CAPÍTULO 5
Inesperado viaje a Londres
Watson e Irene tomaron el primer vuelo que salió de Barajas con destino a Londres, a donde llegaron ya anochecido. Una fina y persistente llovizna caía sin cesar sobre el aeropuerto de Heathrow, y las luces de los coches que iban y venían por la autopista que conducía a la ciudad se reflejaban sobre el húmedo asfalto produciendo tenebrosos efectos de neón.
Ambos habían estado en anteriores ocasiones en la capital británica, pero nunca de una manera tan brusca e inesperada, por lo que, cuando tomaron el taxi, no supieron qué dirección darle al conductor.
Fue cuando faltaban pocos kilómetros para llegar a la ciudad cuando Irene recordó la dirección de un Bed & Breakfast en el que se había alojado unos meses antes.
—Está bastante céntrico y, además, no es caro.
—Me basta con que no haya cucarachas —dije yo.
Era una casa de cuatro plantas sin ascensor con fachada de ladrillo, más parecida a una fábrica de época victoriana que a una casa de huéspedes, situada en Brewer Street, una tranquila calle en pleno centro del Soho. En recepción les dieron la llave de su habitación, una pequeña estancia en la segunda planta, sin ascensor.
Irene miró los folletos que había sobre el mostrador de la recepción, y cogió el que era un mapa de la zona centro de Londres.
—Nos vendrá bien de momento —dijo—, pero mañana deberíamos comprar un mapa más completo de la ciudad.
—No venimos a hacer turismo —repuse secamente.
Irene ignoró mi comentario, y echó a andar hacia donde el recepcionista había señalado que estaba la escalera. La seguí escaleras arriba y, al cabo de unos minutos, estábamos en la habitación que nos había dado. “Al menos está limpia”, pensé. Pero había un pequeño problema, si es que así podía llamársele: había una sola cama.
Irene me miró, interrogándome con los ojos, y yo me encogí de hombros para indicar que no me importaba.
La situación tenía algo de cómica: los dos, parados frente a la cama sin saber qué hacer. Por fin, Irene puso su mochila sobre uno de los lados de la cama.
—Después de todo —dijo—, solo es para dormir. Yo prefiero este lado —añadió mientras se sentaba sobre el colchón para comprobar su dureza—, ¿te importa?
—Claro que no —respondí, y añadí con sorna—: después de todo, solo es para dormir.
Ambos reímos la broma, y no tumbamos sobre la colcha para descansar un rato antes de bajar para buscar un sitio donde cenar algo.
—¿Qué crees que vamos a encontrar? —preguntó Irene de pronto sin apartar los ojos del techo.
—¿Dónde?
—En el 60 de Great Queen Street.
—No tengo ni idea.
Irene se incorporó sobre la cama, extrajo de su bolso el mapa que había cogido en la recepción, y lo extendió sobre la cama.
—¿Qué miras? —pregunté con dejadez.
—¿Por qué crees que Conan señaló en su mapa la estación de metro de Covent Garden?
Me encogí de hombros.
—¿Porque donde tenía que ir estaba cerca y era allí donde debía de apearse del metro? —sugerí.
—O porque allí tenía que ver algo o encontrarse con alguien.
Estaba demasiado cansado y hambriento como para iniciar una discusión con Irene. Elucubrar sobre las razones que pudo haber tenido Conan para señalar en rojo el nombre de una estación de metro de Londres no conducía a ningún sitio. Al menos hasta que llenara el estómago.
—Con el estómago vacío no puedo pensar —dije entonces.
—Sí —apuntó ella, y miró su reloj—, además se está haciendo demasiado tarde.
—Pues no hablemos más —repuso, y, casi de un salto, se levantó de la cama.
Ella, más indolente, se incorporó despacio, extrajo su bolsa de aseo del equipaje, y se metió en el cuarto de baño. Pasados quince larguísimos minutos salió con la cabellera más ordenada y retoques en el maquillaje.
—Ya estoy lista —anunció.
Bajamos las escaleras y me fijé que había cambiado el recepcionista: ahora era un hombre de color, de mirada cetrina y grande como un armario de dos cuerpos, que nos miró fijamente al pasar.
La calle Brewer había cambiado por completo durante el escaso tiempo que habíamos permanecido en la habitación. Ahora ya no era la calle tranquila y apacible, a un paso de Piccadilly Circus, que había visto a nuestra llegada, sino una calle sórdida, flanqueada de tugurios de los que, al abrir la puerta, se escuchaba todo tipo de músicas, desde rock duro hasta salsa, pasando por la vieja música de los ochenta. Hombres malencarados, pandillas de jóvenes bulliciosos pasados de copas, y travestís que hacían la carrera moviendo el trasero con descaro tomaban las aceras. En una esquina, uno de ellos, alzado sobre unos imponentes tacones, meaba sin problemas soltando un potente chorro contra la pared. Sonreí ante el espectáculo y, al advertirlo, apuntó Irene:
—Te dije que era un bed & breakfast céntrico y barato, nada más.
Reí abiertamente por la frase de Irene, que sonaba a intento de disculpa.
—Si no me importa —aseguré, y era cierto—, solo espero que no terminemos en un rincón con un tajo en el cuello —añadí con sorna.
—¡Por favor! —exclamó malhumorada—, ¡Déjalo ya!
Llegamos a Piccadilly, donde entramos en el primer local de comida rápida que encontramos: un minúsculo lugar regentado por un pakistaní —quizá era hindú, nunca he podido distinguirles—, en el que ni siquiera había sillas o taburetes donde poder sentarse, por lo que nos vimos obligados a volver a la calle con una especie de kebab grasiento entre las manos. Dando bocados a nuestra cena, deambulamos por Regent Street mirando escaparates, y decidimos terminar la noche tomando unas pintas de Guinness en uno de los muchos pubs que había por la zona.
Fue tomando la segunda pinta cuando Irene me confesó que era abogada, que era socia fundadora de un bufete que marchaba muy bien, y que su verdadera pasión era la criminología, más exactamente la motivación criminal.
En cierto modo sentí un extraño regocijo al ver a la inflexible Irene Adler, la que prefería —según me dijo el primer día que nos vimos— dejar a un lado toda cuestión personal para evitar que, con el tiempo, ese conocimiento concreto de la persona que había detrás de nuestros seudónimos terminara contaminando el juego. Eso me hizo pensar que, si había terminado convirtiendo su participación en el “Club de Holmes” en una de las cosas más importantes de su vida, era señal de que su existencia se hallaba muy vacía. Pero, por otro lado, me dije con una pizca de amargura: “¿En qué se diferenciaba su vida de la mía?”. ¿Acaso no había encontrado yo en el “Club de Holmes” una razón para levantarme cada mañana?
—¿Tú qué piensas? —preguntó Irene sacándome de mis pensamientos.
—¿Sobre qué?
—Me preguntaba qué es lo que conduce a una persona normal al mundo del crimen.
—En general, la sociedad tiende a pensar que es la necesidad económica lo que lleva a las personas a conductas... digamos antisociales —respondí.
—La sociedad se equivoca si piensa así —repuso Irene con convicción.
—Estoy de acuerdo. Detrás de esa idea únicamente hay una concepción materialista de la conducta humana. El ser humano no solo se mueve por razones económicas. Sería demasiado sencillo. Desgraciadamente, intervienen mil factores en sus decisiones, la mayoría de ellos insignificantes en sí mismos, pero todos juntos... Sería como decir que una gota colma un vaso, sin tener en cuenta las mil gotas previas. La necesidad, o incluso la comodidad, serían uno de esos factores. ¿Una mujer se prostituye siempre por necesidad?
—Solo a veces —respondió Irene—. Estoy segura que muchas mujeres prefieren trabajar cuatro horas como putas, que ocho como dependientas de El Corte Inglés. Pero una puta no hace daño a nadie, sin embargo un ladrón... o un asesino, es distinto.
Fue en la tercera pinta cuando de pronto, mirándome fijamente a los ojos, dijo de pronto:
—¿Sabes una cosa? Desde el primer instante en que pusiste el pie en el bar del Hotel Victoria supe que eras Watson.
Sus palabras sonaron a mis oídos como si hubiera dicho que, al verme, reconoció en mí al hombre que había estado esperando durante toda su vida, y el flujo de mi sangre se aceleró, y sentí que, como en el champaña, miles de minúsculas burbujas estallaban contra las paredes de mis arterias produciéndome un intenso placer.
—Yo te vi primero —farfullé—. Estabas al final de la barra, de perfil, mirando fijamente tu copa...
—¿Qué fue lo primero que pensaste al verme?
—Supe que tú eras tú, y, aunque no podía ver toda tu cara, estuve seguro de que eras una mujer hermosa.
Irene rió halagada.
—¿Se confirmó esa idea cuando me viste? —preguntó seductora.
—Absolutamente.
Volvió a reír, nerviosa esta vez. De pronto, como si una densa nube hubiera pasado por la córnea de sus ojos, su actitud cambió por completo. Su espalda se enderezó perceptiblemente al preguntar:
—¿Te das cuenta de que hasta ahora hemos estado dando palos de ciego? ¿De que ésta es la primera vez que seguimos una pista aparentemente sólida?
—Tan sólida que ni siquiera sabemos lo que vamos a encontrar mañana en el nº 60 de Great Queen Street —ironicé.
—Sea lo que sea, al menos sabemos que estamos en el camino correcto. Solo tendremos que saber interpretar lo que descubramos, buscar el hilo conductor, y seguirlo hasta el final.
La breve conversación personal que había tenido unos minutos antes con Irene me había dejado confuso. Confuso y excitado. Me resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera su cálido cuerpo que tan cerca de mí iba a estar esa noche. Quizá ella pensó lo mismo y, por esa razón, truncó tan bruscamente el inocente flirteo que habíamos iniciado. Si es así, pensé, en algo tiene razón: que ahora mismo lo único importante era encontrar a Moriarty; que, en el fondo, para eso estábamos en Londres, y que era importante que nada nos distrajera de nuestro objetivo.
—Estoy cansado —dije entonces—. Deberíamos irnos a dormir.
—Supongo que tienes razón.
Sin hacer caso a los excéntricos personajes que se cruzaban en nuestro camino, andamos, uno junto al otro, en dirección a nuestro alojamiento.
Una vez en la habitación, sin apenas intercambiar palabras, nos acostamos uno a cada lado de la cama, lo más cerca posible del borde, como si temiéramos que, durante el sueño, llegara a producirse el más leve roce. Pero estaba tan cansado que, al cabo de cinco minutos, me dormí profundamente.
Cuando desperté a la mañana siguiente encontré a Irene, junto a la ventana, con el mapa del metro de Londres desplegado.
—Buenos días, bello durmiente —dijo cuando me vio, incorporado sobre los codos, mirándola con el ceño fruncido.
—¿Qué hora es?
—Las ocho y cinco —respondió sin mirar el reloj.
Me dejé caer pesadamente sobre la cama, pero sabía que no había tiempo para regodearme entre las sábanas, por lo que me levanté casi de un salto y me fui derecho al cuarto de baño. Me afeité concienzudamente, tomé una rápida ducha y me vestí. Al salir del baño Irene seguía enfrascada, en esta ocasión, en el mapa del centro de Londres que había extendido sobre la cama.
—Great Queen Street está tan cerca de aquí que podríamos ir andando —dijo sin levantar la mirada del mapa.
—Bien —dije despreocupadamente.
—Pero iremos en metro. Son solo dos paradas, desde Piccadilly Circus hasta Covent Garden.
La mención de Covent Garden hizo que de pronto prestara más atención a lo que me estaba diciendo Irene.
—Creo que esa fue la razón de que la marcara Conan en su mapa: si quieres ir en metro a Great Queen Street, Covent Garden es la estación más cercana. Unos cinco minutos a pie.
—Y quieres hacer las cosas tal y como las habría hecho Conan, ¿no es eso?
—Exactamente. He estado dándole vueltas toda la noche, y estoy convencida de que Conan tampoco sabía qué, o a quién, se iba a encontrar en esa dirección. Después —añadió tras una pausa—, cuando supo que iba a ser asesinado, anotó la dirección en tu agenda para que tú la encontraras. Si hubiera sabido algo más, lo habría anotado, pero es evidente que solamente sabía a dónde había de acudir para obtener la información que necesitaba. Y esa información tenía que ser muy importante para que justificara su viaje hasta aquí, y para que provocara su muerte.
—Es coherente lo que acabas de decir —admití—, pero ¿cómo es posible que tuviera Conan en su poder mi agenda?
—No solo es coherente —dijo ella—, es exactamente lo que pasó. En cuanto a la agenda, es posible que Conan y sus asesinos trabajaran juntos al principio, o que se lo hiciera creer, y participó así en tu secuestro, durante el que aprovechó para robártela.
—Estoy deseando llegar a Great Queen Street para ver qué nos encontramos. ¿Desayunamos antes aquí o lo hacemos por el camino?
—Desayunamos aquí —señaló Irene sin dudarlo ni un instante—. Está incluido en el precio de la habitación.
Yo tomé un café con leche y un panecillo, sin tostar, untado de mantequilla, y un vaso de un horroroso zumo que, según el envase, era de naranjas, e Irene añadió un huevo cocido. En total, no más de quince minutos, tras los cuales salimos a la calle, que volvía a ser una calle normal, sin apenas tráfico, del centro de Londres.
Cinco minutos después bajábamos las interminables escaleras mecánicas de la estación de Piccadilly y subimos en un tren que se dirigía hacía Cockfosters. La siguiente parada era Leicester Square, e Irene me condujo hacia la puerta porque la siguiente era Covent Garden, nuestra parada. Ya en la calle, caminamos hacia el este por Long Acre, y unos minutos después, haciendo esquina con Wild Street, nos topamos con el imponente edifico que había en el número 60 de Great Queen Street: se trataba del Freemasons’ Hall, la sede de la Gran Logia Unida de Inglaterra.
Parados en la acera contraria, Irene y yo admirábamos el magnífico edificio de estilo art decó, coronado por un templete con cuatro aberturas, culminado en cúpula, con una enorme puerta en la misma esquina flanqueada por dos altas columnas.
Irene y yo estábamos mudos y sin saber qué pensar. Allí se guardaba el secreto que nos ayudaría a desentrañar el misterio de la desaparición de Moriarty y todo lo que había sucedido después. Eso esperábamos, al menos.
En ese mismo momento, un guardia de seguridad salió del interior, y abrió las enormes puertas dejándolas de par en par. Lo recibimos como una señal. Irene me miró dijo:
—¿Vamos?
—Vamos allá —respondí. Y cruzamos la calle con paso firme.
Nos quedamos parados en el amplísimo recibidor sin saber qué hacer. Pronto nos ubicamos, dándonos cuenta de que, en el edificio, había un Gran Templo, así como un museo y una biblioteca que se podían visitar libremente. Naturalmente, sin saber qué es lo que debíamos buscar, decidimos hacer una visita lo más completa posible, y empezamos por el Gran Templo, una enorme sala capaz de albergar hasta 1700 personas.
Irene, más observadora que yo, me señalaba cualquier detalle que llamaba su atención, ya fuera una placa sobre la pared, escrita en latín, o un símbolo sobre un escudo. Pasamos después a la biblioteca, donde tampoco hallamos nada digno de atención, y terminamos en el museo. Visionamos detalladamente cada estante, cada vitrina, cada objeto que allí se hallaba expuesto, pero bien fuera porque ni Irene ni yo teníamos conocimientos para descifrar mensajes ocultos de la masonería, bien porque allí no había nada que descifrar, nos encontramos a las doce de la mañana de vuelta en la calle y con nuestras expectativas por los suelos.
Estábamos comentando nuestro desconocimiento de la simbología e historia de las logias masónicas, cuando Irene tuvo una brillante idea.
—Hablemos con el director del museo —dijo—. Él debe de saber exactamente qué cosas importantes hay aquí —dijo señalando la entrada al museo del que acabábamos de salir—, y cuál es su significado.
Dicho y hecho. Volvimos a entrar en el museo y fuimos derechos a una zona donde una señorita de piel lechosa y pelo pajizo, atrincherada tras una mesa y un ordenador, atendía a los visitantes.
—Disculpe, ¿podemos hablar con el director del museo? —preguntó Irene, cuyo inglés, según pude comprobar la noche anterior, era mucho mejor que el mío.
No creo que fuera habitual que los visitantes del Museo de la Gran Logia Unida de Inglaterra quisieran hablar con el director, por lo que, ante tan extraña petición, la chica hizo un ligero aspaviento del que inmediatamente se recompuso.
—¿El director? —repitió con toda la flema de la que solo son capaces los ingleses—. ¿Es posible saber para qué desean hablar con el director del museo? —preguntó con voz cantarina.
Irene me miró indecisa, y me adivinó el pensamiento, porque se volvió y contestó de inmediato:
—Somos investigadores españoles, y para nosotros sería muy importante conocer su opinión sobre algunas cuestiones.
—¡Ah! —exclamó complacida la inglesa—. Perfecto, pero tendrán que pedir cita.
—¿Dónde debemos pedir la cita? —preguntó Irene.
—Aquí —dijo la inglesa—, a mí. —Irene hizo un gesto que venía a significar: “Adelante, pues”—. Disculpen un momento, por favor.
Marcó un número en el teléfono, y se giró levemente para impedir que le viéramos la boca al hablar. Lo hizo en voz muy baja, por lo que entendimos que lo estaba haciendo con el director del museo. Tras un par de minutos de bisbiseos, de los que únicamente entendimos las palabras “Spanish investigators”, colgó al aparato y, con una sonrisa encantadora, se dirigió a nosotros:
—El señor Harris les recibirá mañana por la mañana, a las once en punto. —Tomó papel y lápiz, y preguntó—: ¿Me pueden dar un teléfono por avisarles si surgiera un problema?
—Naturalmente —respondió Irene—, tome nota por favor. —Le dio su número de teléfono, que la secretaria anotó y guardó en un cajón— ¿Cómo ha dicho que se llama el director del Museo? —preguntó entonces Irene.
—Señor Harris, Arthur P. Harris.
—Gracias. Hasta mañana. —Nos despedimos de la inglesa encaminándonos hacia la puerta de salida, cuando de pronto escuchamos a nuestra espalda una voz chillona. Era la inglesa que, sin perder la sonrisa, nos decía:
—¡No lo olviden, por favor, a las once en punto de la mañana!
—Gracias —dijimos a dúo, y abandonamos el Freemasons’ Hall.
—Supongo que es estúpido preguntar qué podemos hacer en Londres hasta mañana, ¿no?
Irene me lanzó una mirada furibunda.
—¿No estarás pensando en hacer turismo? —dijo muy seria.
—Hasta mañana a las once no tenemos otra cosa mejor que hacer —repuse.
—Yo sí —respondió Irene con determinación, y añadió—. Mañana tenemos una cita con el director del Museo de la más grande Logia masónica del mundo, y, al menos yo, no se prácticamente nada de la masonería.
—¿Y? —pregunté sin saber a dónde quería ir a parar.
—Pues que tenemos veinticuatro horas para aprender todo lo que podamos sobre ella.
La miré escéptico. Me parecía una locura su propuesta, pero al mismo tiempo sabía que era inútil contradecirla. Empezaba a conocerla bien, y sabía que cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, nada ni nadie sería capaz de convencerla para que hiciera otra cosa.
—¿Qué propones que hagamos? —pregunté.
—Busquemos una librería. Londres es una de las ciudades con más librerías del mundo —añadió—, y compremos libros sobre la masonería. Tú lees unos y yo otros, y después los comentamos. ¿Te parece bien?
Antes de que yo pudiera contestar, exclamó señalando a unas decenas de metros más adelante:
—¡Ahí tenemos una!
Miré hacia donde señalaba y vi el letrero: Waterstone’s, y hacia allí nos dirigimos. No era una librería excesivamente grande, pero sí parecía bien surtida. Naturalmente, no esperábamos encontrar libros en español, y menos sobre un tema tan específico como el que nos interesaba, pero eso no significaba un serio problema para nosotros, porque ambos teníamos un buen nivel de inglés.
Compramos los cuatro libros que nos parecieron más adecuados para hacernos una idea cabal de lo que la masonería era en la actualidad, y sobre lo que había significado en el pasado, sobre sus principios y rituales, y la influencia que había ejercido sobre algunos movimientos políticos en el mundo occidental.
Durante las diez horas siguientes no paramos de leer. Primero, durante más de dos horas, sentados en un banco en Hyde Park; después, tumbados sobre el césped sin preocuparnos lo más mínimo de quedar manchados por la clorofila de la hierba; y por último, tras comer una hamburguesa y unas patatas fritas, encerrados en la habitación del hotel. Por fin, durante la cena, y hasta bastante después de medianoche, intercambiamos los nuevos conocimientos adquiridos. Básicamente fueron éstos:
“Una leyenda atribuye a Hiram Abif, mítico arquitecto del Templo de Salomón en Jerusalén, la fundación de la masonería. Otros textos retrasan el origen de la masonería a épocas mucho más antiguas, adjudicándolo a los constructores de las pirámides del antiguo Egipto, o posteriores, como los Collegia Fabrorum romanos, a la orden de los Templarios, la de los Rosacruces o a los humanistas del Renacimiento.
El término masonería proviene del francés maçon, albañil, y está aceptado que la masonería moderna procede de los gremios de constructores medievales de catedrales, que fueron evolucionando hacia comunidades de tipo especulativo e intelectual que, en parte, conservaron alguno de su antiguos ritos y símbolos.
Los maçones medievales disponían de lugares de reunión llamados logias, situados habitualmente cerca de las obras que estaban realizando. Era norma de los gremios de la época, especialmente en el de albañiles, el dotarse de reglamentos y normas de conducta, utilizando un ritual para dar a sus miembros acceso a ciertos conocimientos o al ejercicio de ciertas funciones.
Los gremios de albañiles son mencionados en varios de los más antiguos códigos de leyes, incluido el de Hammurabi (1692 a.C.), pero el primer código específicamente masónico fue el que el rey Athelstan de Inglaterra concedió a estos gremios en el año 926, las denominadas Constituciones de York. Trata de aspectos jurídicos, administrativos y de usos y costumbres del gremio. Le siguen en antigüedad otros documentos, como la Carta de Bolonia, redactada en 1248, el Manuscrito Halliwell (1390), el Manuscrito Cooke (1410), el Manuscrito de Estrasburgo (1459), los Estatutos de Ratisbona (1459), los de Schaw (1598), el Iñigo Jones (1607), los de Absolion (1668) y el Sloane (1700). Todos estos documentos se refieren a la masonería gremial, y en ellos se especifica, sobre todo, las reglas del oficio.
En cuanto a los rituales masónicos, el más antiguo que se conoce en su totalidad es el denominado Archivos de Edimburgo, de 1696.
Con el desarrollo social y las transformaciones económicas que se produjeron a partir de la Edad Media, la mayoría de las logias de la masonería gremial dejaron, poco a poco, de realizar construcciones, transformándose en organizaciones fraternales que, en parte, conservaron sus ritos tradicionales —“Algo así como clubs”, bromeó Irene—. A partir del siglo XVII, algunas logias gremiales comenzaron a admitir como miembros a personas ajenas al oficio. El perfil de estos masones aceptados solía ser el de intelectuales humanistas, interesados por la antigüedad, el hermetismo, las ciencias experimentales, etc. Así, las logias de este tipo se convirtieron en un espacio de librepensamiento y especulación filosófica.
El 24 de junio de 1717, cuatro logias londinenses que llevaban el nombre de las tabernas donde realizaban sus encuentros (La Corona, El Ganso y la Parrilla, El manzano, y El Racimo y la Jarra), se reunieron para formar una agrupación común, que denominaron Gran Logia de Londres y Westminster. La creación de esta nueva institución supuso un gran salto en la organización de la masonería, y a ella pertenecieron numerosos miembros de la Royal Society cercanos a Isaac Newton.
El ritual practicado en esta Gran Logia, plasmado en las Constituciones de Anderson, aunque enriquecido y desarrollado, era perfectamente conforme a los usos escoceses contemplados en los Archivos de Edimburgo.
El nuevo modelo masónico se extendió rápidamente por Europa y América con la creación de diversas Grandes Logias, como las de Irlanda, Francia, Massachussets o Escocia. Pero pocos años después, se formaron dos grandes corrientes, que tenían dos cosas en común: Primero, la necesidad de una legitimidad de origen; esto es, que su constitución hubiera sido auspiciada por alguna otra organización masónica regular. En este sentido, suele considerarse que la regularidad inicial emana de la antigua Gran Logia de Londres y Westminster; y segundo, el respeto y los valores y principios establecidos en las llamadas Constituciones de Anderson, publicadas en 1723.
Las características de las dos grandes corrientes son, en resumen, las siguientes:
La corriente denominada regular, encabezada por la Gran Logia Unida de Inglaterra, sucesora de la de Londres y Westminster, que basándose en su interpretación de la tradición masónica, establecen los siguientes criterios de regularidad:
1.— La creencia en Dios o en un Ser Supremo, que puede ser entendido como un principio no dogmático, como un requisito imprescindible a sus miembros.
2.— Los juramentos deben realizar sobre el llamado Volumen de la Ley Sagrada, generalmente la Biblia u otro libro considerado sagrado. La presencia de este libro de la Ley Sagrada, la Escuadra y el Compás son imprescindibles en la Logia.
3.— No se reconoce la iniciación masónica femenina, ni se acepta la relación con otras Logias que admitan mujeres entre sus miembros.
4.— Quedan expresamente prohibidas las discusiones sobre política y religión, así como el posicionamiento institucional sobre estos aspectos.”
Irene hizo un mohín de disgusto cuando escuchó sobre la prohibición de pertenencia de las mujeres a esta corriente masónica, pero no dijo nada.
“La corriente que se denomina liberal o adogmática tiene su principal exponente mundial en el Gran Oriente de Francia, y son sus principales características:
1.— El principio de libertad absoluta de conciencia. Admite entre sus miembros tanto a creyentes como a ateos y los juramentos pueden realizarse, según las Logias, sobre el Libro de la Ley (las Constituciones de la Orden) o sobre el Volumen de la Ley Sagrada, en ambos casos junto a la Escuadra y el Compás.
2.— El reconocimiento del carácter regular de la iniciación femenina. Las Obediencias pueden ser masculinas, mixtas o femeninas.
3.— El debate de las ideas y la participación social. Las logias debaten libremente incluso sobre cuestiones relacionadas con la religión o la política, llegando, en determinadas ocasiones, a posicionarse institucionalmente sobre cuestiones relacionadas con esos aspectos.”
En este punto hicimos un alto para comentar las características de cada corriente de la masonería, que acababa leer de los apuntes tomados sobre mis lecturas.
—¿En qué momento se formaron estas dos corrientes de la masonería? —preguntó Irene.
No recordaba haber leído ese dato, aun así repasé mis apuntes infructuosamente.
—Creo que no lo dice en ningún sitio —respondí al fin—, pero debió ser en los primeros años del siglo XIX.
Irene resopló cansada, y dijo:
—Te juro que no termino de entender la razón por la que la masonería fue algo tan importante en los siglos pasados.
—Eran lugares donde se debatían ideas —repuse—. Ideas nuevas, en muchos casos. En ese sentido pienso que tuvieron una enorme influencia, a finales del siglo XVIII y durante todo el XIX, en el desarrollo del pensamiento. Además, solía haber gente importante entre ellos. Tenían acceso directo a los centros donde se tomaban las grandes decisiones, y supongo que funcionaban como magníficos grupos de presión.
—En algún sitio he leído que la Gran Logia Unida de Inglaterra tuvo una enorme influencia en los procesos de independencia de la América española, pero eso es un contrasentido con lo que me acabas de decir.
—¿Por qué?
—Porque, según tú, los masones ingleses tenían expresamente prohibidas las discusiones sobre política. ¿Acaso no fue política fomentar los procesos de independencia de los países sudamericanos de principios del siglo XIX? —preguntó Irene.
—Indudablemente sí.
Los dos quedamos pensativos, aunque creo que, en realidad, estábamos tan cansados que ya nos resultaba muy difícil hasta el simple hecho de pensar.
—¿Hay más corrientes aparte de las dos que has comentado?
—Parece que sí, hay varios grupos que andan de por libre, pero deben ser tan insignificantes y combativos que se les llama los salvajes.
Seguimos durante varios minutos hablando de esto y aquello, de cosas que nos habían llamado la atención durante nuestras lecturas, y de pronto, intrigada, preguntó Irene:
—¿Has leído algo sobre el “Ahiman Rezon”?
—¿Qué es eso? —pregunté, aunque me sonaba vagamente el nombre. De pronto recordé que era el título de uno de los libros que aparecían en la caravana de Conan.
—Vi en el Museo, guardado en una vitrina en un lugar de honor, un ejemplar de la primera edición. Estaba también en la caravana de Conan, ¿recuerdas?
—Sí.
—Deberíamos haberlo cogido también.
—¿Crees que ese libro tiene algo que ver con el caso? —pregunté.
—Quien sabe —respondió encogiéndose de hombros. Irene carraspeó, consultó después algunos detalles en uno de los libros que había leído, y empezó a hablar:
—La Gran Logia de Londres y Westminster parece que no fue la única logia importante que funcionó en Inglaterra en el siglo XVIII. En 1751 un grupo de francmasones descontentos porque, según ellos, la de Londres y Westminster se había apartado de los antiguos senderos de la masonería, formó una logia rival, la Gran Logia de Masones Libres y Aceptados de Inglaterra, que trabajarían de acuerdo con las antiguas reglas de la masonería. Por eso, a esta logia, se les llamó de los antiguos, y a la de Londres y Westminster, que paradójicamente era anterior, de los modernos.
La Constitución de los antiguos, donde se detallan su organización y rituales, fue publicada en 1751 y se llama “Ahiman Rezon”, nombre del que nadie, salvo el autor, sabe su significado. Supuestamente no es más que una compilación de los antiguos rituales, hecha por Lawrence Dermott.
—¿Y qué es lo que te ha llamado la atención de ese libro? — me interesé.
—Pues que desde entonces se ha reeditado decenas de veces, incluso hoy en día se sigue vendiendo en todo el mundo.
—¿Y qué tiene eso de extraordinario?
—Un libro escrito hace más de doscientos cincuenta años, sobre organización y rituales de una logia masónica, supongo que debe de resultar algo trasnochado en el mundo de hoy, algo fuera de lugar, lo que me hace pensar que debe de ser algo así como la Biblia de los masones. ¿Te imaginas que se siguieran publicando los tratados de alquimia medievales?
—Estas siendo excesivamente subjetiva —apunté—. Puede resultar trasnochado para ti, que no crees en nada de eso, pero no necesariamente para ellos.
Irene hizo un gesto con el que venía a darme la razón, pero sin hacer comentario alguno.
—¿Es en ese libro donde se establecen los grados de la masonería y los rituales que permitían el paso de uno a otro?
—Supongo que sí —dijo ella—. Aunque seguramente también estará en otras Constituciones.
—¿Cómo funciona exactamente según el “Ahiman Rezon”?
—En principio depende de la antigüedad en la Logia, pero siempre, para pasar de un grado a otro, es necesario pasar ciertas pruebas rituales. Parece que no da muchos más detalles el libro. ¿Tú has leído algo sobre eso?
—Sí —respondí—. Hay hasta treinta y tres grados, y en sus nombres hay algo de esotérico, de mágico y misterioso, supongo que...
—¿Cuáles eran esos nombres? —me interrumpió.
Pasé varias páginas de mi moleskine, hasta encontrar lo que buscaba.
—Te leo —dije, y comencé a recitar:
“Primeros grados. Conferidos en una Logia Simbólica o de Masonería Azul.
Aprendiz
Compañero
3— Maestro
Serie de grados conferidos en una Logia de Perfección, también llamados grados “inefables”
4— Maestro Secreto
5— Maestro Perfecto
6— Secretario Íntimo
7— Preboste y Juez
8— Intendente de los edificios
9— Maestro Elegido de los Nueve
10— Maestro Elegido de los Quince
11— Sublime Caballero Elegido
12— Gran Maestro Arquitecto
13— Caballero del Real Arco
14— Gran Elegido Perfecto y Sublime
Los grados que siguen se otorgan en el Consejo de Príncipes de Jerusalén
15— Caballero de Oriente o de la Espada
16— Príncipe de Jerusalén
Los siguientes dos se confieren en el capítulo rosacruz
17— Caballero de Oriente y Occidente
18— Soberano Príncipe Rosacruz
Los catorce grados siguientes se confieren en un Consistorio de Príncipes del Real secreto
19— Gran Pontífice
20— Gran maestro ad vital o de todas las logias
21— Patriarca Noaquita o Caballero Prusiano
22— Príncipe del Líbano o Caballero de la Real Hacha
23— Jefe del tabernáculo
24— Príncipe del Tabernáculo
25— Caballero de la Serpiente de Bronce
26— Príncipe de Merced o Escocés trinitario
27— Soberano Comendador del Templo
28— Caballero del Sol o Príncipe Adepto
29— Gran Escocés de San Andrés
30— Gran elegido Caballero Kadosh o del Águila blanca y negra
31— Gran Inspector inquisidor comendador
32— Sublime y valiente Príncipe del Gran secreto
El último Grado lo confiere el Supremo Consejo del Grado 33°
33— Soberano Gran Inspector general de la Orden”.
Cuando terminé la lectura, Irene se había dormido tumbada de costado sobre la cama, y aproveché para observarla detenidamente. Apoyaba la cabeza sobre su brazo derecho y respiraba acompasadamente sin emitir el más leve sonido. Por un instante tuve la sensación de que sus labios dibujaban una imperceptible sonrisa. Con cuidado de no despertarla, aparté un mechón de pelo que cubría parte de su cara y me fijé en sus pómulos, la recta nariz, su despejada frente, los apetitosos labios... Deseé cubrir su rostro con mis besos, pero sabía que no podía hacerlo. Por el momento no éramos más que dos miembros del “Club de Holmes” tratando de resolver un misterio, y que debía respetar esa condición porque, sencillamente, así eran las cosas hasta que ella decidiera que fueran de otra forma.
Con cuidado, la tomé entre mis brazos y la coloqué a un lado de la cama cubriéndola con un edredón. Después aparté los libros y papeles que habíamos estado manejando y me tumbé a su lado. Durante varios minutos no pude dejar de mirarla, y pensé que era la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida; recordé la primera vez que la había visto en Madrid, apoyada en la barra de un bar; en el día que pasamos juntos después de que Mycroft H. decidiera abandonar la búsqueda de Moriarty, y de pronto me vino a la mente la importante entrevista que teníamos al día siguiente con el director del Museo de la Gran Logia Unida de Inglaterra. Ni siquiera me desnudé, cerré los ojos y pocos minutos después estaba profundamente dormido.