MALENTENDIDOS

Estaba subiendo las escaleras de mi edificio cuando oigo el teléfono de casa. Tanto Gigi como yo, volvemos exhaustos después del paseo que nos hemos dado, pero decido hacer un último esfuerzo antes de que el que llama deje de insistir. Abro la puerta y descuelgo.

—¿Diga?

—Hola, ¿David García?

—Sí, ¿quién es?

—Le llamo de la agencia de viajes.

—Lo siento pero no quiero comprar nada.

—No, le llamo de la agencia por un asunto de…

—¿De qué agencia?

—Tiene unos billetes aquí para recoger.

—¿Yo?

—Sí.

—No puedo creer que Tony me haya regalado un viaje —le digo emocionado al interlocutor—. ¿Para dónde son los billetes?

—Para Londres.

—¿Londres?

—Eso pone aquí: para David García y Diego Romero.

—¡Coño, el viaje a Londres!, lo había olvidado —le digo.

—Puede pasarse a recogerlo esta tarde, el vuelo sale en dos días.

—¿En dos días? Creo que no voy a ir.

—Como quiera, pero le recuerdo que hace más de seis meses que está pagado.

—Ya, pero es que eso era un regalo de mi ex novio por mi cumpleaños y ya no me apetece, la verdad, y creo que a él tampoco. De hecho, yo ni me acordaba.

—Bueno, yo que usted no me lo pensaba, porque un viaje a Londres en estas fechas es bastante caro y seguro que les costó un ojo de la cara, tal vez sea una pena tirar ese dinero a la basura.

—Bueno, me lo pensaré.

—Ok, muy amable, muchas gracias por atenderme.

Ciao.

Cuelgo el teléfono y me quedo pensando. Había olvidado cómo planeamos ese viaje juntos. Iba a ser mi regalo de cumpleaños. Iba a ser algo romántico, algo precioso. Me doy una ducha rápida y le pongo a Gigi agua en su plato. Tony va a venir a buscarme en un rato para ir a comer y no sé cómo contarle todo esto. Llevamos unos días bastante raros, como si ya no conectásemos igual. Es como si cada uno quisiese una cosa distinta de lo que quiere el otro. Como si fuésemos a diferentes ritmos… Creo que la jodí diciéndole que le quería tan pronto. No sé si es que lo he asustado o lo he agobiado. Pero si lo dije fue porque verdaderamente lo sentía. Nunca hay una fecha determinada para decir «te quiero». De todas formas, llevamos más de cuatro meses, yo ya no podía tenerlo dentro de mí más tiempo. Tenía que sacarlo y eso fue lo que hice. Nada más.

El agua cae por mi cuerpo e intento que por el desagüe se vayan los malos espíritus. No sé si lo consigo, pero me enfado cuando suena el timbre y es Tony que me hace salirme de la ducha.

—¿Se puede saber para qué te di una llave? —le grito mientras me vuelvo a la ducha y seco el suelo con la fregona.

—Lo siento, la olvidé en casa, no sabía que estarías en la ducha.

—¿Y por qué no la pones en el llavero con las demás llaves?

—¿Has visto lo cargado que lo llevo?

—Pues haz limpieza, seguro que la mayoría de esas llaves no te sirven para nada.

—Vale lo siento, llevas razón.

—Tardo dos minutos, ya casi estoy.

—Tranquilo, no hay prisa.

—Genial.

—Oye, ¿qué le pasa a Gigi?

—¿Qué le pasa? —pregunto asustado.

—No lo sé, está raro, apenas se mueve.

—¿Qué? —pregunto gritando.

Me visto y en dos minutos estamos en el veterinario. Casi no puede moverse, así que lo llevo en brazos. Por el camino me vomita encima. Cuando llegamos le cuento al especialista lo que le ocurre y lo meten solo en una consulta. No entiendo por qué, pero no me dejan estar con él. No tengo ni idea de lo que puede ocurrirle. Hace un rato estaba corriendo y saltando en el parque y ahora apenas se mueve.

—No te preocupes, todo saldrá bien —me dice, pero a mi sus palabras lejos de reconfortarme, me molestan.

—Sí, seguro.

—Confía en mí.

—Tony, por favor, no es el momento.

—¿El momento para qué?

—Pues para que sigas haciendo promesas que no puedes cumplir. Ahora no.

—Si dependiese de mí… Yo sólo intento animarte.

—Por eso mismo, como no depende de ti es mejor que lo dejes.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Digo que te calles y me dejes tranquilo un rato —le grito.

—¿Se puede saber qué coño te pasa conmigo? Llevas unos días muy raro.

—A mí no me pasa nada.

—Algo te pasará, porque si no no entiendo este humor de perros que tienes desde hace días, que todo lo que te digo te molesta.

—Mejor cuéntame qué coño te pasa a ti.

—¿Pero de qué estás hablando? —me pregunta.

—¿Hay otro? Si es eso dímelo.

—¡Qué fuerte me parece! ¿Me estas acusando de ponerte los cuernos?

—No lo sé, ¿es así? —le interrogo.

—¿A qué viene esto? ¿Por qué piensas que hay otro?

—Tú sabrás. Yo tengo la conciencia muy tranquila, ¿tú puedes decir lo mismo?

—Mira, no estoy dispuesto a aguantar esto ni entiendo muy bien a qué viene, si no confías en mí, no sé coño hago aquí.

—Es cierto, tal vez será mejor que te vayas.

Tony se levanta y se va, sin mirar atrás. Su orgullo herido no se lo permite y yo me odio al instante por todo lo que acabo de decirle. Me he portado mal y no es justo. No merece que lo trate así. No después de todo lo que ya ha hecho por mí y todo lo que me ha demostrado. ¿Qué más da si no me ha contestado con un «te quiero» cuando yo se lo he dicho a él? Puede que no le guste decirlo o que sea pronto para él. Quizás le gusta llevar la voz cantante. No lo sé, estoy desconcertado. Acabo de mandar a la mierda al hombre que más quiero en el mundo. Acabo de mandar a la mierda al hombre que más feliz me ha hecho nunca. Acabo de mandar a la mierda toda posibilidad de estar bien conmigo mismo. Me siento fatal. Sólo quiero que la tierra me trague. Debería correr detrás de él, pero no lo hago. Porque soy un jodido cobarde y mis inseguridades me tienen prisionero en aquella silla de plástico roja en la que estoy sentado. A través del cristal de la consulta lo veo cruzar la calle. Intento llamarlo, pero no me sale la voz. Intento levantarme, pero mi cuerpo no me responde. Tengo que aprender a perder el miedo a perder. Estoy sentado en una sala de un hospital para perros, revolcándome en mis propias miserias, lamentándome por no tener un par de cojones para afrontar las cosas. Habría sido muy mal torero, me da miedo coger el toro por los cuernos.

Al rato sale un enfermero con Gigi. Está perfectamente. Me dicen que algo ha debido comer que le ha sentado mal. Le ponen una dieta blanda y me lo puedo llevar a casa.

—Vamos, pequeño, me has dado un susto de muerte.