LONDRES

Londres es una decepción desde el principio. Un viaje nunca puede salir bien si viene precedido de todo ese odio que a estas alturas Diego y yo nos tenemos. Entre el amor y el odio sólo hay un paso. Comenzamos estando los dos del mismo lado, ahora cada uno está en un bando distinto. Ni siquiera la indiferencia, provocada por el paso del tiempo, puede mediar entre nosotros. Aquella habitación ha sido testigo de cómo nos hemos amado y cómo nos hemos odiado. Hemos luchado por ver quién hace más daño al otro. Un mar de reproches inunda nuestra cama, ahora vacía.

Durante meses, me torturé por no haber tenido una última vez con Diego. Quiero decir una última vez consciente, en la que los dos hubiésemos sabido que era la última, donde, probablemente, nos habríamos esmerado en dejar una huella profunda en el otro. Todas las noches, me dormía recordando sus caricias, su olor en mis sábanas, sus besos… Me despertaba de la misma forma. Durante mucho tiempo fue lo único que había en mi cabeza, el anhelo de una última vez con la que poder despedirnos. Sin rencores, sin odios… Pero era imposible. Recuerdo cómo cada noche caía rendido imaginando que en ese momento él también estaba pensando en mí. Pero no era así. Nunca fue así.

Estoy seguro de que no me habría resultado muy difícil volver a acostarme con él, pero no lo hice por mí. Besar sus labios, habría sido para mí lo mismo que supone para el alcohólico el volver a tomarse una copa. Ahora me parece raro que ese deseo se haya cumplido y yo no pueda recordarlo. Me han concedido una última vez y yo no me acuerdo. Todo lo que tiene que ver con Diego siempre llega a destiempo. En parte me alegro de no recordar nada, porque así no me torturaré con los remordimientos. No puedes tener remordimientos de algo que no recuerdas que haya pasado, o eso creo. Pero no es cierto. Cada paso que da, me acuerdo de Tony y me torturo por estar en Londres sin él, porque me habría encantado descubrirlo todo por primera vez de su mano, porque lo echo de menos, porque me he comportado como un capullo.

Es increíble cómo cambian las tornas. Ahora yo soy cabrón hijo de puta y, mientras miro la ciudad y no la veo, me pregunto si debo o no decírselo. Tony me había devuelto la alegría, las ganas de vivir, los sentimientos. Había soldado cada uno de los pedacitos de mi corazón. Arregló lo que Diego casi destruye. Me dio su amor voluntariamente, sin esperar nada a cambio, arriesgándose a que yo no le correspondiese. Luchó por mí, me buscó, me quiso, me hizo sentir que era importante, que me necesitaba… Me valoró cuando nadie lo hacía. Y yo le he fallado. Después de todo lo que él ha hecho por mí, le he fallado. No he sabido estar a la altura. Estoy tan poco acostumbrado a que me quieran que no se disfrutar de ello y siempre acabo estropeándolo. Ahora me siento como una puta mierda y mientras observo desde abajo la noria gigante donde la gente se sube para ver la ciudad desde lo alto, yo tengo ganas de tirarme al río. Tirarme y dejar que la corriente me arrastre y me lleve donde quiera. No sé si decirle lo que ha pasado y joderle la vida, jodernos la vida, aún a sabiendas de que no ha significado nada para mí, o quedarme callado. Para siempre. Llevarme este terrible secreto a la tumba y no volver a abrir nunca esta bocaza para dejarlo salir. Las cosas que no se saben no pueden hacer daño, de ahí el refrán de «ojos que no ven…». Pero no sería honrado. No sería noble por mi parte. No sería digno de él, porque no se merece que yo lo trate con el mismo desprecio que me trataron a mí. Tony nunca lo haría.

¿Y si Diego tiene razón? ¿Y si he venido realmente a Londres porque quería verme con él a solas? No, estoy seguro que no. Y si así hubiese sido, me he dado cuenta que no le quiero, que ya no le necesito. Estoy enamorado de otro hombre y sólo lo quiero a él. Me siento como un bastardo por lo que le he hecho. Pero tendré que afrontarlo y dar la cara. Tengo que ir de frente, decirle la verdad… ¿Por qué no somos capaces de sincronizar nuestros relojes? ¿Por qué cada uno lleva la hora de un país distinto? Si nos queremos deberíamos ir al mismo compás. Mi reloj se ha parado, debe ser que la maquinaria no era de tanta calidad como yo imaginaba.

—¿Diga? —respondo al teléfono.

—Cariño, soy yo.

—¿Tony?

—¿Qué tal estás?

—Aquí hace un frío que pela —le digo.

—Londres es precioso.

—Sí, mucho, aunque todavía he visto poco —le recuerdo.

—¿Y qué tal todo?

—Bien, bien —le digo totalmente avergonzado sin querer profundizar.

—¿Seguro? Te noto muy raro…

—No, es el frío. Además no te oigo muy bien, debe ser un problema de cobertura.

—¿Qué tal la comida?

—Asquerosa. Echo de menos tus platos ¿Cómo está Gigi?

—Por aquí todo bien —me responde Tony.

—Oye, voy colgar que esto te va a salir muy caro cariño.

—No te preocupes.

—Sí, que son muchas pelas, luego busco un cíber y te mando un mail.

—Está bien.

—Venga hasta luego cariño.

—David.

—¿Sí?

—Que aunque no te lo haya dicho nunca… te quiero mucho.

—¿Qué?

—Que te quiero como nunca he querido a nadie.

—No puede ser.

—¿Cómo?

—No, que no puede ser que tenga que venirme a Londres para que me lo digas. Y por teléfono… —le digo disimulando.

—Lo siento, pero quería que lo supieses.

Cuando cuelgo el teléfono siento el mismo dolor en el pecho que el día que iba en el vagón de tren. Sólo que ahora no hay ninguna mujer mayor observándome que pueda abofetearme para sacarme de este ataque de ansiedad. No puedo respirar. Me siento tan miserable, que me gustaría tirarme a la carretera y que todos esos coches pasasen por encima de mí. ¿Cómo voy a decirle a la persona que más me quiere en el mundo que le he fallado? Estaba borracho, puede que lo entienda. Pero no es justo. Él no tiene la culpa. Siento que no me merezco a Tony. Todo lo que ha hecho desde que me conoce ha sido apoyarme y quererme, y yo se lo pago de esta forma. Ha intentado entenderme hasta cuando le dije que quería hacer este puñetero viaje, aunque eso pudiese ponerme en este tipo de situaciones. No tenía que haberme dejado venir. Me estoy engañando a mí mismo, soy tan cabezón que si me hubiese prohibido venir, lo habría hecho simplemente porque me lo había prohibido. Tenía que haber pensado que esto podría pasar. Dicen que un diamante sólo puede destruirse con otro diamante. Yo no lo soy, y estoy seguro que podría romperlo en mil pedazos si se lo dijese a él, que sí que lo es. Un diamante en bruto. ¿Por qué lo habré hecho? ¿Por qué Diego no me paró cuando me vio tan borracho? Ahora es tarde y hay que asumirlo.

Decido volver a la habitación del hotel. No tengo ganas de ver nada más. No puedo. Podría estar ante las siete maravillas del mundo y no dejaría de pensar en lo mal que me he portado con Tony. Voy caminando por la calle y parece que le veo entre la gente. Le veo con esas gafas que se pone cuando lee y que tanto me gusta por el aire intelectual que le dan. Pero no es él. Sigo andando y paso por delante de un puesto de perritos calientes y creo verlo de nuevo comprando un bocadillo.

Tony está en todas partes porque vive en mi cabeza y en mi corazón. Y yo estoy a punto de desahuciarlo. Tras mucho rato caminando me encuentro totalmente perdido. La boca de metro no aparece por ningún sitio. Pregunto a varias personas pero ninguno me entiende. Maldito idioma de los cojones. Sólo necesito que alguien me explique dónde está el dichoso metro. Ahora es cuando me arrepiento de no haber hecho el curso de inglés que quiso pagarme mi padre cuando era más joven. Los ingleses son muy estirados. Me miran por encima del hombro porque no sé hablar su lengua. Nadie hace el más mínimo esfuerzo por ayudarme. Son tan altivos que su prepotencia les impediría intentarlo.

Tengo ganas de llorar. Me gustaría insultarlos a todos, decirles que son unos cabrones por no ayudarme, pero en realidad lo que me come por dentro es esta quemazón de no saber si debo o no debo decirle a Tony lo que me ha ocurrido con Diego. Seguro que él se ha dado cuenta de algo. Apenas he querido hablar, le he colgado corriendo. Debería haberme comportado con total normalidad, pero no lo he hecho. El teléfono vuelve a sonar.

—¡Diga!

—Hola, David, soy yo otra vez.

—Dime cariño.

—No sé, es que me he quedado un poco intranquilo antes, ¿va todo bien?

—Claro que sí.

—Es que te noté raro.

—Lo que pasa es que no me esperaba que me dijeses que me quieres.

—Pero es la verdad.

—Y me alegro de que sea así, porque yo también te quiero muchísimo y nunca haría nada que pudiese hacerte daño, al menos voluntariamente.

—¿Seguro que todo está bien?

—Sí, pero te echo mucho de menos.

—¿No te estarás arrepintiendo de haber hecho el viaje?

—Un poco.

—¿Y eso?

—Cari tengo que dejarte que estoy buscando el puto metro de los cojones.

Underground.

—¿Qué?

—En ingles se dice underground.

—Menos mal, me has salvado la vida, una vez más.

—Si es que no me mereces.

—La verdad es que no.

Sus palabras se me clavan una a una. Como puñales me desgarran por dentro. Por supuesto que no me merezco que una persona como él me quiera. Yo soy la basura más grande que hay sobre la faz de la tierra y acabo de hacerle una gran putada a la persona que más quiero. Existen los miserables, luego en la escala está Diego, y por último estoy yo. Hacerle a alguien que te ama de esa forma lo que te han hecho a ti y que él mismo te ha ayudado a superar, no tiene perdón de Dios. Haría cualquier cosa por volver la vista atrás y poder cambiar lo ocurrido. Vendería mi alma al diablo si eso fuese a ayudarme, pero no es así. Hay que aprender a vivir con los errores. Sean los que sean.

En el metro intento respirar tranquilamente para que no me entre el agobio. Yo sigo en mi mundo. Estoy encerrado en un enorme reloj de arena. Poco a poco estoy quedando enterrado. Tengo que hacer algo, aunque no sé el qué. Si no me doy prisa quedaré sepultado para siempre debajo de la montaña.

Al llegar a la habitación Diego se está duchando. Sale desnudo y me abraza por la espalda.

—¿Ya estás de vuelta? —me pregunta mientras me rodea con los brazos.

—¿Qué estás haciendo Diego?

—Te doy la bienvenida.

—Creí que había quedado claro.

—¿El qué?

—Pues que entre nosotros no iba a pasar nada más.

—David, estamos solos, no tiene por qué enterarse nadie.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Pues que podríamos darnos un homenaje, tú y yo. Aquí y ahora.

—Tú estás loco.

—Loco por ti, es que no te das cuenta. Mira cómo me pones.

—Diego, vístete.

—¿Por qué te resistes?

—Esto es el colmo.

—Pero si ya lo hicimos anoche. Déjate llevar. Será como una despedida, no me puedo creer que nunca lo hayas pensado.

—Claro que lo he pensado.

—¿Entonces?

—Pero hace mucho que ya no lo pienso.

—¿Es por Tony? —me pregunta.

—Sí.

—Si tú no quieres no tiene por qué enterarse. Yo no se lo voy a decir. ¿Y tú?

—Diego, en serio. La broma ya no tiene gracia. Vístete.

—No es ninguna broma. Quiero echar un polvo contigo. Nos lo debemos, por los viejos tiempos.

—No nos debemos nada.

—¿Cómo que no?

—Nos debíamos respeto y ya no nos lo tenemos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque poner los cuernos no es respetar y acostarte con alguien que está borracho tampoco.

—Deberías dejar de mirarte el ombligo y no creerte siempre la víctima.

—¿Adónde quieres llegar?

—En los dos casos, tú también has tenido parte de culpa.

—Y la asumo.

—¿Cómo? ¿Contándoselo a tu novio?

—A ti no te importa.

—Eres de lo que no hay, estamos aquí solos, sin nadie que nos moleste y te preocupas de eso. Ya habrá tiempo de preocuparse cuando volvamos a España —me dice.

—No.

—Mira que eres cabezón.

—No insistas, joder. Quiero a Tony, me da igual que estemos en España, en Londres o en la Conchinchina, no voy a acostarme contigo.

—Anoche sí que lo hiciste.

—Porque estaba borracho y no podía recordar que ya lo único que siento por ti es asco, pena, indiferencia…

—Eres un hijo de puta.

—Los dos lo somos, no lo olvides. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

—Por favor, sólo una vez. Una última vez. Quiero sentir tu cuerpo junto al mío. Quiero tenerte entre mis brazos. Estar dentro de ti. Necesito sentir que somos parte el uno del otro.

—Eso es imposible.

—Pero ¿por qué?

—Porque hace mucho tiempo que dejamos de ser parte el uno del otro.

—¿Dónde vas?

—A hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio.

—¿Vas a hablar con él?

—Sí.

—Te dejará.

—Lo sé. Pero tengo que ser consecuente.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Porque no quiero ser como tú.