CAPÍTULO 15

Mycroft resuelve el caso

Nos despertamos tarde, sobresaltados al recordar la cita que teníamos a las 12 con Mycroft H., así que, tras una ducha rápida y apenas unos sorbos de café, salimos hacia el centro de Madrid.

Nos había dejado muy intrigados el extraño mensaje de Mycroft. Pensábamos que ya no estaba en Madrid —por lo menos se había despedido de nosotros en la puerta de su hotel—, y nos salía ahora con una cita. ¿Para hablar sobre qué? Irene y yo estábamos realmente interesados en conocer la respuesta a esa pregunta. ¿Pensaba Mycroft que la policía no había resuelto en realidad el caso y pretendía proponernos seguir investigando? Si ese era el caso, yo estaba de acuerdo en que habían quedado muchos puntos oscuros, pero también era cierto que, sin Valieri, y con el imán de Móstoles muerto, el caso no pasaba de ser una más de las varias operaciones contra los radicales islámicos que destapaba la policía cada año.

Además, habíamos asumido que Moriarty ya no iba a aparecer, por lo que la razón que nos había llevado a involucrarnos en aquel asunto había dejado de existir y, por otro lado, yo no podía prolongar más mi simulada baja por enfermedad so pena de verme despedido. En cualquier caso, pronto íbamos a salir de dudas.

Ese día, la noticia de tercera página en algunos periódicos fue la detención de tres islamistas, que pretendían atentar en Toledo, y el aparente suicidio de un cuarto. Pero, tal como nos había adelantado el inspector Ventura, nada decía el periódico de la implicación en los hechos de miembros de un grupo masónico.

Franqueamos la puerta de la cervecería cuando faltaban cinco minutos para las doce. Buscamos a Mycroft con la mirada, pero no fue a él a quien vimos: acodado sobre la barra estaba el inspector Ventura. ¿Había sido citado también por Mycroft, o era una tremenda casualidad? Solo había una forma de averiguarlo. Nos acercamos a él para saludarle, y cuando nos vio pareció sorprenderse tanto como nos había ocurrido a nosotros con él unos instantes antes.

—¿Qué hacen por aquí? —preguntó enarcando las cejas.

—Eso mismo nos preguntábamos nosotros de usted —respondí—. Nos gusta este sitio. ¿Y usted, viene con frecuencia?

—La verdad es que no demasiado —dijo con desgana—. Ayer recibí un mensaje de su amigo, y he de reconocer que me dejó intrigado.

—Ya somos tres —añadió Irene, que hasta ese momento no había abierto la boca.

Se acercó el camarero por el otro lado de la barra, y pedimos dos cervezas

—¿Para qué creen ustedes que nos ha citado? —preguntó el inspector.

—Esa misma pregunta nos la estamos haciendo nosotros desde que recibimos el mensaje —repuse.

Ventura miró su reloj, y yo hice lo mismo. Eran las doce y tres minutos, y Mycroft seguía sin aparecer. De forma instintiva miré hacia la puerta acristalada y, como si le hubiera convocado con mi pensamiento, entró y se dirigió directamente hacia donde estábamos. Educadamente nos dio la mano a cada uno de nosotros, y sugirió que nos sentáramos en una mesa del fondo para que pudiéramos hablar con más tranquilidad. Allá le seguimos con el vaso en la mano, y, una vez que estuvimos acomodados, carraspeó ligeramente antes de decir:

—Sin duda, se preguntarán por qué les he convocado hoy aquí. —Nadie dijo nada, pero nuestras miradas eran elocuentes, así que sin más demora, continuó—: Supongo que la versión oficial —hizo un gesto señalando al inspector Ventura— es la que conviene, y además, la única posible en éstos momentos. Pero estoy seguro de que ustedes querrán saber toda la verdad. —Los tres asentimos con breves movimientos de cabeza—. Hicimos un buen trabajo —dijo mirándonos a Irene y a mí—, pero hubo un detalle que se nos escapaba y que no descubrí hasta ayer. Era la pieza del puzzle que faltaba, y entonces todo encajó. Pero empecemos por el principio, es mejor seguir un criterio cronológico, ¿les parece bien? —preguntó de forma retórica y, antes de que se nos ocurriera responder, continuó—: Ya nos dimos cuenta cuando analizamos el mensaje de socorro de Moriarty, que él sabía la importancia que en esta investigación iban a tener el número phi y la constante de Kaprekar, aunque ignoraba por qué. Por lo tanto, el mensaje no fue más que un señuelo para indicarnos por dónde empezar a investigar.

—Un momento —le interrumpió Irene—. ¿Quiere decir que Moriarty nos mintió y que en realidad no estaba en peligro?

—Sí.

—Si es así —dije sin comprender—, ¿por qué no ha vuelto a dar señales de vida?

Mycroft sonrió socarronamente.

—Porque estaba demasiado ocupado dirigiéndonos a todos desde la sombra. ¿Recuerda la razón por la que se le ocurrió ir al Gran Circo Rex la primera vez? —preguntó Mycroft.

—Sí.

—Insinuó que fue por un mensaje que le habíamos puesto Irene o yo para gastarle una broma. Ninguno le dimos más importancia, achacándolo todo a una casualidad, pero yo no le puse ningún mensaje. ¿Lo hizo usted, Irene?

—No. Yo tampoco —dijo ésta.

—¿Recuerda lo que decía aquel mensaje? —preguntó Mycroft volviendo su mirada nuevamente hacia mí.

—Sí, perfectamente. Decía: “La clave está en Conan”.

—Quien le puso el mensaje sabía que, antes o después, usted averiguaría quién era Conan, y dónde trabajaba, e iría al circo para hablar con él.

—¿Cuál fue el papel de Conan en esta historia? ¿Por qué fue asesinado?

—Cada cosa en su momento —pidió Mycroft—. La realidad es que, con su llegada al circo empieza la parte más misteriosa y más increíble de ésta historia, porque tropieza usted con la “Orden de los Iluminados”. El número phi, que luego descubriremos que es también una alegoría del afán de perfección de los Iluminados, nos lleva en primer lugar a la estrella de cinco puntas, que es algo así como su tarjeta de presentación, y la constante de Kaprekar a una especie de clave.

—No quiero parecer grosero, pero pienso que todo eso de la “Orden de los Iluminados” no son más que fantasías de personas que ven conspiraciones masónicas en cualquier suceso —intervino el inspector Ventura.

Mycroft fulminó al inspector con la mirada, y, dirigiéndose a él, dijo:

—Usted debe de ser de ese tipo de personas que sólo creen en lo que ven.

—Sí —respondió Ventura—, y aún así me equivoco a menudo.

Mycroft pareció exasperado por la respuesta del inspector, y armándose de paciencia, dijo:

—Entonces, a usted le debe parecer casual que, por ejemplo, las estrellas de la bandera de Estados Unidos tengan cinco puntas.

—¿También ve una conspiración en eso? —respondió sarcástico el inspector.

Mycroft no se amilanó. Sacó de un compartimiento de su cartera un billete de un dólar, y lo puso sobre la mesa mostrando el anverso del mismo.

—Me temo que usted —dijo por Ventura—, no sabe mucho sobre los Iluminados, pero sí mis amigos —añadió por Irene y por mí—. Ellos saben que el búho es uno de los símbolos de la “Orden de los Iluminados”. Miren en el ángulo derecho de ese billete, es muy pequeño, pero fíjense ahí, junto a la hoja.

El inspector Ventura cogió el billete y lo acercó a sus ojos.

—Parece un búho, sí —dijo con desgana, y pasó el billete a Irene.

De Irene pasó el billete a mí y, aunque era tan pequeño que resultaba difícil verlo, puedo asegurar que efectivamente se trataba del dibujo de un búho.

—Ahora miren el reverso del billete —dijo Mycroft—. La pirámide truncada con el “ojo que todo lo ve” es otro símbolo de los “Illuminati”. La pirámide tiene 13 escalones, que podrían representar los 13 grados de iniciación de la Orden, y la cúspide, “el ojo que todo lo ve”, representaría el grado máximo. En la parte superior, encima de la pirámide, aparece la leyenda en latín “Annuit Coeptis”, que significa “Él”, el ojo, Dios, “favorece nuestra Empresa”; y en la inferior, “Novus Ordo Seclorum”, que podría traducirse como “Nuevo Orden Mundial”. —Hizo una pausa para preguntar—: ¿A qué os suena todo esto?

Irene y yo estábamos impresionados. Por mi mano habían pasado billetes de un dólar en multitud de ocasiones, y jamás se me hubiera ocurrido pensar que cada uno de ellos era la tarjeta de presentación de la secta más secreta del mundo.

El inspector Ventura permanecía en silencio, pero aún teniendo menos conocimientos que nosotros sobre los principios de los “Illuminati”, creo que empezaba a estar tan impresionado como nosotros.

—¿Cómo es posible? —balbuceó Irene.

—Aún hay más —dijo Mycroft—. En la base de la pirámide, sobre el primero de los trece escalones, figura escrito, en números romanos, el número 1776 —MDCCLXXVI—, que si bien es el año en el que se proclamó la independencia de los Estados Unidos, también es el año en el que Adam Weishaupt fundó la “Orden de los Iluminados”. —Se volvió hacia el inspector Ventura, y preguntó—: ¿Sigue pensando que todo se debe a una ilusoria conspiración masónica? Pero no basta con todo esto —continuó—, también son de cinco puntas las estrellas que forman el círculo central de la bandera de la Unión Europea. —Echó unas monedas sobre la mesa, y dijo—: Así como las que hay en todas las monedas europeas.

El inspector Ventura, que ya había dejado a un lado la ironía de sus primero comentarios, preguntó:

—¿Qué pretendían los “Iluminados”?

—Eso lo descubrió Irene en Londres, en las claves que contiene el “Ahiman Rezon” que se conserva en el Museo de la Gran Logia Unida de Inglaterra.

—Los Reyes deben morir —dijo Irene.

—Efectivamente. Aunque, naturalmente, hoy habría que decir “los gobernantes”, porque los reyes ya no gobiernan tal como lo hacían en el siglo XVIII. Aunque ya nunca sabremos contra quien pretendían atentar —continuó tras una corta pausa—, todo apunta a que su intención era hacerlo contra algún importante personaje del panorama político. El hecho de que el escenario elegido fuera una elegante residencia, dentro un coto de caza solo al alcance de los privilegiados, parece confirmar esa tesis. Pero usted —dijo dirigiéndose a Irene, y había en su voz un cierto tono de reprobación—, descubrió en las páginas del “Ahiman Rezon” otra frase a la que no parecen haberle dado importancia.

—Cuando Europa esté en peligro, sólo la luz la salvará —recordó Irene.

—Efectivamente —dijo, y continuó dirigiéndose a Irene—: Cuando revisé las notas que tomó usted en el restaurante del Hotel Claridge’s de Londres, y hallé las palabras “Light” y “Europe”, comprendí la importancia de la frase. La primera parte de la frase es el diagnóstico: “Europa está en peligro”; y la segunda, la solución: “La luz”, o sea, los Illuminati, “la salvarán”. La otra frase no es más que el cómo: eliminando a los gobernantes como medio para entronizar un nuevo régimen, el Nuevo Régimen.

La explicación de Mycroft nos había dejado anonadados, pero todavía quedaban numerosos cabos sueltos.

—¿Quién asesinó a Conan, y por qué? —pregunté. Después de haber sido durante algún tiempo el principal sospechoso, estaba ansioso por saber quién era el autor del crimen.

—Fue Valieri. Conan era la mano derecha de Valieri, pero cuando conoció las órdenes que éste había recibido de Vólkov, no quiso participar en ello, e intentó hacer lo posible por frustrar el plan. Debió insinuar algo a un amigo quizá...

—¿A quién? —se interesó Irene.

—A Moriarty —respondió Mycroft de forma concluyente—. Moriarty no conocía todo el plan, pero sí algunos detalles. ¿Cómo los supo? Creo que es evidente: Conan se lo dijo. Valieri debió descubrir la traición de Conan, y le asesinó.

—¿Y Moriarty? —preguntó Irene.

Mycroft no respondió a la pregunta de Irene, por lo que deduje que lo hacía sencillamente porque no tenía la respuesta.

—El plan siguió adelante. Valieri hizo que robaran una enorme cantidad de explosivo y la almacenó en la casa de campo donde lo descubrimos, y poco a poco entró en contacto con los que tenían que aparecer como los verdaderos autores.

—Hassan al-Bukhari y los otros islamistas —dijo Ventura.

—Los ejecutores materiales —subrayó Mycroft—. Sin duda, los “Iluminados” querían que pareciera un atentado realizado por fanáticos islamistas. El caso es que el mismo día que le convencimos a usted —dijo refiriéndose al inspector— de que se trataba de algo serio, descubrí por casualidad quién era el verdadero objetivo de los atentados. No dije nada porque debía confirmarlo antes. Al llegar al hotel unas horas después, lo primero que hice fue llamar a una amiga que recoge cotilleos en un importante periódico, para preguntarle a qué miembros de la familia real les gustaba la caza. La respuesta fue inmediata: al Rey y a la Infanta Elena, pero el Rey, últimamente, no está para muchos trotes. “¿Por qué lo quieres saber?”. Otra pregunta: ¿Tiene un lío secreto la Infanta Elena? Pareció meditar su respuesta un instante.

“—Yo diría que tiene un lío discreto, que es distinto. Ya sabes que siempre hay comentarios, pero la Infanta es libre, no tiene por qué tener líos secretos.

—¿Dónde suelen verse?

—Por lo que se cuenta, se ven en casa de él, y también en casas de amigos. No se ocultan demasiado. De lo que sí se habla últimamente es de las extrañas visitas del Príncipe a cierto coto de caza en Toledo. Digo extrañas porque al Príncipe no le gusta la caza, al menos la caza de animales, ya sabes.

—¿No estará en Talavera ese coto de caza?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

Corté la comunicación mientras el corazón me latía con fuerza. De pronto todo adquiría sentido, con una intensidad y nitidez tal que no comprendía cómo no lo había percibido antes. El sentido del mensaje que descifró Irene en Londres no era metafórico, sino literal: “Los Reyes deben morir”, y el primero en hacerlo debía ser el Rey de España. El primer atentado mediante la voladura de la casa de Talavera, tenía dos objetivos, el primero, eliminar al descendiente directo; y el segundo, hacer que el Rey saliera precipitadamente de su casa en mitad de la noche. A su paso, harían volar la furgoneta de Telefónica cargada de explosivos. No puedo asegurarlo, pero apostaría que a continuación atentarían contra otros reyes y jefes de Estado de Europa”.

Esa revelación nos dejó estupefactos. Me pregunté qué consecuencias podrían haber tenido los asesinatos del Rey y de su heredero en el contexto de una Europa desconcertada por otros atentados. Era totalmente imprevisible.

—Hemos evitado un atentado contra el Rey —dije en tono irónico—. Deberíamos ser considerados héroes o algo así.

—Sí —dijo el inspector muy serio—. El problema es que, aparte de los aquí presentes, nadie más lo va a saber nunca.

—¿Por qué estaba tan seguro de que ocurriría durante la noche que va del treinta de abril, al primero de mayo? —preguntó Irene.

—Por el carácter simbólico que esa noche tiene para los “Iluminados” —respondió Mycroft—. Fue en una noche como esa, en 1776, cuando se fundó la “Orden de los Iluminados”. Al principio solo era una intuición, estábamos cerca de la fecha y pensé que, estando tan apegados a las tradiciones, difícilmente dejarían escapar la posibilidad de hacer algo muy sonado esa noche. Era como homenajearse a sí mismos. Pero la confirmación la tuve cuando vi su nota —dijo por mí— con las palabras que anotó durante aquella cena de Vólkov en Londres. Una de las palabras no era inglesa, por eso la escribió mal, pero deduje que era “Walpurgis”, y entonces estuve absolutamente seguro de la fecha elegida, porque “la noche de Walpurgis” es, precisamente, esa noche.

—Todo es tan... increíble —dijo Ventura—. ¿Cuál cree que era la intención última de los “Iluminados”?

En lugar de responder, Mycroft hizo otra pregunta que dejó en el aire:

—¿Qué ocurriría si grupos islamistas atentaran en cadena contra los jefes de Estado de toda Europa y de Estados Unidos?

—Es absolutamente imprevisible —respondió el inspector.

Y yo añadí:

—La confrontación entre el mundo occidental y el musulmán, un auténtico choque de civilizaciones del que podría emerger un Nuevo Orden Mundial. ¿Y no es esa la razón de ser de la “Orden de los Iluminados”?

Sí, esa era la razón de ser de la “Orden der Illuminaten”, creada por algunos soñadores, perseguidores de la perfección humana, en la Noche de Walpurgis de 1776.

El peso de lo que acabábamos de conocer hizo que durante unos instantes permaneciéramos callados. De pronto, Irene suspiró y dijo:

—Me hubiera gustado tanto que Moriarty... estuviera con nosotros.

—Estoy seguro que el día menos pensado, con el mismo misterio con el que desapareció, volverá a aparecer en el “Club de Holmes” —dijo Mycroft en tono despegado.

—¿Por qué dice eso?

—Porque Moriarty, nuestro amigo Moriarty, es la persona que ha estado jugando con nosotros como si fuéramos marionetas —dijo Mycroft de forma desabrida.

—No debería hablar así de alguien que no puede defenderse. Es algo impropio de usted —dijo Irene muy molesta.

Mycroft miró a Irene, después me miró a mí, y por último miró al inspector Ventura, y dijo:

—Es que sí puede defenderse.

—No, si no está aquí —insistió Irene.

—El caso es que sí está aquí —soltó Mycroft.

La afirmación de Mycroft cayó como una bomba e hizo que todos nos miráramos llenos de perplejidad.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Irene, que se resistía a comprender la situación.

Mycroft se encogió de hombros, y dijo:

—Inspector, por favor.

El inspector Ventura carraspeó incómodo, sonrió con malicia, como un niño pillado en una mentira, y dijo turbado:

—Está bien. No es exactamente así como lo había pensado, pero me temo que es cierto lo que afirma Mycroft. Había olvidado que es tan o más perspicaz que su hermano Sherlock Holmes —volvió a carraspear, y abriendo los brazos en un gesto teatral, añadió con gran ceremonia: yo soy Moriarty.

Las palabras del inspector provocaron mi asombro, y la ira de Irene, que, una vez recuperada de la sorpresa, bramó:

—¡¿Cómo ha podido engañarnos durante todo este tiempo?!

—No era mi intención —trató de justificarse Ventura—. Al principio no sabía qué hacer con la escasa información que tenía, pero estaba seguro de que se trataba de algo muy serio, así que decidí recurrir a ustedes para que me ayudaran a resolver el caso. Lo siento.

—¿Nos puede contar todo lo que pasó? —preguntó displicente Mycroft, con una actitud que dejaba meridianamente claro que todavía no se le había pasado el enfado.

—Por supuesto, pero antes, por favor, dígame una cosa: ¿desde cuándo sabe que Moriarty y yo somos la misma persona?

—La primera vez que lo pensé fue precisamente aquí, cuando usted nos abordó la primera vez, ¿recuerda? —Tras una pausa, continuó—: ¿Por qué lo pensé?, muy sencillo, porque usted dijo que lo sabía todo sobre nosotros, y así parecía ser; pero, cuando lo reflexioné más tarde, me di cuenta que efectivamente lo sabía todo, pero únicamente todo lo que Moriarty podía saber: que habíamos formado el “Club de Holmes”, y que estábamos allí para investigar el misterio de su desaparición. Lo pensé, es cierto, pero me pareció tan rebuscado e inverosímil, que lo descarté. No obstante, la idea siguió aquí —dijo tocando su frente con el dedo índice—, pero hasta hoy no he estado completamente seguro.

—¿Por qué? —preguntó Irene.

—¿Recuerdan cuando le preguntamos quien había alquilado la casa de Talavera para el 30 de marzo? Respondió que la policía había hecho averiguaciones y la casa no había sido alquilada por nadie. Pero eso no era cierto —se giró hacia el inspector Ventura, y preguntó—: ¿Me equivoco?

—No —dijo Ventura—. Al menos, no del todo. Hicimos la gestión con el dueño de la casa, y ésta no había sido alquilada, pero sí prestada. Al Príncipe —añadió tras una pausa.

Mycroft hizo un gesto afirmativo.

—Por eso hoy no se ha extrañado cuando he dicho contra quién iba dirigido el atentado. Ya lo sabía.

—Así es —confirmó Ventura.

—Los dos han estado jugando con nosotros —dijo Irene con una pizca de rencor.

—En cuanto a los hechos, tal y como usted dedujo —miró a Mycroft—, Conan se puso en contacto conmigo. Tenía mucho miedo. Me dijo que alguien estaba preparando un gran atentado, y me dio dos datos para que empezara a investigar, phi y el número 6174. Era todo tan extraño que pensé que se trataba de una broma, pero el hombre estaba realmente muy asustado. Entonces se me ocurrió enviarles el mensaje de socorro. Al principio era todo casi como un juego más de los que hacíamos en el “Club de Holmes”, hasta que Watson recibió una paliza y Conan fue asesinado. Entonces me di cuenta de que el asunto iba en serio. Intenté que lo dejarais, os dije que era peligroso, pero os empeñasteis en seguir.

—¡Para encontrar a Moriarty! —exclamó Irene, todavía enfadada.

—No solo para encontrar a Moriarty —dijo el inspector Ventura—. Estoy seguro que si entonces les hubiera dicho toda la verdad, habrían decidido seguir hasta el final. ¿Cómo decir no a la posibilidad de resolver un misterio? —bromeó Ventura—. Si así fuera no habrían ingresado ustedes en el “Club de Holmes”.

—Eso es cierto —tuve que reconocer.

—El caso es que han logrado resolver el caso —continuó Ventura/Moriarty—. Felicidades. Sin su ayuda me temo que habría sido imposible.

—El caso en realidad no ha sido resuelto —apunté—. Nosotros sabemos qué ha pasado, y por qué, pero el caso no estaba resuelto con la detención de los marroquíes.

—Hubo presiones desde arriba para dejarlo así. En el Ministerio no querían ni oír hablar de Konstantin Vólkov.

—En cualquier caso, espero que después de este fracaso, la Orden tarde algunos años en volver a intentar desestabilizar el mundo —apuntó Mycroft, y añadió poniéndose en pie—: Y ahora, sí. Me despido de todos ustedes. Espero que nos encontremos más pronto que tarde en el Club.

—Un momento —dijo el inspector imitándole—, le acompaño. Hay algunos matices que me gustaría aclarar con usted. Watson, Irene —dijo con una ligera inclinación de cabeza—, espero seguir contando con vosotros en el “Club de Holmes”. ¡Ah, por cierto! Al final le hice caso —dijo a Irene—, y envié el informe a Scotland Yard. Esta mañana me ha llamado para darme las gracias un tal inspector Marvin. Creo que ya le conocen. Al parecer, Vólkov salió precipitadamente de Londres, rumbo a Nueva York, ayer a primera hora, pero ha sido detenido un hombre rubio de pelo rizado, que estaba en contacto con grupos islamistas pakistaníes. Ha declarado que preparaban un atentado contra la reina de Inglaterra. ¡Adiós, amigos!

Mycroft y Moriarty salieron de la Cervecería Alemana en animada charla, dejándonos solos.

—Ahora sí ha terminado todo —dijo Irene con un gesto de tristeza.

—Ventura tiene razón —dije al ver la expresión de su rostro—. Habríamos seguido en el caso aunque nos hubiera dicho que él era Moriarty.

Irene rió a carcajadas, y volvió a mi mente la imagen de la primera vez que la vi, apoyada en la barra del bar del Hotel Reina Victoria, entonces supe que la había amado desde aquel mismo instante.

—Es cierto —aseguró entre risas—. ¿Cómo resistirse a un reto semejante? Aún así, me molesta que jueguen conmigo. El inspector Ventura debería habernos dicho toda la verdad.

Estuve de acuerdo con ella

Miré el reloj, era casi la hora de comer, y recordé que apenas habíamos desayunado.

—Tengo hambre. ¿Quieres que vayamos a comer?

Ella también miró su reloj, y temí que rechazara mi proposición porque el horario de su tren se lo impidiera.

—Sí —dijo—. Tomaré el último tren.

—Vamos —le dije, y, tras pagar en la barra nuestras consumiciones, nos dirigimos hacia el exterior. Afuera brillaba el sol y algunos niños jugaban en la plaza vigilados por sus abuelos. Pensé entonces que si Irene no había podido resistirse al reto de indagar en el misterio que nos había brindado Moriarty, ¿cómo se iba a resistir al reto que la vida nos estaba ofreciendo? Me paré junto a la puerta haciendo que ella, extrañada, se parara también.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —dije—. Solo que creo que deberíamos empezar de nuevo. —Le tendía la mano, y dije con una sonrisa—: Hola, mi nombre es Jorge Álvarez.

Su rostro se iluminó con una amplia sonrisa. Me dio la mano, y respondió:

—Idoia Aguirre. Encantada.

La atraje hacia mí, y la besé en los labios. Y, mientras la besaba, pensé que Idoia Aguirre iba a ser en mi vida tan importante, al menos, como Irene Adler lo había sido en la de Sherlock Holmes.

Escrita por Gabriel Martínez

e-mail: leirbagant@gmail.com

Twitter: @GabrielMtnez

Otras obras del autor editadas en Amazon:

La estirpe del Cóndor (Finalista del Premio Azorín de Novela 2014)

El asesino de la Vía Láctea

El laberinto ruso

Yo que no vivo sin ti

Al sur de Orán

Las cartas de Babilonia

Los 52

índice

CAPÍTULO 1

El Club de Holmes

CAPÍTULO 2

Retorno al “Gran Circo Rex”

CAPÍTULO 3

Konstantin Vólkov

CAPÍTULO 4

Watson discurre

CAPÍTULO 5

Inesperado viaje a Londres

CAPÍTULO 6

Intento de robo en el museo

CAPÍTULO 7

El informe Vólkov

CAPÍTULO 8

Mycroft H. entra de nuevo en escena

CAPÍTULO 9

Las dudas de Vólkov

CAPÍTULO 10

Siguiendo a Massimo Valieri

CAPÍTULO 11

Vólkov vuelve a Londres

CAPÍTULO 12

Helius

CAPÍTULO 13

Roma, Bilderberg

CAPÍTULO 14

Ventura actúa por fin

CAPÍTULO 15

Mycroft resuelve el caso