NO OS NECESITO
Conozco a Mario desde que llegué a Madrid. Lo conocí haciendo un curso de guión de cine. Enseguida conectamos. Recuerdo que él quería ser guionista, pero un año después lo dejó todo y se puso a estudiar la carrera que le «sugirieron» sus padres. Es cierto que siempre fue un poco envidioso y que no solía alegrarse de los logros de los demás, aunque fuesen sus amigos, pero nunca podría haber imaginado la sorpresita que me tenía reservada para la fiesta. Sentí como si me hubiese contratado como payaso. Se comportó como si yo fuese una diana sobre la que descargar sus bromas y creo que hice bien en no tolerarlo. Siempre le ha gustado mucho beber y tiene un problema que no es capaz de controlar. No es alcohólico, pero es raro de explicar. Puede estar días sin beber y no lo necesita, pero una vez que moja el pico ya no tiene fin y nunca sabe cuándo decir basta. Más de una vez ha aparecido en lugares de los que no sabía regresar porque sencillamente no recordaba cómo había llegado. Y por si todo esto fuese poco, ahora jugueteaba con la coca, como si no tuviese bastante con lo que tiene. Mario siempre fue algo venenoso, pero ahora es una epidemia. Allá por donde va arrasa y a mí ya me han puteado mucho en la vida como para agachar la cabeza y seguir tragando. Hubiese sido tan fácil hablarlo. Nunca jamás me di cuenta de ese rencor que estaba acumulando hacia mí. Ahora entiendo muchas cosas. Todo esto pasa por no hablar, por callarse las cosas, igual que hacía Diego. Espero que nunca tenga que verme con él cara a cara para aguantar sus vómitos. No los quiero. Mario siente odio hacia mí. Odio de verdad. La fiesta había sido la excusa perfecta para vengarse y yo, contándole mis problemas porque lo creía mi amigo, le había puesto mi cabeza en bandeja de plata.
Me arrepiento de haberle pegado y más estando él en una situación que le impedía controlar lo que decía. Pero estoy harto de justificar su comportamiento. Cansado de poner siempre la otra mejilla y ya no tengo más mejillas que poner, porque las dos tienen callos de tantos golpes como han recibido. Tal vez debería llamarlo para disculparme, pero lo único que conseguiría con eso es hacerle creer que lleva la razón. No estoy dispuesto. Me planteo por qué soy su amigo y la única excusa que se me ocurre es que lo conozco de hace mucho. Nuestros caminos se han separado hace tiempo. Hemos caminado en paralelo, pero en distintos sentidos. Cada uno ha evolucionado hacia un lado y, además, él ha venido muy cambiado de este año que ha vivido fuera. Ha visto mundo y volver aquí le parecerá lo mismo que volver a un pueblo, pero no es razón para que trate a sus amigos como si fuésemos mierda. Yo no se lo permití a Diego, y mucho menos a él. Está claro que ya no tenemos nada en común. Nada que nos haga denominarnos amigos. La amistad se va igual que llega, como el amor. De repente. Y no hay que echarle la culpa a nadie más que a la química, que deja de aparecer. Las personas deberíamos ser capaces de darnos cuenta de cuándo nos está ocurriendo, pero hay veces en las que nos da tanta pena, que quemamos todos nuestros cartuchos para mantener cerca al otro. La mayoría de las veces lo único que conseguimos es acabar tirándonos los platos a la cabeza. Pero ¿no es igual de doloroso saludar por la calle con un frío hola, a alguien que antes era tu amigo íntimo, que verlo por la calle y no poder decirle nada porque no le hablas? En ambos casos se le ha retirado la palabra.
Todavía no consigo entender por qué narices invitó a Diego. Si hubiese querido que nos reconciliásemos, cuando le dije que iba a llevar a Tony me habría dicho algo… Además Diego también pareció sorprenderse al verme, como si no supiese que yo iba a ir. Ha sido una encerrona en toda regla. El muy cabrón nos puso el cebo y nosotros picamos de lleno. Caímos en la trampa… Luego está lo que me dijo Mario, que siempre había vivido a mi sombra. ¿Y si él también hubiese estado enamorado de Diego? Conociéndolos, no me extrañaría que incluso se hayan estado acostando a mis espaldas. No me extrañaría nada.
Mientras pienso esto me siento en el sofá con la carta de Diego entre las manos. Sigue cerrada. No tengo el valor de abrirla y es que el hecho de pensar que todo ha acabado para siempre hace que me entre la misma claustrofobia que debe tener aquella hoja, encerrada en ese sobre. Soy una caja de contradicciones. No quiero que se acabe pero tampoco dejo que Diego se me acerque. No sé qué hacer. Luego está Tony, que ha aparecido sin esperarlo con su magia y su misterio… Tal vez debería confiar un poco más en él. Puede que un hombre así sea lo que necesito. Todo es tan complicado. Tengo tantas dudas. Ahora entiendo cuando era pequeño y mi madre me decía que no tenía problemas. Que mi único problema era estudiar y aprobar las asignaturas. Y yo me enfadaba y pensaba lo mala madre que era porque no me entendía. «Cuando seas mayor me darás la razón», me decía una y otra vez cada vez que discutíamos. Ahora, por fin debía ser mayor, porque empezaba a comprenderla, pero a esas edades todo nos parece un mundo.
Analizo cómo ha sido mi vida desde que Mario se fue a Tokio hace un año. Lo he echado de menos, pero tampoco ha sido tan duro. He sobrevivido y apenas he pensado en que lo echase de menos. Si lo hubiese hecho, cuando pasó lo de Diego lo habría llamado y no lo hice. Tal vez al principio. Los primeros días, pero pronto me acostumbré a su ausencia y cuando la ausencia se vuelve monótona y repetitiva deja de ser ausencia, sino costumbre. La costumbre es lo más difícil de cambiar. Yo ya estoy acostumbrado a que él viva fuera y venga de vez en cuando. Todo ha cambiado desde que él se fue. Nuestra vida, nuestra personalidad, nuestro círculo de amistades, nuestros gustos… Nosotros. Ya nada nos une.
Reviso la agenda del teléfono y tengo apuntados números de personas con las que hace meses que no hablo o nombres que ni siquiera recuerdo a quién pertenecen. Borro a Diego. Duele. Borro a Mario. Duele menos. Pienso en borrarlos a todos. Si quiero darle un giro de ciento ochenta grados a mi vida tengo que apartar de mí todo lo que estorbe, todo lo que no me aporte nada. Igual debería cambiar de número. Me doy una ducha rápida y me voy con Gigi a la calle. Lo mejor es que me compre un teléfono nuevo.