermann —dijo Roncal—. No es la carta de un asesino.

Se produjo un largo silencio, lo cual era buena señal, interpretó Roncal. Por fin, en un tono afligido, dijo el coronel Quiñones:

—Ya hablé con el ministro, con la prensa...

—Mi coronel —se apresuró a apuntar Roncal—, podemos hacer algunas gestiones más discretamente, sin que trascienda a los medios. De los que aparecían en la foto todavía queda Gerardo Alonso, imagine por un momento que sufriera una agresión...

La mención del político fue la llave que abrió la voluntad del coronel Quiñones. Si malo era desdecirse ante el ministro o la prensa, mucho peor sería que el asesino, si es que no era Wissermann, volviera a actuar, pero esta vez contra Gerardo Alonso.

—Está bien, Roncal. Con dos condiciones. La primera es que todo quede entre usted y yo, el caso sigue formalmente cerrado. Está de vacaciones, ¿no es así?, perfecto. Siga de vacaciones. Yo no tengo por qué saber qué hace usted durante sus vacaciones. Y la segunda, tiene una semana. Si en una semana no me ofrece otra cabeza, el asunto del “Asesino de la Vía Láctea” quedará cerrado para siempre, ¿está claro?

—Meridianamente claro, mi coronel.

—Pues a trabajar. Y como primera medida, vuelva a poner la escolta a Gerardo Alonso. No quiero riesgos con ese asunto.

—No se preocupe, mi coronel, ya había pensado en ello.

A Roncal no le apetecía volver a hablar con Alonso. La última vez que lo había hecho, cuando le comunicó la detención de Wissermann, le pareció detectar cierta dosis de hostilidad, pero tenía que hacerlo antes de dar instrucciones para que los hombres de la Guardia Civil de Burgos volvieran a montar un servicio de contravigilancia en torno a él. Marcó el número de su móvil, y esperó a escuchar su voz. Entonces preguntó:

—¿Gerardo Alonso?

—El mismo —respondió—. ¿Quién es?

—El comandante Roncal. ¿Me recuerda?

—¡Cómo olvidarle! —exclamó irónico—. ¿Qué tal está, Roncal?

A Roncal le molestó el tono de superioridad que utilizó el político al llamarle por su apellido, pero no estaba dispuesto a perder un segundo de su tiempo por un asunto tan estúpido, así que hizo como si no se hubiera dado cuenta. Si estaba enfadado por alguna razón, ya se le pasaría.

—Muy bien —respondió.

—Ya me enteré por el ministro de lo que pasó en la Comandancia de Zaragoza —dijo en referencia al suicidio de Wissermann, y, tras una pausa, añadió en un tono que daba a entender que se le consideraba como principal responsable del mismo—: Lo siento por usted, Roncal.

Roncal hizo caso omiso a la insinuación de Gerardo Alonso, y, con voz neutra, se limitó a informarle del motivo de su llamada.

La noticia sorprendió al político aún más de lo que Roncal esperaba, y tras una larga pausa, preguntó:

—¿Quiere eso decir que la información que me dio el ministro, y que publicaban todos los periódicos, era mentira?

Roncal se mordió la lengua para no responderle que quizá él sabría mucho sobre las mentiras que a veces publican los periódicos, pero entrar en ese juego no habría sido propio de un hombre como él, y además no le apetecía. Con cierta desgana en su tono de voz, dijo:

—El caso está cerrado, señor Alonso, y en el informe definitivo se señala a Klaus Wissermann como culpable. La situación no ha cambiado, pero hay ciertos flecos que deben ser investigados todavía, y consideramos que quizá nos precipitamos al retirarle la escolta. No queremos que sufra ningún riesgo, señor Alonso —repitió con cierto retintín—, y usted debería estar contento por ello.

—Y le aseguro que lo estoy, Roncal. Ya ha muerto demasiada gente, y si existe la menor posibilidad de que yo pueda ser el blanco de un loco, estaré encantado de volver a contar con la protección de la Guardia Civil.

Había un cambio de actitud, no tanto en las palabras como en el tono utilizado.

—¿Sigue en Burgos? —preguntó entonces Roncal.

—Sí. Hasta que pasen las elecciones, aquí tengo el cuartel general.

—De acuerdo, pasaré instrucciones a la Comandancia de Burgos.

—Gracias —dijo Alonso, y añadió—: ¿Cuáles son esos flecos que tiene que investigar todavía?

—Cosas sin importancia. Volveremos a hablar, señor Alonso.

—Eso espero.

Una vez acabada la conversación con el diputado, ya solo quedaba hablar con sus compañeros de Burgos, pero eso era más una cuestión burocrática que otra cosa. Encargó al brigada Fernández que enviara por fax el oficio con la orden de proteger hasta nuevo aviso, las veinticuatro horas del día, al diputado Gerardo Alonso. Después miró los papeles que había sobre la mesa y se preguntó por dónde empezar. Tras ojear algunas de las carpetas, se decidió por lo que le pareció más lógico: empezar por el principio, y buscó la carpeta que contenía los datos sobre el asesinato en Saint Jean Pied de Port de Tomás Sánchez, y la entrevista que tuvo en Madrid con su pareja, Eva María Ortega.

Había leído mil veces los informes de la Gendarmerie, así como la trascripción de los interrogatorios a los que había sido sometida Eva María Ortega en las horas siguientes al crimen. También leyó algunas declaraciones de otros de los que habían dormido en la misma habitación de la víctima, sin sacar nada en claro. Buscó entonces los folios donde estaba transcrita la conversación que tuvo con ella en Madrid y repasó las respuestas que ella había dado a sus preguntas. Reparó en sus comentarios sobre la sorpresa de su compañero al creer que alguien les espiaba a través de la ventana. Ella no lo había visto, por lo que no le preguntó cómo era el hombre de la ventana, pero quizá Tomás Sánchez le dio más datos sobre a quién había creído ver. Buscó en el expediente el teléfono de la chica, y marcó el número en su móvil.

—¿Digame? —contestó una voz desvaída en la que reconoció la de Eva María Ortega.

—Eva, soy el comandante Roncal, de la Guardia Civil. Estuve hablando con usted...

—Me acuerdo —le interrumpió la chica, sin duda sorprendida por la llamada, y preguntó—: ¿Cómo está comandante?

Roncal balbuceó un “Bien, gracias”, y antes de que pudiera decir algo más, continuó ella:

—Supongo que llama para decirme que ya encontraron al asesino de Tomás. Leí la historia en el periódico —dijo, y añadió—: ¿Sabe una cosa? En el fondo, ese hombre me dio pena. Vivir con la idea de que a tu hija la han asesinado debe ser muy duro. Está claro que perdió la cabeza.

—Sí —repuso Roncal sintiéndose molesto consigo mismo porque en ningún momento se le hubiera ocurrido llamar a los familiares de todas las víctimas para darles cuenta de la detención del asesino—. Además quería preguntarle una cosa.

—Dígame.

—Cuando estaban cenando en Saint Jean Pied de Port, y Tomás creyó ver a un hombre mirándoles por la ventana del restaurante, ¿le dijo él cómo era ese hombre?

Eva María Ortega se tomó unos segundos para pensar. De pronto, comenzó a hablar.

—Dijo que se parecía a un conocido suyo.

—¿Le dijo el nombre de ese conocido?

—No.

—¿Usted no le preguntó quien creía que era?

—Me había dicho que tenía que verse con unos amigos, así que supuse que le había parecido uno de ellos, o que se había confundido.

—¿Pero le dijo cómo era ese hombre? —insistió Roncal.

—Me habló de sus ojos, de su mirada, eso es lo que creyó reconocer.

—¿Era moreno? ¿Joven o viejo? ¿Llevaba el pelo largo? ¿Tenía bigote?

—No lo sé. Sólo me habló de su mirada. Me dijo que le había visto un instante y que luego desapareció en la oscuridad.

Roncal, decepcionado, inspiró profundamente y luego exhaló todo el aire de golpe. No iba a obtener más información de la que ya tenía, e iba a cortar la comunicación, pero recordó cuan importante es para las víctimas que las autoridades muestren interés personal por ellos, y preguntó:

—¿Cómo le van las cosas?

—Mejor —respondió ella—. Al principio no dejaba de preguntarme por qué le habían matado. En cierto modo me reconfortó saber que todo había sido por la locura de un pobre viejo que terminó suicidándose. Ahora, supongo que tengo que acostumbrarme a que Tomás ya no está conmigo.

—Así es —dijo Roncal. Pensó en Elena y en su hijo, en las largas noches que había pasado sin poder dormir, bebiendo un gin-tónic tras otro, y añadió—: A todo acaba acostumbrándose uno.

—Sí, eso espero.

Roncal le deseó suerte, y cortó la comunicación.

Las palabras de Eva María Ortega sobre el consuelo que había significado para ella el conocer quién y por qué había matado a su pareja, le hicieron reflexionar sobre la condición humana. Su compasión por Klaus Wissermann al conocer su dolor no era más que una forma de empatía, de comprensión. A los muertos, a veces, no basta con enterrarles ¿Qué diferencia había entre ella y Wissermann? Ninguna. También Wissermann sentía necesidad de saber por qué murió Kristin para poder pasar página, aunque fuera la última.

Pensó también en lo curiosas que a veces resultan las asociaciones de ideas. Cuando Eva le habló de “la mirada” del misterioso hombre de la ventana que tanto había llamado la atención de Tomás Sánchez, recordó la imagen descrita por Víctor Suárez de un hombre en Roncesvalles, “mirando” la Vía Láctea. ¿Se trataba del mismo hombre? ¿Era la misma mirada? ¿Qué ocurriría si conseguía sentar, frente a frente, a Eva María Ortega y a Víctor Suárez para que confrontaran sus recuerdos? Ella estaba en Madrid, pero ¿dónde la había dicho él que estaba? Sí, cerca de Ponferrada. Se dio cuenta entonces que había estado dos semanas persiguiendo a un asesino por el Camino de Santiago, y ni siquiera había visto un mapa del mismo.

Le sacó de su ensimismamiento la voz del brigada Fernández, que llevaba una carpetilla en las manos.

—El expediente de Jiménez —dijo poniendo la carpetilla sobre la mesa.

Se refería al atestado de la Policía Nacional sobre el asesinato de José Luís Jiménez.

—¿Lo ha leído? —preguntó Roncal, deseoso de conocer su opinión.

—Todavía no, mi comandante. Acaba de llegar en este momento.

Roncal tomó la carpetilla, y la abrió. El brigada inició la retirada hacia su propio despacho y, cuando estaba a punto de salir, dijo Roncal:

—¡Ah!, por cierto, Fernández, consígame un mapa del Camino de Santiago.

El atestado de la Policía sobre el asesinato de José Luís Jiménez era sorprendentemente pequeño, consistía en la declaración del hombre que había descubierto al moribundo, la autopsia, breves declaraciones de la esposa, y los partes de algunas pesquisas realizadas en el vano intento de localizar al agresor. La conclusión era clara: robo con violencia con resultado de muerte. Recordó la extraña palabra que había pronunciado la víctima justo antes de morir, “Mandarín”, y se le ocurrió comprobar que figuraba, tal cual, en el informe de la policía. Efectivamente, esa era la palabra que el hombre que le encontró aseguraba haber escuchado de labios del moribundo.

Entró en ese momento el brigada Fernández con un mapa del norte de España en el que, marcado con un trazo grueso, se veía la línea continua que unía Roncesvalles con Santiago de Compostela.

—El Camino de Santiago —dijo al dejar el mapa abierto sobre la mesa, y después salió.

Roncal siguió enfrascado en la lectura del informe. Tuvo la impresión de que la policía no había mostrado todo el celo que debía en la localización del agresor de José Luís Jiménez. Seguramente pensaban que no fue más que un robo que salió mal. Si era así, tendrían la seguridad de que antes o después el ratero sería detenido? Imaginó su estupor cuando ninguno de sus confidentes, dentro del submundo de la droga o de la pequeña delincuencia de la ciudad, fue incapaz de darles la más mínima información sobre el autor del robo. Recordó que Wissermann tendría que haber venido desde Nájera para cometer el crimen, y haber vuelto para dormir por la noche en Santo Domingo de la Calzada. Sintió curiosidad por calcular el itinerario que debió seguir el alemán, y echó mano del mapa que el brigada Fernández había dejado sobre la mesa. En el mapa, con trazo de rotulador rojo, Fernández había delineado, pueblo a pueblo, el camino. Buscó con la mirada el lugar desde donde tendría que haber venido Wissermann. Nájera. Siguió con el dedo la línea roja hasta Logroño, y desde allí, debió seguir por la autopista hasta Zaragoza. Eso suponía hacer, en total, alrededor de trescientos cincuenta kilómetros. Recordó entonces la atormentada imagen de Klaus Wissermann diciendo con voz apagada: “Soy un asesino”, y pensó que quizá se había vuelto a equivocar al proponer al coronel Quiñones la reapertura del caso.

De una manera inconsciente, siguió con la mirada el trazado rojo que cruzaba España de este a oeste: Roncesvalles, Pamplona, Estella, Logroño, Nájera, Burgos, Bercianos del Real Camino, León, Astorga, Rabanal del Camino, Manjarín, Ponferrada...

De pronto, antes incluso de que la idea llegara a su cabeza, el corazón de Roncal dio un vuelco. Manjarín. Si era un pueblo nunca había oído hablar de él. Se fijó en el mapa. Estaba situado entre dos pueblos de los que tampoco había oído hablar nunca, Foncebadón y El Acebo, y —el corazón se le aceleró al recordar los detalles que daba el informe sobre el suicidio de Kristin Wissermann— en pleno Monte Irago. Es imposible tal cúmulo de casualidades, pensó Roncal. Y si fue “Manjarín” la palabra que pronunció José Luís Jiménez justo antes de morir, ¿qué quería decir con ella?

Buscó en su mesa el informe de la Guardia Civil de Ponferrada, y volvió a leerlo con atención. Describía el peñasco del Monte Irago a cuyos pies había aparecido el cuerpo sin vida de Kristin, pero no daba muchos más detalles ni mencionaba pueblo o lugar llamado Manjarín.

Estaba demasiado nervioso para seguir sentado en su despacho, y decidió ir de nuevo a la casa de Jiménez para hablar con la viuda. Antes de salir, al pasar junto a la mesa del brigada Fernández, le ordenó:

—Averigüe todo lo que pueda sobre un lugar llamado Manjarín, en la provincia de León.

En la calle lucía un sol espléndido. Miró su reloj y recordó con nostalgia que, a esa misma hora, el día anterior, estaba con Amaya visitando el nevero de Undués. Los días de íntima convivencia pasados con ella, habían disipado los temores que le habían atenazado en los últimos tiempos, y eso le hacía sentirse ligero, como si se hubiera librado de un enorme peso que le paralizaba.

Pocos minutos después estaba en el portal de la casa de Jiménez, y tocó el timbre. Al escuchar una voz femenina por el interfono, dijo:

—Soy el comandante Roncal. Estuve hablando con usted hace unos días, ¿me recuerda?

Por toda respuesta, escuchó un sonido metálico, y el portal se abrió ante una suave presión. Ella le esperaba en la puerta de su casa. Su rostro mostraba extrañeza por la presencia, de nuevo en su casa, de la Guardia Civil. Le hizo pasar al mismo salón donde habían estado la vez anterior. Apartó del sillón el periódico que estaba leyendo cuando él llamó y lo puso sobre la mesita. Una vez sentados, dijo:

—Usted dirá.

—Disculpe que la moleste de nuevo, pero...

—No se preocupe —le interrumpió la mujer afilando la barbilla—. Leí que el asunto que estaba usted investigando ya quedó resuelto, pero nadie me ha confirmado si fue también ese hombre el que mató a mi marido. ¿Viene por eso?

Roncal negó débilmente con la cabeza, y se limitó a preguntar:

—Manjarín, ¿le suena de algo el nombre de Manjarín?

Pareció desconcertada por la abrupta pregunta de Roncal, y, tras unos segundos, respondió:

—No. Es la primera vez que escucho esa palabra. ¿Qué o quién es Manjarín?

—Es el nombre de un pueblo, en la provincia de León, y creo que fue la palabra que pronunció su marido justo antes de morir.

—La palabra fue “mandarín” —dijo la mujer con terquedad—, al menos eso fue lo que nos dijo la policía, aunque siempre pensé que se equivocaban. Pero Manjarín... —dijo tras una pausa—, ¿qué tiene que ver mi marido con ese pueblo de León?

—Esperaba que usted me lo dijera.

La mujer, pensativa, negó lentamente con la cabeza.

—Lo siento —dijo al fin.

Roncal se fijó en el periódico que había dejado antes la mujer sobre la mesita, era el “Heraldo de Aragón”, y pensó que, en aquella casa, compraban y leían la prensa a diario. Una idea le vino súbitamente a la cabeza. Extrajo la libreta donde anotaba los detalles relevantes de sus interrogatorios, y durante unos segundos buscó algo en ella. Mientras lo hacía, preguntó:

—Me dijo usted que su marido había pensado ir por unos días al Camino de Santiago.

—Sí.

—Pero que, de pronto, el día... 22 —precisó tras consultar su libreta de notas—, le dijo que no iba a ir.

—Así es —afirmó la mujer.

—¿Recuerda a qué hora se lo dijo?

La mujer, sorprendida, enarcó las cejas. Habían pasado casi tres semanas desde entonces, y terribles sucesos entre medias, como para que recordara detalles tan insignificantes como a qué hora le dijo su marido que no iba a hacer un viaje.

—Nnno, no estoy segura —respondió.

—¿Fue por la mañana, a mediodía, por la tarde? —insistió Roncal.

—Era sábado —recordó entonces la mujer como si un rayo de sol se hubiera abierto camino entre la espesa niebla—, y estábamos desayunando cuando me lo dijo. Los sábados desayunábamos más tarde porque a mí me gustaba remolonear en la cama mientras él iba a por el periódico. ¿Qué interés puede tener la hora en que me lo dijo?

—No lo sé todavía —respondió Roncal.

—Entonces, no venía usted a decirme quién, y por qué, mató a mi marido —dijo ella en un tono entre escéptico y resignado.

Roncal hizo una mueca con los labios que pretendía ser una sonrisa.

—No, pero puedo decirle que no fue un ratero que pretendía robarle.

—¿Fue ese alemán loco que se mató en la Comandancia?

—Probablemente.

—¿Me lo dirá cuando lo sepa?

—Se lo prometo.

—¿Algo más? —preguntó la mujer.

—No por el momento. Gracias.

Unos minutos después Roncal estaba de nuevo en la calle, caminando de vuelta a la Comandancia, y preguntándose qué fue lo que José Luís Jiménez leyó aquella mañana en el periódico, que le disuadió de ir al Camino de Santiago tal como tenía previsto.

Recordó que, a unas manzanas de allí, estaba la biblioteca pública municipal, y hacia allí se dirigió confiando en que guardaran los ejemplares de la prensa diaria que se editaba en la ciudad.

Al entrar, pidió a la bibliotecaria si tenían “El Heraldo” del día 22 de marzo. Ésta —una joven de apenas veinticinco años, enfrascada tras un mostrador en la lectura de una revista, que le contestó sin siquiera mirarle—, señaló hacia una mesa lateral en la que se apilaban decenas de ejemplares de “El Heraldo” y de “El Periódico de Aragón”. Buscó en el montón, y cuando dio con el ejemplar que buscaba sintió un leve cosquilleo. Se sentó en una mesa vecina y comenzó a pasar páginas buscando algún titular que le llamara la atención. En la página nueve, a dos columnas, leyó: “Extraño suceso en Roncesvalles”. En el desarrollo de la noticia se informaba que, el día anterior, había aparecido asesinado mientras dormía, “...con un estilete clavado en el corazón” (sic), un peregrino llamado David Rocafort, de Valencia.

La reacción de Jiménez ante esta noticia, y el hecho de que ni siquiera se lo hubiera comentado a su mujer, concluyó Roncal, demostraba que, al menos dos de las víctimas, además de haber coincidido en una foto diez años atrás, se conocían. Pero, sobre todo, demostraba que tras enterarse del asesinato de Rocafort, José Luís Jiménez tuvo miedo de acudir al Camino de Santiago.

Se demoró caminando por las aceras en el camino de vuelta a su despacho. ¿Qué había ocultado José Luís Jiménez que acabó costándole la vida? Llegó confuso a la Comandancia y subió directamente a su despacho. Fernández le esperaba con la información que había encontrado sobre Manjarín. Ésta ocupaba apenas unas líneas, y era la siguiente:

“Manjarín es un despoblado del municipio de Santa Colomba de Somoza, en la comarca de la Maragatería, perteneciente a la Provincia de León, situado en el Monte Irago. Formó parte, desde antiguo, del Arciprestazgo de la Somoza. En Manjarín funcionó un Hospital de peregrinos que pertenecía al concejo de Andiñuela. Nace, probablemente, en el siglo XI al construir el ermitaño y monje Gaucelmo una alberguería para peregrinos, quedando su historia ligada, desde ese momento, al Camino de Santiago. La economía se sustentó durante siglos en la actividad ganadera, los beneficios del comercio debidos al Camino de Santiago, y una agricultura de subsistencia. A mediados del siglo XX. Como muchos otros pueblos de montaña, quedó despoblado hasta que, en 1993, un ermitaño llamado Tomás Martínez, al que recientemente se le ha sumado otro, retomaron la labor de “hospitaleros” del Camino de Santiago, continuado su actividad. En la actualidad el “pueblo” cuenta con nueve habitantes”.

De toda esta información, lo único que interesó a Roncal fue el dato de la existencia del ermitaño en Manjarín desde 1993, y decidió que hablar con él sobre lo que había pasado en el Monte Irago diez años atrás, bien merecía un viaje a la provincia de León.

* * * *

Amaya, confiada en que la urgencia que había reclamado la presencia de Roncal en Zaragoza, interrumpiendo sus vacaciones en Undués, terminara pronto, no se había reincorporado a su trabajo, por lo que, cuando él le propuso acompañarle en sus pesquisas por los montes de León, no lo dudó un instante. Trataría de convertir aquel precipitado viaje en la continuación de sus vacaciones.

Salieron esa misma tarde con la intención de hacer noche en León. El coche rodaba veloz por la autopista y, al principio, Amaya hizo algunas tentativas de entablar una conversación, pero Roncal respondía a sus comentarios con monosílabos. Después del tercer intento Amaya comprendió que, definitivamente, los pensamientos de él estaban en otro sitio, así que sonrió y calló. Amaya se sorprendió de que no le importara esa actitud displicente de él, y pensó que solamente unos días antes, habría pasado horas quejándose del poco caso que le hacía.

Empezaba a conocerle bien y sabía hasta qué punto era importante su trabajo para él; tan importante, que podía volverse obsesivo cuando estaba enfrascado en un caso. Mientras contemplaba los ondulados campos de viñedos de La Rioja, recordó lo que, al poco de conocerse, le dijo Roncal en relación con su trabajo: “El delito es algo circunstancial que me importa bien poco. Lo que me interesa es el ser humano, mejor dicho, me interesa la naturaleza humana, el comportamiento de la persona, en singular. Yo no busco delincuentes, yo encajo piezas que, a veces, ni siquiera ellos mismos saben que están descolocadas”. Entonces no lo entendió, pero ahora sí. Ahora sabía que hasta que no resolviera el misterio que había tras el “Asesino de la Vía Láctea”, no descansaría.

Llegaron a León cuando las torres de la catedral comenzaban a difuminarse en el cielo gris. Había estado lloviznando hasta pocos kilómetros antes de llegar, y las calles todavía permanecían mojadas. Tomaron habitación en la Hospedería de las Benedictinas, y salieron a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Roncal seguía con su actitud taciturna, y cuando, cogidos de la mano, estaban atravesando la plaza Mayor camino de la Catedral, preguntó Amaya:

—¿Estás contento de que haya venido?

—¡Sí! —respondió él, sorprendido—. ¿Por qué me preguntas?

—Estás muy callado, y a veces tengo la sensación de que te estoy molestando.

—Perdóname —se excusó—. Estoy preocupado. Por primera vez en mi vida tengo la sensación de que no se lo que está pasando. Es como si andara sobre arenas movedizas. Por un lado, todo indica que el asesino era el padre de la chica. Todo el mundo parecía contento cuando se colgó en el calabozo, porque lo interpretaron como una declaración de culpabilidad. Yo también, lo reconozco, pero cuando leí la carta que me dejó, y un testigo me dijo que el asesino usaba peluca y bigote postizos, dudé de que hubiera sido él.

—¿Por qué? Es normal que el asesino pretenda ocultar su verdadera identidad.

Roncal contestó con gravedad:

—Porque Klaus Wissermann jamás se habría disfrazado para matar a los que él creía que eran los responsables de la muerte de su hija.

—Entonces, si el asesino no es quien imaginabas, ¿quién es?

—No lo sé. Si fuera sensato, dejaría las cosas como están. Daría este asunto por finiquitado y me volvería a casa.

—Pero tú no eres un hombre sensato —apuntó Amaya con una sonrisa malévola.

Roncal se encogió de hombros.

—Tengo una semana para demostrar que Wissermann no es el asesino.

—¿Y si resulta que sí lo es? —preguntó Amaya.

—Entonces, el coronel Quiñones, el ministro, o el diputado Alonso, me crucificarán gustosos.

—¿Es eso lo que te preocupa?

—No. Lo que me preocupa es que, si no es Wissermann el asesino, quiere decir que..., prácticamente tengo que empezar de cero.

—¿Tienes algún sospechoso? —preguntó ella.

Roncal sonrío ante la pregunta de Amaya, y negó con la cabeza.

—No —dijo—. Realmente, no.

Se dio cuenta de que hablar del caso con alguien que apenas lo conocía, le hacía bien. Era una forma de volver a examinar todo lo que se había investigado hasta ese momento, y ponerlo a la luz de unos ojos “no contaminados” por los prejuicios.

Tras admirar durante unos minutos las iluminadas fachadas de la catedral, cuyas torres se elevaban como picas sobre el negro cielo, entraron en un restaurante de la calle Ancha y, mientras cenaban, Roncal hizo recuento, con tantos detalles como pudo recordar, de las pesquisas realizadas desde que, tras los asesinatos de Saint Jean Pied de Port y de Roncesvalles, el coronel Quiñones le había encargado el caso aquella mañana del 22 de Marzo. Le habló de sus primeros temores de estar ante un asesino en serie, y de cómo llegó al convencimiento de que no era así. Le relató su entrevista con la pareja de la primera víctima, y del fantasma que vislumbró ésta entre las sombras del pueblo francés. Rememoró el descubrimiento de que todas las víctimas habían años atrás haciendo el Camino de Santiago, y el hallazgo en Valencia de la foto.

—¿Qué foto? —preguntó entonces Amaya.

Roncal echó mano de su cartera y extrajo una copia de la foto, tomada a las puertas de Astorga, de Kristin Wissermann y los cinco jóvenes, y se la mostró a Amaya.

—Esta foto —dijo.

Amaya estaba mirando la foto con la gravedad de saber que algunas de las personas que aparecían en la misma habían sido asesinadas.

—Fue tomada hace diez años —continuó Roncal—, en algún lugar cerca de Astorga.

—Supongo que la chica es...

—Kristin Wissermann —apuntó, y, tras una pausa, añadió—: Apareció muerta en el Monte Irago unos días después de hacerse esa foto. —No esperó a la inevitable pregunta de Amaya para aclarar la causa de la muerte—: Suicidio.

Amaya seguía mirando fijamente la foto, como si estuviera tratando de descubrir en aquel instante de la vida de seis personas, fijado en el papel, cuales eran los pensamientos que había en sus cabezas.

—¿Por qué el padre de la chica les culpó a ellos? —preguntó sin dejar de mirar la foto.

Roncal estuvo a punto de hablarle sobre lo difícil que es aceptar la súbita pérdida de un ser querido, pero decidió no hacerlo, y dijo:

—Supongo que algo así es más fácil de aceptar si tienes a alguien a quien echarle las culpas. Y ése hombre —añadió señalando la fotografía—, tenía a cinco jóvenes a quien culpar.

—A seis —dijo Amaya.

—A cinco —rectificó Roncal, y añadió—: Me refiero a los cinco chicos de la foto.

—Ya —repuso Amaya—, pero alguien debió hacer la foto. Entonces, además de Kristin, había seis personas relacionadas con esta foto.

En un primer momento, Roncal quedó paralizado tras las palabras de Amaya. ¡Había olvidado que una foto, al igual que una película, refleja siempre aquella parte del todo que alguien quiso que viéramos! Los protagonistas no son solo los que aparecen a un lado de la cámara, también, y en la misma medida, lo son aquellos que están al otro lado. Arrancó la foto de las manos de Amaya y, aunque la conocía de memoria hasta en sus más mínimos detalles, la miró con renovado interés. Volvió a fijarse en que todos —salvo Martín Calero, que disimuladamente miraba a Kristin— sonreían al objetivo de la cámara. ¿Al objetivo de la cámara o a la persona que la manejaba?

—Tienes razón —dijo Roncal, nervioso—, no se ve a nadie más tras ellos, por lo que seguramente estaban solos en este paraje cuando uno de ellos hizo la foto.

Tras unos segundos en silencio, preguntó Amaya:

—¿Y ahora, qué?

—Solo queda una persona con vida que podría saber quien es.

—Gerardo Alonso —dijo ella.

—El mismo —dijo Roncal, y añadió desanimado—: Pero dudo que pueda decirnos algo. Ni siquiera recordaba que existía esta foto.

—¿Qué esperas encontrar mañana?

—Solamente espero que ese ermitaño de Manjarín, Tomás Martínez, tenga buena memoria.