CAPÍTULO 8
Mycroft H. entra de nuevo en escena
Nuestra alegría se disipó cuando, nada más despegar el avión del aeropuerto de Heathrow, hicimos una somera recapitulación de todo lo sucedido desde nuestra llegada a Londres, porque si bien era cierto que habíamos dado un paso de gigante en el conocimiento del caso, también lo era que nos hallábamos ante un nuevo callejón sin salida.
Si realmente existía esa “Orden de los Iluminados” —cosa de la que Irene estaba completamente segura—, eran una organización tan secreta como parecían, y también eran los responsables de la misteriosa desaparición de Moriarty, ¿dónde y cómo iniciar la búsqueda de los Iluminados? Ésa es la pregunta que nos hicimos Irene y yo mientras el avión surcaba los cielos de Francia, que nos llenó de desaliento. La respuesta la obtuvimos apenas unas horas después.
Mycroft H. aguardaba nuestra llegada en el aeropuerto de Barajas. Parecía muy animado cuando nos saludó al final del túnel de llegadas, pero mantenía intacto su aspecto de pintor desaliñado, de bohemio misógino totalmente despreocupado por su aspecto. Tuve la impresión de que había rejuvenecido con respecto a la última vez que le habíamos visto.
—¿Cómo sabía que llegábamos en este vuelo? —me atreví a preguntar intrigado.
—He seguido vuestras andanzas a través del blog —fue su respuesta. Me miró de una forma que podría calificar de afectuosa, y me dijo—: Gracias por haber mantenido al día el blog. ¡Cómo me hubiera gustado estar con vosotros!
Naturalmente no le dije que cuando escribía en el blog cada uno de los sucesos que nos habían ocurrido, pensaba más en el inspector Ventura —del que estaba seguro que había encontrado la forma de seguir puntualmente los nuevos post del “Club de Holmes”—, que en él.
Mientras el taxi que habíamos tomado rodaba hacia Madrid a toda velocidad, pusimos a Mycroft H. al corriente de las últimas novedades —la conversación mantenida ésa misma mañana con el inspector de Scotland Yard, Derek Marvin; la sorpresa que nos produjo saber que el secretario de Konstantin Vólkov, el misterioso marchante de arte que habíamos conocido en Madrid, había intentado robar un valioso libro en el Museo de la Gran Logia Unida de Inglaterra; y la conclusión a la que habíamos llegado durante el vuelo de que volvíamos a estar en un callejón sin salida—.
—¡De ninguna manera! —exclamó Mycroft H.—. Estoy convencido de que estamos más cerca de encontrar a Moriarty, y de la resolución del caso, de lo que podamos imaginar.
—¿En qué se basa para hacer ésa afirmación? —preguntó Irene.
—He estado reflexionando —dijo Mycroft—. Cuando se avanza en la resolución de un caso, hay que volver continuamente a examinar las pesquisas anteriores, porque casi siempre hay cosas, detalles, aspectos que pasaron desapercibidos la primera vez, que luego, a la luz del mayor conocimiento que se tiene, adquieren otra dimensión, otro significado.
Calló de pronto y volvió su mirada hacia la vista que se podía ver a través de la ventanilla del coche. Las urbanizaciones y las arboledas se sucedían una tras otra. Tras unos segundos de silencio expectante por saber el resultado de sus reflexiones, pregunté:
—¿Y?
Mycroft H. pareció volver de otra galaxia, y me miró como si no entendiera sobre qué le estaba preguntando. De pronto cayó en la cuenta, y exclamó:
—¡Ah! —durante un par de segundos, volvió a mirar a través de la ventanilla, después nos miró, primero a Irene y después a mí—. Les invito a cenar. Durante la cena les haré partícipes de mis reflexiones.
Pasamos primero por mi casa para dejar los equipajes, y seguimos hasta la plaza de Santa Ana, para comer unas Bratwurst en la Cervecería Alemana.
El local estaba semivacío. Nos sentamos en una mesa próxima a la que habíamos ocupado la anterior ocasión que estuvimos allí y pedimos de nuevo un menú a base de Bratwurst y unas cervezas.
Mientras esperábamos que nos sirvieran nuestro pedido, dijo Mycroft:
—Sin duda estarán ustedes ansiosos porque les diga las conclusiones a las que he llegado de momento.
—Así es —repuso Irene.
Yo di un largo trago a mi vaso de cerveza, y me dispuse a escuchar todo lo que tuviera que decir Mycroft H.
Hizo un pequeño preámbulo para decir cuan arrepentido estaba por haber claudicado con tanta facilidad abandonando el caso al primer contratiempo, y a continuación entró a hablar de sus impresiones sobre el mismo:
—Son las entradas en nuestro blog que, casi cada día, afortunadamente ha hecho Watson —me miró e hizo un ligero gesto de agradecimiento—, las que han hecho que no haya dejado de pensar en este asunto. Los nuevos datos aportados por la policía, y lo que vosotros habéis descubierto, hicieron que me replanteara todo de nuevo, y, por seguir un orden cronológico, empecemos por el principio, cuando los tres recibimos un mensaje de socorro de Moriarty que contenía unos números enigmáticos. La primera pregunta que me hice fue que cual fue la razón de que Moriarty incluyera esos números en el mensaje. Si estaba en peligro, y quería decirnos algo, ¿por qué no lo hizo claramente? ¿Por qué añadir unos números cuyo significado podríamos ser incapaces de averiguar? La respuesta es tan obvia que me sonroja no haberme dado cuenta antes: ¡porque Moriarty no sabía su significado! Los incluyó en el mensaje porque, por alguna razón que desconocemos, sabía que eran importantes, y necesitaba que nosotros intentáramos averiguar qué es lo que querían decir.
Irene y yo nos quedamos estupefactos. ¡Mycroft tenía razón! ¿Qué sentido tenía que, estando en peligro, Moriarty no nos diera las claves para ayudarle, si es que las conocía, naturalmente.
—¡Es cierto! —exclamé—. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?
El razonamiento era tan brillante, y tan simple al mismo tiempo, que no pudimos menos que alegrarnos de que Mycroft H. hubiera decidido volver con nosotros.
Mycroft me miró de una forma que temí que, de un momento a otro, lanzara aquello de: “Elemental, querido Watson”. Afortunadamente, en lugar de hacerlo, continuó con el relato de sus reflexiones:
—Bien —dijo—, más o menos, sabemos qué querían decir esos números, pero primero: ¿cómo podemos hacer para transmitir a Moriarty, esté donde esté, todo lo que hemos... habéis —rectificó— descubierto?; y segundo, ¿qué relación hay entre la desaparición de Moriarty y una organización secreta, que nadie sabe exactamente cuál es su finalidad, como la Orden de los Iluminados? Digo más, ¿qué vínculo hay entre el “Gran Circo Rex” y los Iluminados? —Dio un trago a su vaso de cerveza, y añadió solemnemente—: Encontrar la respuesta a éstas preguntas es absolutamente necesario para resolver este caso.
En ese momento apareció el camarero con nuestros platos, que puso ante cada uno de nosotros, y aprovechamos para pedir —Mycroft y yo— otras cervezas. Una vez que su hubo ido el camarero, apunté:
—Pero los Iluminados son una orden secreta, ¿cómo podemos saber dónde se ocultan?
Irene, que hasta el momento había permanecido en silencio, dijo con rotundidad:
—Es evidente que tienen gente en Madrid.
Mycroft asintió con la cabeza, e indicó:
—Konstantin Vólkov.
—Sí. Vólkov, ¿qué hacía en Madrid? Indudablemente, vino para verse con alguien. La cuestión es averiguar con quién lo hizo, pero ¿cómo?
—Es fácil —señaló Mycroft—. En cierto modo sabemos su modus operandi, y lo vamos a hacer exactamente igual: Alojarnos en el Hotel Palace, poner un anuncio en los principales periódicos, y esperar a que alguien se ponga en contacto con nosotros.
—En el Palace conocen al verdadero Vólkov —apuntó Irene.
—Cualquier otro hotel de lujo servirá —dijo Mycroft.
—El Hotel Villamagna, o el Ritz —propuse.
—¿Qué decía el anuncio que nos llevó hasta Vólkov?
Extraje mi agenda, y busqué la nota que tomé cuando descubrí el anuncio. Leí en voz alta:
—“Φ-Hotel Palace-1647-Mr. Vólkov”.
—Pondremos un anuncio idéntico, cambiando el nombre del hotel, naturalmente —afirmó Mycroft justo antes de atacar su último trozo de Brathwurst.
Había olvidado la manera de comportarse de Mycroft H. La forma tan arrogante de dar por descontado que era él quien dirigía el grupo, y el que tomaba las decisiones, me molestó tanto, o más, como al principio. Pero observé satisfecho que, a diferencia de antes, Irene mucho más crítica. Ya no miraba embelesada a Mycroft H. mientras éste pontificaba sobre esto y aquello.
—Creo que deberíamos cambiar el número. No sabemos exactamente su significado. Quizá cada número solo se utiliza en una ocasión, y no deberíamos arriesgarnos —apunto Irene con firmeza.
—Tú lo has dicho —señaló Mycroft—: no sabemos exactamente su significado, por lo que cualquier otro número podría no simbolizar nada para la persona a la que va dirigido. Si ponemos el mismo número, siempre puede parecer que se trata de un simple error.
—No estoy de acuerdo —repuso Irene con terquedad.
A pesar del regocijo que me producía el enfrentamiento entre ellos, hube de intervenir para que el desacuerdo no fuera a más. Y desgraciadamente, en este caso, tuve que dar la razón a Mycroft.
—Tiene razón él —dije a Irene—, deberíamos poner el anuncio exactamente igual, y ver qué ocurre.
Irene me miró durante unos segundos. Se había producido un silencio espeso e incómodo, y de pronto, con la misma rapidez con la que había objetado la propuesta de Mycroft, se mostró de acuerdo.
—Muy bien —dijo—, como queráis.
A esas horas las oficinas de los periódicos estaban cerradas para incluir el anuncio en las ediciones del día siguiente, por lo que decidimos que por la mañana, Irene y yo contrataríamos el anuncio en los periódicos más importantes de Madrid mientras Mycroft se ocuparía de tomar una habitación en el Hotel Villamagna, donde nos reuniríamos a media mañana.
Recordé de pronto que había sido allí, en la Cervecería Alemana, donde nos había abordado por primera vez el inspector Ventura, y que yo, hasta que no se encontrara al verdadero culpable, era el principal sospechoso del asesinato de Conan.
—Una última cuestión: ¿creéis que deberíamos informar de todo esto al inspector Ventura?
—¿Por qué? —preguntó Irene.
—Él también está investigando este asunto, y estoy seguro de que tiene información que desconocemos. Supongo que vamos en el mismo barco —concluí, aunque en realidad me dije a mí mismo que una plena colaboración por nuestra parte ayudaría a disipar sus dudas con respecto a mí.
—Informemos de todo, excepto del anuncio que vamos a poner para intentar contactar con la Orden de los Iluminados; al menos, hasta que todo haya terminado —sugirió Mycroft.
—¿Por qué? —insistió Irene, que parecía dispuesta a discutir cada propuesta.
—Porque podría no parecerle bien que suplantáramos la identidad de otra persona.
—O porque eso sea más peligroso de lo que nos imaginamos. Ya nos lo advirtió.
Concluida la cena, nos despedimos en la puerta de la Cervecería Alemana, e Irene y yo nos dirigimos en taxi a mi casa.
Durante el trayecto evitamos el más ligero roce de nuestras manos o rodillas. Durante todo el día nos habíamos olvidado de lo que había ocurrido la noche anterior, pero ahora, ante lo inevitable de estar de nuevo a solas, la tensión se levantó entre nosotros como si fuera un muro.
—Al llegar a casa llamaré al inspector Ventura —dije en un vano intento de aliviar esa tensión—. Aunque solo sea para decirle que estamos de vuelta en Madrid.
Irene ni siquiera contestó. Se limitó a hacer un movimiento con la cabeza que interpreté que le parecía una buena idea. La miré de reojo. Parecía ensimismada, y de pronto me di cuenta de que aquella situación era absurda. Me dije que no éramos unos niños y que hicimos el amor en Londres porque ambos lo deseábamos. ¿Por qué había esa tensión entonces? La respuesta vino sola, como si fuera una obviedad, y comprendí que, para los dos, lo ocurrido en Londres había sido algo más importante que el sexo, algo mucho más profundo para lo que, probablemente, estábamos desprevenidos.
La llamada al inspector Ventura duró apenas unos minutos. Le informé que estábamos en Madrid de nuevo, y él aprovechó para preguntar con cierta desgana:
—Al final, ¿qué tal por Londres?
Por el tono que utilizó en su pregunta deduje que había seguido accediendo al “Club de Holmes”, y había leído mis últimas entradas, por lo que me limité a contarle la conversación que habíamos mantenido esa misma mañana con el inspector Derek Marvin, de Scortland Yard, y eso pareció interesarle mucho.
—¿Por qué cree que Scotland Yard se interesó por ustedes?
—Imagino que por lo que mi compañera descubrió en el “Ahiman Rezon”, y la “Orden de los Iluminados”, pero a él le hizo bastante gracia. —Ventura se quedó pensativo durante varios segundos y, por un momento, temí que se hubiera cortado la comunicación— ¿Sigue ahí, inspector?
—Sí, disculpe, estoy aquí. Estaba pensando en la frase que creen haber descubierto en el libro del Museo. ¿A qué creen que se puede referir? —preguntó.
Durante unos segundos rememoré la frase que extrajo Irene de las páginas del “Ahiman”: “Los Reyes deben morir”. En su literalidad no tenía nada de misterioso, pero ¿cabía otra interpretación? ¿Manifestaba un mero deseo político —por otro lado muy propio de los primeros “Iluminados”—, o era una orden?
—No sabría decirle. Por un lado, el mensaje parece muy claro; pero, la verdad, más bien pienso que, en el lenguaje de la época, están hablando de su voluntad de acabar con el orden establecido; no creo que se refiera a que se esté gestando un regicidio, si es eso en lo que está pensando.
—Bien —dijo el inspector—, ¿y ahora qué?
Casi me echo a reír por la pregunta que me acababa de hacer, y le espeté:
—Esa pregunta me correspondería hacerla a mí.
—La investigación está atascada —dijo al fin—. Lo único que tenemos es la posible relación de Vólkov en el asesinato de Conan, pero los indicios son tan frágiles que ningún juez tramitaría la formación de una comisión rogatoria para interrogarle en Nueva York.
Esa información no me tranquilizó en absoluto, no solo porque era la prueba de la ausencia de pistas que ayudaran a la policía a resolver próximamente el caso, sino porque me constituía en permanente sospechoso de asesinato.
—¿Y lo que hemos averiguado en Londres? —pregunté, porque para mí, lo que habíamos descubierto suponía un importante salto cualitativo en la investigación.
—¿”Los Reyes deben morir”? —dijo en un tono sarcástico que no me gustó nada—. ¡Vamos, amigo!, ¿quiere que me convierta en el hazmerreír del Cuerpo de Policía? Estoy seguro que usted y su amiga han hecho un buen trabajo, y les felicito por ello, pero necesito algo más consistente para poder incluirlo en un informe.
O sea, que ni a la policía española ni a Scotland Yard le resultaban útiles los hallazgos que habíamos hecho en nuestro viaje a Londres. Definitivamente Mycroft tenía razón al proponer que no informáramos a la policía de nuestra intención de intentar contactar con los miembros de la “Orden de los Iluminados” en Madrid. ¿Cómo confiar en el buen criterio de hombres como el inspector Ventura, que se mofaban del —desde mi punto de vista— gran descubrimiento de Irene?
—Supongo que solo tendrá algo más consistente si continúa investigando —apunté con cierto retintín.
—Sí, claro. ¿Y ustedes? —preguntó de pronto.
—¿Qué quiere decir?
—Que si ustedes van a seguir investigando por su cuenta.
No sé por qué, pero tuve la sensación de que, más que una pregunta, era una sugerencia lo que me estaba haciendo. Hubiera querido decirle que al margen del interés que, por nuestra afición detectivesca, teníamos en la resolución del caso, la única preocupación de los miembros del “Club de Holmes” era hallar, antes de que fuera demasiado tarde, el paradero de nuestro compañero Moriarty, pero me abstuve de hacerlo.
—No lo sé —repuse—. Nosotros, desgraciadamente, no disponemos de los medios con los que cuenta la policía.
—Si lo hacen —dijo—, no deje de tenerme al tanto de lo que ocurra. —Hizo una larga pausa y añadió—: Ya sabe que, de momento, sigue siendo el principal sospechoso en el asesinato de Conan.
Cortó la comunicación antes de que pudiera responderle, y me di la vuelta para relatar a Irene los pormenores de la conversación con el inspector Ventura. La encontré enfrascada en el ordenador.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Estoy en “anunciosenperiodicos.com”. Desde esta página podemos insertar el anuncio en los periódicos que queramos —respondió—. ¿Qué te parece?
Señaló la pantalla y me fijé en lo que había escrito. Era una solicitud para publicar en el diario “El País” el siguiente anuncio: “Φ-Hotel Villamagna-1647-Mr. Vólkov”.
—Perfecto —dije, e Irene pulsó una tecla para pasar a la siguiente pantalla.
—¿En qué otros periódicos ponemos el anuncio?
—“El Mundo” y “ABC” —sugerí.
Irene siguió tecleando durante un par de minutos hasta que hubo terminado la solicitud.
—Tu tarjeta —dijo entonces. Naturalmente se refería a mi tarjeta de crédito. Se la di y tecleo los datos necesarios para hacer el pago—. El anuncio aparecerá en la primera edición de mañana. Espero que tengamos suerte.
—La tendremos —repuse confiado.
—¿Apago el ordenador? —preguntó Irene.
—No. Aprovecharé para actualizar el blog.
Irene se levantó del sillón y ocupé su lugar. Entré en el “Club de Holmes” y durante unos quince minutos escribí una entrada en la que daba cuenta de la conversación de la mañana con el inspector de Scotland Yard, Derek Marvin —¿solo habían pasado doce horas desde entonces? Tenía la sensación de que había pasado mucho más tiempo, días incluso—, y del reencuentro con Mycroft H. A continuación apague el ordenador y busqué a Irene con la mirada. Había desaparecido.
La busqué por toda la casa, y por fin la encontré metida en mi cama, tumbada boca abajo. Adiviné su cuerpo desnudo bajo la sábana y, aunque daba la impresión de estar dormida, yo estaba seguro de que no era así. Me desnudé rápidamente y me deslicé junto a ella abrazándola por detrás. Aparté el pelo que cubría su nuca, y la besé depositando suavemente mis labios en ella. Su aroma me embriagó. La giré para besar sus labios y perderme en sus ojos y, cuando estuvimos frente a frente, fue ella quien me besó apasionadamente. En ese instante el vértigo se apoderó de mí y me olvidé del inspector Ventura y de la conversación que acababa de tener con él, del pulcro Derek Marvin, de Mycroft H, de Moriarty y hasta de los reyes que debían morir.
Nos levantamos bastante tarde y, tras una reconfortante ducha y un aún más reconfortante desayuno, nos dirigimos al Hotel Villamagna, en cuya recepción preguntamos por Mr. Vólkov.
Tal como había ocurrido la vez anterior en el Palace, el recepcionista, antes de darnos una respuesta, hizo una llamada para anunciar nuestra presencia.
—¿Quién desea ver al Sr. Vólkov? —preguntó entonces.
—Irene Adler —respondió rápidamente mi acompañante.
—Habitación 318 —dijo el recepcionista. Y señaló hacia la izquierda—. Ahí tienen los ascensores.
Mientras el elevador nos conducía silencioso hasta el tercer piso, pensé, otra vez, que estábamos jugando con fuego, que aquel no era un juego como los que habitualmente practicábamos. Que la persona o personas que habíamos citado mediante el falso anuncio de Vólkov eran, probablemente, los responsables del asesinato de Conan.
—Somos unos inconscientes —dije de pronto como si hablara conmigo mismo.
Irene me miró y adiviné un asomo de preocupación en su mirada.
—¿Por qué dices eso? —inquirió.
—El inspector Ventura tiene razón. Ésta gente es peligrosa, y nosotros actuamos como si no fuera más que otro de nuestros juegos del “Club de Holmes”.
El ascensor había llegado a la tercera planta, y salimos a un largo y alfombrado pasillo. Seguimos la dirección que señalaba una pequeña placa con los números de habitaciones que había a cada lado.
—Exageras —dijo Irene con cierta displicencia—. Lo único que estamos haciendo es buscar a nuestro amigo. —Hizo una corta pausa durante la cual tuve la impresión de que estaba ordenando sus ideas, y continuó—: El mismo día que aparezca Moriarty, yo volveré a casa.
—Sí, pero ellos no saben que lo único que nos interesa a nosotros es hallar a Moriarty. Si es que todavía vive —musité.
Era la primera vez que manifestaba en voz alta —era incluso la primera vez que lo pensaba— que Moriarty podía estar muerto, y ese pensamiento me produjo una sensación de zozobra, de desasosiego y fracaso, como no había sentido hasta entonces, ni siquiera cuando nos movíamos a ciegas contando únicamente con la información que nos había dado Moriarty en su correo electrónico.
Irene, como si no hubiera escuchado mis palabras, hizo caso omiso a mi observación.
—Me importan un bledo los planes que puedan tener los miembros de la “Orden de los Iluminados”.
Habíamos llegado frente a la puerta de la habitación 318, y llamé suavemente con los nudillos. Como si hubiera estado esperándonos, la puerta se abrió casi inmediatamente, apareciendo Mycroft en el vano de la misma.
—El anuncio está en los periódicos —dijo a modo de saludo, apartándose para que entráramos en la habitación.
Se trataba de una pequeña suite compuesta por un saloncito, y por un dormitorio lateral cuyas puertas estaban abiertas de par en par. El lujo estaba presente en cada uno de los detalles, y pensé que con mi salario de un mes, apenas podríamos pagar un par de noches en aquella habitación.
—Los pusimos anoche por Internet —le informó Irene.
—Bien —dijo Mycroft—, así hemos ganado un día. —Señaló unas butacas que había junto a la ventana para que nos sentáramos, mientras él lo hacía frente a ellos, en un sofá de cuero, y continuó—: No sabemos exactamente lo que están haciendo los “Iluminados”, ni tampoco qué es lo que espera de Vólkov la persona que llame a ésa puerta —señaló hacia la puerta que acabábamos de atravesar—, así que pienso que deberíamos plantearnos todos los escenarios posibles.
—Watson opina que el inspector Ventura tenía razón cuando nos dijo que estábamos frente a gente peligrosa —apuntó Irene.
—Mataron a Conan —añadí yo.
—Pero no podemos saber si son los “Iluminados” los que están tras el asesinato de Conan —señaló Mycroft.
—¿Quién si no?
Mycroft se encogió de hombros.
—Puede que tengamos una visión bastante simple de todo este asunto. Irene ha descubierto que la “Orden de los Iluminados”, una escisión de la Gran Logia Unida de Inglaterra producida hace casi doscientos años, que todos creían desaparecida, sigue actuando, lo cual quiere decir que tienen un plan, unos objetivos, aunque desgraciadamente ignoramos cuales son; pero, ¿creéis posible que una organización de esa naturaleza puede pasar desapercibida para ciertos ámbitos de poder? ¿Creéis posible que, si están urdiendo un plan, no haya alguien dispuesto a que no lo consigan?
Pensé que Mycroft se estaba refiriendo a los servicios secretos de algún país, pero esa posibilidad me parecía francamente rocambolesca, por lo que intenté que se expresara con más claridad.
—¿A qué, o quien, te refieres exactamente?
—Solo apunto la posibilidad de que haya más actores de lo que nos imaginamos. No hacerlo sería como ponernos voluntariamente unas orejeras.
—Bien —intervino Irene—, supongamos que no fueron los “Iluminados” los responsables del asesinato de Conan. ¿Quiere eso decir que son los buenos, que podemos confiar en ellos?
—En absoluto. Lo único que quiero decir es que, si fueran así las cosas, deberíamos evitar que nos cojan en un fuego cruzado.
—¿Y qué pasa en el supuesto de que no haya nadie enfrentándose a los “Iluminados”? —pregunté.
—En ese caso —afirmó Mycroft—, que Dios nos coja confesados, porque querrá decir que asesinaron a Conan, y que para conseguir sus objetivos, sean los que sean, están dispuestos a todo, en cuyo caso estaremos verdaderamente en una situación de extremo peligro.
—¿Y cómo sabremos en qué terreno jugamos, si están solos o hay alguien más en el campo de juego? —preguntó Irene.
Se produjo un espeso silencio en la habitación. Mycroft suspiró hondo, y dijo:
—No lo sé. Supongo que, por el momento, tendremos que confiar en la suerte, y en nuestra intuición —añadió.
Durante varias horas —con el paréntesis de una hora, en que bajamos a una cafetería para tomar un tentempié— seguimos hablando sobre la manera —en el supuesto de que surtiera efecto el anuncio publicado en la prensa, y se presentara alguien en el hotel— de enfocar la entrevista, y de la importancia que, desde todos los puntos de vista, tenía el que averiguáramos cuales eran las intenciones últimas de los “Iluminados”.
—Contando con que aún subsistan en la Orden algunos de los principios para los que fue creada, debemos imaginar que su intención es gobernar el mundo —apuntó Irene.
—Eso podía tener sentido en el siglo XVIII, incluso en el XIX, pero no en el siglo XXI —dije.
—Al contrario —reflexionó Mycroft—. Si alguna vez ha sido posible que una secta consiga gobernar el mundo, es ahora. —Esas palabras no era más que una frase oportuna, y Mycroft se sintió impelido a ahondar en su reflexión, y continuó—: Estamos en la era de las comunicaciones, en la aldea global. Lo que ocurre en cualquier rincón del Globo, se expande casi de inmediato, como un tsunami, al resto del Planeta. Lo mismo ocurre con las ideas, la cultura o las modas. Ya apenas hay diferencias entre un joven de Madrid, y otro de Tokio, Buenos Aires o Nueva York. La información, verdadera o falsa, objetiva o sesgada, circula por el aire como la sangre por nuestras venas. Nunca se han manipulado tanto las conciencias como ahora. Nunca como ahora ha sido tan fácil, con el marketing adecuado, imponer una idea o crear una necesidad a escala global. Un buen programa de televisión puede generar más solidaridad con los afectados por una catástrofe, que las peticiones realizadas desde los púlpitos de todas las iglesias, mezquitas o sinagogas de un país. —Suspiró, y concluyó diciendo—: De todas formas, desde mi punto de vista lo peor no es esto, sino que no hay marcha atrás. Esto es lo que hay; este es el horizonte que hemos dejado que algunos creen con nuestra más absoluta indiferencia, aunque en algunos casos podríamos hablar de entusiasta colaboración.
El panorama dibujado por Mycroft era absolutamente real —tan acostumbrados estamos al paisaje que nos rodea, que apenas percibimos las amenazas que se esconden agazapadas tras lo que nos muestran a diario los medios de comunicación, y, precisamente por eso, me estremecí.
De pronto, alrededor de las seis de la tarde, sonó el teléfono de la habitación. Alguien preguntaba por Mr. Vólkov, anunciaron desde recepción.
—Que suba —ordenó Mycroft.
Decidimos que fuera el propio Mycroft quien llevara la voz cantante; primero, porque de él había sido la idea de que, si no sabíamos dónde buscar a los “Iluminados”, fueran ellos quienes nos encontraran a nosotros; y segundo, porque, por edad, era quien mejor podía reflejar la jerarquía que parecía haber entre ellos —Los tres recordamos la presencia subordinada a Vólkov del que supusimos su secretario—. Yo fui el encargado de abrir la cuando sonó un toc-toc en la puerta. Tenía el corazón encogido cuando lo hice, porque intuía que, con la puerta, estaba abriendo un camino lleno de trampas y peligros por el que tendríamos que transitar.
Ante mi apareció la figura de un hombre de mediana edad que me resultó vagamente conocido. Iba vestido con un desgastado pantalón vaquero y una ajada cazadora de cuero negro. Por su aspecto, daba la impresión de ser un obrero que hubiera dejado el tajo para acudir a la llamada de Vólkov. Le hice pasar al salón, donde, de pie, junto a la puerta del dormitorio, esperaban Mycroft e Irene. Quedó parado frente a ellos, conmigo a su espalda por si intentaba huir al percatarse de la encerrona.
Durante varios segundos reinó un silencio sepulcral en la habitación. Pensé que nuestro visitante no debía conocer personalmente a Vólkov, porque parecía estar en actitud expectante, como si fuéramos nosotros —Vólkov para él— los que tuviéramos que transmitirle algo. De pronto, algo cambió. No pude ver la expresión de su rostro, pero empezó a revolverse inquieto y deduje que, poco a poco, la idea de que no era Konstantin Vólkov la persona que había puesto el anuncio, empezó a filtrarse en su mente.
Mycroft también se percató de que nuestro hombre estaba a punto de iniciar la huida, y comenzó a hablar:
—Mi nombre es Mycroft Holmes, y éstos —dijo por nosotros, mientras yo me solazaba con la idea de que él, más que nadie, había asumido absolutamente la personalidad del hermano mayor de Sherlock Holmes—, son mis amigos Irene y Watson. Supongo —continuó—, que usted pertenece a la “Orden de los Iluminados” y, para su tranquilidad, le aseguro que nada tenemos contra ustedes.
El hombre se giró bruscamente pillándome desprevenido. Me apartó de un manotazo derribándome, y corrió hacia la puerta de salida. Me incorporé como pude y salté hacia él agarrándole por las piernas. Tiré con fuerza hasta que conseguí derribarle y, en ese momento, los tres caímos sobre él. La situación me pareció tan cómica, que si no hubiera estado sangrando por la nariz a causa del golpe recibido, me habría echado a reír. El forcejeo duró poco. Le atamos a una silla con el cordón de la cortina, y corrí al cuarto de baño para limpiar la sangre que me cubría parte de la cara. Cuando salí del baño, Mycroft estaba sentado en otra silla frente a nuestro visitante.
—No tenemos nada contra la “Orden de los Iluminados” —insistió Mycroft dando a su voz un tono lo más amigable que pudo.
—No sé de qué está hablando —dijo el desconocido con acento extranjero.
—Yo creo que sí —afirmó Mycroft—. Hace unos diez días, aquí, en Madrid, desapareció un hombre amigo nuestro. Suponemos que el motivo fue que había descubierto sus planes —el hombre le miraba fijamente, sin mover un solo músculo de la cara—. Solo queremos que le dejen libre, con la promesa de que nadie, ni él ni nosotros, se inmiscuirá en sus planes.
El hombre pareció relajarse.
—Le repito que no sé de qué está hablando —insistió, y, sin venir a cuento, añadió—: Últimamente no he leído en los periódicos nada referente a una desaparición.
Recordé las palabras en el mismo sentido del inspector Ventura. ¿Era posible que nos hubiéramos equivocando y que Moriarty no hubiera sido raptado, sino que estuviera simplemente escondido? Casi inmediatamente descarté ésta idea, porque si así fuera, estaba seguro de que hubiera encontrado la forma de ponerse en contacto con nosotros a través de “Club de Holmes” o mediante un simple correo electrónico.
—Ese tipo de noticias no siempre salen en los periódicos —repuso Irene, que hasta entonces había permanecido callada.
El hombre se encogió de hombros e hizo una mueca con los labios, y ese simple gesto hizo que evocara una imagen, su imagen, y supiera dónde le había visto con anterioridad.
—¿Qué tal por el circo? —pregunté.
Mi pregunta le pilló desprevenido, y me miró boquiabierto.
Se trataba del vigilante que estuvo a punto de sorprendernos cuando Irene y yo hicimos la incursión nocturna a la caravana de Conan.
Recordaba haber escuchado al inspector Ventura decir que habían estado vigilando el circo. —Eso fue antes de que Conan apareciera asesinado en un descampado— Ello solo podía deberse a que resultaban sospechosos de haber cometido algún delito, y sin duda, los trabajadores del circo sabían que la policía les tenía vigilados.
—¡Llamad a la policía! —se me ocurrió pedir de pronto a mis compañeros mientras le mantenía inmóvil—. Si no quiere hablar con nosotros, tendrá que hacerlo con ellos.
Naturalmente no era nuestra intención hacer esa llamada, pero el vigilante no lo sabía. Fueron unos segundos de enorme tensión, porque si no conseguíamos asustarle para que hablara, en pocos minutos estaría saliendo tranquilamente por la puerta de la habitación.
—No —rogó con un hilo de voz—. No la llamen, por favor.
Mycroft me hizo un gesto, y me aparté.
—Les diré lo que sé, pero no creo que pueda ayudarles —dijo, cambiando de actitud.
—¿Cómo se llama? —preguntó Mycroft.
—Roland Picard —respondió.
—Señor Picard, le vamos a soltar, pero necesitamos su promesa de que no intentará escapar.
—Lo prometo —dijo.
Fui yo quien desató la cuerda bajo la atenta mirada de Irene, que parecía divertirse con aquella situación.
—¿Quiere beber algo? —le ofreció amablemente Mycroft.
Picard pidió agua para beber. Irene le ofreció un botellín de agua que extrajo del minibar, y un vaso. Apuró de un trago la botella, sin usar el vaso, y nos miró a los tres, uno tras otro, todavía desconcertado.
—¿Qué hay del hombre desaparecido? —volvió a preguntar Mycroft.
—Antes le dije la verdad —respondió Picard—. No sabemos de ningún hombre que haya desaparecido, y si ha sido así, nosotros nada tenemos que ver.
Parecía sincero, por lo que su respuesta nos dejó desconcertados. Si Moriarty no había sido secuestrado por los “Iluminados”, ¿qué había sido de él?
Recordé que yo seguía siendo sospechoso del asesinato de Conan, y aproveché para preguntar:
—¿Y Conan, qué tiene que ver Conan en todo esto?
—Conan era la mano derecha de Massimo Valieri —fue la respuesta.
Valieri era el director del “Gran Circo Rex”, el hombre que nos había mostrado la caravana de Conan y que nos mintió al afirmar que le había visto cuando ya estaba muerto.
—¿Fue él quien le mató?
Picard tardó algunos segundos en responder.
—No lo sé —dijo al fin.
—¿Está seguro? —insistí.
—No, no estoy seguro. No puedo asegurar que Valieri sea el asesino, pero lo cierto es que la misma noche en que Conan fue asesinado escuché una fuerte discusión en la caravana de Conan.
—¿Discutían Valieri y Conan o había alguien más?
—Solo escuché las voces de ellos dos.
—¿Sobre qué discutían? —se interesó Mycroft.
—Lo hacían sobre las preguntas que había hecho a Conan un espectador. Éste decía que sus preguntas señalaban que el plan había sido descubierto y debía ser pospuesto, y Valieri opinaba que alguien se había ido de la lengua.
—¿Cómo concluyó la discusión?
—¿Qué quiere decir?
—Pregunto quién impuso su opinión al otro.
—No lo sé, porque no podía quedarme junto a la caravana para escuchar, y seguí con mis asuntos.
—¿Cuál es el plan del que habló Conan? —preguntó Irene.
—No lo sé. Valieri y Conan era los únicos que tenían todas las claves. Ellos mandaban, y los demás obedecíamos.
—¿Quién vino a la primera entrevista con Vólkov?
—Valieri.
—¿Y por qué ha venido usted hoy?
—Cuando leí el anuncio, supe que se trataba de una entrevista importante. Siempre lo era cuando aparecía un anuncio similar en los periódicos, pero Valieri desapareció del circo hace diez días, y Conan está muerto. Alguien tenía que venir.
Cuando Picard terminó de hablar, se produjo un largo silencio. Tuvimos la sensación de que aquel hombre nos había contado todo lo que sabía, que por otra parte era bien poco, y nos dejaba, además, en peor situación que al principio, porque si los “Iluminados” no eran los responsables de la desaparición de Moriarty, entonces, ¿quién lo era?
—Una última pregunta —intervino Mycroft—, ¿quién es Vólkov?
Picard permaneció callado. Me miró, y supe que no sabía qué responder.
—No sé quién es Vólkov. Lo único que sé es que Valieri y Conan le temían.
La conversación —si es que aquel interrogatorio en toda regla podía calificarse de conversación— había terminado. Picard se puso en pie y, con voz opaca, dijo:
—Si cuentan todo esto a la policía, soy hombre muerto.
Pensé que estaba exagerando, porque desgraciadamente no nos había dado ninguna información trascendental, pero Picard estaba realmente aterrorizado.
—No se preocupe —le dije para tranquilizarle—. Lo que nos ha contado quedará entre nosotros.
Roland Picard salió de la habitación dejándonos en un estado de total incertidumbre.
—¿Y ahora qué? —se preguntó Irene.
Mycroft se hizo otra pregunta, ésta más positiva que la de Irene:
—¿Quién, además de la policía, puede tener interés en que la “Orden de los Iluminados” no lleve a cabo sus planes?
Pero también la pregunta de Mycroft H. quedó en suspenso, porque no teníamos respuesta para ella.