CAPÍTULO IX

28 de marzo

Santo Domingo de la Calzada

Klaus Wissermann se levantó de madrugada y todavía era de noche cuando se lanzó al camino. Pronto el cielo se llenó de tonalidades rojas, azules y grises cuando las primeras luces iluminaron las nubes, y cuando el sol hizo su aparición y pudo ver nítidamente el paisaje, se sentó sobre una piedra del borde del camino para contemplarlo.

Los sembrados se extendían hasta el horizonte tapizando de verde las colinas suaves y onduladas, y Wissermann, por un instante, se sintió en su Baja Sajonia natal. Respiró hondo y tuvo la sensación de ser, como la hierba, el viento o los pájaros, un elemento más de la naturaleza, un elemento, insignificante y fundamental a la vez, que se encuentra en armonía con todo lo que le rodea. Había perdido la noción del tiempo y del espacio y, por primera vez desde hacía diez años, pensó en Kristin no con el terrible dolor de la ausencia, sino con el gozo del reencuentro, porque fue como si Kristin también fuera parte de la naturaleza, y estuviera en la hierba, en el viento y en los pájaros, y lloró.

“Me estoy volviendo loco”, pensó. Hacía dos días que no hablaba con nadie, que caminaba dejándose llevar por las sensaciones de cada momento, abandonado al destino, a su destino. Pensó en la fábrica de galletas Bahlsen y en los cuarenta años que había pasado trabajando como químico en ella. No se arrepentía, pues de ella habían vivido muy confortablemente tanto Kristin como su madre, Sabine.

Para Klaus Wissermann fue una tragedia perder a su mujer de una manera fulminante cuando su hija solo tenía seis años. Desde que cayó enferma, fue tan rápido el desenlace que apenas tuvo tiempo de prepararse para ello. “Busca a una buena mujer y cásate, Klaus. Kristin necesita a una madre”, le había dicho Sabine en el lecho de muerte, pero no lo hizo. Trabajaba demasiadas horas en la fábrica de galletas, y después dedicaba todo su tiempo libre a la niña. Cuando se fue a dar cuenta, su mundo se reducía a eso, y Kristin ya era demasiado mayor como para aceptar a otra mujer como madre.

Su mundo era voluntariamente limitado, y los días una sucesión ordenada de actos cotidianos que le hacían sentirse seguro. Sus inquietudes y anhelos los encauzó de tal modo que no esperaba demasiado de nada ni de nadie, por lo que solo en raras ocasiones sufría decepciones. Así era feliz Klaus Wissermann.

En cuanto a Kristin, era una niña tranquila, cariñosa y bastante inteligente. Aunque no era tímida, sí era reservada en ocasiones, lo que hizo que, durante su adolescencia, su padre la animara constantemente a quedar con los amigos, a que aprendiera a volar por su cuenta. Estudió brillantemente en el Gymnasium, y, cuando obtuvo el Abitur, decidió, antes de entrar en la universidad, realizar durante unos meses el servicio social en una residencia de ancianos. Y una noche, inesperadamente, al llegar a casa le contó a su padre la decisión que acababa de tomar:

—Papá, me voy a España para hacer el Camino de Santiago.

Klaus, su padre, nunca había oído hablar del Camino, y mucho menos de lo que el mismo había significado en la Europa medieval.

¿Jakobsweg? ¿Qué es eso? —preguntó, preocupado por el entusiasmo de Kristin.

Al parecer, un anciano profesor de historia le había estado hablando sobre el mismo con tal pasión, que Kristin, a pesar de no ser católica, tomó la irrevocable decisión de hacerlo.

—Además —le dijo recordando las noches pasadas por ambos jugando al juego de la oca—. Dice el profesor que el Camino de Santiago está lleno de referencias esotéricas a la oca, que su simbología se encuentra en multitud de monumentos y en el nombre de pueblos y montes. Dice también que el juego de la oca se inventó aquí, en Alemania, como guía iniciática del Camino de Santiago.

Cuando le contó en qué consistía eso de hacer el Camino, Klaus Wissermann exclamó:

—¿Casi ochocientos kilómetros caminando? ¿Tú, sola en un país extranjero? ¿Te has vuelto loca?

Kristin se echó a reír a carcajadas —todavía le parecía estar oyéndola—. Sí, se había vuelto loca, y sabía que cuando ella tomaba una decisión, y ahora la había tomado, nunca daba marcha atrás.

Un mes después la acompañó a la estación de ferrocarril, desde donde, llena de miedo a lo desconocido, y esperanza de encontrar ese camino mágico y espiritual del que le había hablado el anciano profesor, partió hacia el sur. Esa fue la última vez que la vio con vida.

Veintiséis días después recibió en su casa la visita de la policía. Eran pájaros de mal agüero. Le bastó su mirada para tener la certeza de que algo terrible había pasado en España.

La noticia de que su hija se había quitado la vida le dejó perplejo, anonadado. Incapaz de reaccionar, viajó a León para recoger su cuerpo, donde pidió que fuera incinerado, y volvió a Alemania con las cenizas.

Antes, había recibido un par de tarjetas postales de ella, una desde Puente la Reina, en la que le contaba con cuanta emoción había cruzado el viejo puente de los peregrinos, y otra desde Burgos, en la que comparaba su catedral con la de Colonia. Una tercera tarjeta postal quedó en la mochila pendiente de ser enviada.

Una pierna se le había dormido y estuvo a punto de caerse cuando se levantó para estirarla. Miró hacia atrás, y vio a lo lejos a un grupo de peregrinos que se acercaban por el camino. Se colocó la mochila a la espalda y se dispuso a continuar la marcha.

Lo que Wissermann no podía imaginar es que, si hubiera tardado una hora más en levantarse, habría presenciado la llegada de un grupo de guardias civiles que, tras confirmar que era allí conde había dormido aquella noche, identificaron, uno a uno, a todos los hombres de cierta edad que todavía permanecían en el albergue.

* * * *

La Guardia Civil perdió un tiempo precioso al comenzar la búsqueda del —tal como ya empezaba a llamarle la prensa— “Asesino de la Vía Láctea” pues, siguiendo las instrucciones del comandante Roncal, comenzaron su búsqueda poco después de medianoche en Nájera, al no encontrarle allí la continuaron en Azofra y Cirueña, hasta recalar en Santo Domingo a primera hora de la mañana. Allí había pasado la noche Klaus Wissermann, pero ya no estaba, por lo que la búsqueda debía comenzar de nuevo en los caminos que unían Santo Domingo de la Calzada con Belorado.

Aunque presumiblemente Wissermann iba andando, no sabían cuanta delantera les llevaba, pero, por la hora en que abrió sus puertas el albergue por la mañana, el sargento que mandaba la dotación calculó que un hombre de la edad de Klaus Wissermann, cargado con una pesada mochila, no podría haber llegado más allá de Grañón, pueblo situado a poco más de seis kilómetros de Santo Domingo de la Calzada.

No obstante, en este tramo, todas las sendas por donde transcurría el Camino eran transitables para vehículos todo terreno, por lo que, tras una rápida consulta a sus superiores, envió a uno de los vehículos a que siguiera el trazado jacobeo pidiendo la documentación a todos los peregrinos cuya descripción se ajustara a la que les habían facilitado los de la Comandancia de Zaragoza, y él mismo, en el otro vehículo, acompañado por dos guardias, se dirigió a Grañón, donde se apostó en la entrada del pueblo.

No eran muchos los peregrinos que se veían a esas horas. A veces venían en pequeños grupos de dos o tres personas, pero, en la mayoría de ocasiones, eran caminantes solitarios los que cruzaban el control establecido. A las mujeres y a los hombres jóvenes les dejaban pasar sin más, pero los hombres de más de cincuenta años eran sistemáticamente identificados.

Antes de una hora se juntaron los dos vehículos de la Guardia Civil sin que el sospechoso hubiera sido localizado.

El sargento escupió al suelo, pensativo, y exclamó algunas interjecciones incomprensibles. Ya contaba con las felicitaciones que recibiría de sus superiores por la detención del “Asesino de la Vía Láctea”, con ver su nombre en los periódicos, y se sintió frustrado y herido en su amor propio. Se había dejado llevar por la idea de que el sospechoso era un hombre mayor, un jubilado, al que sería fácil encontrar y detener. No había contado con que Wissermann, a pesar de tener los sesenta y cinco años cumplidos, era un hombre fuerte, de complexión atlética, capaz de caminar a fuerte ritmo durante horas, y que, en aquellos momentos, les llevaba varios kilómetros de ventaja.

—Quizá disponga de un coche para desplazarse —musitó el sargento, consciente de que había perdido la posibilidad de conseguir su minuto de gloria, porque tan pronto diera el parte de su momentáneo fracaso, alguien de más graduación sería puesto al frente del operativo.

—Si el sospechoso ha dormido hoy en Santo Domingo de la Calzada, ¿dónde cree usted que parará para descansar esta noche? —preguntó su superior cuando le puso al corriente de la situación.

El sargento reflexionó durante unos instantes. La lógica le decía que el albergue elegido debería ser en Belorado, ya en la provincia de Burgos, y allí también había cuartel de la Guardia Civil, por lo que serían ellos los que se ocuparan del asunto.

—Belorado está a veintitrés kilómetros, y después vienen los Montes de Oca —dijo—. Lo lógico es que duerma en Belorado.

—¿Dónde está usted ahora?

—En Grañón —respondió el sargento.

Su interlocutor tardó algunos segundos en responder, por lo que el sargento dedujo que estaba consultando un mapa de la zona.

—Daré parte al cuartel de Belorado para que instale un control a la entrada del pueblo —dijo por fin—. Usted siga con un vehículo por el camino, e identifique a todos los que le resulten sospechosos. Si tenemos suerte le cogeremos antes de llegar a su destino.

El sargento se apresuró a cumplir las órdenes y, acompañado por dos guardias, continuó en uno de los todoterreno hacia el pequeño pueblo de Redecilla del Camino, ya en la provincia de Burgos.

* * * *

Zaragoza

El comandante Roncal esperaba en su despacho noticias sobre la detención de Wissermann. Miró el reloj, nervioso. Eran las nueve y media de la mañana y el teléfono seguía sin sonar.

Había dado por hecho que Klaus Wissermann sería atrapado en las primeras horas de la mañana, no porque el alemán no supiera esconderse y pasar desapercibido de un pueblo a otro, sino por todo lo contrario, porque había venido al Camino para cumplir su destino, vengar la muerte de su hija.

Por alguna extraña razón que Roncal no llegaba a comprender, Wissermann había hecho culpable de la desaparición de Kristin a los cinco jóvenes que aparecían con ella en la que seguramente fue su última foto. Quizá, tal como le había dicho a Gerardo Alonso en Hannover, su primera intención fue localizarles para hablar con ellos sobre Kristin, para intentar reconstruir los últimos días de la chica y así llegar a comprender lo que había pasado, pero, en algún momento, su mente enferma tuvo la certeza de que eran culpables, y tomó la decisión de eliminarlos. Hasta ahí todo encajaba, pero, una vez descubierto su nombre y dirección, lo más fácil habría sido matarles en Madrid, Sevilla o Valencia. ¿Por qué en el Camino? ¿Y cómo consiguió atraerles hasta allí?

Escuchó unos toques en la puerta del despacho. Era el brigada Fernández, que entró y le dejó sobre la mesa un par de folios impresos.

—El informe urgente que había pedido a la policía alemana —dijo. Roncal había olvidado que el día anterior lo había solicitado para intentar saber cómo era el hombre al que se iba a enfrentar, quien era Klaus Wissermann—. Llegó esta mañana a primera hora, pero venía en alemán, así que lo envié al servicio de traducción en Madrid.

—Bien hecho. Gracias, Fernández —dijo—. Vamos a ver qué dicen los alemanes.

No era mucho, según pudo comprobar en apenas unos segundos —poco más de un folio mecanografiado, y una foto de Klaus Wissermann—, pero teniendo en cuenta que había sido hecho en pocas horas, disponía, además de una foto reciente del sospechoso, de material suficiente para empezar los interrogatorios. Miró otra vez el reloj. Por primera vez pensó que quizá había sido demasiado confiado, y que Klaus Wissermann no se iba a dejar coger con tanta facilidad como él pensaba.

Empezó a leer los papeles:

“Informe solicitado por la policía española a través de INTERPOL. Klaus Wissermann, de 65 años de edad, domiciliado en Hannover, en el número 6 de Fundstrasse. Jubilado recientemente en la fábrica de galletas Bahlsen, de la misma ciudad, donde trabajó como químico durante 37 años. En los últimos años (algunos vecinos apuntan que desde que murió su hija en el extranjero, en extrañas circunstancias) se volvió cada vez más incomunicativo y apenas se relacionaba con nadie. Falta de su domicilio desde el 17 de marzo, fecha en la que se le vio por última vez en la Estación Central de Hannover, tomando un tren con dirección a París, Francia.

No hay antecedentes, ni siquiera por infracciones de tráfico, y la opinión de sus antiguos jefes y compañeros es de que se trata de un hombre que estaba volcado en su trabajo, y extremadamente metódico en sus costumbres...”.

El informe seguía con similares comentarios sobre los intachables hábitos de Wissermann y su vida ordenada. Indudablemente, a la vista de aquel informe, la policía alemana no terminaba de entender el interés que mostraba la española por un hombre tan gris y organizado como Klaus Wissermann.

Miró la foto, sin duda de cuando renovó su documentación por última vez. Le mostraba como un hombre apuesto, incluso guapo, pero había algo en su mirada —miraba fijamente a la cámara, como si estuviera mirando a una persona a los ojos— que impresionó a Roncal. Se quedó mirando la foto durante varios segundos, esperando descubrir qué era lo que había en la mirada de Wissermann que tanto le había llamado la atención. Era la primera vez que el comandante Roncal veía el rostro del hombre sobre el que caían todas las sospechas de ser “el asesino de la Vía Láctea”, y se preguntó cuanto tiempo tardarían los periódicos en publicar la foto.

De pronto vio, en una esquina de la mesa, la carpetilla azul que el brigada Fernández había traído la noche anterior. En cierto modo, el informe que contenía sobre el suicidio de la ciudadana alemana Kristin Wissermann, realizado diez años atrás por la Guardia Civil de Ponferrada, era el origen de la investigación que le traía de cabeza desde hacía diez días, el antecedente necesario de los tres asesinatos que se había producido en el Camino de Santiago en las dos últimas semanas. De forma mecánica cogió la carpetilla azul, extrajo el informe que había dentro, y comenzó a leerlo detenidamente, desde el principio. Le bastó leer unos párrafos para darse cuenta de que era uno de los peores informes que había leído en su vida, o por lo menos, uno de los peor investigados. Repasó rápidamente el contenido del mismo, y comprobó que constaba de una inicial denuncia de desaparición, interpuesta precisamente por Tomás Sánchez, tal como ya se había dado cuenta la noche anterior; el informe del responsable de los guardias que intervinieron en la búsqueda de la chica, y el hallazgo de su cadáver, donde por primera vez se apuntaba la hipótesis del suicidio; el informe de la autopsia, que se limitaba a señalar como causa de la muerte los golpes contra las rocas producidos como consecuencia de la caída por el pequeño precipicio a cuyos pies fue encontrada; y el informe final donde se daba carta de naturaleza a la hipótesis del suicidio apuntada en el informe de la búsqueda. Eso era todo. Prácticamente no se había realizado ningún tipo de investigación, y los documentos que tenía delante apuntaban a que los responsables habían actuado con una absoluta desgana.

El comandante Roncal se quedó perplejo y repasó nuevamente los documentos del dossier por si se le escapaba algún informe, pero no era así. Resopló incómodo. Sabía que, en la mayoría de los pueblos, los cuarteles de la Guardia Civil no contaban con los medios necesarios para realizar una investigación seria, y menos todavía diez años atrás. Esa era la única explicación que se le ocurría para justificar aquel desaguisado. Había dos fotos que la noche anterior había pasado por alto, una de un paraje rocoso en el que se elevaba un promontorio de unos quince metros —dedujo que se trataba del lugar donde había sido hallada la chica—, y otra del cadáver amoratado y lleno de magulladuras de Kristin Wissermann. Le costó reconocer, en aquel cuerpo inerte, a la chica que sonreía feliz junto a cinco amigos en la foto que había conservado David Rocafort.

Pensó entonces en la enorme casualidad de que la primera víctima hubiera sido precisamente el hombre que denunció entonces la desaparición de Kristin. Por qué Tomás Sánchez presentó la denuncia el mismo día de la desaparición de la chica, ¿sabía acaso que era inútil esperarla en el albergue, que nunca llegaría? Esa pregunta le llevó, inevitablemente, a otra más trascendental para el caso que estaba investigando: ¿Era posible que Klaus Wissermann hubiera tenido acceso a aquel informe?

Le sobresaltó el sonido estridente el teléfono. Era el teniente Mendizábal, que dijo con voz grave:

—Klaus Wissermann acaba de ser detenido.

Roncal miró su reloj. Era casi mediodía, y llevaba esperando esa llamada desde primera hora de la mañana.

—¿Ha opuesto resistencia? —preguntó, aunque estaba seguro de cual iba a ser la respuesta.

—No.

—¿Dónde ha sido?

—En Belorado.

—¿Sigue allí?

—He dado instrucciones de que lo trasladaran de inmediato aquí, a Zaragoza, para ser interrogado. Ya deben de estar en camino.

—Bien —dijo Roncal. Sus músculos se habían distendido y se sintió aliviado.

—Hay algo más —dijo el teniente Mendizábal cuando ya Roncal estaba a punto de colgar el teléfono—, al ser registrado se le encontró una foto idéntica a la que tenemos, y una relación de los nombres y direcciones de los cinco hombres que aparecen en la foto.

La información de que era conocedor del paradero de los cinco chicos que aparecían en la foto junto a su hija fue la prueba concluyente de que el alemán, además de tener la ocasión y un móvil, había tenido la posibilidad de acceder a los pobres desgraciados que acabaron convirtiéndose en víctimas. Aquello era definitivo. Klaus Wissermann era el “asesino de la Vía Láctea”. A tres de ellos ya no les importaba nada, pero todavía quedaban dos para contarlo. Pensó de pronto en Gerardo Alonso, para el que sería una liberación saber que Klaus Wissermann había sido detenido, y a continuación se preguntó quién sería el quinto hombre.

—¿Cree que deberíamos comunicárselo a Gerardo Alonso? —preguntó el teniente Mendizábal.

—Sí. No se preocupe por eso, yo lo haré. Teniente... ¿Por casualidad le han dicho el nombre y la dirección del quinto hombre?

—No, mi comandante. ¿Quiere que llame por teléfono al cuartel de Belorado y lo pregunte?

Tras una pausa que duró unos segundos pero que al teniente Mendizábal le pareció mucho más larga, respondió el comandante Roncal.

—No. En unas horas tendremos la lista completa en nuestro poder, y además, sea quien sea ése quinto hombre, ya no corre peligro —dijo, y añadió—: Buen trabajo, teniente. Avíseme tan pronto lleguen con el sospechoso, quiero proceder con el interrogatorio lo antes posible.

La conversación que tuvo a continuación el comandante Roncal con Gerardo Alonso fue breve. Se limitó a comunicarle la detención de Klaus Wissermann esa misma mañana.

—¿Va a ordenar que cese el dispositivo de vigilancia? —fue lo primero que preguntó el político que, por lo demás, se mostró bastante tranquilo.

Roncal no había pensado en ello, simplemente pretendía tranquilizarle con su llamada, por lo que, tras reflexionar durante unos segundos, dijo:

—Dejemos que las cosas sigan su curso. Una vez que Wissermann se haya confesado culpable, lo haremos.

Gerardo Alonso se mostró sorprendido, y preguntó:

—¿Quiere decir que es posible que no sea él el autor de los tres asesinatos?

—No, no —se apresuró a replicar el comandante Roncal—. Estoy seguro de que Klaus Wissermann es el asesino.

Se produjo un silencio espeso.

—Le agradezco su llamada, comandante. Le aseguro que estoy mucho más tranquilo ahora.

Sus palabras eran cortantes, y a Roncal le pareció detectar cierto tono despechado en ellas. ¿Qué había dicho que provocara el enfado del político? Roncal lo meditó apenas unos instantes, hasta que decidió que le daba absolutamente igual lo que pudiera pensar o decir el diputado Gerardo Alonso.

Después de colgar el aparato, estuvo a punto de llamar al coronel Quiñones para darle la buena nueva, pero desistió. Pensó que tan pronto lo supiera él —o el ministro—, estaría la noticia en todos los medios de comunicación, por lo que decidió no hacerlo hasta tener la confesión firmada del sospechoso. Después de todo sería cuestión de unas horas, porque su instinto le decía que aquel hombre, por el mismo motivo por el que se había dejado coger con tanta facilidad, estaba deseando de confesar sus crímenes.

* * * *

Belorado

Una hora antes, el sol había desaparecido oculto tras unas nubes que surgieron repentinamente en el horizonte y fueron, poco a poco, cubriendo el cielo. Comenzaron a caer finas gotas de lluvia y en pocos segundos llegó hasta la pituitaria de Klaus Wissermann el acre olor a tierra mojada. Cerró los ojos y aspiró profundamente para empaparse de él, y tuvo la sensación de hallarse de vuelta en el útero materno. Se sintió pleno de satisfacción y agradecido con la naturaleza. Fueron tan intensas las sensaciones, que Wissermann se paró en medio de la nada y, extendiendo los brazos en cruz, dejó que la lluvia cayera sobre su rostro.

Continuó su camino atravesando minúsculos pueblos como Castildelgado y Viloria, y de pronto, tal como ya le había sucedido unos días antes cerca de Viana, tuvo una extraña sensación de peligro. Miró hacia atrás y vio a los lejos, pequeñas como hormigas, las figuras de dos peregrinos, cubiertos con chubasqueros de vivos colores, que venían tras él. Trató de apartar de su mente los negros augurios y se recreó en el recuerdo de alguno de los momentos más emocionantes que había vivido desde que empezó el Camino. Comenzar a andar por la Rue d’Espagne hacia el sur, en una fría madrugada de marzo en Saint Jean Pied de Port, para enfrentarse a los impresionantes Pirineos, fue el primero de ellos. Cada imagen le traía el recuerdo de su hija, y se decía: “Kristin pisó estos mismos adoquines”, o, a la vista de los verdes prados pirenaicos, “Cómo debió gustarle a Kristin este paisaje”. El segundo fue en Puente la Reina, ante el puente de los peregrinos, al recordar la tarjeta postal que le envió Kristin, diez años atrás, describiendo la emoción que sintió al cruzarlo; y al día siguiente se enfrentaría a los Montes de Oca, uno de los parajes más solitarios, y en otro tiempo más peligrosos, del Camino. ¿Te acuerdas Kristin? ¿Te acuerdas del Cristo del Crucifijo, clavado sobre un madero con forma de pata de oca en Puente la Reina? Dicen que ese Cristo vino de Alemania, ¡qué coincidencia! Pensó en el juego de la oca ¿Era el río Oca, que brota en los Montes del mismo nombre, uno de los ríos que aparecen en el tablero del juego de la oca? Al día siguiente cruzaría el puente sobre el río Oca. “De puente a puente y tiro porque me da la corriente”, repitió mentalmente y no pudo evitar una sonrisa.

Se dio cuenta de que ya todo era posible, de que su mente, y su corazón, estaban abiertos a las ideas más peregrinas —otros dirían extravagantes—. Solamente llevaba diez días en el Camino, y ya tenía la sensación de haber entrado en otra dimensión, otra dimensión en la que todo era posible, un universo primitivo y sencillo, movido únicamente por el ímpetu de alcanzar la siguiente montaña o cruzar el próximo río.

De pronto, cerca de Belorado, tras una curva del camino, vio a lo lejos un vehículo aparcado en el arcén y a tres hombres uniformados que miraban en su dirección. Tuvo la certeza de que era a él a quien esperaban. Hombres como aquellos fueron los que descubrieron el maltrecho cadáver de Kristin, y descubrió con sorpresa que eso ya no le enfurecía. Miró a su alrededor y comprendió que todo estaba previsto y que nada podía hacer por evitarlo.

Cuando llegó a la altura de los agentes, uno de ellos se dirigió a él en tono amable, pero seco:

—La documentación, por favor.

Wissermann se quitó la mochila de la espalda y la dejó en el suelo. Abrió la cremallera de unos de los bolsillos y extrajo una bolsa de plástico que contenía su documentación y otros papeles. Le entregó el pasaporte al guardia, que lo abrió por la primera hoja. El movimiento de sus párpados fue imperceptible. Tras leer el nombre: Klaus Wissermann, miró la foto y después al peregrino que tenía delante, y se quedó paralizado por la sorpresa y el miedo. Sus compañeros comprendieron que algo sucedía, y se acercaron.

—¿Es usted Klaus Wissermann? —preguntó entonces el guardia con todos los músculos del cuerpo tensionados.

—Sí.

La respuesta del alemán sonó, a los oídos de los guardias, como una alarma, y se lanzaron sobre él para inmovilizarle.

—Queda usted detenido —dijo el sargento, que le agarraba por detrás.

—¿Por qué? —preguntó Wissermann sin oponer ninguna resistencia.

Los guardias no le respondieron. Le hicieron entrar a empellones en el vehículo.

—La mochila —dijo Wissermann señalando su bolsa, que había quedado abandonada en el suelo.

Uno de los guardias la recogió, lanzándola a la parte trasera del vehículo, y partieron a toda velocidad hacia el cuartel de Belorado.

* * * *

Comandancia de la Guardia Civil

Zaragoza

El sospechoso llegó a la Comandancia de la Guardia Civil de Zaragoza pocos minutos después de las tres de la tarde. El comandante Roncal dio instrucciones de que le dieran de comer y le permitieran después descansar un rato antes de proceder a interrogarle.

Mientras tanto, el comandante Roncal, ayudado por el brigada Fernández, se dedicó a examinar las pertenencias de Wissermann. Buscaba algún objeto que pudiera relacionar directamente al alemán con los asesinatos. Imaginaba que no sería tan estúpido de llevar en la mochila agujas como las que había utilizado para atravesar el corazón de Tomás Sánchez y de David Rocafort, pero sí la navaja —los peregrinos suelen llevar una navaja en la mochila—. La navaja resultó ser una multiusos con una hoja de poco filo y dudosa eficacia para cortar la yugular a alguien, aún así ordenó que la enviaran al laboratorio para buscar posibles restos de sangre.

El papel con información sobre los acompañantes en la foto de su hija se la entregaron en un sobre aparte, junto con la documentación del sospechoso. Al leerlo descubrió que el quinto hombre se llamaba José Luís Jiménez, y vivía en Zaragoza. Roncal soltó un exabrupto al leer la dirección y comprobar que su casa estaba apenas a quinientos metros de la Comandancia.

Aunque ya no era un asunto urgente, se sintió con la obligación de poner a José Luís Jiménez al tanto de la situación. Miró su reloj y pensó que tenía tiempo de hablar con él antes de la hora prevista para el inicio del interrogatorio a Klaus Wissermann; además, fuera cual fuera su profesión, sería fácil hallarle a esa hora en casa, así que decidió no perder el tiempo y se encaminó hacia la dirección que tenía del último de los que figuraban en la foto junto a Kristin Wissermann.

Caminó a paso rápido hasta el número 2 de la cercana calle de Bilbao, y llamó al timbre. Al cabo de un instante escuchó por el interfono la voz de una mujer preguntando quién era.

—Perdone, señora, quería hablar con José Luís Jiménez —dijo Roncal.

El interfono enmudeció y durante unos instantes Roncal pensó que la mujer lo había apagado. Por fin, la misma voz de antes, preguntó:

—¿Quién es usted? ¿Para qué quiere hablar con José Luís Jiménez?

—Soy el comandante Roncal, de la Guardia Civil.

—¿Y para qué quiere hablar con mi marido? —insistió la mujer.

—Es importante, señora, que hable cuanto antes con su marido. ¿Está él en casa?

Tras unos instantes de incertidumbre, pidió la mujer:

—Acerque su documentación a la cámara del video portero.

Roncal, extrañado ante tanta precaución por parte de la mujer, sacó su acreditación de la Guardia Civil y la acercó a la cámara de forma que la mujer pudiera leerla.

—Suba, por favor —dijo la mujer al cabo de unos segundos, y escuchó el ruido metálico del pestillo al abrirse la puerta.

Roncal entró y subió en el ascensor hasta el quinto piso. La mujer le esperaba en la entrada de su piso, con la puerta abierta, y, tras estrechar su mano, le hizo pasar al salón.

—Yo soy Pilar —dijo presentándose. Un chico de unos dieciocho años apareció en el salón y se sentó junto a la mujer—, y él es mi hijo, José Luís, como su padre.

Al comandante Roncal le sorprendió la edad de la mujer y, sobre todo, la del hijo. La otras víctimas tenían todas alrededor de treinta y cinco años, y, aunque sabía por la foto que uno de ellos era bastante mayor que los demás, no se había imaginado que pudiera tener un hijo ya adulto.

—¿Para qué quiere hablar con mi marido? —volvió a preguntar la mujer.

—¿No está él en casa?

La mujer inspiró hondo, estrechó la mano de su hijo, y dijo:

—A mi marido le enterramos ayer.

La noticia dejó a Roncal sin saber cómo reaccionar. ¿Muerto? ¿Cómo era posible? Y de pronto pensó en la posibilidad de que hubiera fallecido de muerte natural, y preguntó:

—¿Cuándo y cómo ha muerto su marido?

La mujer volvió a suspirar.

—Anteayer, a mediodía, cuando volvía a casa del trabajo, le atracaron en la Plaza de los Sitios, se debió resistir y le dieron varios navajazos en el pecho.

—¿Han atrapado al asesino?

—No. Debió suceder en un instante, porque nadie lo vio. Encontraron a mi marido tirado en el suelo, moribundo, y le habían robado la cartera.

—Entonces, ¿la policía está segura de que su marido murió víctima de un atraco?

La mujer le miró sorprendida.

—Si, claro —respondió—. Le robaron la cartera.

—¿Quién le encontró?

—Parece ser que fue un empleado de banca que pasó por allí unos minutos más tarde, pero, según nos dijo la policía, ese hombre no vio al agresor —respondió en esta ocasión el hijo.

Preguntó Roncal:

—¿Hay algo más que deba saber sobre la muerte de su marido? Cualquier detalle, por insignificante que pueda parecer.

Pilar y su hijo se miraron brevemente. No sabían qué era lo que el comandante de la Guardia Civil esperaba que le dijeran. De pronto la mujer, como si acabara de recordarlo, dijo:

—Nos dijo la policía que mi marido susurró algo al hombre que le encontró.

—¿Qué fue lo que le dijo?

La mujer y el hijo volvieron a mirarse.

—No lo recuerdo, era una palabra ininteligible, y desde luego no significaba nada.

—Mandarín —dijo el hijo.

—Sí, Mandarín —afirmó la mujer—. La repitió dos veces y después murió. Pero el hombre que le encontró sin duda le entendió mal.

—¿Mandarín? —repitió Roncal asombrado—. ¿Como un mandarín chino?

La mujer se encogió de hombros.

—¿Y esa palabra, o una similar, no significaba nada para ustedes? —insistió Roncal.

—Ya le hemos dicho que no —respondió la mujer, molesta.

—Es muy raro —musitó Roncal.

La mujer se envaró en el sofá, y dijo:

—No me ha dicho usted por qué quería hablar con mi marido.

—Su marido fue al Camino de Santiago hace diez años, ¿no es cierto?

La mujer le miró cada vez más sorprendida.

—Sí —respondió—, ¿cómo lo sabe?

El comandante Roncal sacó la fotografía del bolsillo interior de su chaqueta, y tras mirar brevemente los sonrientes rostros del papel —ya sólo quedaba uno de ellos con vida, pensó—, se la pasó a la mujer.

—¿Había visto antes ésta foto? —preguntó Roncal.

La mujer miró la foto durante unos segundos, y negó con la cabeza.

—No —dijo, y preguntó—: ¿Quiénes son los que están junto a mi marido?

—Gente que conoció su marido haciendo el Camino —respondió Roncal, y añadió en tono solemne—: Todos, menos uno de ellos que cuenta con protección de la Guardia Civil, están muertos.

La noticia impresionó enormemente a la mujer, que preguntó:

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que excepto la chica, que se suicidó hace diez años, poco después de hacerse ésta foto, los demás han sido asesinados en los últimos diez días.

La mujer parecía no entender nada, y balbuceó:

—Pero a mi marido lo atracaron...

—Su marido fue asesinado —la interrumpió Roncal—. Pienso que le quitaron la cartera para simular un atraco.

—No puede ser —afirmó incrédula la mujer—. Mi marido era una buena persona, y en su vida había hecho daño a nadie.

—No lo dudo, pero a veces no basta no haber hecho nunca daño a nadie para librarse de tener enemigos.

Había una idea que le martilleaba la cabeza desde que escuchó de labios de la mujer que su marido estaba muerto, y era que, de alguna forma, ésta muerte rompía el modo de operar del asesino, y eso era algo que no solía ocurrir en los casos de asesinos múltiples. Wissermann —tenía que ser Wissermann—, había matado a tres hombres en pleno Camino de Santiago, él mismo estaba en el Camino. Ése era el escenario elegido por el asesino para cometer sus crímenes. ¿Por qué en ésta ocasión había obrado distinto? Volvió a pensar en Wissermann y en la escala de tiempo.

—Me ha dicho que a su marido le mataron anteayer, o sea, el día 27, jueves.

—Así es —dijo la mujer.

Roncal hizo cuentas, sabía que Klaus Wissermann había dormido la noche del 25 en Navarrete, el día 26 durmió en Nájera, y el 27 en Santo Domingo de la Calzada, pero no había testigos que le hubieran visto caminando entre un pueblo y otro. Por lo tanto, igual que el día 26 pudo retroceder desde Navarrete hasta Viana para matar a Marín Calero, podría haber ido en la mañana del 27 desde Nájera hasta Zaragoza, cometer el crimen, y volver para dormir en Santo Domingo de la Calzada. A pesar de todo, la idea de que el asesinato de José Luís Jiménez se había cometido en un escenario equivocado no se le iba de la cabeza.

—Dígame, ¿por casualidad su marido tenía previsto ir por estos días al Camino de Santiago?

—¿Cómo lo sabe?

La mujer estaba realmente sorprendida de que Roncal tuviera conocimiento de las intenciones de su marido, pero éste, en lugar de responder, continuó preguntando.

—¿Cuándo tenía previsto ir?

—Creo que el día 24, o el 25 de éste mes, no estoy segura. Iba a ir por dos o tres días, me dijo, con unos amigos. Quizá si hubiera ido...

Roncal no quiso desengañar a la mujer, decirle que su marido estaba condenado a muerte, y que era precisamente en el Camino donde estaba previsto cumplir la sentencia.

—¿Por qué no fue al final?

—No lo sé. Un día me dijo simplemente que no iba a ir. No pregunté por qué, pensé que sus amigos no podían ir, yo que sé...

—¿Y cuando fue eso?

—Espere —dijo la mujer—, fue el sábado antes de cuando tenía previsto ir.

—El día 22, entonces —apuntó Roncal.

—Sí, sería el sábado 22 —confirmó la mujer.

—¿Estaba su marido esos días nervioso o preocupado?

—Nno —negó la mujer con reservas—. Pero cuando el sábado me dijo que no iba a ir, sí estaba enfadado, muy enfadado, supuse que con sus amigos por haberle dejado tirado.

La conversación había terminado y Roncal hizo el gesto de levantarse, pero la mujer le detuvo con un gesto, y preguntó:

—Comandante...., perdone pero olvidé su nombre.

—Roncal.

—Comandante Roncal —repitió la mujer—. ¿Por qué fue asesinado mi marido?

La mujer le estaba mirando fijamente a los ojos, con la mirada firme de quien exige saber.

—Todavía no lo sabemos con exactitud —respondió Roncal.

—¿Quién le ha matado? —volvió a preguntar la mujer.

—Hay un detenido, un alemán, que casi con toda seguridad es el asesino, pero aún no ha confesado.

—¿Por qué cree usted que fue asesinado mi marido? —insistió la mujer, aunque ahora recababa su opinión personal.

Roncal sopesó si dar a la mujer la opinión que tenía sobre el caso. Sabía de sobra que lo que las víctimas demandan son verdades, no opiniones más o menos fundamentadas, y alguna vez había tenido problemas con familiares que dieron por hecho lo que para él no eran más que conjeturas, pero había algo que Roncal no podía evitar, y era un cierto sentimiento de deuda con las víctimas, como si él mismo tuviera alguna responsabilidad en ello.

—La chica de la foto se suicidó hace diez años. Todos ellos —dijo señalando a la foto— se habían conocido unos días antes, pero el padre de la chica, de alguna manera, les culpa a ellos de lo que pasó. Más bien pienso que se culpa a sí mismo, y proyecta ese sentimiento de culpa hacia quien cree que estaba más cerca de ella esos días, y no la ayudó.

—Antes ha dicho que uno de ellos está protegido por la Guardia Civil, ¿por qué no protegieron a mi marido también? —preguntó la mujer con rabia.

—Hasta esta mañana no hemos sabido el nombre de su marido. Precisamente vine para advertirle.

—¿Y me ha dicho que ahora está detenido el sospechoso? —preguntó la mujer.

—Sí. Ha sido detenido ésta mañana y ahora está aquí, en Zaragoza, en la Comandancia, esperando para ser interrogado.

—¿Cómo se llama?

—Wissermann, Klaus Wissermann.

Al salir de la casa, todavía en el portal, el comandante Roncal llamó al brigada Fernández, que había quedado en el despacho, y le pidió que llamara inmediatamente a la policía para averiguar si, junto al cadáver del hombre que murió hacía dos días en un robo con violencia en la Plaza de los Sitios, habían encontrado una cartulina con un dibujo.

Cuando el brigada Fernández oyó mencionar la carta con el dibujo supo de qué se trataba, ¡pero Zaragoza no estaba en el Camino de Santiago! El comandante Roncal percibió que Fernández se mordía la lengua para hacerle algunas preguntas, así que le apremió:

—Fernández, llame inmediatamente a la policía. Es muy urgente. Pregúnteles, y me llama, estoy esperando —dijo.

Apenas transcurrieron cinco minutos cuando el brigada Fernández le devolvió la llamada con la respuesta a su pregunta:

—Mi comandante, la policía dice que no encontró nada junto al cadáver de José Luís Jiménez.

Se produjo un silencio. Fernández percibió la decepción en el mutismo de Roncal, y dijo:

—Mi comandante, ¿sigue ahí?

—Sí, sigo aquí. Voy para la Comandancia.

—Digo yo que los policías de Zaragoza no saben nada de nuestro caso, y por lo tanto no saben que nuestro asesino deja una tarjeta de visita.

—¿Qué insinúa, Fernández? —preguntó Roncal nervioso.

—Digo que si había una carta, igual sigue por allí.

—¿Ha preguntado donde cayó muerta la víctima?

—En el centro, junto al monumento.

—Gracias, Fernández —dijo Roncal, y colgó el teléfono.

La Plaza de los Sitios no estaba lejos de allí. Dando un pequeño rodeo podía ir a echar un vistazo, y estar de vuelta en la Comandancia para empezar el interrogatorio de Wissermann. No lo pensó dos veces, se dirigió lo más rápido que pudo a la Plaza, a donde llegó al cabo de unos minutos. La plaza tenía forma rectangular, y estaba presidida en su centro por un hermoso monumento a los Sitios de la ciudad. Observó que no había demasiado arbolado, lo que la hacía un lugar poco adecuado para cometer un asesinato premeditado, ya que podría ser fácilmente visto desde las casas de alrededor de la plaza. Se dirigió al centro y dio un par de vueltas por el círculo que rodea el monumento mirando por todos los rincones en los que se pudiera haber perdido la cartulina, pero fue inútil. Ya iba a iniciar el camino de vuelta a la Comandancia, cuando se le ocurrió, como último recurso, mirar en la parte interior del seto bajo que rodeaba la zona ajardinada central. Apenas había andado unos pasos, cuando vio, enmarañada entre las ramas del seto, una carta blanca. El corazón le dio un vuelco cuando se inclinó para recogerla y supo, por el tamaño y forma de la carta, que era idéntica a las otras tres que estaban en su despacho. Cuando le dio la vuelta, el tridente y la estrella solitaria le confirmaron que era la tarjeta del asesino.

Roncal regresó a la Comandancia en un estado de máxima excitación, y él mismo llamó al Comisario Jefe de la Policía de Zaragoza. Tras presentarse y explicar brevemente el caso en el que estaba trabajando —a lo que, para disgusto de Roncal, el comisario exclamó con regocijo: “¡Ah, el caso del asesino de la Vía Láctea!”—, le pidió detalles sobre el crimen cometido en la Plaza de los Sitios dos días atrás.

—¿Piensas que el crimen de José Luís Jiménez puede estar relacionado con los otros crímenes? —preguntó el comisario.

—Es una posibilidad —se limitó a responder Roncal, que de momento prefería no hablar de la carta que había encontrado en el escenario del crimen.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—He hablado con la familia de la víctima, me ha dicho la esposa que su marido, instantes antes de morir, pronunció unas palabras...

—¿Quieres saber exactamente qué es lo que declaró el hombre que le encontró?

—Te lo agradecería mucho —repuso Roncal.

—Espera un momento.

El comisario se ausentó durante unos minutos durante los cuales Roncal garabateó una y otra vez en un papel el tridente y la estrella que eran la firma del asesino, hasta que escuchó de nuevo la voz del policía:

—Te leo textualmente —dijo, y comenzó a leer lo que Roncal interpretó era la declaración del hombre que había hallado el cuerpo ensangrentado de José Luís Jiménez en la Plaza de los Sitios—: “...entonces, tuve la sensación de que el hombre que había en el suelo, en medio de un gran charco de sangre, quería decirme algo. Me agaché junto a él y entonces me agarró fuerte de la solapa de la chaqueta y tiró fuerte, la verdad es que me asusté un poco, su voz era casi un susurro, y me dijo algo así como “Mandarín”, repitió otra vez esa palabra, y cayó muerto”. —Tras una breve pausa, continuó el comisario—: Le pregunté si estaba seguro de que era ésa la palabra que había escuchado, y me dijo que no, que eso es lo que a él le pareció escuchar, pero que no estaba seguro de que hubiera sido otra palabra u otra parecida. La mujer de la víctima me dijo que no...

—Sé lo que dice la mujer de la víctima —le interrumpió Roncal.

—¿Qué significa “Mandarín”? —preguntó el comisario tras una larga pausa.

—No lo sé —respondió Roncal, y añadió pensativo—: Ojalá lo supiera.

* * * *

El interrogatorio de Klaus Wissermann dio comienzo exactamente a las 17:03 del 28 de Marzo, viernes, así al menos quedó registrado en la cinta en la que se grabó íntegramente el mismo.

Wissermann estaba sentado, solo, en la sala de interrogatorios, cuando entró el comandante Roncal. Se sentó frente a él y ambos se miraron a los ojos. Roncal estaba calibrando al asesino. Su mirada era firme, pero no retadora. Estaba sorprendentemente tranquilo, con una mirada limpia y fría, como si no tuviera nada que perder, o lo tuviera ya todo perdido. “Éste es el hombre al que he estado buscando los últimos diez días”, se dijo Roncal, “El asesino implacable de tres hombres cuyo único delito fue aparecer en una vieja foto”. En ése instante, el alemán emitió una leve sonrisa que desconcertó a Roncal. ¿Era un sarcasmo?

Por su parte, Wissermann lo que sentía en realidad era curiosidad por saber exactamente qué pretendía el hombre que iba a interrogarle. Su mirada era profunda. “Me está estudiando —se dijo— porque hay algo que no termina de entender. Si supiera que ya estoy muerto —al pensar esto no pudo evitar una ligera sonrisa— no perdería el tiempo conmigo”.

—Si lo desea, podemos facilitarle un intérprete —fueron las primeras palabras del comandante Roncal.

Klaus Wissermann denegó con la cabeza.

—No es necesario —respondió a pesar de que su español era muy deficiente.

—Bien —dijo Roncal. Sacó de su chaqueta la pequeña libreta de tapas negras que utilizaba para tomar notas, y buscó algunas de ellas entre sus páginas— Empecemos, pues. ¿Es usted el ciudadano alemán Klaus Wissermann? —preguntó con voz neutra.

—Sí.

—¿Vive en Hannover, en Fundstrasse número 6?

—Sí —volvió a responder el alemán.

—¿Estuvo usted en Saint Jean Pied de Port el día 19 de Marzo?

Klaus Wissermann hizo memoria durante unos segundos antes de responder:

—No. Fue el día 18 de Marzo cuando estuve en Saint Jean Pied de Port.

Roncal le miró incrédulo, y Wissermann añadió:

—El albergue estaba lleno, así que dormí en el Hotel des Remparts. Supongo que puede comprobarlo.

El comandante Roncal tomó unas notas en su libreta, y, sin decir nada, continuó:

—¿Dónde estaba usted el 19 de Marzo?

—En Roncesvalles.

—¿Durmió en el albergue? —preguntó.

—Sí.

Roncal disponía de la relación de peregrinos que habían pernoctado en el albergue de Roncesvalles la noche del 20 de Marzo, cuando se produjo el asesinato de David Rocafort. Esa misma mañana había comprobado que Klaus Wissermann no figuraba en la lista, pero sería muy fácil comprobar si estaba mintiendo. Carraspeó ligeramente, y dijo:

—Su hija, Kristin Wissermann, también hizo el Camino de Santiago hace diez años.

A Roncal le pareció que la mención de Kristin había sorprendido a su padre, que respondió:

—No quiero hablar de mi hija.

—Me temo que tendremos que hablar de ella, señor Wissermann.

El alemán no respondió, y, durante bastantes segundos, ambos permanecieron en silencio.

—Su hija se suicidó mientras lo hacía. En la montaña, cerca de Ponferrada, en León.

Wissermann no respondió, se limitó a hacer un movimiento afirmativo con la cabeza.

—¿Por qué está usted haciendo el Camino ahora? —preguntó de nuevo el comandante Roncal.

El alemán tardó varios segundos en responder.

—Creí que lo hacía por ella —dijo al fin—, por recordarla, por terminar lo que ella había empezado, pero estaba equivocado.

—¿Por qué cree que estaba equivocado?

—Porque, aún sin saberlo, lo necesitaba. ¿Sabe una cosa? Yo, durante estos días, he hablado más conmigo mismo que el resto de mi vida. Conmigo mismo y con... Dios —dijo, como si le costara pronunciar su nombre.

—¿Usted cree en Dios, señor Wissermann?

—En realidad, no —dijo tras meditar su respuesta durante unos instantes.

—Entonces, ¿por qué lo menciona?

—He comprendido que hay cosas que están por encima de nosotros, aunque la razón, sí, la razón —añadió ante un gesto de escepticismo de Roncal—, nos impida comprenderlas.

Durante los minutos siguientes Roncal le estuvo preguntando por fechas y lugares. No, no estuvo en Viana el miércoles. Pasó por allí el día anterior y esa noche durmió en el albergue de Navarrete. No conoce a Tomás Sánchez, David Rocarfot ni Martín Calero. Tampoco a José Luís Jiménez, y nunca ha estado en Zaragoza. Sí conoce a Gerardo Alonso. Le vio en Hannover unos meses atrás. Parece un buen chico, pero... ¿Pero qué?, pregunta Roncal, nada, nada en realidad.

Está tranquilo, y responde a todas las preguntas de su interrogador, pero cada vez que éste intenta volver a hablar de Kristin, de su apego emocional a ella, se pone en guardia. No va a hablar de su hija, repite, y entonces permanece un rato en el más absoluto de los silencios.

El comandante Roncal se siente fascinado por la personalidad esquizoide de Wissermann, tan pronto parece decidido a contarlo todo, como entra en un cerrado mutismo. Roncal está convencido de su culpabilidad, pero quiere saber por qué lo hizo.

Han pasado dos horas de interrogatorio, y de pronto el comandante Roncal le hace la pregunta clave:

—Señor Wissermann, ¿es usted un asesino?

Klaus Wissermann cierra los ojos y se produce la respuesta esperada:

—Sí.

Y ahora ya, Roncal lanzado a la carga.

—¿Reconoce usted haber matado a Tomás Sánchez, en Saint Jean Pied de Port; a David Rocafort, en Roncesvalles; a Martín Calero, en Viana, y a José Luís Jiménez, en Zaragoza?

Por primera vez Wissermann le mira con desprecio, y calla.

Roncal repite la pregunta, y Wissermann continúa callado. Está cansado. Podría pedir al teniente Mendizábal que continuara el interrogatorio y seguir una hora tras otra hasta que Klaus Wissermann cayera extenuado y se rindiera a sus preguntas, pero no era eso lo que pretendía. Quería una confesión clara y determinante, quería un cómo y un por qué, y sabía que Wissermann estaba deseando dársela aunque él quizá no lo supiera todavía.

Roncal mira la cámara que ha estado grabando todo y piensa: “Al menos existe un testimonio de que es él el asesino”, y decide suspender el interrogatorio.

—Está bien por hoy —dice—. Mañana continuaremos con el interrogatorio, descanse. Descanse —repite—, y mañana me contará todo lo que le atormenta.

Wissermann no dice nada, pero asiente con la cabeza.

Dos guardias se llevaron al detenido al calabozo. Los demás guardias que se encontraban por los pasillos, camino del calabozo, miraban a Klaus Wissermann con una mezcla de miedo y curiosidad. Se preguntaban si era humana aquella alimaña que había asesinado fríamente a cuatro hombres en los últimos días, se preguntaban qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos, y se apartaban a su paso.

El comandante Roncal fue directo a su despacho para llamar al coronel Quiñones, e informarle de las últimas novedades. Estaba cansado, con ese cansancio dulce que se produce cuando los músculos se distienden después de muchas horas de alerta. Se dejó caer en el sillón y miró el teléfono. Recordó entonces que un par de días atrás le había prometido a Amaya que la llamaría el fin de semana. Hoy era viernes, y —miró su reloj— las siete y media de la tarde. Deseaba verla, y no quería esperar al día siguiente. Marcó un número de teléfono, y esperó a escuchar la voz de Amaya al otro lado de la línea.

—¿Dígame?

—Hola —contestó él con voz ronca.

—¿Dónde estás?

—En la Comandancia, acabo de terminar un interrogatorio. —Y en un arranque, añadió—: Perdóname por no haberte llamado antes.

—No te preocupes, tu trabajo es lo primero —repuso ella, pero Roncal detectó cierta decepción en su voz. No se lo reprochaba, durante las últimas semanas había estado rehuyéndola de forma deliberada, exagerando sus ocupaciones o alegando diversas excusas, y dijo:

—Te compensaré, te lo prometo.

—Supongo que estarás muy cansado —apuntó ella.

En ésta ocasión era cierto, había sido un día de mucha tensión y necesitaba descansar, pero pensó en Amaya, en su sonrisa tierna, en su voz acariciadora, y se sintió mal consigo mismo por no ser capaz de apreciar la suerte que tenía.

—Sí, estoy muy cansado, pero necesito verte hoy. Tengo muchas ganas de verte, de abrazarte, y además, tenemos que hablar.

—¿Quieres que prepare algo para cenar? —preguntó Amaya.

Natalio Roncal pensó que para hablar lo que tenía que hablar con ella necesitaba intimidad, pero también un territorio neutral.

—No. Mejor salimos a cenar fuera. Tengo que hacer todavía un par de llamadas, y necesito afeitarme y una ducha, ¿te parece que te recoja a las nueve?

—Como quieras —dijo ella—.Te espero a las nueve. Hasta luego.

—Hasta luego —respondió él, y colgó.

La primera llamada fue al “Cachirulo”, un restaurante de las afueras que les gustaba mucho a los dos y al que acudían con cierta frecuencia, para reservar mesa para las nueve y media, y la segunda al coronel Quiñones, para darle cuenta del estado de cosas. Mientras marcaba el número se dio cuenta de que inconscientemente había estado retrasando esta llamada hasta el límite, porque sabía que la información que le tenía que facilitar, estaría pronto, por una vía o por otra, al alcance de los medios.

Después de seis o siete señales de llamada sin respuesta, estaba a punto de colgar el aparato cuando escuchó la voz del coronel Quiñones. Pareció alegrarse mucho por la llamada de Roncal. Tras algunos breves e insustanciales comentarios en los que el coronel Quiñones le estuvo contando cuan poco le apetecía viajar al día siguiente a Jaca con su familia, dijo de pronto:

—Pero dígame, Roncal, ¿cómo va nuestro asunto?

—Antes que nada debo decirle que, gracias a la detención de Klaus Wissermann, por fin hemos descubierto el nombre del integrante de la foto que nos faltaba por identificar.

Hizo una pausa, y el coronel Quiñones aprovechó para decir:

—Estupendo. ¿Cómo se llama?

—Se llamaba José Luís Jiménez —respondió Roncal.

—¿Se llamaba? —repitió como un eco el coronel Quiñones que, de pronto, vio que se podía ir al garete el éxito de la operación.

—Precisamente vivía aquí, en Zaragoza. Tan pronto hemos tenido la dirección, yo mismo he ido a su casa para hablar con él, y me he encontrado con que le enterraron ayer. Según la viuda, le atracaron anteayer en plena calle para robarle.

—¿Y usted cree que puede haber sido obra del mismo asesino? Me acaba de decir que murió en un robo.

—El brigada Fernández habló con la Policía Nacional para interesarse por el caso. Están buscando al ladrón, pero no tienen ninguna pista de quién puede ser. Pero nosotros sabemos que es el cuarto crimen del asesino.

—¿Por qué lo sabemos? ¡Roncal, no juegue conmigo y dígame de una puta vez todo lo que sabe! —farfulló enfurecido el coronel Quiñones.

—Porque he encontrado en la plaza donde fue asesinado una carta con la cruz en Y, y una estrella, idéntica a las que ya tenemos.

Se produjo un largo silencio, y Roncal intuyó que el coronel Quiñones se encontraba satisfecho.

—¿Ha confesado el alemán?

—Prácticamente, sí, mi coronel.

—¿Prácticamente? ¿Qué quiere decir eso de prácticamente? —preguntó el coronel en tono impertinente.

—Ésta tarde, en el primer interrogatorio, ha reconocido que es un asesino, pero no que haya matado a Tomás Sánchez y todos los demás. Todavía.

—¿Cuándo volverá a interrogarle?

—Mañana por la mañana —respondió Roncal—. Es un hombre cargado de culpa, estoy seguro que mañana se derrumbará.

—Eso espero —dijo—: Tan pronto tenga una confesión firmada, llámeme —y concluyó con una socarrona risita—: Será una buena excusa para regresar antes de Jaca.

* * * *

Aunque el día había sido templado, al anochecer las temperaturas bajaron considerablemente. A las 9 en punto recogió a Amaya en su casa, frente a los restos de las murallas romanas, y partieron hacia el restaurante.

No hablaron mucho durante el trayecto, ni tampoco durante la cena. Amaya mantenía una actitud expectante y reservada. Natalio Roncal le había dicho que había cosas que hablar y ella no estaba muy segura de querer escucharlas. “¿Por qué los hombres son tan cobardes cuando se trata de sentimientos?”, se preguntó mientras él le hablaba de una chica que se había suicidado muchos años atrás en algún perdido monte de León y ella simulaba prestarle atención.

—Pobre hombre —dijo ella cuando Roncal acabó su relato.

—¿Te refieres a Wissermann? —preguntó Roncal, extrañado.

—Sí.

—No me da lástima —respondió él—. Es un asesino.

—Sí, pero debe haber sido terrible vivir sabiendo que el asesino o los asesinos de tu hija siguen por ahí, como si no hubieran hecho nada.

—Te olvidas de que a la hija no la mataron, se suicidó. Y el único crimen de las víctimas fue aparecer en una foto con una chica a la que apenas conocían.

Amaya sonrió casi imperceptiblemente, y dijo:

—He llegado a la conclusión de que, casi siempre, la realidad es algo subjetivo, porque lo único que afecta al comportamiento de las personas es su realidad, lo que ellos piensan que ha pasado, no la realidad, porque para ellos, sencillamente, no existe.

—Las cosas son como son, y empeñarse en complicarlas no conduce a ningún sitio —repuso Roncal en tono molesto.

—¿Qué querías hablar conmigo? —le espetó de pronto Amaya.

La súbita pregunta de Amaya sorprendió a Roncal, que se revolvió incómodo en su silla.

—No es fácil —balbuceó tras una larga pausa.

—Sí lo es, si sabes lo que quieres decir —rebatió ella.

Tras un nuevo y largo silencio, un incómodo Roncal, dijo:

—Necesito tiempo. Básicamente es eso lo que quería decirte, que necesito tiempo. Que estoy muy a gusto contigo, que te echo de menos cuando estoy lejos, pero que me sigo acordando de ella.

Natalio Roncal había conocido a Amaya hacía algo más de un año, en un acto del Colegio de Abogados al que acudió en representación del Teniente Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Zaragoza. Había ido porque se lo ordenaron, y se encontró con que Amaya estaba en una situación parecida: había ido en representación del bufete de abogados en el que trabajaba. Congeniaron enseguida, y, cuando acabaron los discursos, se escabulleron a un local cercano para tomar una copa. Lo que iba a ser una simple copa, se convirtió en una cena, más copas hasta la madrugada, y una cita para el día siguiente. Poco a poco, de una manera imperceptible, la relación se fue haciendo más intensa, hasta que un día, de una manera completamente distinta a lo que había sentido por Elena, Natalio Roncal se dio cuenta de cuanto necesitaba a Amaya.

Ahora fue Amaya quien le miró con severidad.

—Hace casi un año que estamos viéndonos —dijo al fin—, y nunca te he exigido nada. Es normal que te acuerdes de ella, fue tu mujer, y la querías. Lo entiendo, y lo respeto, y entiendo también que necesites tiempo. Lo único que te pido es que me dejes ayudarte. Estar a tu lado. No te querría como te quiero si no siguieras recordando a Elena y al niño, pero yo no pretendo suplantar a Elena. Yo soy yo, y no sabes cuanto me duele cuando te escapas a tu refugio de Undués de Lerda y me dejas a un lado. ¿Te das cuenta de que nunca me has llevado allí? Tú nunca tienes en cuenta mis sentimientos, y a veces tengo la sensación de que me tratas como a una puta.

Natalio Roncal desvió su mirada porque la mirada punzante de ella le hacía daño, pero cómo explicarle que, en muchas ocasiones, necesitaba estar solo, rumiar la sensación de desamparo en que le dejó la muerte de Elena y de su pequeño hijo, y ahogar en ginebra su dolor. Pero Amaya estaba en lo cierto. Desde hacía años se estaba moviendo en un círculo vicioso del que no podía, o no sabía, escapar.

—Tienes razón —dijo—. Como siempre.

Amaya le cogió una mano a través de la mesa y, con una amplia y triste sonrisa, dijo:

—Lo sé.

La respuesta de Amaya pareció infundir ánimo a Natalio Roncal, que se enderezó en la silla.

—El caso de Wissermann acabará en unos días. Había pensado tomarme unos días de vacaciones la semana siguiente. ¿Te gustaría venir conmigo a Undués de Lerda?

Amaya sonrió satisfecha.

—No sé —remoloneó, coqueta—. ¿Qué es lo que me ofreces allí? —preguntó irónica.

—Además de una casa demasiado pequeña, y una cama demasiado dura, tranquilidad, y sexo; buena comida, y sexo; largos paseos por el monte, y sexo; y algo más que seguramente me dejo en el tintero.

—Ummmm. Tiene buena pinta. Creo que podré hacer un hueco en mi agenda.

Una vez que hubieron terminado de cenar, propuso Amaya ir a tomar una copa en algún local del centro.

—Mañana he de madrugar —advirtió Roncal—, y necesito estar lo más fresco posible.

—Bien, entonces vamos a mi casa.

La casa de Amaya era una casa amplia y lujosa, demasiado grande para una sola persona, y demasiado lujosa para alguien que ya no hacía de la ostentación un modo de vida, pero era el último resto del fracasado matrimonio de Amaya. De hecho la casa no era suya, sino de su ex marido —un conocido promotor inmobiliario de Zaragoza—, que, confiando en que ella volviera pronto a su Bilbao natal puesto que, desde su separación, ya nada la ataba a Zaragoza, se la cedió mientras ella mantuviera allí su residencia.

Al entrar en la casa, como cada vez que iban allí para hacer el amor, dijo Roncal:

—No me gusta venir aquí.

—Es mejor que tu estrecho apartamento en la Comandancia. ¿Cuándo vas a buscar un piso en el que no se entere tu jefe cuando lleves allí a una mujer?

Roncal rió, y pensó de pronto en el coronel Quiñones, que estaría al día siguiente pendiente del teléfono para volver rápidamente a Zaragoza.

—Pronto —dijo.

—Llevas diciendo eso desde que te conozco —le reprochó Amaya, pero nunca lo haces.

Roncal no contestó, pero Amaya tampoco esperaba que lo hiciera.

—¿Quieres una copa? —preguntó ella cuando llegaron al salón.

Roncal pensó con cuanto placer se tomaría en aquellos momentos un gin-tónic, pero el recuerdo del interrogatorio a Klaus Wissermann le hizo desistir —sabía que iba a ser un día decisivo en el caso, y necesitaba estar al cien por cien de sus facultades—. Además, estaba Amaya ante él, ofreciéndole su cuerpo y sus labios turbadores.

—No —contestó—. Te quiero a ti.

Hacía muchos días desde la última vez que se habían visto, y el deseo, antes inhibido por la inseguridad de ella y la angustia de él, estaba a flor de piel. Se abalanzaron el uno sobre el otro y dio comienzo la eterna batalla sin cuartel entre dos cuerpos que se atraen.

En pocos minutos la ropa de ambos, como los restos de una explosión, quedó esparcida por el salón, y Natalio Roncal acarició y besó todo el cuerpo de Amaya mientras ella, inmóvil, contenía la respiración con los ojos cerrados. La tomó después entre sus brazos y la condujo al dormitorio posándola sobre la cama con el mismo cuidado que si fuera el objeto más delicado del mundo.

Durante horas continuó la lucha de besos húmedos, cálidas caricias y arremetidas frenéticas, hasta que, extenuados, se durmieron uno abrazado al otro.

* * * *

29 de Marzo

Comandancia de la Guardia Civil

Zaragoza

La noche anterior, a eso de las diez, le habían traído algo para cenar y Klaus Wissermann aprovechó para pedir papel y algo con lo que escribir. No fue fácil convencer al guardia, pero al final le facilitó unos folios y un lápiz con la punta gastada.

Durante toda la noche había permanecido en silencio, sentado en el catre. Tenía la sensación de haber emprendido una carrera cuando dejó Hannover para empezar a caminar en Saint Jean Pied de Port, y estaba cansado. Se había impuesto la misión de averiguar, si es que todavía era posible, todo lo que había ocurrido en los días previos a la muerte de Kristin. Para ello, sin reparar en gastos, había conseguido los nombres y direcciones de todos los que aparecían en la que fue, probablemente, su última foto. Quería hablar con todos ellos y conseguir, como fuera, que le contaran la verdad. Pero antes —era su homenaje particular— tenía que concluir lo que ella había empezado. Pero ya nada tenía sentido. La sensación de que el tiempo se estaba agotando le fue invadiendo poco a poco mientras caminaba entre los retorcidos viñedos de La Rioja. Esa tarde, mientras soportaba la mirada acusadora de aquel hombre que le preguntaba por Kristin, supo que todo había terminado. En cierto modo fue un alivio. Si era cierto que había otra vida —por primera vez en su vida, deseaba fervientemente que así fuera—, allí se encontraría con su querida Kristin. Si no, al menos, descansaría por fin.

Era ya de madrugada cuando se animó a tomar el lápiz y plasmar su mensaje en el papel. Durante más de una hora escribió bajo la débil luz de la luna que se colaba por el ventanuco enrejado de la celda, al terminar dobló los folios y escribió en la solapa: Für Kommandant Roncal.

Después rompió la sábana con los dientes y una de las mitades la enrolló a modo de cuerda, anudó un extremo a la reja de la pequeña ventana que daba a un patio de luz, se subió sobre el catre y anudó el otro extremo a su cuello, miró a la ventana desde la que no pudo ver nada, pensó en Kristin, y saltó.

* * * *

Un lejano zumbido despertó a Roncal, que, instintivamente miró su reloj: eran las siete y veintidós minutos de la mañana, y el zumbido era el tono de su teléfono móvil. El recuerdo de lo que le esperaba esa mañana, y la idea de que ya debería estar en la Comandancia, hicieron que el sueño desapareciera súbitamente. Se levantó de un salto y, desnudo, corrió hasta el salón. Buscó el aparato entre su ropa desperdigada por el suelo, y contestó apresurado:

—¿Sí?

—Buenos días, comandante. Soy el teniente Mendizábal.

—Sí, le he reconocido. Dígame qué pasa —ordenó en tono seco.

—Hace media hora que estoy llamándole sin parar —añadió el teniente.

—Estaba en la ducha —se disculpó Roncal.

—Tiene que venir inmediatamente a la Comandancia, ha ocurrido algo...

—Teniente, no se ande con rodeos y dígame de una puta vez qué es lo que pasa.

—Esta mañana, cuando el guardia ha ido a despertar al detenido...

—¿Se refiere a Wissermann? —le interrumpió Roncal.

—Sí. Cuando han ido a despertarle, le han encontrado muerto.

—¿Muerto? —repitió incrédulo Roncal,

E iba a preguntar si había sufrido un infarto, cuando Mendizábal, continuó:

—Se ha suicidado.

Si el anuncio de la muerte de Klaus Wissermann había sorprendido a Roncal, el hecho de que hubiera sido por suicidio le dejó anonadado.

—Pero... —balbuceó Roncal—, ¿cómo ha sucedido?

—Se colgó con un jirón de la sábana. Pero hay algo más, mi comandante... Ha dejado una carta para usted.

—¿Lo sabe ya el coronel Quiñones? —preguntó Roncal.

—No, mi comandante, pensé que le gustaría a usted ser quien se lo dijera.

“¡Muy listo!”, pensó Roncal, “me deja el muerto y aún se supone que debo agradecérselo”.

—Voy inmediatamente a la Comandancia —se limitó a decir, y cortó la comunicación.

Recogió su ropa del suelo y volvió al dormitorio para vestirse. Encontró a Amaya desperezándose en la cama.

—¿Algún problema? —preguntó ella.

—Todo es un problema —respondió Roncal, malhumorado, y comenzó a vestirse.

—¿No te duchas?

—No tengo tiempo. Wissermann, el hombre del que te hablé ayer, se ha suicidado.

—¡Dios mío! —exclamó Amaya—. Eso quiere decir que tú tenías razón, y es culpable, ¿verdad?

—Eso solo quiere decir que, por la razón que fuera, ya no quería vivir.

Roncal terminó de vestirse y, antes de salir de la habitación, se inclinó sobre la cama y dio un ligero beso en los labios a Amaya.

—Te llamaré cuando pueda —dijo.

—Te quiero —susurró ella a su oído.

Veinte minutos después, tras aparcar el coche en el garaje de la Comandancia, Roncal subió en el ascensor hasta la primera planta, donde se hallaba su despacho. En la puerta estaban Mendizábal y el brigada Fernández, esperándole.

—El juez ha llegado hace unos minutos, y está procediendo al levantamiento del cadáver —apuntó el primero.

—Fernández, atienda los teléfonos y no comente absolutamente nada de esto hasta que preparemos una nota oficial —ordenó, y añadió—: Y si llama el coronel Quiñones, dígale que yo le llamaré enseguida.

Acto seguido, acompañado por el teniente Mendizábal, bajó las escaleras hasta la planta baja, donde estaban situados los calabozos. En ese momento sacaban en una camilla el cadáver de Wissermann cubierto por un lienzo blanco. El juez estaba dentro de la celda examinando detenidamente los nudos y disposición del trozo de sábana utilizado por el alemán para colgarse. Roncal fue directamente hacia él, y se presentó:

—Buenos días, señor juez. Soy el comandante Roncal —dijo alargando la mano.

El juez se la estrechó con frialdad, y preguntó.

—¿Es usted el que está a cargo de la investigación por la que estaba detenido... —consultó sus notas— Klaus Wissermann?

—Así es —respondió Roncal.

—El comandante Roncal.

—El mismo.

—¿Le había tomado ya declaración? —dijo refiriéndose a Wissermann.

—Sí, ayer por la tarde le tomé una primera declaración. Pensaba continuar esta mañana.

—¿Apreció indicios de que sufriera algún tipo de perturbación mental que pudiera conducir a lo que ha ocurrido?

—No.

—¿Hubo violencia?

—¿Qué insinúa? —respondió Roncal, muy molesto por la pregunta del juez.

—No insinúo —respondió éste—, sólo pregunto. Pero déjelo, no hace falta que me responda, la autopsia revelará todo lo que pasó, o no pasó, ayer.

Se hizo un incómodo silencio entre ambos, hasta que Roncal dijo:

—Me han dicho que había dejado una carta para mí.

—Sí —contestó el juez—, pero he de llevármela. Se la devolveré cuando todo esté aclarado.

Las cosas funcionaban así, y Roncal lo sabía, por lo que no cabía la protesta. Aún así insistió.

—Sólo me gustaría poder leerla, saber qué dice en ella.

—¿Entiende usted el alemán? —preguntó el juez.

—No.

—Entonces no podrá leerla, porque está escrita en alemán. No obstante —añadió el juez—, si le sirve de algo, le diré que, por lo que he podido entender, es una especie de testamento, le viene a pedir que haga algo por él.

—¿Qué, exactamente?

—Ya lo verá cuando le devuelva la carta.

Dijo el juez en tono cortante, como el que había mantenido durante todo el tiempo, y, sin despedirse, salió de la Comandancia.

Roncal volvió a su despacho despotricando por lo bajo contra el juez. ¿Acaso creía que por tener poder sobre los demás, estaba por encima del resto de los mortales?

—¿Alguna llamada, Fernández? —preguntó al brigada al pasar por delante de su mesa.

—Ninguna, mi comandante.

Tenía que informar al coronel Quiñones, y cuanto antes lo hiciera, mejor. Se encerró en su despacho y, sin pensarlo dos veces, marcó en su móvil el número de su superior y esperó a escuchar su voz.

—Buenos días, mi coronel —dijo entonces.

—Son las ocho —respondió Quiñones, extrañado por lo intempestivo de la llamada—. ¿Ya tiene la declaración del alemán?

—Tengo malas noticias, mi coronel.

Se produjo un largo silencio. Al coronel nunca le habían gustado las malas noticias. Según su catecismo, solo los fracasados o los ineptos daban malas noticias.

—Suéltelas de una vez —dijo de mal humor.

—El sospechoso se ha suicidado ésta madrugada.

Las palabras del comandante Roncal sonaron como una estampida en los oídos del coronel.

—¿Cómo ha sido? —preguntó conteniendo su ira.

—Desgarró una sábana y se colgó con ella.

—¿Ha dejado una confesión escrita?

—Sólo ha dejado una carta, dirigida a mí, pero al parecer no es una confesión.

—¿Al parecer? ¿Le he escuchado bien, Roncal? ¡Es una confesión, o no lo es! ¿Y qué es eso de que ha dejado una carta dirigida a usted? ¿Son amigos acaso? ¡Tendrá que explicar muchas cosas, Roncal!

—La carta estaba escrita en alemán, y se la ha llevado el juez. Pero, desde luego, no es una confesión.

—¡Salgo inmediatamente para Zaragoza, y por favor, no tome ninguna decisión sin consultarme previamente!

Roncal escuchó a continuación un exabrupto ininteligible, y se cortó la comunicación. Se desplomó en su sillón, y se preguntó qué es lo que había fallado. ¿Cómo no supo prever el riesgo de que Wissermann, después de haber cometido cuatro asesinatos, hiciera una locura?

Una hora después recibió una llamada del coronel Quiñones hecha desde el coche que le conducía a Zaragoza. No se le había pasado todavía el enfado, pero, por el tono de su voz, Roncal detectó que su nivel de irritación había descendido considerablemente.

—Roncal, usted me dijo que casi con toda seguridad el alemán era el asesino, ¿Lo sigue afirmando?

—Sí, mi coronel —respondió Roncal sin asomo de duda.

—Bien. He hablado con el ministro, y me ha pedido un informe sobre éste asunto que deje en el aire las menos dudas posibles. Además están los franceses, que habrá que decirles algo... ¿Cree que con ésta muerte, el caso está cerrado? —preguntó.

—Supongo que sí —apuntó Roncal—. Salvo que...

—Roncal, escúcheme, el caso está cerrado —dejó unos segundos para que Roncal asimilara lo que acababa de decir, y concluyó—: Quiero ése informe en la mesa de mi despacho el lunes a las ocho de la mañana. ¿Está claro?

Pocas veces había sido tan claro el coronel Quiñones, pensó Roncal.

—Sí, mi coronel.

—Pues póngase manos a la obra.

Era sábado por la mañana, y volvió a pensar en el cuerpo de Amaya tendido desnudo sobre la cama, y en la promesa que le había hecho la noche anterior de pasar juntos unos días en Undués de Lerda. Pensó también en Elena, y la recordó riendo, con esa risa limpia y contagiosa que tanto le gustaba de ella.

Llamó a Fernández, que se presentó de inmediato en la puerta de su despacho.

—Llame a la Policía Nacional. Intente que le pasen por fax el atestado sobre la muerte de José Luís Jiménez en la plaza de los Sitios, es urgente. Y tráigame también los expediente sobre los otros tres asesinatos.

El brigada salió, dejando de nuevo a solas al comandante Roncal, que desechó la tentación de llamar por teléfono a Amaya, y conectó su ordenador para comenzar a escribir el informe para el ministro.

* * * *

“Informe sobre la investigación realizada en torno a los asesinatos cometidos en las personas de Tomás Sánchez, David Rocafort, Martín Calero y José Luís Jiménez. Los hechos son los siguientes:

En la noche del pasado 19 de Marzo se produjo el asesinato, en un albergue para peregrinos en el pueblo francés de Saint Jean Pied de Port, del ciudadano español, domiciliado en Madrid, Tomás Sánchez. El crimen se cometió durante la noche, mientras todos dormían, mediante un punzón clavado en el corazón que le produjo a la víctima una muerte casi instantánea. Junto al cadáver fue hallada una pequeña cartulina, del tamaño de una carta de la baraja, con un tridente o cruz en Y dibujado en ella, y una estrella en la parte inferior. Cartulinas idénticas a ésta fueron halladas después en los escenarios del resto de los crímenes. Por el momento desconocemos el significado concreto que, a estos dibujos, daba el asesino.

En la noche del día siguiente, es decir, el 20 de Marzo, pero ésta vez en el albergue para peregrinos de Roncesvalles, se produjo el asesinato del ciudadano David Rocafort, domiciliado en Valencia, en similares circunstancias, y con el mismo modus operandi, que el crimen de Saint Jean Pied de Port, por lo que la Gendarmería francesa, a través de Interpol, solicitó nuestra colaboración para la búsqueda y detención del asesino, puesto que todo indicaba que había pasado al lado español.

El día 22 de Marzo, el que suscribe, recibió la orden de ponerse al frente de la investigación de éstos asesinatos, tarea nada fácil dado que parecía que el asesino se ocultaba entre la masa de peregrinos que cada día se incorpora al Camino de Santiago, y que, como es natural, se pretendía no crear alarma entre los mismos.

Si todo apuntaba en principio a la acción de un asesino en serie, nuestras pesquisas nos llevaron a descubrir que las dos víctimas se conocían, y habían coincidido años atrás en el citado Camino de Santiago. Una foto hallada entre las pertenencias de la segunda víctima así lo confirmaba. En esa foto aparecían seis jóvenes, tres varones, además de los dos asesinados, y una chica.

El asesinato unos días después, en las inmediaciones de Viana (Navarra), de la tercera víctima, y el hecho de que la misma también aparecía en la mencionada foto, nos hizo concluir que los asesinatos tenían que ver con el grupo de personas que aparecía en la foto, y que todos sus miembros estaban pues amenazados de muerte. Identificamos a uno de los varones, que resultó ser el diputado Don Gerardo Alonso, a quien inmediatamente dotamos de protección, hecho que, probablemente, le ha salvado la vida, y, a través de él, a la chica, una ciudadana alemana llamada Kristin Wissermann que se suicidó hace años en la provincia de León mientras hacía el Camino de Santiago, pero ignoraba el nombre y paradero del único hombre que quedaba por identificar.

El señor Alonso nos relató que unos meses atrás, mientras asistía a una feria en la ciudad alemana de Hannover, contactó con él el llamado Klaus Wissermann, padre de Kristin, que parecía obsesionado con la muerte años atrás de ésta y que le mostró una foto idéntica a la hallada por éste equipo en la casa de la segunda víctima. En dicha reunión le anunció su intención de hacer, tal como había hecho su hija, el Camino de Santiago, y meses después le informó de que, por medio de un detective privado, había averiguado los nombres y direcciones de todos los que aparecían en la foto.

La cuarta víctima fue encontrada, sin duda porque el sospechoso ya se encontraba acorralado, en la plaza de los Sitios, en Zaragoza, ciudad donde residía.

Se da la circunstancia de que Klaus Wissermann, que según propia confesión había iniciado el Camino de Santiago en Saint Jean Pied de Port el día 18 de Marzo, se hallaba en las inmediaciones de los lugares donde aparecieron muertas todas las víctimas, por lo que se emitió inmediatamente la orden búsqueda y captura.

El sospechoso fue detenido en la mañana de ayer en la población burgalesa de Belorado, e inmediatamente fue trasladado a la Comandancia de la Guardia Civil en Zaragoza para proceder a su interrogatorio. En el transcurso del mismo se mostró poco comunicativo y con sus facultades perturbadas, aunque en un momento dado reconoció ser un asesino.

En la mañana de hoy, 29 de Marzo, en lo que parece ser un claro acto de arrepentimiento, ha aparecido colgado en el calabozo sin que se haya podido hacer nada para evitar su muerte.

La opinión personal del que suscribe, aunque imposible de demostrar, es que el ciudadano alemán Klaus Wissermann es el único responsable de las muertes de Tomás Sánchez, David Rocafort, Martín Calero y José Luís Jiménez, y que el móvil fue su infundada creencia de que aquellos jóvenes tenían, de alguna manera, algo que ver con el suicidio de su hija.

Fdo. Comandante Natalio Roncal

Comandancia de la G.C. de Zaragoza”

Roncal terminó el informe de un tirón, y tras leerlo un par de veces, lo metió en un cajón de su mesa y lo cerró con llave. Esperaría para entregárselo al coronel hasta el último minuto antes de la ocho de la mañana del lunes. Sintió una punzada en el estómago y recordó que esa mañana no había desayunado, aunque ya era casi la hora de comer. Pensó en Amaya de nuevo, pero le dolía la cabeza y no tenía humor para hablar con nadie. Subió a su apartamento e, inútilmente, buscó algo que comer en el frigorífico. Estaba prácticamente vacío, pero quedaban dos limones y algunas latas de tónica que le sugirieron lo que podía tomar. “Sí, eso es lo que necesito”, se dijo, una buena y reconfortante copa. Al final fueron tres las copas de gin-tónic que tomó mientras se regodeaba en su fracaso, hasta que cayó profundamente dormido.

Se despertó, aturdido, a las once de la noche, con un regusto amargo en la boca. Era sábado por la noche y el ruido del tráfico en la avenida llegaba amortiguado a través de las ventanas cerradas. Tenía tres llamadas perdidas de Amaya en el móvil. Se sentía sucio, pero no tenía ganas de tomar una ducha. Se repantigó en el sofá con la luz apagada, y esperó que el sueño volviera a apoderarse de él.

A la mañana siguiente se despertó temprano. Se afeitó y duchó, y bajó para desayunar en un bar cercano. Mientras tomaba un café con leche y unas tostadas, ojeó los periódicos. En la página 13 de “El País”, leyó el siguiente titular: “Hallado muerto el Asesino de la Vía Láctea”, en el desarrollo de la noticia se aclaraba que “...se suicidó ayer en los calabozos de la Comandancia de la Guardia Civil de Zaragoza”. Y acababa haciéndose eco de unas declaraciones del coronel Quiñones, “jefe de la investigación que descubrió al asesino”, en las que afirmaba que “...con este desgraciado suceso, queda definitivamente cerrado el caso de los crímenes en el Camino de Santiago” (sic).