CAPÍTULO XIV
20 de Abril
Undués de Lerda
—¡Ha picado! —exclamó Amaya alborozada al ver sumergirse bruscamente la boya que sujetaba el anzuelo.
Roncal, que dormitaba a su lado sobre una manta, se incorporó indolente sobre un brazo. A un lado habían quedado las migajas de una comida, una botella vacía, y dos copas con restos de vino en su fondo. Rió por los nervios de Amaya, que no sabía qué hacer.
—Recoge el sedal —dijo Roncal entre risas.
Amaya intentó hacerlo, pero daba la impresión de que el pez era más fuerte que ella.
—No puedo —se quejó.
En ese momento el pez asomó sobre la superficie del pantano, y volvió a sumergirse tirando con fuerza del sedal. Era una perca enorme, y Roncal se levantó de un brinco. Asió con fuerza la caña cuando Amaya estaba a punto de caer al agua por los tirones del pez.
—Creo que es él quien te ha pescado a ti —dijo.
Amaya estalló entonces en una carcajada, y soltó la caña. Durante diez minutos estuvo el pez luchando con Roncal por sobrevivir, y de pronto se rindió. Se dejó arrastrar hasta la orilla, y cuando le sacó del agua, boqueó durante algunos minutos encima de una roca, hasta que dejó de hacerlo.
Roncal se sentía tan satisfecho por su captura, que alzó los brazos y lanzó un grito de victoria. Amaya volvió a reír, y dijo:
—Dentro de cada hombre se esconde todavía un cazador primitivo.
A lo que Roncal le respondió haciendo gestos simiescos subido sobre una roca cercana.
Unos días antes, después de que el comandante Roncal hiciera entrega de su informe al coronel Quiñones, y acompañarle a una rueda de prensa dada para satisfacer el morbo de los medios, habían decidido retomar sus pequeñas vacaciones allí donde las habían dejado: en el nevero de Undués. Llegaron al pueblo en la mañana del miércoles, y fueron allí directamente. Iban cogidos de la cintura, como dos enamorados que disfrutan de la soledad.
Roncal pensó en cuánto había cambiado en las últimas semanas. Antes, habría vuelto a su despacho inmediatamente después de la resolución del caso, necesitaba ocupar todo su tiempo para no volverse loco. Ahora, sentía que había otras prioridades en su vida, y el tiempo era algo valioso como para malgastarlo con sentimientos negativos y emociones que estaban en el pasado. Ese día habían ido a pescar al pantano de Yesa, y repetir allí la comida campestre que habían realizado sobre la alfombra del salón en casa de Amaya.
Roncal dejó de hacer el payaso y miró a Amaya con infinita ternura, bajó de la roca y, rodeándola con sus brazos, la besó.
La magia del momento la rompió el sonido estridente del teléfono móvil del comandante Roncal.
—Te pedí que no trajeras el teléfono —se quejó Amaya en tono cariñoso.
Roncal resopló inquieto.
—Es mi trabajo, no puedo evitarlo.
Amaya se agachó y cogió el móvil, que seguía sonando insistentemente.
—Tú no puedes evitarlo, pero yo sí —dijo con gesto pícaro. A continuación lanzó el teléfono al pantano con todas sus fuerzas. Cuando el agua se lo tragó, y dejó de escucharse la señal, añadió—: Se acabó el teléfono. Nada ni nadie me va a apartar de ti en los próximos días.
Roncal, que había hecho un gesto de protesta al ver cómo su teléfono se hundía en el agua, dijo:
—A sus órdenes, mi general.
Y volvió a tomarla en sus brazos, y besar sus labios como si fueran el último hombre y la última mujer sobre la faz de la tierra.