CAPÍTULO 4
Watson discurre
Apenas dormí. Esa noche mis pesadillas estuvieron pobladas por la imagen de Conan con la cabeza destrozada, tal como le había visto en la morgue, y por series aleatorias de números en movimiento que me hacían sentir como una especie de espectador privilegiado de un mátrix que solo existía en mis sueños. Había un número que se repetía constantemente, el 6174. Un número del que, hasta hacía dos días, no sabía absolutamente nada y ahora era una de las claves para resolver no solo la desaparición de Moriarty, sino también el asesinato de Conan.
Al despertar, la primera idea que me vino a la cabeza, como si fuera un aviso de mi subconsciente, fue que Conan y Moriarty eran la misma persona, pero lo descarté de inmediato porque no había ninguna razón objetiva que me llevara a pensar eso.
Como todos los días, a las ocho en punto de la mañana comencé mi jornada de trabajo en la Biblioteca Nacional. No me resultó fácil concentrarme, porque a cada instante, por más esfuerzos que hiciera para evitarlo, me encontraba pensando en los acontecimientos del fin de semana.
De pronto se me ocurrió que si, como todo parecía indicar, estaba relacionada la desaparición de Moriarty con el asesinato de Conan, también debía haber relación entre los mensajes que ambos nos dejaron. El de Moriarty era “Phi-6174-SOS”, y el de Conan, “KV 4527”. Los dos contenían letras y números, pero no coincidía ninguno de ellos con los del otro. Durante varias horas estuve dándole vueltas, incluso pensé que si bien la letra “Phi” del primer mensaje podía ser una alusión a Grecia, las letras “KV” del segundo podían serlo a la nomenclatura de las tumbas del Valle de los Reyes, en Egipto. ¿Acaso hacía referencia a las tumbas 45 y 27 del dicho Valle? Esa idea hizo que fuera hasta la sección de “Culturas Antiguas” y buscara información sobre tales tumbas. La KV 45 estuvo destinada al noble Userhet, supervisor del templo de Amón que vivió durante el reinado de Tutmosis IV; en cuanto a la KV 27, apenas encontré información sobre ella: la falta de decoración hacía imposible determinar para quién fue construida la tumba. Solo encontré dos datos que relacionaban ambas tumbas: las dos fueron excavadas bajo el reinado del faraón Tutmosis IV, y, también las dos, habían sido desescombradas en los años 90 del siglo XX por el arqueólogo norteamericano Donald P. Ryan. ¿Qué pintaba el mundo antiguo en aquel acertijo?, me pregunté, y solo hallé una respuesta: NADA. Era otra posible pista que no conducía a ningún sitio, por lo que volví desalentado a mi mesa. Fue entonces cuando se me ocurrió coger papel y lápiz y empezar a hacer combinaciones con las letras y números de los dos mensajes. De ahí a recordar a Kaprekar y llegar a la sustracción de los dos números solo había un paso, y lo di. El resultado me dejó estupefacto. ¡Era exactamente 1647, el número que aparecía en el anuncio de Vólkov! Resultaba imposible que se tratara de una mera casualidad, y recordé entonces su voz grave y angulosa diciendo: “Soy Konstantin Vólkov”. Konstantin Vólkov, KV. Sentí, lleno de alegría, que todo empezaba a encajar como las piezas de un puzzle. Estaba tan excitado por mi descubrimiento que entré inmediatamente al blog para dar cuenta de ello a Mycroft H. e Irene Adler, tras lo cual, recogí todas mis cosas y, alegando un fortísimo —y falso— dolor de cabeza, anuncié que me iba a casa.
Ya en la calle, busqué en mi cartera la tarjeta que nos había dado el inspector Ventura dos días atrás, y marqué su número.
—¡Tiene que detener a Vólkov! —exclamé nervioso tan pronto escuché la voz del inspector Ventura al otro lado del aparato.
—¡Ah!, es usted, el detective aficionado —respondió con palabras cargadas de ironía.
—¡Inspector, debe detener a Vólkov! —insistí—. Acabo de descubrir que está relacionado con el asesinato de Conan y con la desaparición de Moriarty.
Se produjo un prolongado silencio al teléfono durante el que intuí que el inspector Ventura ponía sus sentidos en alerta antes de preguntar:
—¿Qué es lo que ha descubierto?
—¿Recuerda la nota que me enseñó? La que apareció en uno de los bolsillos de Conan.
—Sí —respondió vagamente.
—“KV 4527”, ¿lo recuerda?
—Claro que sí.
—KV son las iniciales de Konstantin Vólkov, y el número es la diferencia entre el que aparecía en el mensaje de Moriarty, y el del anuncio de Vólkov en el periódico.
—¿Está seguro?
La estúpida pregunta me exasperó.
—¡Haga usted la operación! —respondí en tono ciertamente desabrido—; pero, por favor, detengan a Vólkov. Me temo que es la única persona que nos puede conducir al paradero de Moriarty.
—Está bien. ¿Dónde está usted ahora?
—En la acera, frente a la Biblioteca Nacional. He dicho en el trabajo que estaba enfermo y que me iba para casa.
—Entonces hágalo —ordenó Ventura—. Le tendré informado de las novedades que se produzcan.
—De acuerdo —dije, pero estaba mintiendo, porque ya había decidido dirigirme al cercano Hotel Palace para presenciar con mis propios ojos la detención de Vólkov—, pero dense prisa, por favor.
Pocos minutos después estaba apostado en la acera contraria a la entrada del Palace. No tuve que esperar mucho hasta que aparecieron dos coches policiales, sin sirena, de los que bajaron cuatro hombres que entraron rápidamente al hotel. Esperaba ver salir esposado a Vólkov para ir rápidamente a mi casa e insertar la noticia en el blog, pero cual no fue mi sorpresa cuando, pocos minutos después de que hubieran entrado al hotel, vi salir, solos, a los mismos policías —uno de ellos hablando por el móvil, supuse que con el inspector Ventura—, que subieron en el coches, y desparecieron del lugar.
Deduje que, después de la inocente visita que le habíamos hecho el día anterior los miembros del “Club de Holmes”, el pájaro había volado del nido, y con él, nuestras posibilidades de desenmarañar la madeja y descubrir el paradero de Moriarty.
Derrotado, regresé a casa en el metro. Entendí el sentimiento de Mycroft H. cuando, reconociendo su insolvencia para resolver aquel extraño asunto, había decidido tirar la toalla. Yo me encontraba en la misma situación: lleno de frustración al verme incapaz de resolver el primer caso real al que me enfrentaba en toda mi vida.
Al llegar a casa me tumbé sobre la cama, cerré los ojos tratando de relajarme y, a pesar de lo agitado de la mañana, me invadió un sopor dulce logrando que, en pocos minutos, estuviera profundamente dormido.
Desperté, un poco amodorrado, al filo de las tres de la tarde. Lo primero que hice fue conectar el ordenador y entrar al blog. Había dos comentarios a la información que había introducido por la mañana. El primero, de Irene Adler, era de felicitación por el gran paso que suponía mi descubrimiento, y terminaba preguntando por la detención de Vólkov; el segundo, de Mycroft H., era de entusiasmo. Decía que ahora estaba seguro de la rápida resolución del caso, y se ofrecía para volver a Madrid y continuar la investigación —naturalmente, él todavía no sabía que Konstantin Vólkov no había sido detenido—. Terminaba diciendo: “Teníamos que haber concedido más importancia a los libros de Conan”.
Como es de suponer, ese comentario me dejó estupefacto. ¿Teníamos? ¿A qué libros de Conan se estaba refiriendo? Entonces recordé vagamente que en la caravana de Conan, sobre una mesilla, había un par de libros. ¿Se refería Mycroft H. a esos libros? ¿Y a cuento de qué teníamos que haberles concedido más importancia?
Rápidamente introduje una entradilla en el blog para pedir aclaraciones a Mycroft sobre este asunto y, por supuesto, preguntarle, si es que lo sabía, sobre la temática de dichos libros o, al menos, los títulos.
En pocos minutos apareció publicada la respuesta de Mycroft H. Decía simplemente: “Había dos libros en la caravana de Conan cuyos títulos me llamaron la atención. El primero era: “Hechos y fantasías masónicas”, de Edward Sadler; el segundo: “The secret history of the Grand Lodge of London and Westminster Unified”, de Rodney Chaitkin. Había algún que otro libro también relacionado con la masonería, cuyos títulos o autores no recuerdo. Vea, si le es posible, hacerse con un ejemplar de los libros que le he mencionado, sospecho que podemos llevarnos más de una sorpresa”.
Con la información de Mycroft H. sobre la mesa, llamé a un viejo amigo, amante de los libros que, más por amor a éstos que por negocio, regentaba una librería de viejo en la calle de las Huertas, y le pregunté donde podría conseguir, o consultar, dichos libros. Tras una rápida ojeada a sus archivos, me dijo tener referencias del primero, publicado en Londres en 1887 y prácticamente imposible de encontrar en la actualidad. Del segundo no sabía absolutamente nada, dudando incluso que hubiera sido alguna vez traducido al español.
—¿Te interesan mucho? —preguntó.
—Sí, mucho. ¿Hay alguna posibilidad de que me localices cuanto antes cualquiera de ellos, o los dos? —insistí.
—Mmmm... —pareció dudar durante unos instantes—. Déjame que lo intente. En unos días te digo algo.
Dediqué el resto de la tarde a divagar sobre la deriva que estaban tomando los acontecimientos y volví a pensar en la posibilidad de que fuera Conan quien se escondía tras el alias de Moriarty y estuviéramos, por tanto, persiguiendo a un fantasma.
A eso de las siete recibí la llamada del inspector Ventura para darme cuenta de aquello que ya sabía, que Vólkov había dejado su habitación el día anterior, por lo que no pudo ser detenido.
—¿Ha vuelto a Nueva York? —pregunté.
—No lo sabemos. Ni siquiera sabemos si sigue en Madrid o ha huido vía Portugal o Francia. Lo único de lo que estamos seguros es que no ha tomado ningún vuelo con destino a Estados Unidos.
—Puede haberlo hecho con un falso pasaporte. ¿Han revisado las cámaras del aeropuerto?
—Estamos en ello, pero son veinticuatro horas de grabaciones lo que estamos revisando.
—¿Quién es en realidad Konstantin Vólkov? —volví a preguntar. La primera vez que le había hecho esa misma pregunta al inspector Ventura fue la noche en que nos conocimos en la Cervecería Alemana, y la única respuesta fue una vaga alusión a lo peligroso que era ese hombre—. Y no me diga, como hace unos días, que no está seguro.
Se produjo un largo silencio al otro lado del teléfono.
—Hemos hablado con el FBI —dijo por fin—, y lo único que puedo decirle es básicamente lo mismo: que no estamos seguros de a qué o a quién representa.
—No es mucho.
—Es suficiente para empezar.
—Recuerde que hay un hombre desaparecido desde hace una semana: Moriarty, y temo que su supervivencia dependa de que seamos capaces de encontrarle lo antes posible.
—¿Ustedes han descubierto algo más? —preguntó, supongo, para no tener que responder a mi comentario anterior.
Iba a responderle que no, cuando recordé el súbito interés de Mycroft H. por lo libros que había en la caravana de Conan, y así se lo expuse al inspector, añadiendo que yo no veía que pudiera haber relación alguna entre unos antiguos libros sobre la masonería y el caso que estábamos investigando.
—¿Sabe exactamente de qué tratan esos libros?
—No —repuse—. No obstante, he pedido a un amigo librero que intente conseguir una copia de los mismos.
—Manténgame informado —pidió el inspector—, intuyo que esa pista puede ser importante —dijo, y colgó.
Pocos minutos después, mientras estaba en la cocina preparándome una tortilla para cenar, ocurrió un suceso inesperado que me llenó de gozo. Volvió a sonar el teléfono, y atendí la llamada sin prestar atención a quien la hacía. Escuche entonces su hermosa voz que dijo como un eco:
—¿Watson?
—Irene... ¿Cómo estás?
—He leído los últimos reportes de Mycroft en el blog. ¿Tú crees que esos libros pueden ser realmente importantes para resolver este asunto? —preguntó. Su voz me sonó a música celestial, y observé con regocijo que seguía tuteándome.
—No lo sé. Pero Mycroft es... ya sabes, muy perspicaz. Además de haber visto los libros en la caravana de Conan, debe de tener alguna otra razón que no nos ha dicho.
—Cuando se fijó en los libros que había sobre la mesa, recuerdo que leyó una pequeña nota que había junto a ellos.
—¡Es cierto! —exclamé. Yo también me había fijado en eso, pero al no decirnos nada di por supuesto que la nota no decía nada relevante—. ¿Tú crees que Mycroft nos oculta información?
—No creo —dijo Irene tras una pausa lo suficientemente larga como para hacerme pensar que no estaba completamente segura de ello.
—Yo tampoco —dije, a pesar de que tampoco estaba totalmente seguro.
—Watson —dijo Irene de pronto—, me voy para Madrid. Intuyo que van a pasar cosas importantes, y quiero estar allí cuando eso suceda.
Solo se me ocurrió preguntar:
—¿Le dirás a Mycroft que venga también?
—No. Claro que no. Es una decisión que debe tomar él. Que haga lo que considere conveniente.
—Mi casa no es muy grande, pero no hace falta que te diga que te puedes quedar aquí. Hay sitio de sobra para los dos.
—Te lo agradezco, Watson. Mi economía no es muy boyante.
—No se hable más. ¿Cuándo llegas a Madrid?
—Mañana a las 10 llega mi tren a la estación de Atocha.
—Allí estaré.
—Gracias. Oye... —escuché que decía justo cuando iba a colgar el teléfono.
—Dime.
—Solo quería decirte que estoy segura de que vamos a hallar a Moriarty.
—Yo también. Hasta mañana.
Cerré los ojos, feliz, y permanecí durante unos instantes regodeándome con la perspectiva de que, Irene y yo, íbamos a estar juntos, y solos en mi casa, durante unos días. De pronto, en pleno éxtasis, al darme cuenta de que íbamos a estar en mi casa, abrí los ojos espantado y miré alrededor: la casa estaba manga por hombro, ropa sucia encima del sofá, pequeños enredos sobre cualquier superficie horizontal susceptible de ser aprovechada, platos en el fregadero desde... no sabía desde cuándo. Recordé la promesa que me hice, el mismo día en que empecé a vivir solo, con respecto a la limpieza y el orden en mi nueva casa. ¿Cuándo perdí el control sobre el espacio que habitaba? Preferí no responderme a esa pregunta y me dispuse a dejar mi casa, esa misma noche, en perfecto estado de revista.
Empecé por la habitación que habría de ocupar Irene. Durante años había hecho las veces de trastero y había varias cajas de cartón vacías que en su momento habían sido envases de pequeños electrodomésticos y de los distintos aparatos electrónicos que había comprado durante aquellos años. Con ellas hice mi primer viaje de la noche al contenedor de basura.
Hasta las tres de la mañana, mientras la lavadora no cesaba de hacer su trabajo, estuve pasando la aspiradora, fregando suelos, lavando platos, cambiando camas, reorganizando la cocina con un criterio racional, quitando polvo y ordenando la casa. Al terminar, miré satisfecho mi obra. Parecía una casa distinta a la mía y pensé que hacía muchos años que no resultaba tan agradable estar en mi apartamento, pero estaba tan agotado que, tras disfrutarlo durante unos minutos, me fui a la cama no sin antes poner el despertador para que sonara a las ocho en punto de la mañana.
Por la mañana estaba tan nervioso que, tras ducharme y hacer la cama —no recordaba lo complicado que era hacer una cama sin arrugas, por lo que me demoré muchos minutos en ello—, preferí irme a desayunar a la estación, porque no me entraba bocado —¿o fue para no ensuciar lo que tanto me había costado limpiar?—.
Antes de salir de casa, llamé al trabajo para comunicar que seguía con mis fuertes dolores de cabeza y que tampoco podría acudir ese día a la Biblioteca. Me dije a mí mismo que si quería aprovechar los días que Irene iba a permanecer en Madrid para estar con ella, debería tomarme unos días de vacaciones, o conseguirme una baja médica, y decidí que, puesto que ya estaba enfermo, lo más prudente sería ir al médico para que me diera la baja.
El tren llegó con un par de minutos de adelanto y de él se apeó Irene Adler. Venía hacia mí, arrastrando su pequeña maleta con ruedas, con paso decidido y una amplia sonrisa. Su pelo, que se mecía al compás de sus pasos, y la imagen de dignidad perversa que transmitía, hacía que, a pesar de caminar rodeada por decenas de personas que habían bajado con ella del tren, solo tuviera ojos para ella.
Me dio un par de besos, apenas un roce en las mejillas, y preguntó con cortesía:
—¿Hace mucho que esperas?
—Acabo de llegar —mentí.
Intenté entonces apoderarme de su pequeña maleta, pero ella no lo permitió.
Salimos al exterior de la estación, donde tomamos un taxi y di al conductor la dirección de mi casa. Durante el trayecto apenas hablamos, y cuando lo hicimos fue con esas frases que se suelen decir cuando no se sabe qué decir o de obviedades del tipo: “¿Entonces, cuantos días te vas a quedar?”.
Una vez que se hubo instalado, nos sentamos en el salón e hicimos de nuevo —siempre era posible que se nos escapara un detalle decisivo— una somera recopilación de lo acontecido desde que recibimos el mensaje de socorro de Moriarty. Llegados a este punto, vislumbramos que lo más importante era esclarecer el nexo de unión que indudablemente había entre Conan y Konstantin Vólkov.
—¿Qué relación puede haber entre un artista de circo y un marchante de arte de Nueva York? —se preguntó en voz alta Irene—. ¿Dirías que Conan era español? —me preguntó de pronto.
—Sí —respondí—. Al menos yo no percibí ningún acento extranjero cuando le vi actuar.
—Sin embargo Vólkov, aunque vive en los Estados Unidos, es ruso —apuntó Irene buscando una relación que aparentemente no existía.
—Ambos estaban en Madrid los mismos días —apunté—, ¿no te parece una extraña coincidencia?
—Sí —dijo ella, y añadió—: Y ambos manejaron un número cuya suma era la constante de Kaprekar de la que nos habló Mycroft H.
—Número que a su vez incluyó Moriarty en su mensaje. ¿No crees que deberíamos incluirle también en la pregunta?
—¿Qué quieres decir?
—Que puede que la pregunta que debemos hacernos no sea qué relación había entre Conan y Vólkov, sino entre ellos y Moriarty.
Irene quedó pensativa al percatarse de que, de una u otra manera, los datos con que contábamos provenían no de dos, si no de tres personas. De pronto, como si se hubiera producido un destello en mi cabeza, exclamé:
—¡Ucrania!
—¿Qué? —preguntó Irene sin comprender mi alborozo.
—Que Vólkov no es ruso, sino ucraniano. Cuando hablamos con él me llamó la atención su acento. Estaba seguro que no era ruso, pero en aquel momento no pude identificarlo.
Irene me miró escéptica, y preguntó sorprendida:
—¿Puedes distinguir el acento ucraniano de otros acentos eslavos?
—Durante un tiempo salí con una pianista de Kiev.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Y crees que el hecho de que Vólkov será ruso o ucraniano afecta en algo a este caso? —preguntó Irene con cierta sorna.
—Supongo que en nada, porque él nunca dijo cual era su nacionalidad. Solo que vivía en Nueva York.
Irene comenzó de pronto a reír.
—En cualquier caso, no deja de tener su aquel: un tipo con nombre ruso y acento ucraniano, que vive en los Estados Unidos. El paradigma del hombre cosmopolita.
Me molestaron las risas de Irene Adler, porque tuve la impresión de que se estaba burlando de mis observaciones sobre el acento de Vólkov.
—No me hace gracia —dije muy serio.
—Disculpa —se excusó—. Solo era una broma. Estoy muerta de hambre —dijo tras una pausa—, ¿quieres que salgamos a cenar?
—Mejor preparo yo algo de pasta. ¿Te gusta la pasta?
—Me encanta la pasta.
Entre los dos preparamos unos estupendos tallarines con queso y albahaca. Durante el tiempo que estuvimos en la pequeña cocina de mi apartamento preparando la comida, hubo algunos momentos de complicidad difíciles de explicar. Veía a Irene relajada y a gusto, como si aquel momento fuera un instante especial en nuestras vidas y ambos fuéramos conscientes de ello.
Habíamos empezado a comer cuando sonó el teléfono. Era mi amigo el librero.
—He dado con alguien que ha leído el libro de Sadler —me dijo—. “Hechos y fantasías masónicas”.
—¿Y?
—Como te dije fue publicado en Londres en 1887. Parece que su importancia reside en que, por primera y casi única vez, revela una escisión que se produjo en la masonería inglesa en 1832 que pasó a denominarse “La Orden de los Iluminados”.
—¿Y por qué es tan importante esa escisión? —pregunté intrigado.
Sin duda, mi amigo el librero estaba esperando esa pregunta, porque ya él la había hecho antes. Carraspeó para aclararse la voz, y comenzó a hablar:
—El nombre de “Iluminados” lo adoptaron porque, en cierto modo, pretendían convertirse en los continuadores de la Orden fundada en 1776, con el mismo nombre, por Adam Weishaupt, un profesor de Derecho canónico de la Universidad de Ingolstadt, en Baviera. Les copiaron en todo, incluido que los Iluminados tenían 13 grados de iniciación en lugar de los 33 de la Gran Logia de Londres. La primitiva “Orden der Illuminaten” de Baviera tenía un carácter absolutamente ocultista, contrario a la monarquía y la religión, y tenía la voluntad de conspirar para cambiar la situación política de las naciones con arreglo a sus principios. Por ejemplo, aunque en el siglo XIX cuando se escribió la obra, solo se insinuaba la participación de los Iluminados en la génesis y desarrollo de la Revolución Francesa, es algo que hoy está absolutamente comprobado. Probablemente, la Revolución Francesa no hubiera pasado de una simple revuelta popular sin la expresa intervención de los Iluminados que, desde la sombra, la dirigieron.
Me pareció francamente exagerado su comentario sobre el papel de los “Iluminados” en la Revolución Francesa. ¿Cómo es posible que lo que no era más que una secta formada por apenas unos cientos de hombres provocara un terremoto político y social de tal magnitud? Pensé que, sin duda, el estudioso de un tema tiende magnificar la influencia del objeto estudiado en la sociedad de su época, por lo que preferí obviar el asunto.
—¿Qué ocurrió con esa escisión de 1832? ¿Qué fue de la “Orden de los Iluminados”? —pregunté.
—Mi amigo, que como ya te imaginarás es un estudioso de la masonería, cree que la nueva “Orden de los Iluminados”, tras la escisión de la Gran Logia de Londres, se trasladó a América. Primero a Filadelfia y después a Nueva York.
—¿Cree? —pregunté, extrañado de que un experto en la materia no conociera más detalles de esa orden masónica.
—Según él es el grupo masónico que más se ha preocupado por mantener en secreto a sus miembros, y sus fines.
—O sea, que se trata de un libro que, en principio, solo puede interesar a los estudiosos del tema.
—Más o menos —concluyó—, y más específicamente a los estudiosos de los Iluminados.
Esas afirmaciones de mi amigo me dejaron caviloso. ¿Quería eso decir que Conan era un especialista en ciertos aspectos de la masonería? Y, en cualquier caso, ¿por qué era eso importante para nuestro caso? ¿Por qué razón le había dado tanta importancia Mycroft a la presencia de aquellos libros en la caravana de Conan?
—¿Y del segundo libro? —pregunté.
—Eso es todavía más extraño, porque “The secret history of the Grand Lodge of London and Westminster Unified” fue publicado en 1909 por un miembro de la Logia, que fue inmediatamente expulsado y condenado al ostracismo; los libros, retirados de la circulación y destruidos. En realidad, nadie sabe qué clase de secretos se contaban sobre la Gran Logia de Londres. —Hizo una pausa, tras la que, con sumo interés, preguntó de improviso—: ¿Tú has visto ese libro?
—Sí —repuse, y de pronto me di cuenta de que aunque mi afirmación era técnicamente cierta, en realidad no podía asegurar que fuera exactamente ese libro el que estuviera allí—. Bueno, en realidad, fue un amigo mío el que pudo leer el título del libro.
—Si ese libro existe —dijo el librero—, es posible que sea el único ejemplar que hay en el mundo, por lo que puede valer literalmente su peso en oro. ¿Puedes decirme dónde lo habéis visto? —preguntó con sumo interés.
Naturalmente, no era el caso de que yo le hablara del “Club de Holmes”, de la desaparición de Moriarty que nos había llevado a intervenir en el caso, o del asesinato de Conan, del cual yo pasaba por ser el principal sospechoso.
—No puedo decírtelo —le dije con pesar—, pero te prometo que cuando todo este lío se haya resuelto, te contaré dónde y en qué circunstancias he visto el libro.
—De acuerdo —repuso el librero—. No hace falta que te diga que si necesitas alguna información que yo pueda darte, ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias por todo, amigo.
Tras colgar el teléfono me senté de nuevo en la mesa, desde donde Irene no había dejado de mirarme tratando de deducir, por mis palabras, el contenido de la conversación.
—La comida se ha enfriado —dije tras llevarme unos espaguetis a la boca.
—Cuéntame —dijo ella, y llenó mi copa de vino.
Entre sorbo y sorbo, la puse al corriente de la conversación que había mantenido con mi amigo librero sobre los extraños libros de Conan, mientras la comida seguía enfriándose.
—¿Crees posible que Mycroft H. se equivocara al decirte los títulos de los libros? —preguntó.
—Parecía muy seguro cuando me lo dijo. Además, podría haberse equivocado en una o más palabras, pero no decirme un título por otro. No me cabe duda que, si me dijo que eran esos los libros que vio, es porque ciertamente estaban allí.
—Tienes razón. No parece Mycroft H. uno de esos hombres que hablan por hablar. —Tras una pausa durante la que Irene parecía estar muy concentrada en un pensamiento, dijo—: Tenemos que preguntar a Mycroft qué decía la nota que leyó en la caravana de Conan.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo para hacerlo, nos levantamos de las sillas al mismo tiempo y fuimos hacia mi mesa de trabajo sobre la que estaba, permanentemente conectado, mi ordenador. Entré al blog, y escribí: “Para Mycroft H.: tanto Irene Adler como yo recordamos que, en la caravana de Conan, sobre su mesa, había una nota que leíste. ¿Qué decía exactamente esa nota?”.
—¿No vas a contar en el blog lo que hemos averiguado sobre los libros? —preguntó Irene.
—Sí, más tarde —repuse.
En realidad temía que Mycroft H. se estuviera guardando alguna carta en la manga, y decidí hacer lo mismo. Si nos decía el contenido de la nota, yo le contaría todo lo que sabíamos sobre los libros de Conan.
Debíamos esperar a que Mycroft nos contestara, pero Irene Adler, siempre inquieta, no podía esperar. Al cabo de media hora de andar de un lado para otro como un león enjaulado, dijo con determinación:
—Vayamos a la caravana de Conan.
—¿Ahora? —pregunté sorprendido por su proposición.
—Sí, ahora —insistió—. Podemos intentar entrar en la caravana de Conan sin que nadie se dé cuenta y registrarla. Además —añadió, sin duda para animarme a hacer aquella locura—, la nota que leyó Mycroft H. debe de seguir allí.
—Estás loca, Irene. Te recuerdo que yo fui atacado allí hace solo unos días.
—Había más libros —continuó Irene como si no hubiera escuchado mis reservas—. ¿No te gustaría saber qué otros libros leía Conan además de los títulos que te ha dado Mycroft?
—¡Claro que me gustaría!
—Entonces intentémoslo. —Irene hablaba mirándome fijamente a los ojos para infundirme la fuerza que a mí me faltaba— Te prometo que, al más mínimo problema, nos volvemos. —Tras una pausa en la que yo seguí sin contestar, dijo—: La vez que estuvimos allí fue siguiendo una corazonada tuya, miramos con atención las cosas que había en la caravana, pero apenas hallamos nada sospechoso, porque en realidad no sabíamos qué buscar, pero ahora sabemos que Conan está implicado y que ha sido asesinado por ello. En el lugar donde vivía tiene que haber pistas que nos digan qué sabía Conan, y por qué fue asesinado.
Fue este último argumento de Irene Adler el que me convenció para intentar colarnos en la caravana de Conan. Miré mi reloj: eran poco más de las seis de la tarde y la primera sesión debía estar a punto de empezar.
—De acuerdo —dije—. Vamos allá, pero prométeme que lo dejaremos tan pronto yo lo diga.
—Te lo prometo.
Estuve seguro de que, en aquellos momentos, Irene Adler me habría prometido cualquier cosa con tal de salirse con la suya.
Bien entrada la noche, nos vestimos con las ropas más oscuras de nuestro armario, me hice con una pequeña linterna que usaba cuando salía de excursión y, tras comprobar que todavía funcionaban las pilas, bajamos a la calle y tomamos un taxi. Le pedí al conductor que nos dejara en la estación de servicio que había visto, a unos cientos de metros del circo, la noche en que fui atacado. Desde allí, en una relativa oscuridad, pues la luna estaba en cuarto menguante, andando con cuidado de no tropezar por un estrecho camino de tierra, nos dirigimos hacia donde estaba el “Gran Circo Rex”.
En las cercanías de la entrada principal, nos parapetamos tras unos arbustos para vigilar el movimiento de los guardas. En aquel lugar reinaba el más absoluto silencio, solo perturbado por el canto de un insistente grillo. Miré al cielo, donde miles de luces parpadeaban como candiles y sentí tanto miedo que estuve a punto de echar a correr. Miré a Irene que, a mi lado, vigilaba con la tensión de un felino cualquier movimiento que pudiera haber en el entorno, y eso me tranquilizó.
Los dos sabíamos dónde estaba situada la caravana de Conan, y hacia ella nos dirigimos dando un rodeo para evitar pasar por zonas al descubierto. Estábamos a unos metros de nuestro objetivo, cuando escuchamos pisadas a nuestra izquierda. Se acercaban dos personas que hablaban en susurros. Rápidamente nos echamos al suelo escondiéndonos bajo las ruedas de otra caravana para evitar ser descubiertos por los dos hombres —seguramente vigilantes— que pasaron a solo unos centímetros de nuestras cabezas. Se pararon junto a la caravana bajo la cual nos escondíamos y vimos el haz de luz de una linterna que se movía por el suelo. Ahora podíamos escuchar sus voces, pero no entendimos absolutamente nada, porque hablaban en árabe. Temeroso de que nos hubiera descubierto, asomé con cuidado la cabeza y pude ver el perfil de uno de ellos. Era un hombre de mediana edad y aspecto rudo. Estaba fumando un cigarrillo y, sin duda, por su mirada ausente y algunas muecas que hacía con la boca, estaba meditando sobre algún asunto que le preocupaba. Volví a ocultarme por completo y agarré la mano de Irene con fuerza. Parecía estar tan tranquila como nervioso estaba yo; de hecho, fue ella la primera en salir de nuestro escondite una vez que se hubieron alejado los vigilantes. Se acercó a la caravana de Conan con una tarjeta de crédito en la mano, y abrió la puerta en un santiamén. Tenía que preguntarle dónde había adquirido aquella habilidad. Entró, y yo la seguí.
—Ya estamos aquí —dijo ella en un susurro. Yo tenía el corazón a punto de estallar y, aunque hubiese querido, no me salían las palabras del cuerpo—. ¿Llevas la linterna? —preguntó.
Temiendo haberla perdido cuando me arrastraba por el suelo, la busqué en el bolsillo, y, afortunadamente, allí estaba. Se la puse en las manos mientras le susurré:
—Ten cuidado, por Dios.
—Siempre lo tengo —repuso ella sin mirarme.
Con buen criterio, enfocó primero sobre el suelo para poder movernos sin tropezar con los obstáculos que pudiera haber, y después fue ampliando el radio de acción del débil foco de la linterna moviéndola en círculos concéntricos.
Decidimos empezar la inspección por la mesa que había junto a su cama. Todo parecía estar igual que la anterior vez que estuvimos allí, todo excepto los papeles desordenados que había sobre la mesa —que ahora aparecía libre de ellos—, incluida la nota que había ojeado Mycroft H.; Irene la buscó en el suelo, bajo la mesa, entre los libros, sobre la cama, pero fue inútil, la nota había desaparecido.
—Valieri —dijo simplemente.
—Debió volver para retirar la nota después de habernos ido nosotros. Menos mal que antes la leyó Mycroft H. Enfoca a los libros.
Irene enfocó la linterna a los lomos de los libros que aparecían apilados sobre la mesa, y comenzó a leer sus títulos:
—“Nuevo Análisis Transaccional”, “Hechos y fantasías masónicas”, “Los mecanismos de la mente humana”, “Problemas y curiosidades matemáticas”, “Ahiman Rezon”, “The secret history of the Grand Lodge of London and Westminster Unified”...
Recordé los comentarios de mi amigo librero sobre la rareza de este último libro. La única manera de comprobar si se trataba del mismo que él pensaba era comprobar su fecha y lugar de publicación.
—Pásame ese último —pedí a Irene.
Cuando lo tuve en mis manos comprobé, por la tipografía y estado de las tapas, que se trataba de un libro viejo, lo abrí por las primeras páginas y pedí a Irene que acercara el haz de la linterna. Rápidamente encontré lo que buscaba, al pie de una de las páginas, en bonita letra cursiva, leí: “Published in London, England, in 1909”. Mi amigo había dicho que todos los ejemplares de ese libro habían sido localizados y destruidos, y su autor condenado al ostracismo por la Logia. Alguna información debía contener el libro que la Gran Logia de Londres no estaba dispuesta a que se supiera. De pronto, algo que había entre las páginas del libro cayó al suelo. Era un mapa del metro de Londres en formato desplegable. En ese momento no me llamó la atención la aparición del mapa del metro de Londres —cabía la posibilidad de que fuera ese el próximo destino del circo, y Conan estuviera familiarizándose con el mapa de la ciudad—, y no creí que fuera importante, no obstante lo recogí con sumo cuidado y volví a ponerlo entre las páginas del libro.
—Coge también el segundo libro —le pedí a Irene señalando con la linterna—. Sí, ése: “Hechos y fantasías masónicas”.
—¿Para qué? —preguntó ella.
—Nos llevamos estos dos libros —respondí—. Estoy seguro de que, de alguna manera, contienen información sobre el caso.
—Bien —dijo ella cogiendo el libro y entregándomelo—. Sigamos buscando.
Me pasó la linterna y la alumbré para que ella revolviera en los cajones, buscara entre sus vestidos y capas que estaban colgados en una barra metálica, la bolsa de aseo e, incluso, debajo de la pequeña cama.
—Es curioso —musitó Irene extrañada.
—¿El qué?
—No hay ni un solo objeto personal en toda la caravana. Es como si todo lo que hay no fuera más que atrezo teatral para dar la impresión de que aquí ha vivido alguien.
—Lo libros —dije yo que, quizá por deformación profesional, siempre he pensado que un libro es una de las cosas más personales que puede poseer un hombre.
—Sí, los libros. Han debido pensar que no eran más que herramientas de trabajo para Conan.
—Mira dentro, por si hubiera algo.
Irene dio un rápido repaso a las páginas de cada uno de los libros sin hallar nada significativo en ninguno de ellos, salvo en el que llevaba por título “Ahiman Rezon”, del que extrajo una cuartilla, doblada en dos.
—¿Qué es? —pregunté.
—Nada —repuso Irene—. Palabras en inglés. Supongo que Conan estaba aprendiendo inglés —dijo. Volvió a poner el papel dentro del libro, y lo dejó en su lugar.
Hizo una pequeña pausa durante la que volvió a echar una rápida ojeada al contorno, suspiró, y dijo:
—Pienso que no hay nada más que ver. ¿Nos vamos?
—Creí que nunca lo ibas a decir.
Apagué la linterna y esperamos unos minutos para acostumbrarnos a la oscuridad, después nos deslizamos al exterior y, con total sigilo, salimos del recinto del circo.
Inquietos, y volviendo la vista atrás cada pocos metros, retornamos por el camino de tierra hasta la estación de servicio, desde donde llamamos a un taxi que nos devolvió a casa.
—Nunca había robado —dije cuando puse los dos libros sustraídos de la caravana de Conan sobre mi mesa de trabajo.
—Considera que son un préstamo —apuntó Irene, despreocupada.
Entre unas cosas y otras se había hecho muy tarde y, después de la incursión que habíamos hecho al circo, estábamos agotados, por lo que enseguida nos fuimos a la cama.
No fue hasta la mañana siguiente cuando vimos en el blog la respuesta de Mycroft sobre el contenido de la nota. Decía simplemente: “Parecía el inicio de una carta, que comenzaba diciendo: Deberemos ir a Londres si...”.
“Deberemos ir a Londres”, repetí mentalmente una y otra vez con la esperanza de que, a fuerza de repetirlo, se me ocurrieran las razones que tenía Conan para ir a Londres. ¿Conan, y quién más, porque utilizaba un plural? Además estaba el condicional: “si”. ¿Si qué? —me pregunté.
—Tengo la sensación —dije en voz alta, aunque sin dirigirme específicamente a Irene— de que tenemos muchas piezas, no todas, pero muchas piezas de un puzzle, que no sabemos ordenar.
—¿Por qué no hacemos un resumen de todo lo que hemos averiguado desde el principio?
—¿Otra vez? —repuse cansado de estar, una y otra vez, dando vueltas a la mismas cosas, sin llegar a ninguna conclusión.
—¿Tienes tú una idea mejor?
—No. Realmente, no.
—Pues entonces empecemos.
Recordé que, obsesionados como estábamos con el caso, todavía no habíamos desayunado.
—Necesito un café —dije desalentado.
—Tienes razón. Desayunemos primero. No se puede pensar con el estómago vacío.
El desayuno fue rápido y frugal, sobre todo porque Irene estaba deseando empezar a trabajar con los datos que teníamos. Terminado el mismo, Irene se sentó sobre la alfombra y yo lo hice en mi silla de trabajo, frente a ella.
—A ver —dijo—, repasemos todo de nuevo a partir del día que recibimos el mensaje de Moriarty.
—Al cabo de unos días sin saber de él, decidimos vernos ese fin de semana en Madrid para investigar su desaparición.
—Mycroft H. descubrió que la letra griega y el número que aparecía en el mensaje tenían un significado especial. Aunque, si te soy sincera —dijo Irene con expresión pícara—, no recuerdo cual era ese significado.
—Espera.
Fui en busca de mi agenda, donde había anotado meticulosamente las explicaciones que Mycroft H. nos había dado sobre el significado de phi y del número 6174, para repasarlo con ella. De vuelta en mi silla, la abrí y busqué en las últimas páginas. De pronto vi algo que si bien al principio no terminaba de comprender, me dejó estupefacto.
—¿Qué pasa? —se interesó Irene, extrañada por mi gesto de asombro.
—Aquí hay algo que no he escrito yo —dije sin terminar de entender todavía qué hacían allí aquellas palabras—. Parece una dirección.
—¿Qué pone?
Leí en voz alta:
—60, Great Queen St., London WC2B 5AZ.
—¡Londres otra vez! —exclamó Irene.
—Sí, pero ¿quién ha escrito esto en mi libreta? —me pregunté en voz alta.
—¿Quién ha tenido la oportunidad de hacerlo? —respondió Irene.
Reflexioné durante unos instantes.
—La única persona que pudo hacerlo fue la que me agredió la noche en que fui al circo. Esa noche perdí mi agenda, mejor dicho, alguien me la robó, y apareció días después en los bolsillos del cadáver de Conan.
—Está claro entonces —dijo Irene—, fue Conan quien te atacó y luego robó tu agenda.
—No sé —repuse lleno de dudas, porque en el fondo siempre había descartado la posibilidad de que fuera Conan la persona que me había atacado aquella noche—. Intuyo que hay algo que no termina de encajar.
Recordé entonces el mapa del metro de Londres que había caído de entre las páginas del libro de Conan cuando lo manejaba en la caravana, y corrí a buscarlo. Lo desplegué sobre el suelo buscando algo que me llamara la atención, y allí estaba, marcado con un rotulador de tinta roja, un grueso círculo sobre la estación de metro de Covent Garden.
Primero fue el raro libro, publicado en Londres, en poder del mago; después, el mapa del metro de Londres guardado entre las páginas de ese libro; y por último, la dirección de Londres que —todo apuntaba a que, él mismo— había anotado en mi agenda. Eran demasiados los indicios que señalaban a Londres como para pensar que pudieran ser un cúmulo de casualidades. Tomar la decisión de que teníamos que ir a la capital británica para intentar averiguar qué buscaba allí Conan, no fue más que un paso natural, dictado por las circunstancias.
—Deberemos ir a Londres —dije remedando la frase que iniciaba la carta de Conan encontrada por Mycroft H.
—Supongo que sí —fue la respuesta de Irene Adler—. Pero deberías escribir en el blog a dónde vamos, y por qué. Yo, mientras tanto, prepararé algo de equipaje. ¡Ah! También tendrías que llamar al inspector Ventura y decírselo, pero, por favor —añadió con una maliciosa sonrisa—, omite nuestra excursión de anoche.