CAPÍTULO 14

Ventura actúa por fin

A medianoche, tal como me había dicho, sonó el timbre de mi casa. Mycroft nos esperaba con el coche aparcado en doble fila y se sorprendió al ver que conmigo venía Irene, pero no dijo nada.

Durante el trayecto hacia la casa de campo en cuyas inmediaciones habíamos estado por la mañana, nos contó cómo había seguido a Bukhari y a tres hombres más hasta una zona deshabitada poco más allá del Hipódromo de la Zarzuela, donde no solo le perdió la pista, si no que se perdió él mismo.

—¿Sabes si éstos últimos días ha vuelto Bukhari por la casa de Talavera? —pregunté.

—Hasta donde yo sé, no —respondió Mycroft—. Ayer, cuando me condujeron hasta la zona donde les perdí, llegué a pensar que habían cambiado de objetivo.

—¿Sigues estando seguro de que todo ocurrirá en la madrugada del primero de mayo? —preguntó Irene.

Flotaba en el ambiente la idea de que si el objetivo podía cambiar, acomodarse a la conveniencia tal como sugería Mycroft, pero la fecha era inamovible, quería decir que lo verdaderamente importante era el cuándo, y no el qué o el a quién.

—Sí —afirmó Mycroft sin asomo de duda.

—Entonces no han cambiado de objetivo. Cuando se prepara un atentado con semanas de antelación, es imposible cambiar de objetivo cuatro días antes del mismo.

—Entonces —dijo Mycroft—, eso quiere decir que ayer se dirigían al lugar donde van a ocultarse tras el crimen.

—O al escenario de un segundo atentado —se me ocurrió de pronto.

—Los “Illuminati” son personas civilizadas —apuntó Irene—. No creo que su intención sea causar muchos muertos.

—Todo indica que los ejecutores materiales serán un grupo de islamistas, y ellos sí buscan causar un gran daño.

—Los “Illuminati” solo buscan un efecto, una reacción. Y ellos nunca dan la cara, por lo que utilizarán a los islamistas como cabeza de turco, para convencernos a todos de que han sido ellos los únicos autores del atentado.

—Los atentados —rectificó Irene.

Esas palabras tuvieron el efecto de una onda expansiva que nos sumió a todos en la reflexión, porque de ser cierto lo que afirmaba Mycroft, la situación era mucho más grave de lo que habíamos imaginado.

—Hay que llamar al inspector Ventura —dije entonces.

—Ahora no —dijo Mycroft.

—¿Por qué ahora no? —preguntó nerviosa Irene desde el asiento de atrás.

—Porque acabamos de llegar a nuestro destino: la casa donde los criminales guardan los explosivos.

Había parado el coche bajo una encina, a un lado de un irregular camino de tierra, y apagó los faros. En un primer momento la oscuridad fue total, pero poco a poco nuestras pupilas se fueron adaptando a la escasa luz proveniente de la luna en cuarto menguante que brillaba en el cielo. Pude ver que estábamos junto a un campo de encinas, de irregular orografía, y deduje que a no más de quinientos metros de la casa a la que nos dirigíamos.

—Es un camino secundario —dijo Mycroft todavía dentro del coche—. Si alguien viene o sale de la casa, no pasará por aquí.

Bajamos del coche y Mycroft alumbró el maletero del coche con el haz de luz de una pequeña linterna.

—Coge las herramientas que he traído —dijo.

Abrí el compartimiento y extraje una pesada bolsa en la que se adivinaba un gran destornillador y otras herramientas que nos podrían ser útiles para descerrajar la persiana metálica de la casa.

—¿Cómo no se te ocurrió coger una linterna? —me reprochó Irene.

—Eso mismo, exactamente, estaba yo pensando de ti —respondí.

—Seguidme —ordenó Mycroft sin hacer caso de nuestras quejas—. Cuidado con las piedras.

No había terminado de decirlo cuando escuché a mi espalda un golpe seco y la voz de Irene, que, en voz baja pero sonora, exclamó al tropezar con un pedrusco:

—¡Mierda!

—Sssss —mandó callar Mycroft llevándose el dedo índice a los labios—. En el silencio de la noche, cualquier ruido se puede escuchar a gran distancia. A partir de ahora —susurró—, hablemos lo imprescindible.

Seguimos caminando en fila india, en el más absoluto de los silencios, hasta llegar a las inmediaciones de la casa, que aparecía sumida en la más completa oscuridad.

—Debe haber alguien durmiendo en la casa —musitó Mycroft—, así que evitemos hacer ningún ruido.

Levantó uno de los alambres de espino que formaban la valla y se disponía a entrar, cuando el lejano ruido de un motor hizo que nos ocultáramos rápidamente tras un pequeño ribazo.

La puerta de la casa se abrió y una estela de luz proveniente del interior alumbró el porche. La figura de un hombre que quedó parado en el umbral de la puerta se recortó sobre ella. Fue entonces cuando vimos los faros del coche que se acercaba a la casa. Cuando estuvo más cerca comprobamos que no era un coche el vehículo que se acercaba, sino una furgoneta con el logotipo de una importante compañía de teléfonos en los costados. Frenó suavemente frente a la verja de entrada, y el hombre que había en el porche corrió para franquearle el paso. La verja se abrió y la furgoneta entró hasta parar junto a la casa. Del vehículo bajaron cuatro hombres que, durante unos instantes, quedaron frente a la luz proyectada por los faros. A dos de ellos no les reconocí, el tercero era nuestro viejo conocido Hassan al-Bukhari; y el cuarto, el hombre de aspecto rudo que unos días antes, en Londres, había compartido mesa con Vólkov y Valieri.

Hablaban tan bajo que, a pesar de que estábamos relativamente cerca de ellos, resultó imposible entender su conversación, pero dos de ellos, seguidos por el inglés, si dirigieron al pequeño almacén donde suponíamos guardaban los explosivos, y abrieron la persiana metálica accediendo al interior. Al cabo de pocos minutos salieron con un pesado fardo que introdujeron en la furgoneta, volviendo otra vez al almacén para traer otro fardo, idéntico al anterior, que depositaron junto al primero. Cerraron nuevamente el almacén y, durante unos instantes, los hombres intercambiaron unas palabras, tras lo cual, volvieron los cuatro hombres a la furgoneta, y salieron de la casa desapareciendo en la noche.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Irene una vez que el hombre que había quedado en la casa volvió a entrar en la misma dejando el porche a oscuras.

—Volver a casa y llamar a la policía —dijo Mycroft.

Miré el reloj, faltaban algunos minutos para las tres de la mañana, y traté de imaginar la reacción de la policía si, a aquellas horas de la madrugada, les contábamos una película de la que, en el fondo, no teníamos prueba alguna. Por otro lado, era cierto que si Mycroft tenía razón y el atentado iba a producirse solo dos días después, y lo que habían visto subir a la furgoneta era realmente dinamita, había llegado el momento de dar la voz de alarma. No obstante, pregunté:

—¿Estás seguro?

Esa pregunta, en el fondo, era a mí mismo a quien se la estaba haciendo, porque era tal la sensación de irrealidad que me producía aquella historia, que a veces tenía que hacer un esfuerzo para no tomármelo como uno más de los juegos que solíamos hacer en el “Club de Holmes”.

—Absolutamente.

Con el mismo sigilo con el que nos habíamos acercado a la casa, nos alejamos de ella hasta que, ya dentro del coche, y con el corazón en un puño, llamé al inspector Ventura.

Tardó bastante en contestar, y al fin lo hizo con voz soñolienta. Me identifiqué y, lo más claramente que pude, le expliqué la escena que acabábamos de presenciar, y nuestro convencimiento —en realidad era el convencimiento de Mycroft— de que iba a ocurrir un importante atentado. Ventura me escuchó sin decir palabra hasta que dejé de hablar. Entonces, con voz desabrida, dijo:

—¿Ustedes saben qué hora es?

—Las tres y veinte —dije tras consultar el reloj.

—¡Coño! —exclamó tan fuerte que tuve que apartar el teléfono de mi oreja—. ¿Ustedes no descansan nunca? ¿Se creen que pueden llamar a estas horas a la policía con chorradas?

Estaba tan cabreado el inspector Ventura que estuve a punto de cortar la llamada, pero Mycroft me arrebató el teléfono y, con voz seria e impasible, dijo:

—Inspector, si no hacemos nada, en dos días va a haber un gran atentado, y solo usted será responsable de lo que pueda ocurrir.

Aquellas palabras produjeron en el inspector Ventura un efecto sorprendente. Pareció calmarse y, durante muchos segundos, permaneció callado, digiriendo las palabras de Mycroft. Al fin, en tono cortante, dijo:

—Les espero dentro de una hora en mi despacho.

Me devolvió el teléfono y arrancó el coche para volver a la ciudad por las mismas veredas polvorientas. De pronto, un relámpago, seguido de un cercano trueno, desgarró el cielo, y empezaron a caer gruesas gotas de lluvia.

No hablamos mucho durante el camino de vuelta. Mycroft, que conducía, miraba fijamente la carretera mojada que parecía deslizarse vertiginosamente por debajo de nuestro coche, e Irene daba muestras de estar muy cansada. Las luces fugaces de los coches que venían de frente, reflejadas en el agua que discurría por el asfalto y en las mil gotas que se estrellaban contra el parabrisas, nos deslumbraban durante un instante y luego desaparecían como arrastradas por el agua.

—¿Qué vamos a decirle? —pregunté de pronto pensando en la reunión que iba a tener lugar.

Mycroft me miró con expresión de no entender mi pregunta, y respondió:

—Todo.

—Ya lo sabe todo —añadió Irene desde el asiento trasero—. Recordad que leía nuestro blog.

¡Era cierto! Recordé que, en más de una ocasión, el inspector Ventura había dicho conocer lo que publicábamos en el “Club de Holmes”, pero si lo sabía todo, y aún así no creía nuestra historia, ¿para qué íbamos, en plena madrugada, a su despacho?

Pronto tendría una respuesta para esa pregunta, porque acabábamos de llegar a la comisaría y Mycroft estaba aparcando el coche.

Tuvimos que esperar todavía algo más de quince minutos hasta que llegó el inspector con cara de pocos amigos. Nos hizo pasar a su despacho y tras invitarnos a tomar asiento, se parapetó tras su mesa. Entonces se repantigó en su sillón, y nos espetó con desgana:

—Bien, ya estamos aquí otra vez. Cuéntenme con todo detalle esa historia de la dinamita de la que me hablaron por teléfono.

Fue Mycroft quien tomó la palabra, y empezó hablando del seguimiento realizado a Hassan al-Bukhari, el imán de Móstoles, durante los últimos días. Siguió con las extrañas visitas de Bukhari a las inmediaciones de la casona situada en el coto de caza de Talavera que Ventura ya conocía, y concluyó con la existencia de la aislada casa de campo en las afueras de Madrid, los extraños bultos que habían visto sacar del garaje unas horas antes, y su convencimiento de que se trataba de la dinamita con la que iban a perpetrar el atentado.

—¿Atentar contra quien? —preguntó el inspector cuando hubo terminado Mycroft su exposición.

Mycroft miró a Irene y después a mí, y permaneció en silencio. Esa era probablemente la única pregunta que por el momento no podía contestar.

—Todavía no sabemos contra quien —respondió Mycroft—, pero le aseguro que ese atentado se va a producir, y será en la casona de Talavera.

El inspector Ventura frunció el ceño de una forma casi imperceptible. Bruscamente, se levantó de su asiento como empujado por un resorte, y dijo:

—Disculpen un momento.

Salió del despacho dejando la puerta entreabierta.

Durante unos minutos, los miembros del “Club de Holmes” permanecieron en sus asientos; de pronto, Irene me cogió la mano y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Pase el brazo por su espalda hasta coger su hombro, la atraje hacia mí, y besé su frente. Mientras tanto, Mycroft se levantó y comenzó a caminar lentamente de un lado a otro del despacho. Estuvo primero un largo rato mirando, una a una, las numerosas fotos en las que aparecía el inspector Ventura, y después se quedó mirando el mapa de Madrid. Vi que al rato de estar observándolo, se acercó más al mapa escudriñando una zona del mismo con suma atención.

El inspector Ventura irrumpió de improviso en el despacho con la misma brusquedad con la que había salido minutos antes. Irene, como un niño pillado en falta, se enderezó rápidamente apartándose de mí, y Mycroft volvió a su silla. Ventura se sentó, y nos miró triunfante, luciendo una amplia sonrisa que nos desconcertó.

—Se me ha ocurrido comprobar si había sido denunciado un robo de explosivos en las últimas semanas —dijo sin abandonar su sonrisa.

—¿Y? —pregunté al cabo de un instante, animándole a continuar.

—En una mina de Francia, cerca de la frontera suiza, fueron robados hace nueve días alrededor de doscientos kilos de C4. Y no hay indicios de que fuera ETA la responsable del robo.

—¿Qué es C4?

—Un potente explosivo militar.

—¿Cree ahora que es cierto lo que decimos?

—Creo que puede serlo —dijo poniéndose repentinamente serio—. He hablado con el cuartel de la Guardia Civil de Talavera para que registren la casa del coto de caza y las inmediaciones antes del amanecer. —Se puso en pie, y continuó—: Yo salgo ahora mismo para allá, si quieren acompañarme, estaría encantado de llevarles en mi coche.

No hizo falta decir nada. Los tres nos levantamos tras el inspector, y le seguimos hasta el patio, donde ya nos esperaba un coche con chofer de la policía, preparado para trasladarnos a Talavera de la Reina.

Talavera esta a poco más de cien kilómetros de Madrid, y tardamos hora y media en llegar a la ciudad, y casi media más hasta llegar a la casona, situada en plenos Montes de Toledo.

Durante el trayecto, el inspector Ventura se mostró muy interesado en conocer detalles de la historia que había estado leyendo a retazos en el blog de “El Club de Holmes”, y hacía preguntas sin parar, muchas de las cuales no podíamos contestarlas todavía por ignorar la respuesta, como cuál era exactamente la relación de Conan con Konstantin Vólkov. Durante todo el tiempo Mycroft permaneció callado, abstraído en sus pensamientos, y ni siquiera se inmutó cuando el inspector Ventura preguntó si habíamos descubierto el rastro de nuestro amigo Moriarty.

Llegamos a la casa cuando despuntaban los primeros rayos de sol y nos encontramos con que la operación ya había terminado. Había sido detenido un hombre de aspecto árabe que deambulaba por un monte cercano y que se negaba a hablar —Mycroft y yo le reconocimos como uno de los habituales acompañantes de Hassan al-Bukhari—; y, en la inspección de la casa, se descubrieron en el sótano varias cajas de vino, perfectamente cerradas y precintadas, apiladas junto al muro de carga que sostenía todo el edificio, que contenían —según estimación de la Guardia Civil—, un total de ochenta kilos de explosivos.

—En una de las cajas había un teléfono móvil que imagino debía actuar como detonante —dijo el capitán con el que hablábamos—. Ya hemos avisado a los artificieros y a la científica.

—Es imposible que el explosivo sea el mismo que hemos visto sacar esta mañana de la casa de campo y cargar en una furgoneta —apuntó acertadamente Irene—. No han tenido tiempo material para llegar hasta aquí, trasvasar los explosivos de los fardos que vimos a las cajas de vino, preparar el detonante, precintarlas, y apilarlas después en el sótano. Imposible.

—¿Han encontrado una furgoneta en cuyos costados aparece el logotipo de Telefónica? —preguntó Mycroft al capitán de la Guardia Civil que había dirigido el operativo.

—No —respondió aquel.

Mycroft miró entonces al inspector Ventura, y le dijo:

—Hay preparado un segundo atentado, y creo saber donde es.

Ventura sacó el móvil y empezó a marcar mientras preguntaba:

—Dígame donde es para enviar un par de coches patrulla inmediatamente.

—Lo siento —repuso Mycroft azorado—, no puedo darle las indicaciones porque no las conozco exactamente, pero sí puedo llevarles al punto donde perdí de vista al coche de Bukhari cuando le seguía. Diga a sus hombres que nos esperen junto al hipódromo de la Zarzuela.

Ventura dio algunas instrucciones por teléfono, y volvimos al coche, que enfiló rápidamente la carretera de vuelta a Madrid.

Mycroft estaba ahora más locuaz, y durante el trayecto se permitió incluso bromear con el inspector Ventura, al que estuvo haciendo preguntas de índole personal como si tenía hijos o estaba casado, o cuáles eran sus aficiones favoritas.

Dos coches de la policía que nos esperaban frente a la entrada principal del hipódromo, nos siguieron tan pronto nos acercamos, y, desde ese punto, Mycroft guió al conductor hasta un camino de tierra cercano a la carretera de El Pardo unos kilómetros más allá.

—¡Pare el coche! —dijo de pronto al llegar a un cruce de caminos—. Aquí les perdí la pista.

Bajamos todos del coche. Yo no conocía aquella zona de Madrid, pero al parecer sí el inspector Ventura, que dijo:

—Estamos en los Montes del Pardo, —y añadió—: no pueden haber ido muy lejos. —Se volvió entonces hacia nosotros y nos anunció que nuestro trabajo había terminado—. El coche les llevará a donde ustedes quieran.

No nos dio ninguna opción de protestar, porque tras dar instrucciones al conductor para que nos devolviera a Madrid, se desentendió absolutamente de nosotros.

Definitivamente, nuestra investigación había terminado aunque no hubiéramos logrado averiguar el paradero de Moriarty, lo que nos hizo pensar en un fatal desenlace. Nos consolamos pensando que, al menos, habíamos logrado abortar dos atentados. La policía se encargaría de averiguar los últimos detalles, y confiamos en que el inspector Ventura tuviera el detalle de dárnoslos a conocer.

Mycroft se despidió de nosotros a las puertas de su hotel anunciando que se iría esa misma tarde, e Irene y yo fuimos a mi casa. No habíamos dormido en toda la noche, y de pronto nos dimos cuenta de que nos sentíamos sucios, y estábamos hambrientos y cansados.

Tras comer algunos restos de comida que quedaban en el frigorífico, nos dimos una larga ducha de agua caliente. La idea de que probablemente ese era el último día que Irene y yo pasábamos juntos, no se me iba de la cabeza, y estaba seguro de que también a ella la obsesionaba, aunque ninguno de los dos lo mencionamos.

—El no haber podido averiguar nada de Moriarty, me ha dejado mal sabor de boca, la sensación de que, al final, hemos fracasado —dijo Irene al salir de la ducha, envuelta en una toalla.

—Habrá detenciones, y la policía indagará sobre qué le ha sucedido.

—Temo que esté muerto.

—Yo también, pero es extraño que durante toda la investigación no haya salido a relucir ni una sola vez su nombre.

—Sí, yo también lo había pensado —hizo una pausa, y añadió mirándome de soslayo—: Por lo demás, ha estado bien. Ha sido una gran experiencia.

Estaba jugando con las palabras y, en cierto modo, me molestaba que si quería decirme algo, no lo hiciera directamente en lugar de jugar con frases de doble sentido. Pero, ¿y yo? ¿Tenía yo algo que decirle a ella?

Todavía envuelta en la toalla, puso su bolsa de viaje sobre la cama y abrió la cremallera.

—¿Qué haces?

—El equipaje.

—¿Ya? ¿Tienes que irte ya?

Irene hizo una mueca con los labios y se encogió de hombros.

—¿Qué hago aquí? Además, el trabajo me espera. Debo de tomarme en serio el bufete de una puñetera vez.

—Dijiste que apenas tenías clientes.

Irene soltó una carcajada.

—Es cierto —dijo—. Y seguramente los habré perdido después de estos días.

—Quédate hasta mañana —supliqué.

—¿Por qué?

—Quiero enseñarte un cuadro.

Irene volvió a reír.

—Ya lo he visto.

—Es otro el cuadro que quiero enseñarte.

Irene me miró fijamente, y lo hizo de una forma que me hizo sentir como si el mundo estuviera a punto de acabarse. Tras unos segundos de incertidumbre, en los que parecía debatirse entre lo que pensaba que debía hacer, y lo que deseaba hacer, tiró sobre la cama la prenda de ropa que en esos momentos tenía en sus manos, y, con una gran sonrisa en los labios, me dijo en tono condescendiente:

—Está bien. ¿Qué cuadro es ese que quieres enseñarme?

Agradecido y contento, casi me abalancé sobre ella y la encerré entre mis brazos. Me besó, y la besé larga y suavemente, como si sus labios fueran la más irresistible invitación al deseo. Retiré la toalla que la cubría y acaricié el tacto aterciopelado de su piel.

—Te deseo —susurré en su oído.

Ella suspiró profundamente, y yo así sus pechos con las manos, marcando con mi saliva el contorno de los mismos. Cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza en una actitud de abandono que me enardeció todavía más. Con extrema suavidad, la dejé caer sobre la cama y, sin abandonar las caricias, me tumbé a su lado.

—Te quiero —me oí decir.

Ella sonrió, y pinzando mi cara con sus manos, me besó otra vez.

Desperté casi al mediodía con la cabeza cargada como si hubiera estado bebiendo toda la noche. Irene estaba a mi lado, sentada en la cama, y acariciaba mi frente.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—Me comería una vaca —repliqué.

—Pues levanta —dijo—. No te comerás una vaca, pero sí un delicioso bacalao al pilpil.

Mientras yo dormía, Irene había bajado a la pescadería y preparado el plato. Hasta el dormitorio llegó el apetitoso aroma del bacalao y noté con una punzada cómo mi estómago empezaba a segregar jugos gástricos.

—¿Te he dicho que te quiero? —dije dándole un brevísimo beso tras el que di un salto de la cama y corrí hacia el cuarto de baño—. Ve sirviendo los platos, me doy una ducha meteórica y salgo enseguida.

En pocos minutos, me había duchado, vestido, y estaba sentado a la mesa. Hacía veinticuatro horas que no comíamos algo decente, por lo que el bacalao me pareció el pescado más exquisito que había comido nunca.

—Eres una gran cocinera —dije mientras untaba un trozo de pan en el sabroso pilpil.

—Ojalá lo fuera —respondió ella—. El bacalao es lo único que me atrevo a preparar.

Durante un tiempo estuvimos filosofando sobre el “arte” de saber combinar sabores, olores y texturas. “Cuando el ser humano alcanza el grado de desarrollo que le permite distinguir una sinfonía de Mozart de un ruido, o un cuadro de Picasso de un garabato, exige paladear además de alimentarse” —dijo Irene—. Y yo: “Aprecio la sencillez en las cosas, también en la cocina. Por eso odio la cocina francesa”.

Después de tomar café preguntó Irene por el cuadro que quería enseñarle esta vez.

—Vamos —le dije.

Tomamos un taxi que nos dejó en la Ronde de Atocha, y la llevé de la mano hasta la entrada al Museo Reina Sofía. Cruzamos sin detenernos ni un instante —tal como habíamos hecho días atrás cuando la llevé al Prado— ante ninguno de los cuadros que nos saltaban a la vista, seis salas en zigzag hasta llegar, en la segunda planta, a la sala 205, dedicada a Dalí, el Surrealismo y la Revolución. La coloqué frente a una de las grandes obras de Dalí, y simplemente le dije:

—Disfrútalo.

Se trataba de “El gran masturbador”.

—Es un autorretrato —añadí.

Durante muchos minutos permanecimos frente al cuadro. Irene absorta en su contemplación.

—Si realmente es un autorretrato —dijo al fin—, es el más implacable que he visto nunca. —Yo permanecí en silencio—. ¿Tan cruel era Dalí consigo mismo? —preguntó.

—No. Más bien todo lo contrario.

—Entonces no lo entiendo.

—No tienes que entenderlo, solo dejar que la imagen penetre en los recovecos de tu mente para comprender el mensaje del pintor. Está hablando de la soledad, de que ha empezado a romper con los lazos que le unían al pasado, a la familia, del deseo sexual... La masturbación es, para Dalí, la expresión más pura del deseo sexual.

—Gracias de nuevo —me dijo presionando suavemente mi mano.

—¿Por qué?

—Por hacer que pudiera ver los cuadros con ojos nuevos. —Se volvió de pronto hacia mí, y preguntó—: ¿Por qué este cuadro? ¿Por qué “El Jardín de las Delicias”?

—No son los cuadros, es el Bosco y es Dalí. Ésos cuadros son solamente sus mejores cuadros de los que hay en Madrid. Desde mi punto de vista, naturalmente.

—¿Y por qué el Bosco y Dalí? —insistió.

—Porque tienen el poder de entrar en mi mente, de poner imágenes a mis sueños y pesadillas.

—Vámonos —dijo Irene de pronto—. Necesito tomar el aire.

Salimos a la calle, y le propuse pasear por el Retiro, pero en ese momento empezó a sonar con insistencia el teléfono móvil. Era el inspector Ventura.

—¿Sí? —contesté.

—Jorge Álvarez, supongo.

—Sssi —tan acostumbrado estaba los últimos días a responder como John H. Watson, que me sonó extraño que el inspector Ventura me llamara por mi nombre.

—Soy el inspector Ventura —dijo.

—Ya. Dígame.

—¿Está solo en este momento? Quiero decir si puede atenderme —rectificó su impertinente pregunta.

—No, no estoy solo.

—¡Ah, claro! Está con su guapa compañera. Mejor, así me ahorra una llamada.

Nos refugiamos en el interior de una cafetería semivacía, frente a la Estación de Atocha, y conecté el manos libres para que Irene pudiera escuchar la conversación.

—Dígame, inspector.

—Verá, les llamo para informarles de la conclusión del operativo que iniciamos esta madrugada a instancia de ustedes.

—¿Han hallado la camioneta de la Telefónica? —pregunté.

—Sí. Estaba oculta en un pequeño bosque de encinas, junto a una carretera.

—¿Y el explosivo?

—Estaba dentro. Ciento veinte kilos de C4. Con eso hubieran podido volar todo el hipódromo de la Zarzuela.

Irene me hizo unos gestos para que preguntara por la identidad de los detenidos.

—¿A quién han detenido? —pregunté.

—A cuatro marroquíes. Uno en Talavera, y tres que había en la furgoneta de la Telefónica. Fuimos a buscar a Hassan al-Bukhari, y lo encontramos en su casa, con un tiro en la sien. Seguramente se suicidó al fracasar su plan.

—¿Está seguro? —pregunté, pues estaba convencido de que Bukhari había sido asesinado por Valieri para evitar que le implicaran a él.

—No —dijo—. El forense determinará si fue suicidio o estamos ante un asesinato.

—Otro asesinato —puntualicé recordando a Conan y, aunque no hubiera sido hallado su cuerpo, a Moriarty.

—Sí, otro asesinato.

—¿Y no ha habido más detenidos? —pregunté sorprendido.

—¿Se refiere a Valieri?

—Sí.

—Mandé al circo un coche patrulla para que le interrogara, pero según parece el Sr. Valieri regresó a Italia hace dos días, lo comprobé en el aeropuerto, y efectivamente es así, por lo que no creo que tenga nada que ver con todo este asunto.

—Nosotros le vimos reunirse en varias ocasiones con Bukhari, ¿no le convierte eso en sospechoso al menos?

—Tendríamos mucho trabajo si tuviéramos que considerar sospechosos a todos con los que habló Bukhari la últimas semanas.

—Entonces, ¿Vólkov?

—Al parecer Vólkov es el dueño de una de las más respetadas galerías de arte de Nueva York. Además, sin Valieri no podemos tener a Vólkov.

—¿Y el inglés pelirrojo? —insistí.

—No hay rastro de ningún inglés, sea o no pelirrojo.

—¿Han interrogado a los marroquíes?

—Sí, claro. Dicen que trabajaban para el imán Hassan al-Bukhari, y que no sabían que estaban cometiendo un delito.

—¡Vamos! —exclamé enfurecido—, se deben pensar que somos tontos.

A través del teléfono escuchamos la risa sarcástica del inspector Ventura.

—¡Supongo que tampoco sabrán de dónde salió el explosivo con el que pensaban atentar!

Volvimos a escuchar la risa de Ventura.

—Todo el explosivo salió de la casa de campo a la que nos condujo su amigo, pero no saben cómo ni quién lo llevó allí.

—Al menos —inquirí desolado—, sabrán a quienes pretendían cargarse esos tipos.

—El coto de caza de Talavera solía ser alquilado por fines de semana por gente importante, ya sabe, gente de pasta, y la casa estaba preparada para que durmieran allí hasta diez personas. Pensamos que el atentado podía ir dirigido contra un banquero, o aristócrata, o ambas cosas a la vez. Me temo que nunca lo sabremos.

—¿Quién había alquilado la casa para la noche del treinta de abril al primero de mayo?

—Nadie. Para esas fechas la casa estaría vacía.

Mycroft, con su insistencia, había logrado convencerme de que el gran atentado sería esa noche, por lo que la respuesta del inspector me dejó completamente perplejo y sin saber qué decir. En cualquier caso, la historia que nos estaba contando el inspector Ventura poco tenía que ver con las conclusiones a las que nosotros habíamos llegado.

—Pero... —musité—, iba a ser un gran atentado.

—Bukhari solo les dijo que iban a hacer algo a mayor gloria de Alá, pero no que iban a asesinar a alguien. En cualquier caso, serán acusados de pertenencia a banda armada, y tráfico de explosivos. Les esperan unos cuantos años de cárcel.

—Un momento, inspector —dijo Irene—, ¿sabe algo de Londres?

—¿Londres? —repitió Ventura sin comprender.

—Estoy convencida que los Iluminados preparaban otro gran atentado en Londres.

—¿Tienen alguna evidencia de eso?

—Estoy segura —insistió Irene—. Simplemente lo sé.

Tras unos segundos en silencio, dijo el inspector Ventura:

—No puedo llamar a Scotland Yard alertando de un gran atentado, porque así lo cree una mujer que juega a ser Irene Adler, el personaje de Conan Doyle.

Irene no se arredró ante el sarcasmo del inspector Ventura, y dijo:

—Lo entiendo, pero sí puede enviar una copia de todo lo que ha pasado, añadiendo que hay indicios de que se podría estar preparando un atentado similar en Londres.

—Lo pensaré —respondió el inspector tras una pausa.

—Está bien, gracias inspector por llamarnos.

—No hay de qué. Tenía la obligación moral de hacerlo después de lo que ustedes se han preocupado por este asunto.

Esas palabras me hicieron recordar cuál había sido la razón de que los miembros del “Club de Holmes” nos implicáramos en aquella investigación.

—Una última pregunta, inspector. ¿Ha averiguado algo de nuestro amigo Moriarty?

—¿Moriarty? —repitió el inspector—. Si al menos supieran su verdadero nombre, o tuvieran una descripción del sujeto...

Aquello era un punto final, así que me despedí del inspector y corté la comunicación.

—Parece que, definitivamente, todo ha terminado —dije con un hondo suspiro.

—Sí —repuso Irene—. ¿Qué conclusión sacas de todo lo que hemos vivido?

—La más importante de todas, que la verdad nunca es lo que parece.

Cruzamos la plaza y, bordeando el Jardín Botánico entramos en el Retiro. Ambos éramos conscientes de que estábamos apurando las que podrían ser nuestras últimas horas juntos; de que el miedo, en alguna de sus formas, nos impedía tomar la decisión de permitir que fuera el corazón, y no la cabeza, quien tomara la decisión en aquella ocasión.

—Durante casi cinco años estuve casada —confesó Irene a pesar de su propósito inicial de preservar su vida privada—. Me equivoqué, pero no me arrepiento

—Yo tengo miedo a perder mis pequeñas parcelas de libertad.

—Te entiendo. A mí me pasa igual.

Iba a decirle que, a pesar de todo, era la única persona en el mundo por la que me plantearía renunciar a mis mezquinos privilegios de soltero, que aquellos pocos días compartidos con ella habían sido maravillosos, cuando dos cortos pitidos, distintos y casi simultáneos, llamaron mi atención: uno de ellos era la señal de que había recibido un mensaje en el móvil; el otro significaba lo mismo, pero en el teléfono de Irene. El mensaje era el mismo en ambos teléfonos, y procedía de Mycroft Holmes. Decía simplemente: “Le espero mañana a las 12 en punto en la Cervecería Alemana, en la Plaza de Santa Ana. Es importante”.

El que, después de resolver el caso, cada uno siguiera su camino, fue una especie de pacto tácito entre ambos, aunque en realidad, más allá de hablar sobre difusas ideas de la libertad, y hacer algunas confesiones íntimas, apenas habíamos hablado del asunto. Y no lo íbamos a hacer esa noche, o al menos ese era nuestro propósito.

Había pensado proponerle que nos siguiéramos viendo de forma periódica, pero para qué nos íbamos a engañar. ¿Cuánto podía durar una relación a distancia, si es que podía llamarse relación a vernos solamente los fines de semana? Era preferible ser honestos y asumir que valorábamos más nuestras pequeñas comodidades de soltero, que la atracción que sentíamos el uno por el otro.

A estas alturas, lo único que sabía de ella es que era abogada, que durante cinco años había compartido su vida con un hombre, que sentía pasión por Sherlock Holmes, y su nombre. ¿Dónde vivía? No lo sé, aunque, por su nombre, deduje que era vasca de nacimiento. El caso es que los dos sabíamos que, muy probablemente, iba a ser la última noche que pasaríamos juntos, y decidimos vivirla con toda la intensidad que fuéramos capaces. Descorché una carísima botella de Vega Sicilia que tenía guardada para una ocasión especial, y dispuse sobre la mesa unos tacos de queso manchego y algunas lonchas de embutido que encontré en el frigorífico, y puse en el equipo de música uno de mis discos favoritos de Norah Jones.

Brindamos por el “Club de Holmes”, que nos había unido, aunque eso último no lo mencionamos ninguno de nosotros —detecté algo parecido al pudor a la hora de hablar de los dos—, y, de pronto, dejando mi apodo —ya casi lo había asumido como mi propio nombre— suspendido en el aire, dijo Irene:

—Watson...

—Qué.

—Háblame de ti —respondió tras una pausa.

Entendí que quería que le hablara sobre Watson, sobre el admirador de Holmes que había en mí, no sobre mí, y eso supuso una pequeña decepción. Pero la voz de Norah Jones, suave y tierna, y la mirada de Irene, me empujaron en la dirección que yo quería evitar. Y me abandoné.

I saw him stand alone ...

under a broke street light,

So sincere ...

singing silent night,

But the trees were full ...

and the grass was green,

It was the sweetest thing

I had ever seen.

—¿Sabes cómo descubrí la existencia de Sherlock Holmes? —no esperé la respuesta de Irene, y continué—: Tenía trece años y estaba convaleciente de una operación de apendicitis. Me aburría soberanamente, y le pedí a mi madre un libro. Hasta ese momento, mis lecturas se habían reducido a los tebeos, y creo que pedí un libro simplemente porque pensé que me duraría más. Mi madre apareció esa tarde con “El signo de los cuatro” —Irene asintió con un gesto de placer—. La leí de un tirón, y me fascinó aquella historia de misterio y tesoros escondidos, pero sobre todo me impresionó la inteligencia de Sherlock Holmes para resolver el caso. —La evocación del momento fue tan intensa que logré recrear cada sensación: el peso de las mantas sobre mis piernas, el olor rancio de las manzanas, los visillos de la ventana siempre echados que agudizaban mi sensación de aislamiento, la soledad... Fueron decenas, cientos de vivencias las que se agolparon en mi cabeza durante los escasos segundos que duró la pausa que hice. Continué—: Al día siguiente pedí otro libro de Arthur Conan Doyle, y en pocos meses había leído todas las aventuras de Sherlock Holmes.

—¿Cómo eras de niño? —preguntó entonces Irene.

—Hijo único —respondí, como si esa condición fuera definitoria por sí misma.

Irene me miró perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—Introvertido, medroso, dependiente, y supongo que excesivamente mimado.

—Supongo que quieres decir excesivamente querido.

—Sí, muy querido —dije, y recordé el colmo de atenciones en el que crecí—. Querido hasta el agobio.

Irene tomó mis manos entre las suyas y me miró sorprendida por la descripción de mí mismo que acababa de hacer.

—¿Viven tus padres? —preguntó.

—Sí.

—¿Y qué relación tienes con ellos?

—Buena —dije sin mirarla.

—Pero distante —añadió ella como si fuera capaz de leer mi pensamiento.

—Lo suficiente como para poder respirar sin sentirme culpable.

Irene añadió vino a las copas, después acarició mi barbilla y la empujó girando mi cara hasta hacer que nuestras miradas se encontraran. Entonces preguntó:

—¿Eres feliz?

Hablábamos en voz baja, como si temiéramos que alguien pudiera escuchar nuestras palabras.

—Pensaba que sí —dije—. Pero no es esa la pregunta, sino cómo ha cambiado mi vida el estar contigo. Si podré seguir como hasta ahora, como si no te hubiera conocido.

Estábamos sentados en el sofá, e Irene apoyó la cabeza en mi hombro.

—¿Y tú, eres feliz? —pregunté yo.

Irene, acurrucada en mi pecho, guardó silencio durante bastantes segundos. Pensé que estaba reflexionando su respuesta, o que quizá era una pregunta que no deseaba responder, pero de pronto se aferró con más fuerza a mí, y dijo:

—Lo he sido durante estos días.

—¿Hace mucho de tu divorcio?

—Tres años.

—¿Te arrepientes?

—No de haberme separado —dijo—. Pero sí hay algo de lo que me arrepiento cada día de mi vida.

Pensé que se estaba refiriendo al hecho de haberse casado, y traté de restarle importancia.

—No podías saber que saldría mal tu matrimonio —dije—. Hiciste lo que debías en todo momento.

—No me refería a eso. —Hizo una larga pausa antes de continuar—: Un día descubrí que estaba embarazada, y fue entonces, cuando la posibilidad de ser padres dejó de ser una idea para convertirse en una realidad, cuando me di cuenta de que no quería pasar el resto de mi vida con aquel hombre. Mi madre, mis amigos, dijeron: está el niño, sigue, más adelante verás lo que haces. Pero seguir habría sido engañarme a mí y engañarle a él. Opté por separarme, pero no fue ese mi error...

En ese instante comprendí.

—Confundí las cosas —continuó—, y pensé que sería una irresponsabilidad traer un niño al mundo justo en el momento en el que me estaba separando de su padre, así que... No puedo evitar la sensación de que me comporté como una egoísta, que en realidad solo hice lo que resultaba más cómodo para mí. Cada día me digo que no tenía derecho a hacer lo que hice.

—Fue un momento muy complicado para ti. Si crees que cometiste un error, deberías perdonarte.

En el sofá, y después tirados en la cama, seguimos hablando durante horas, y, al final, hicimos el amor entre susurros, desprovistos de los ropajes en que se convierten los secretos y las convenciones, con la sensación de estar completamente desnudos el uno frente al otro.