DESCONSUELO

No hay forma de consolar a mi madre. Está tumbada en la cama de mi abuelo y llora. No habla, sólo canta una cancioncilla que nos cantaba a nosotros para dormir cuando éramos pequeños y que mi abuela le cantaba a ella también. Muy flojito, casi en un susurro, mientras sigue mojando las sábanas donde horas antes, había muerto su padre.

Es ley de vida que todos tenemos que morir, pero nadie lo tiene tan asumido ni tan aceptado como para que ocurra y seguir como si nada. Asumir es sufrir. Sufrir es vivir. Porque la vida es sufrimiento y una prueba detrás de otra. La felicidad se compone de pequeños momentos, nada más. El día que hice el amor por primera vez con Tony sería uno de los más felices de mi vida, pero también uno de los más tristes, porque mientras yo me revolcaba con mi novio, mi familia se desmoronaba por la muerte de mi abuelo.

No quiero verlo. Bastante duro era ya ver cómo esa puta enfermedad lo había ido apagando poco a poco, como para verlo realmente a oscuras, sin nada de luz. Sin ese brillo que tenían sus ojos, a pesar de su avanzada edad. De niño travieso. Cada una de sus arrugas era una experiencia. Y la experiencia a fin de cuentas también es vida. Mi abuelo vivió lo mejor que pudo, lo mejor que supo. Cuando mi abuela nos abandonó de repente, cuando ninguno lo esperábamos, se le rompió el corazón y algo dentro de su cabeza hizo clic despertando esa puta enfermedad que debió residir ahí siempre, pero necesitaba que algo la sacase de su letargo. Qué duro es ver como un anciano se comporta como un niño. Y qué humillante era para él, cuando en los pocos momentos de lucidez que tenía, se daba cuenta de que no era capaz ni de controlar sus esfínteres. Mi madre siempre estuvo ahí, al pie del cañón. Nunca puso una mala cara o un gesto desagradable y él se daba cuenta. Por eso estoy tranquilo, y sé que mi madre en el fondo también lo estará, porque si hay algo que le quedó claro a mi abuelillo, es lo mucho que esta familia lo quiso.

—Mi niña bonita —le decía—, tú eres la única que me quiere y que me cuida, porque tus otras hermanas…

—Anda, papá, no digas tonterías —le decía ella—. Las demás también te quieren, pero están muy liadas, por eso no pueden venir a verte.

—Hija mía, qué triste que a esta edad me tengas que estar lavando el culo. Si no te tuviese a ti…

Y mi madre se mordía el labio para que no la viese llorar y le intentaba sonreír. Cuando estaba sola descargaba esa presión y esa pena llorando durante horas, pero siempre sin que nadie se diese cuenta. Mi madre es una superviviente, una luchadora, por eso ahora se me rompe el corazón al pensar todo el tiempo que he pasado evitándola. A ella y a toda mi familia. Cuando mi abuela murió ella se empeñó en traerse a mi abuelo a casa. Él no quería, decía que podía quedarse solo en su piso. Mis tías preferían meterlo en una residencia porque no tenían tiempo ni ganas de cuidar a un viejo chocho. «Hijas de puta —pensaba yo—. ¿Os da igual que el hombre que os ha dado la vida, que os ha criado, se pudra en una residencia? ¿Queréis que muera allí de soledad, de tristeza?». Hay que ser muy rastrero y muy poco considerado para hacer eso, porque si tus padres se han sacrificado por ti cuando eres pequeño, cuando ellos son mayores, es el momento de devolverles el favor, en forma de cariño, de mimos, de asistencia…

Me alegro de que mi abuelo haya muerto. Me alegro porque sé que donde esté, estará mejor porque lo volverá a cuidar mi abuela y juntos pasearán de la mano, como hacían cuando estaban vivos. Nunca he visto dos personas que se quisiesen tanto después de tantos años. Más de cincuenta años de matrimonio y seguían mirándose con la misma intensidad que el primer día. Entiendo perfectamente que se le fuese la cabeza. Yo casi me mato cuando dejé a Diego y mi relación no era ni la mitad de perfecta que la de ellos. Mi abuelo murió de pena, porque no soportaba que mi abuela se hubiese ido antes que él y lo hubiese dejado aquí solo. Y poco a poco, perdió el juicio. A veces pienso que se dejó vencer para no sufrir. Dejó que la enfermedad le devorara poco a poco, porque cuanto menos consciente fuese de lo solo que lo había dejado el amor de su vida, menos sufriría. En realidad había sido un arma de defensa. Ahora de nuevo estarán juntos y se reirán y él le pondrá una flor en el pelo como cuando se conocieron y se veían a escondidas. Mi abuelo era un buen hombre. Todavía recuerdo cómo me contaba que enseñó a leer y escribir a mi abuela, antes de que él tuviera que marcharse a la mili. «Para que nadie tuviese que leerle mis cartas» me decía. Y a mí se me caían las lágrimas porque me parecía lo más romántico que nadie podía hacer por otra persona. Y luego él volvía a preguntarme si había aprobado matemáticas. Y yo volvía a llorar porque sabía que la visita a mi abuelo había terminado y que desde ese momento me encontraba ante un hombre que me miraba y no me comprendía, porque ya no era él, sino su sombra, triste y alargada. Mi pobre abuelo murió hace mucho, porque desde que enfermó eran pocos los momentos en los que realmente podíamos hablar con él.

Preparo una sopa caliente y obligo a mi madre a que se la tome. Mi padre y mis hermanos están en el tanatorio con el resto de la familia. Mi madre fue incapaz de poner un pie en el suelo. No tenía fuerzas.

—Vamos, tienes que comer algo.

—Gracias, cariño, pero no tengo hambre.

—Llevas casi dos días sin comer, te vas a poner enferma.

—Es que se me ha cerrado el estómago.

—Por favor, hazlo por mí, sólo un poco —le suplico.

En apenas dos días ha envejecido diez años. Su cara está arrugada y sus ojos hinchados de tanto llorar. En el flequillo, un mechón canoso que no recordaba. Verla en esta situación realmente me rompe el alma, porque reflejado en sus ojos me veo yo, con el cuchillo en la mano, presionándome en el cuello. No sé qué habría pasado si no llega a llamar en ese momento. Tal vez habría acabado con mi vida. Nunca se lo agradeceré lo suficiente ni podré demostrarle cuánto la quiero. La abrazo y lloramos juntos, porque llorar no es señal de debilidad. Al contrario, y eso también me lo enseñó ella. Un hombre no es menos hombre porque muestre sus sentimientos y ahí no entra el hecho de que sea maricón o no. Tu orientación sexual no te hace ser más o menos hombre, eso depende de tu comportamiento.

—Ha muerto feliz —me dice—, estaba viendo su programa favorito.

—¿Puedo quedarme esa foto? —pregunto.

—¿Te gusta?

—Mucho. No tengo ninguna foto donde salgan juntos los abuelos. Me gustaría ponerla en mi casa para recordarlos —le digo.

—Claro, es tuya.

Cuando se toma la sopa le doy una tila y una valeriana. Necesita descansar un poco. Al día siguiente a primera hora será el entierro y debe descansar. Mientras le hace efecto hablamos un rato.

—Mañana a primera hora entierran a tu abuelo.

—Me lo ha dicho papá —le digo—. Tienes que descansar para estar fuerte.

—Después vendrán tus tías a casa.

—¿Mis tías? ¿Para qué?

—A saquear —me dice.

—¿Cómo? —le pregunto mientras a mi mente viene la conversación que tuve con Tony y lo que le pasó a él cuando murió su novio.

—Ahora dicen que quieren tener un recuerdo de él.

—¿Un recuerdo? ¿Y qué quieren?

—Las joyas de tu abuela, supongo.

—¿Las joyas?, pensé que se las habían repartido cuando murió —le comento.

—No, mi padre dijo que no quería ver cómo sus hijos, que no se habían preocupado de su madre en vida, venían como aves de rapiña para repartirse lo poco que ambos habían acumulado a base de esfuerzo y trabajo conjunto.

—Qué hijos de puta.

—En otra situación te diría que cuidases tu lenguaje, pero la verdad es que tienes razón.

—Pues, ¿sabes lo que te digo?

—¿Qué?

—Que no me da la gana.

—¿Qué vas a hacer? David, que te conozco —me regaña.

—Nada mamá, no te preocupes. Ahora descansa un poco. Yo voy a ir al tanatorio a relevar a papá y a llevarle un poco de sopa caliente que le vendrá bien.

«Pero antes cumpliré la última voluntad del abuelo», pensé sin decirlo en voz alta.

Mi madre se queda dormida en mis rodillas mientras yo le acaricio el pelo. Se ve tan vulnerable… Me ducho, me visto y cojo las joyas de mis abuelos. Las meto en una bolsita de terciopelo con la que le encantaba jugar. Debajo de la almohada de la cama de mi madre le dejo el medallón que tanto le gusta. El resto de cosas me las llevé. Cuando lleguo al tanatorio le doy la sopa a mi padre y lo mando a casa. Luego pido ver a mi abuelo para despedirme. Nadie puso impedimento. Yo no quería verlo. Quería recordarlo tal y como era cuando estaba vivo, quería recordar la última vez que lo vi, pero eso tampoco era justo porque de alguna forma, ése tampoco era ya mi abuelo y casi no podía recordar el último momento de lucidez que había presenciado. Recuerdo un día que mi madre y yo estábamos en la cocina. Ella fregaba los platos y yo secaba. Mi abuelo estaba sentado en la mesa mirándonos. De repente, llamó a mi madre por su nombre, como si la hubiese reconocido. Como si se extrañase de verla después de tanto tiempo. Fue un sólo segundo de lucidez, el necesario para que mi madre se rompiese en dos.

Está como dormido, con una enorme sonrisa en la cara, como si supiese que el sufrimiento ha acabado y que va a pasar a una vida mejor. Yo nunca creí en Dios, ni en la otra vida, ni en la reencarnación ni nada de eso, pero ver la cara de seguridad de ese hombre me hace pensar que la cosa no puede acabar aquí. No sería justo. Le doy un beso en la frente y guardo su pequeña bolsa de terciopelo en el bolsillo interior de su chaqueta. Supongo que él, desde donde esté ahora, me lo agradecerá y que ninguna de las arpías que tiene por familiares se atreverá a registrar a un muerto. Nadie sospecharía que el viejo se iba a llevar sus joyas a la tumba.