CAPÍTULO VIII

27 de marzo

Zaragoza

Desgraciadamente, el brigada Fernández había acertado de pleno al identificar a uno de los integrantes de la foto. Efectivamente se trataba de Gerardo Alonso, candidato por Burgos al Congreso de los Diputados, en las listas del partido socialista. La reacción del coronel Quiñones fue la esperada. “Esto lo cambia todo”, dijo, nervioso, tan pronto conoció la noticia por boca del comandante Roncal, y añadió una vez recuperado de la sorpresa: “Lo primero es garantizar la seguridad de Gerardo Alonso. Ocúpese usted, Roncal”. A continuación llamó al ministro para darle cuenta del giro que había tomado la investigación.

—He dado instrucciones para que inmediatamente se constituya un dispositivo de vigilancia —dijo.

Cruzaron algunas frases más, y el ministro concluyó felicitando al coronel por la marcha de la investigación y las disposiciones adoptadas en relación con la seguridad del futuro diputado.

—¿Dónde está ahora mismo Gerardo Alonso? —preguntó el coronel después de colgar el teléfono.

—Vive en Madrid —respondió Roncal—, pero ahora mismo está en Burgos. Ahora pasa allí casi más tiempo que en Madrid. Ya sabe usted lo que es esto de las elecciones.

—Ya —repuso Quiñones—. Mucho dejarse ver por Burgos antes de las elecciones, y después, si te he visto no me acuerdo.

—Si me lo permite, voy a llamar a Burgos, para que le pongan una discreta vigilancia las veinticuatro horas —dijo Roncal.

—Vaya, vaya —le autorizó Quiñones haciendo un gesto con la mano—, pero manténgame puntualmente informado de cualquier novedad.

Lo primero que hizo el comandante Roncal al salir del despacho del coronel, fue dar instrucciones para que se montara de inmediato un dispositivo de vigilancia para Gerardo Alonso y, a continuación, llamó por teléfono a éste para informarle de la situación, y de las medidas que se habían adoptado.

Gerardo Alonso se sobresaltó al principio por la noticia, y después se mostró muy preocupado de que fuera ETA, o cualquier otro grupo violento, quien estuviera detrás de la supuesta amenaza contra su vida, pero cuando el comandante Roncal le habló de una foto tomada diez años atrás a las afueras de Astorga, en la que aparecía él junto a cuatro chicos y una chica, pareció no entender nada de lo que le estaba hablando, y preguntó escéptico:

—Perdone, pero ¿qué tiene que ver una foto de hace diez años, de la que por cierto ni me acuerdo, con que haya una amenaza de muerte contra mí?

Roncal aspiró profundamente, y le espetó:

—Tres de los jóvenes que aparecen junto a usted en la foto han sido asesinados en los últimos días.

Durante casi un minuto, Roncal no escuchó nada a través del teléfono salvo la leve respiración del candidato Gerardo Alonso. Por lo demás, el silencio era tan cerrado, que preguntó:

—¿Sigue ahí, señor Alonso?

—Sí —escuchó la voz del candidato por fin—, pero le aseguro que no entiendo absolutamente nada. Ni recuerdo una foto mía en Astorga, ni sé de quien me está hablando —dijo, pero eso no era del todo cierto, porque a su mente vino de inmediato el recuerdo de la foto que el padre de la chica que en ella aparecía, un tal Wissermann, le mostró en Hannover. ¿Era la misma foto de la que estaba hablando el comandante de la Guardia Civil?, pensó, y, tras una pausa, preguntó—: ¿Está seguro de que soy yo quien aparece en ésa foto?

—Completamente —respondió Roncal.

Volvió el silencio espeso a la caja del teléfono, hasta que lo rompió Roncal al decir:

—Necesito hablar urgentemente con usted.

Gerardo Alonso pareció volver también del más allá, y exclamó:

—¡Ah! Sí, claro. Por supuesto. Estoy en Burgos, ya sabe usted que me presento a...

—Ya lo sé —le interrumpió Roncal secamente.

—En el Hotel Palacio de la Merced, en el centro.

—Ya lo sé —repitió Roncal, y preguntó—: ¿Cuándo le parece que nos veamos?

—Cuando usted quiera. Estoy a su entera disposición.

—¿Le parece bien a medio día? —preguntó Roncal.

—¿Hoy?

—Sí, claro.

—Por supuesto, cuando usted quiera. Quedamos para comer, si le parece.

Roncal miró su reloj, e hizo el cálculo mental del tiempo que necesitaría para llegar hasta Burgos, algo menos de dos horas, y respondió:

—De acuerdo, entonces nos vemos alrededor de las dos en el Hotel Palacio de la Merced.

27 de marzo

Burgos

Tardó en llegar a Burgos algo más del tiempo calculado, y Gerardo Alonso le esperaba ante una cerveza apoyado en la barra del bar del hotel. Estaba acompañado por otro hombre de mediana edad con el que charlaba animadamente. Le reconoció de inmediato y fue derecho hacia él.

—¿Gerardo Alonso? —preguntó, alargando la mano—. Hablamos ésta mañana, soy el comandante Roncal.

—¡Ah! —exclamó, y apretó su mano con fuerza, con la soltura con que suelen hacerlo los políticos cuando están en plena campaña electoral—. ¿Qué tal? Permítame que le presente al alcalde —dijo señalando a su acompañante.

Se dieron la mano, pero el alcalde, sin duda avisado del motivo de la visita de Roncal, se excusó inmediatamente y desapareció del bar del hotel alegando que le esperaban para comer.

Alonso y Roncal se dirigieron entonces al comedor y ocuparon una mesa que estaba reservada. Durante algunos minutos, mientras estudiaban la carta, el candidato a diputado estuvo disertando sobre la excelencia de las especialidades culinarias castellanas, y de pronto, cuando se retiró el camarero, dijo muy serio:

—Después de colgar ésta mañana, recordé que hace unos días leí un reportaje en “El País” sobre unos asesinatos en el Camino de Santiago. ¿Se trata del mismo caso? —preguntó.

—Me temo que sí, pero no haga mucho caso de lo que dice el periódico, a los periodistas les gusta exagerar las cosas.

—¡Vaya! —exclamó el político en tono jocoso pero con una sonrisa nerviosa—. Me persigue el “Asesino de la Vía Láctea”.

—No debería tomárselo a broma —repuso Roncal.

Alonso se puso súbitamente serio, y dijo:

—Me ha dejado preocupado esta mañana. ¿De verdad cree que mi vida corre peligro?

El comandante Roncal carraspeó ligeramente para aclararse la voz, y respondió:

—Desde hace exactamente una hora y media cuenta usted con un servicio de contravigilancia porque consideramos que su vida puede estar en peligro. ¿Tiene idea de quien, y por qué, quiere acabar con todos ustedes? —preguntó.

Alonso resopló dubitativo antes de responder.

—Soy político —dijo por fin—, y los políticos siempre tenemos enemigos, gente que no nos quiere. Pero están matando a otras personas que nada tienen que ver con la política, por lo que supongo que eso descarta cualquier móvil de tipo político.

—En principio, sí —repuso Roncal.

—Entonces no tengo ni la más remota idea de quien quiere matarme, ni por qué.

—Ahí fuera hay un loco que cree tener motivos para asesinar a todos los que aparecen en la foto de la que le hablé. —Extrajo del bolsillo interior de su chaqueta la foto del grupo que se había convertido en el eje de la investigación, y la puso frente al candidato, sobre la mesa— Esta es la foto. ¿La recuerda?

Alonso la tomó en sus manos y, durante muchos segundos la miró fijamente. Por fin, hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza, y, sin dejar de mirarla, dijo:

—Lo había olvidado, pero vi por primera vez ésta foto hace un par de meses. Ésta chica —dijo por la muchacha rubia que aparecía en la foto— era Kristin.

Volvió a dejar la foto sobre el mantel.

—¿Era? —inquirió Roncal.

—Sí. Al parecer se suicidó unos días después de hacernos esa foto.

La noticia sorprendió a Roncal, y le dejó estupefacto, porque eso quería decir que, de los seis personajes que aparecían en la foto, cuatro ya estaban muertos.

—Como le dije ésta mañana, tres de sus amigos que aparecen en la foto han sido asesinados en los últimos días. Con la chica ya son cuatro los muertos.

—Pero lo de la chica ocurrió hace diez años, y fue un suicidio. No creo que tenga nada que ver con lo que pueda estar pasando ahora. Y además —dijo señalando imperceptiblemente la foto—, no eran mis amigos.

—¿Tampoco la chica? —insistió Roncal mirándole fijamente.

—Tampoco la chica —afirmó Alonso.

—Entonces, ¿cómo sabía su nombre?

Gerardo Alonso suspiró hondo, como si estuviera muy cansado, volvió a coger la foto y la miró de nuevo.

—Nunca había visto ésta foto —dijo—, pero hace unas semanas, dos meses —precisó—, acompañé a unos empresarios españoles a la feria de Hannover —hizo una pausa para mirar al comandante Roncal, que le escuchaba atentamente—, y una tarde alguien se presentó en el hotel preguntando por mí. —Volvió a suspirar, como si le faltara el aire— Era el padre de Kristin. Yo ni siquiera recordaba su nombre... —añadió esbozando una sonrisa—. Él tenía la foto, ésta misma foto, y dijo que me había reconocido al verme en el periódico.

Habían dado cuenta ya del primer plato, una deliciosa trucha al horno ahumada, y el camarero acababa de depositar sobre el mantel dos raciones de asado de cordero, que olía a leña y pasas. Esperaron que se alejara el camarero para continuar la conversación y, después de tragar el trozo de carne que tenía en la boca, preguntó Roncal:

—¿Qué quería ese hombre?

—Quería hablar de su hija. Saber cómo estaba ella durante ésos últimos días, y tratar de averiguar por qué se suicidó.

—¿Y usted qué le dijo?

—La verdad: que apenas conocía a su hija, que durante varios días coincidimos a menudo y nos saludábamos, pero que no éramos amigos. Hablamos un par de veces, sí, pero estoy seguro que fue de cosas triviales, porque no recuerdo absolutamente nada de aquellas conversaciones.

Roncal tomó maquinalmente la foto y miró la cara sonriente de la chica, su gesto despreocupado y feliz.

—En la foto parece contenta —dijo.

—Aparentemente lo estaba —repuso Alonso—, o al menos eso me pareció a mí, pero estas cosas... supongo que son imprevisibles.

—Supongo que sí —repitió Roncal—. ¿Habló algo más con el padre de la chica?

—No —respondió—. Al menos, no de este asunto —precisó, y añadió—: Me dijo que, cuando se jubilara, quería hacer el Camino de Santiago. Para recordar a su hija.

—¿Y le dijo cuando sería eso? —se interesó Roncal.

—Ya. Ahora mismo está haciendo el Camino.

La noticia sobresaltó al comandante Roncal, que preguntó:

—¿Cómo lo sabe?

—Le pedí que me comunicara por e-mail cuando empezaba el Camino, y le prometí que, si me era posible, me reuniría con él en León para acompañarle por unos días en las mismas etapas en las que coincidí con Kristin. Hace diez o doce días recibí un correo suyo diciéndome que partía hacia la frontera española para empezar el Camino.

—¿Sabe donde está ahora mismo ese hombre? —preguntó Roncal.

—No tengo la más mínima idea.

—¿Sabe al menos cuando y donde empezó el Camino?

—Imagino que hace nueve o diez días, calcule un día para llegar a los Pirineos. Y le sugerí que lo empezara en Saint Jean Pied de Port, le dije que la etapa era dura, sobre todo para un hombre de su edad, pero que el paisaje merecía la pena.

—¿Quedó en verse con él?

—Sí —respondió Alonso—. El 8 de abril en León. Espero poder ir.

—¿Nos puede dar una descripción de ese hombre?

—Como le he dicho, acaba de jubilarse, por lo que debe de tener sesenta y cinco años. Es alto, bastante alto, diría yo. Calculo que debe de medir casi uno noventa, y pesar sobre cien kilos. Tiene el pelo blanco, y usa gafas.

—¿Recuerda su nombre?

Gerardo Alonso pensó unos segundos antes de pronunciar el nombre del alemán.

—Wissermann —dijo—. Pero espere, creo que conservo en la cartera la tarjeta que me dio en Hannover.

Sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta, rebuscó en los varios apartados de la misma, y por fin encontró lo que buscaba.

—Aquí la tiene —dijo, y puso una tarjeta blanca sobre el mantel.

El comandante Roncal la cogió, y leyó en voz alta:

—Klaus Wissermann —leyó a continuación la dirección y el teléfono, y, al terminar, preguntó—: ¿Puedo quedármela?

—Sí, por supuesto.

—Dos últimas cuestiones, señor Alonso. La primera —volvió a encarar la fotografía hacia el candidato, y le preguntó señalando al individuo de la foto que había entre Alonso y la chica—: ¿Sabe quien es, o dónde podemos localizar a éste hombre?

Gerardo Alonso miró fijamente la foto durante unos instantes, y respondió ladeando la cabeza:

—No. ¿Es...?

—Sí —le interrumpió Roncal—. El único de la foto, junto con usted, que a día de hoy sigue con vida. Necesitamos localizarle y advertirle, como a usted, que su vida corre peligro.

—Siento no poder ayudarle —se lamentó Alonso.

Roncal hizo un gesto de desánimo.

—Y la segunda cuestión: bajo ningún concepto vaya el 8 de abril a León para encontrarse con ése hombre.

—¿Por qué? —preguntó Alonso, extrañado por la recomendación del comandante Roncal.

—Porque probablemente... sea él el asesino.

Gerardo Alonso se mostró sorprendido por la afirmación del comandante Roncal.

—Es imposible —dijo—. Usted no le conoce, pero ese hombre era... incapaz de matar a nadie. Solo quería saber qué era lo que le había pasado a su hija.

—Eso ya lo sabía. Tenía el informe de la Guardia Civil: su hija se suicidó —repuso Roncal.

—Sí, pero él rechazaba esa idea. Supongo que para un padre es difícil de asumir que tu hijo se ha suicidado. Por eso quería hablar con nosotros.

—¿Con nosotros? —repitió Roncal súbitamente interesado por el pronombre utilizado por Gerardo Alonso.

—Sí, con los que aparecemos en la foto. Por eso fue a hablar conmigo en Hannover.

—¿Y los demás?

—Cuando me anunció las fechas en que venía al Camino, me dijo que había encontrado a los demás con la ayuda de un detective. ¿De verdad cree usted que ese pobre hombre...?

—Me temo que sí —respondió Roncal. Pensó en el quinto hombre, el joven que aparecía en la foto junto a Gerardo Alonso y pensó que si el asesino ya conocía su nombre y su paradero, le llevaba varios cuerpos de ventaja. Se levantó de la silla y dijo:

—Ahora discúlpeme, debo volver a Zaragoza cuanto antes.

—¿No va a tomar café?

—No tengo tiempo. Quizá en otra ocasión. —Le tendió la mano y se la estrechó con fuerza— Adiós, señor Alonso. ¡Y suerte en las elecciones!

—Gracias —respondió el político que, sin levantarse de la silla, le miró mientras se alejaba hasta desaparecer tras la puerta del comedor.

27 de marzo

Zaragoza

Al acabar la tarde estaba de vuelta en la Comandancia de Zaragoza. Se encaminó hacia su despacho por si había alguna nueva información sobre los crímenes, y, dada la hora que era, le sorprendió encontrar en la puerta del mismo, sentado en una silla y con una carpeta en la mano, al brigada Fernández que, como movido por un resorte, se puso en pie al verle aparecer.

—Mi comandante —dijo nervioso—, he recordado dónde había visto a la chica de la foto. Ya sé quien es.

El comandante Roncal se felicitó por tener a un hombre como aquel a su servicio, le miró muy serio pero lleno de ternura, y dijo:

—Esa chica se llama Kristin Wissermann, y me alegro que esté usted aquí, porque tenemos un sospechoso al que hay que empezar a buscar inmediatamente.

Durante el trayecto de vuelta había estado haciendo los siguientes cálculos: el primer asesinato se cometió el día 19, en Saint Jean Pied de Port; el segundo, en Roncesvalles, a 25 Km de distancia, al día siguiente; y el tercero, en Viana, a 155 Km, exactamente ocho días después. Si, como todo hacía suponer, el asesino seguía el Camino de Santiago, y hacía una media de 20 Km al día, en ése mismo instante debía hallarse entre Nájera y Santo Domingo de la Calzada.

Pensó en Klaus Wissermann. Desde el primer momento, cuando Alonso le habló de su encuentro en Hannover, dedujo que aquel pobre hombre había estado diez años preguntándose por las razones que habían llevado a su hija al suicidio. Debe ser difícil para un padre aceptar que su hija ha decidido acabar con todo. La sensación de fracaso al no haber podido hacer nada por ayudarla debió ser terrible. En esos casos, la mente humana busca una coartada, una justificación que la exima de responsabilidad. Estaba seguro que Wissermann, tras atormentarse durante años, habría elegido la tesis del accidente o, lo que dadas las circunstancias parecía más probable, la del asesinato, para justificar la brusca desaparición de su hija. De ahí a perseguir la venganza como forma de justicia solo había un paso. En cualquier caso, su instinto le decía que estaba a punto de cerrar el caso. Tenía una descripción del hombre, un nombre, un motivo, y una zona delimitada donde buscar. Respiró hondo y, por primera vez desde que iniciara la investigación, se sintió satisfecho.

Una vez dada la alerta a todos los cuarteles entre Logroño y Burgos para que localizaran a Klaus Wissermann, el comandante Roncal prestó por fin atención al brigada Fernández, que había permanecido a su lado durante todo el tiempo.

—¿Quiere una copa, Fernández?

—Creo que no, mi comandante —respondió.

Roncal se sirvió una generosa copa de whisky y, tras sentarse en su sillón y mojarse la lengua con gusto, dijo:

—Estoy contento. Creo que estamos a punto de arrestar al asesino.

—¿Cree que el padre de la chica es el asesino? —preguntó el brigada.

A Roncal le sorprendió la pregunta de su subordinado.

—Estoy seguro —respondió.

—¿Por qué?

A Roncal le molestó la insistencia del brigada Fernández. Pero, de pronto, recordó que esa era una de las razones por las que le había elegido como ayudante: su olfato de sabueso, su resistencia a aceptar como única explicación aquella que parecía más evidente.

—De momento es la única persona que tiene un móvil para matar y, además, ha tenido la oportunidad, ¿no cree?

El brigada Fernández se rascó la cabeza dubitativo.

—¿Usted piensa que querer saber por qué se suicidó tu hija es un móvil para matar?

Roncal se repantigó en su asiento con una sonrisa, y cruzó los brazos sobre su pecho.

—Es una cuestión psicológica —dijo con suficiencia—. Es un hombre que, indudablemente, nunca aceptó que su hija se suicidara. Supongo que no es fácil aceptar que la persona que más quieres en el mundo, te abandone voluntariamente para siempre, por lo que, poco a poco, su mente derivó hacia la tesis de que no se quitó la vida, sino que se la arrebataron. Y entonces, lo más fácil es mirar hacia las personas que había más cerca de ella en esos momentos. Y entonces recuerda que, entre las cosas de su hija, había una foto, hecha pocos días antes de su muerte, en la que aparecían unos jóvenes... Ese hombre —concluyó— ha perdido la noción de la realidad.

Fernández hizo un gesto de resignación y, no muy convencido por los argumentos de Roncal, dijo:

—Puede ser.

Roncal recordó entonces el motivo por el que el brigada le estaba esperando, y preguntó lleno de admiración:

—Tiene usted una memoria increíble. ¿Cómo es que reconoció a la chica tantos años después?

—Había visto su foto en el periódico —respondió el brigada—. Justamente una ampliación de la foto que usted me mostró.

—Se suicidó mientras hacía el Camino de Santiago, ¿no es así?

—Sí, eso decía la noticia del periódico.

—¿Recuerda qué es lo que pasó exactamente con la chica?

El brigada Fernández buscó los papeles que traía, que había dejado olvidados sobre una silla, y los puso ante el comandante Roncal. Se trataba de una carpetilla, de color azul, que contenía un informe.

—¿Qué es esto? —preguntó Roncal.

—El informe que redactó la Guardia Civil de Ponferrada de la muerte de Kristin Wissermann. He hecho que nos lo enviaran por fax.

Roncal abrió la carpetilla y ojeó algunos folios, deteniéndose aquí y allá para leer más a fondo algunos párrafos.

—¡Vaya! —exclamó perplejo—. Quien denunció la desaparición de la chica, que dio lugar al hallazgo del cadáver fue nuestro amigo Tomás Sánchez. ¿No le parece extraordinario?

—Evidentemente se conocían —arguyó el brigada, y añadió—: Recuerde la foto.

—Sí, pero también está Gerardo Alonso en la foto y, según él, apenas hablaron un par de veces.

Siguió leyendo durante algunos minutos haciendo a veces algunos comentarios en voz alta.

—La chica apareció al pie de un peñasco, en el monte Irago, a unos cientos de metros del Camino. Si pensaba suicidarse, ¿por qué internarse en un paraje solitario en el que, si no la buscaban, podrían pasar semanas o meses hasta encontrarla? —Eran preguntas que se hacía porque había algo de ilógico en el comportamiento, no porque buscara una respuesta—. Por otro lado, el estado del cuerpo era tal, que demostraba que, efectivamente, había caído desde lo alto del peñasco.

—¿Qué piensa? —preguntó el brigada Fernández cuando Roncal pasó la última página del informe.

Roncal suspiró hondo, y dijo:

—Sigo pensando que Klaus Wissermann tiene todos los boletos para ser el principal sospechoso. —Miró su reloj, y continuó—: Es tarde, y temo que mañana va a ser un día duro para todos. ¡Váyase a descansar, Fernández!

* * * *

Esa noche le costó conciliar el sueño al comandante Roncal. La alegría de ver cercano el fin de la búsqueda del asesino, se mezclaba con la angustia que le causaba su relación con Amaya. No podía estar huyendo permanentemente de aquello que le generaba inseguridad y miedo. Dos días después era sábado y, tal como le había prometido algunos días atrás, decidió que la llamaría. Cansado de dar vueltas en la cama, se levantó y, durante unos minutos, deambuló por el apartamento a oscuras sin saber qué hacer. De pronto, se dirigió a la cocina y, como un autómata, o mejor aún, como el ciego que ha desarrollado la capacidad de orientarse en la oscuridad, se preparó un largo gin-tónic. Apuró medio vaso allí mismo, y retornó a un salón iluminado por la tenue luz azulada que se filtraba por las ventanas. Se aproximó a una de ellas y se quedó absorto mirando los escasos coches que corrían por la Avenida César Augusto hacía la Puerta del Carmen. Cerró los ojos con fuerza, pero los volvió a abrir al cabo de unos segundos. Al igual que cada vez era más difícil pensar en Amaya sin que la imagen serena de Elena inundara su mente, lo era recordar a Elena sin que la sonrisa de Amaya se acabara imponiendo como en un fundido cinematográfico.

Le pareció escuchar el eco de los toques de un reloj, y en un primer momento pensó en las campanas de la Basílica del Pilar, pero era imposible que pudiera escucharlas desde el edificio de la Comandancia. Pensó entonces en Undués de Lerda, allí sí podía escuchar los toques del reloj de la iglesia. El día siguiente era viernes; se dio cuenta de que no podría ir a su retiro para estar solo, caminar durante horas por los montes, y beber hasta perder el sentido, y supo que lo iba a echar de menos.

Dio el último sorbo al vaso, hasta vaciarlo, y lo dejó abandonado en el suelo, junto a la ventana; después, con desgana, volvió a la cama y se acurrucó bajo la manta, dispuesto a esperar que el sueño le venciera.