EL PRIMER RELATO DE IVONNE
PRIMER RELATO DE IVONNE
I
Todos los días llegaban libros. No precisamente montones que nos embarazasen, sino paquetes sueltos con uno o dos volúmenes.
Míster Sharp nos los había distribuido por nacionalidades, las de los libros quiero decir: a Rosa, los italianos; los franceses a Dafne, y algunos a Ariadna; y a la brasileira Sabela, los de lengua portuguesa, fuesen del lado de allá o del de acá: así, el reparto resultaba mollar (y si uso esta palabra es por contagio de Uxío Preto), aunque no equitativo, porque no se publica cierta clase de libros en cantidades equiparables en todas las vigentes modificaciones del latín vulgar, o sea, en lenguas romances, que eran, que son, las que estudia nuestro departamento; las que expende, si de otro modo se mira. Debo decir que míster Sharp lo hace bien; bueno, lo hace de la mejor manera posible, entendido este «mejor» como superlativo, no como comparativo: esto, al menos, lo proclama un día y otro la señora Madison, o Mistress Madison, si se prefiere, aunque no exista ninguna seguridad acerca de su país de origen, ni de si nos convendría, para ser del todo exactos, llamarle frau, madame, o signora tal vez. Personalmente me inclino por otras denominaciones: el Madison, no hay que negarlo, lo conserva de su difunto marido: ¿el primero?
Esta importante dama, además de imponente (1,72 m; 65 kgs), secretaria del departamento, ejerce en él toda la autoridad posible, incluyendo la necesaria, y acaso con un ligero exceso, en cuya virtud se le nota que manda, y no por delegación, sino por dejadez (mejor que dimisión callada) del chairman: tampoco por vagancia o poltronería de míster Sharp, ¡cualquiera se atrevería a pensarlo, estando allí la férula de Mistress Madison!, sino porque, como todos los sabios de su estatura intelectual, y, sobre todo, de su carácter, lleva tiempo instalado en las proximidades del éxtasis, a un paso justo del arrobamiento, y la secretaria en jefe, no sólo lo advirtió, sino que le ayudó a darlo, el paso, claro, con el pretexto de que, así, las cosas prácticas no distraerían inútilmente al genio de sus contactos con las esencias. En realidad, míster Sharp había sido nombrado Chairman, no porque su enérgica dirección fuese a solucionarnos los problemas diarios, ni siquiera porque fuese a conseguirnos un aumento de sueldo razonable, sino porque su nombre realzaba hasta la vecindad de lo sublime la buena, la ya excelente reputación del Centro, mejor entre los mejores: lo situaba al margen de cualquier competición, y actuaba al mismo tiempo como esa especie de bayeta impoluta con que se frota la superficie de un espejo para que reluzca más, añadida la particularidad de que dicha bayeta, contra toda esperanza, queda adherida al espejo como su mejor ornato: de lo cual todo el mundo se percata menos la bayeta misma, mientras los otros andamos orgullosos y nos envanecemos cuando alguien dice: «Ésta es Ivonne. Pertenece al equipo de míster Sharp.» Aunque yo fuera una belleza, dejaría de ser admirada por la figura para serlo por esta situación indiscutiblemente envidiable: lo que se dice una cátedra full time donde uno quiera, siempre que se trate de universidades de segunda. ¡Oh!, pero esto carece de importancia, y si lo cuento aquí un poco en su realidad más vulgar o menos poética posible, se debe a ser el comienzo de unos acontecimientos que probablemente fueron también vulgares, pero que a mí se me antojaron excepcionales y hago todo lo posible para sacarles brillo también, aunque mi bayeta no sea de tan buena textura como la de nuestro querido chairman. A quien, por cierto, no tengo más remedio que colocar en el comienzo mismo de la acción, puesto que a él llega por su camino sólito la causa determinante, y de él partió la decisión en que se originaron los efectos. Si lo usual, tratándose de míster Sharp, es que las cuestiones queden olvidadas encima de su mesa hasta que la señora Madison las descubre o finge descubrirlas, y les da solución (o no se la da, que es también un modo de resolverlas), aconteció, a veces que, al menos por algunos de mis colegas, respondía con presteza a la indagación de las causas y engendraba los efectos de modo tan inmediato y sorprendente que bien pudiera ser mecánico. Aunque, ¿quién se atrevería, sino un materialista de los más eficazmente denostados por la señora Madison, a atribuir la conducta de míster Sharp a alguna clase de mecanismos, aunque sólo sea mental, aunque sea el más sutil y próximo al espíritu? Con míster Sharp, relativo a algo que él hiciera o que le concerniese, la palabra material ni siquiera con sentido traslaticio, podría utilizarse propiamente. Míster Sharp es, sin duda, enteramente espíritu, y el chicano Mendoza, maldiciente inveterado, solía preguntarse de qué manera, siendo nada más que espíritu, aunque visible, podía tranquilizar las ansias de la señora Madison hasta el extremo de que a veces la dejaba más tierna, más blanda y más benévola: por todos se le atribuía, a míster Sharp, al parecer con bastante fundamento, la responsabilidad de estas metamorfosis. Según Mendoza, la señora Madison, en la cama, se espiritaba: gemido, suspiro y ay. Dicen que sólo sucedía los fines de semana, que para eso están. ¿Por razones de método? Yo no lo sé.
Mi trabajo sobre Uxío Preto me lo había encargado algo antes de terminar mi master, cuando se conoció el famoso, el malhadado artículo de la revista Nuestra tierra; cuando esta inesperada publicación trastocó los supuestos y las convenciones aceptados. Soy trabajadora y aplicada, soy responsable, pero el trabajo no lo pude concluir hasta el año de residencia (que fue precisamente, aquel en que empezaron los hechos). Se titulaba «Las fórmulas adversativas y dubitativas en la prosa del supuesto Uxío Preto» y había consumido en él muchas horas de mi vida, horas hermosas, ¡ay!: como que mientras trabajaba, algo exultaba en mí, en lo más íntimo, mientras mis compañeros se divertían, mientras algunas amaban ya. En tanto que yo, ¡venga a leer páginas y páginas, sin enterarme de lo que me contaban, si es que contaban algo, atenta sólo a los «peros», a los «sin embargo», a los «no obstante», así como a los «tal vez», «quizás» y «acaso»: red verbal de sutiles filamentos que me tenían prisionera, y mantenían dentro, encadenada, eso que me exultaba, según dije. Cuando míster Sharp me enteró de que aquel trabajo, llevado a término, me proporcionaría una beca de cuantía razonable, imprescindible para acabar con holgura mis estudios sin tocar la escasa herencia de mi madre (aquellas pocas acciones y aquella viña en una aldea francesa), añadió que lo pasaría bien porque el trabajo sería divertido. Mon Dieu! Si atendía a la narración, las conjunciones pasaban inadvertidas, y si buscaba las conjunciones, no me enteraba del cuento. Puedo, pues, asegurar que sí llegué a conocer la sintaxis de Preto con bastante profundidad, lo que resta de su obra, como quien dice, todo, permaneció para mí, durante tiempo, en cierta remota lejanía, entre sombra y fantasma, de la que me libró el azar. Bueno: el libro que llegó y que por derecho me correspondía, se titulaba Autobiografía póstuma de Uxío Preto. Ni siquiera le rompí el envoltorio transparente, aquello que el chicano Mendoza, siempre preciso, llamaba «el virgo». Con él en la mano (¡con el libro, Dios!), me aproximé al despacho de míster Sharp, llamé a la puerta, y aunque es posible que mis nudillos hayan frustrado los estertores deliciosos de un beso dado a destiempo, o acaso juguetonamente recibido, me mandaron entrar, o, con más exactitud, fue la voz de la señora Madison la que dijo: «Adelante», y luego añadió: «¡Ah! ¿Eres tú, Ivonne?» Avancé unos pasos, y hasta creo recordar que tropecé con una de las bellas sillas inglesas que la señora Madison había hecho traer, con otras muchas cosas suyas, para aumentar la decencia de aquel impresionante lugar de autoridad y recogimiento, con canapé para un desliz de los que vienen rodados, sin pensarlo, regalo inesperado de las circunstancias. Había decorado las paredes con tapicerías persas: diminutas, de esas que sirven para arrodillarse en el silencio del mirhab y elevar hasta Mahoma el alma, pero también para colgar; por acá y por allá, lindas chucherías francesas parecían recordar los años parisienses de la señora Madison, ¡un tiempo, quién lo sabe, de aventuras, ésas tan especiales en que se mezclan, en proporciones diversas, la inteligencia y el sexo! Algunos de los muebles complementarios (que también pudiéramos llamar suplementarios, según el punto de vista), exhibían al mismo tiempo las señas acreditativas de su calidad, y el buen gusto, formado en las más exigentes tradiciones inglesas, de su propietaria. El chicano Mendoza —¿quién puede fiarse de un chicano, aunque sea tan guapo y tan ingenioso como él?—; el chicano Mendoza, digo, solía explicar aquella acumulación de riqueza en un despacho universitario, no sólo como muestra palmaria de la pasión de un filóloga frustrada por un lingüista triunfador, sino al mismo tiempo como ardid para tener los muebles a buen recaudo, no pagar almacenaje y ahorrarse una póliza especial de seguros contra incendios, robos y otras malaventuras: porque la señora Madison, sobre cuyo hogar habían soplado diversos vendavales, devastadores de corazones más no de muebles firmados, vivía en un piso chiquitín, casi enteramente cama, o casi únicamente. Sea lo que fuera, la verdad es que el despacho de míster Sharp supera en suntuosidad al del mismo presidente, y si éste fuera celoso, y si míster Sharp no anduviera por el mundo como gloria deslumbrante de las ciencias del lenguaje, lo más probable hubiera sido su fracaso en la última reelección. Pero, ¿cómo negar que el mismo presidente, con frecuencia sospechoso de parcialidad, visitaba el Departamento, o, con más precisión, a míster Sharp en su despacho, sólo por sentarse en alguno de aquellos sillones de orejas, de casta reconocida y cuyo cuero habían gastado ilustres posaderas de más allá del Atlántico?
—Esto es lo que llegó, señor.
Tendí el libro a míster Sharp. Le echó un vistazo a la portada. Alzó las cejas (finas como un trazado de caligrafía).
—¿Autobiografía póstuma? ¿Es que murió Uxío Preto? —Y, casi inmediatamente—: ¿Cómo pudo morir, si no había nacido?
Tuve que poner una cara estúpida muy llamativa, pues no creo recordar que míster Sharp me haya mirado jamás durante tantos segundos seguidos. Ofensiva su indiferencia, sí. Yo no soy fea, y la gente de bien se suele demorar en la contemplación de mi figura algo más de la mitad de un segundo. Aquella vez, míster Sharp alcanzó, sin duda, la meta de su capacidad contemplativa, marcada por la inquietud, tan súbita como refrenada, de la señora Madison.
—Usted lo sabe todo sobre Uxío Preto, señorita Clark, ¿no es así?
—¡De ningún modo, señor! Lo que sé de una manera absoluta y exhaustiva, es todo lo que concierne a su manipulación de los adversativos y de las fórmulas de duda, recuérdelo.
—Pero usted lo ha leído entero.
—Sí, míster Sharp.
—¿Y no sospechó nunca que fuese un fraude?
—¿Un fraude? ¿Quiere decir algo semejante a lo del bardo Ossiam, o al propio Shakespeare, según algunos envidiosos?
—Algo menos importante, pero lo mismo.
—¡Oh, señor! ¡El artículo de Nuestra tierra, que usted no habrá olvidado, no deja lugar a dudas!
—Ese artículo es el fraude que complementa el anterior, la pieza mínima que garantiza la realidad de la otra. Uxío Preto es una invención colectiva, de eso no me cabe duda. ¿De quiénes? Eso es lo que usted debería averiguar.
Míster Sharp me tendió el libro, mientras la señora Madison, que permanecía en pie, junto a una esquina de la mesa, frunció ligeramente el ceño. Por qué lo hizo, lo ignoro, pero ella debería saber, por mayor y de más experiencia, que no es aconsejable jamás fruncirle el ceño a una joven sin razón suficiente, a una razón pública me refiero, que se pueda oír o ver, no a la que cualquiera sienta o piense en su interior.
—Señorita Clark, ¿quiere usted hacerme el favor de leer este libro provista de todas las suspicacias aconsejables a un investigador que sospecha con fundamento que se halla ante una superchería?
—Me permito advertirle, señor, que ese fundamento al que se refiere, lo desconozco.
—¿No le basta con mi sospecha personal? Acabo de comunicársela. Recogí el libro.
—Le pido perdón, señor. No creí jamás que lo que yo tomaba por una broma, constituyese la base racional de una verdadera investigación.
La señora Madison halló el momento justificado de intervenir.
—Esto le servirá, Ivonne, de escarmiento.
—Por supuesto, señora. Le agradezco la advertencia.
¿Qué otro remedio me quedaba? Habría examinado de cerca el búcaro de rosas que alegraba una preciosa rinconera; habría deseado comprobar que, según mi parecer desde un principio, eran rosas de plástico, pero la mirada de la señora Madison me invitaba a salir. Lo hice humildemente. Rose Scott me sorprendió en el pasillo a punto de llorar. Le expliqué que había estado torpe con el chairman.
—Olvídalo y toma un café conmigo. Estoy contenta esta mañana. Me han pagado en la cafetería donde sirvo, y este fin de semana me voy a Nueva York a pasarlo con mi novio.
¡Qué suerte, la de Rose Scott, tan bonita y tan lista! Como se especializaba en italiano, no prestó la menor atención a la autobiografía de Uxío Preto. Ni siquiera había oído su nombre, cosa que, por otra parte, no me sorprendió, pues el de Uxío Preto es un caso más de esos escritores casi desconocidos fuera de los departamentos de lenguas de las Universidades, exceptuadas las de su propia patria, en las que se les ignora. Sin duda alguien se lo pierde. El modo que los demás tenemos de aprovecharlo no deja de ser curioso. Comienza por una iniciación, y, después de conocido, se siente uno perteneciente a una especie de sociedad secreta dentro de la que el nombre de Uxío Preto funciona como santo y seña, como incitación y mito. La gente se reúne a comer para hablar de Uxío Preto, pero los hay que se van a la cama por lo mismo, con olvido, en algunos casos, de eso para lo que la gente va a la cama. Sus lectores están conformes en que es un genio. Quizás exageren.
Tengo que confesar mis preferencias por algunas costumbres europeas. Las adquirí durante el tiempo en que estuve en Francia: la enfermedad de mi madre, su muerte, y aquellos pocos meses que siguieron, tristes en cierto modo, aunque inolvidables. Como nunca dejé de estudiar, solía esconderme en el rincón de un cafetín provinciano, un lugar que probablemente horrorizaría a Claude Preston, que no puede vivir más que en los lugares grandes de las grandes ciudades; pero cuyos encantos, los del café, aprendí a descubrir, y, sobre todo, a gozar. Transcurría ante mí la vida de unas personas sencillas y calmosas: podía contemplarla o encerrarme en la mía, pero también soñar: la villa era propicia al ensueño, viejas calles, viejas casas, una iglesia admirable y las ruinas de un castillo, y allí se le limaron las asperezas a una muchacha de educación americana bastante realista y algo cínica. Aquellas gentes me dejaban en paz. «C’est la filie de madame Baudrillart», el nombre de soltera de mi madre, recobrado después de su divorcio. No me fue fácil, en América, hallar un lugar semejante, en que el trabajo pudiera entreverse de ensueños: me equivoqué al buscarlo en nuestras cafeterías, o en nuestros salones, y habría tenido que permanecer en mi despacho y aguantar la osamenta, tan angulosa, de Hellen, y su pelo requemado del tinte, si la casualidad no me hubiera llevado hasta un lugar, allí mismo, en el campus, donde hallé el recoveco apetecido, aunque tarde. El azar, sí, pero también la curiosidad. Era un viejo «hall» de la Facultad de Lenguas Muertas: el más viejo, quizá, de los edificios universitarios. Quedaba un poco a trasmano, después de un césped y junto a un bosquecillo, y sus ojivas, sus torretas y sus muros de ladrillo y piedra blanca copiaban descaradamente cualquier Queen College inglés. Poco frecuentado, quizás a causa de su arquitectura y también de las ciencias que allí se enseñaban, y porque la mayor parte de mis compañeros prefería líneas algo más modernas y ciencias que tuvieran alguna relación con la creación artificial de superhombres o con la posible destrucción del mundo; pero como mis ojos se habían habituado a las arquitecturas inútiles que hacen incomparables algunas ciudades europeas, aunque quizás inhabitables para un ciudadano U.S.A. no corrompido por el espíritu, aquellos colores y aquellas formas Tudor, tan perfectas en su reproducción y tan fielmente respetados que hasta era Tudor las mesas del restaurante, me agradaron desde una vez en que, despistada, descubrí, por equivocación, un escenario shakesperiano insospechado. Se hubieran podido representar allí, como en su ambiente propio, conjuraciones, crímenes, adulterios y bodas, dichos en esa lengua que me hace preferir el inglés cuando no se pronuncia como lo hace míster Sharp, nacido al parecer en un barrio de Long Island. Sabía que todo aquello era falso como una decoración, pero me dejé engañar de buena gana. Mi padre era inglés y enseñó lenguas clásicas. Yo le adoré mientras vivió, y siempre recuerdo la bondad con que soportaba la igualmente adorable frivolidad de mi madre. Los heredé a los dos, ando por dentro peleada como ellos, pero no puedo divorciarme de mí misma. La sala del bar, recogida, donde fui a caer por fin, la frecuentaban, no tanto que le quitasen intimidad, unos cuantos profesores y jubilados que no querían perder del todo la relación con tal aire y tales bóvedas, y que, viejos humanistas como eran, gustaban de despotricar contra la indiferencia de las nuevas generaciones ante los vulnerables instrumentos de la cultura. No sé si alguna vez se habrán dado cuenta de que una muchacha perteneciente a aquellas generaciones denostadas coincidía con ellos por lo menos en el gusto por el fuego de la gran chimenea y por el café a la europea que, quizá clandestinamente, o al menos de espaldas a los dictámenes de Boston, se nos servía allí: esta Universidad en la que trabajo, tuvo siempre reputación de libertina y esto es, en cualquier caso, una ventaja. La última ratio de mi escapatoria a aquel lugar incumbía directamente a la voz de Hellen, mi compañera de despacho; alta y chillona. Una vez la registré en la grabadora, y la conservo por si la necesito como justificación ante la señora Madison. Allí se tomaba también un excelente té, no esa bazofia que dan en nuestras cafeterías, té de sobre para eliminar el colador. Me lo traía una chica de los Mares del Sur que estudiaba música y que se adornaba el cabello con florecillas blancas. Reía con una sonrisa ancha y cantaba un inglés cadencioso. Los humanistas jubilados decían de ella primores en griego y en latín, y en cualquiera de estas lenguas deploraban la propia senectud. En mí no solían fijarse. Yo extendía encima de la mesa mis papeles, mis magnetófonos y mi pequeño receptor de radio (los conciertos que escuchaba no podían molestar a los viejos humanistas), y trabajaba. Leí allí la «Autobiografía» de Uxío Preto, y tomaba notas y se las dictaba, en voz bastante baja, al magnetófono. Y por lo general, me absorbía el trabajo y alguna vez perdí la noción del tiempo hasta el punto de verse necesitada la de Honolulú de advertirme la hora. Así, cuando me descubrió míster Sharp en mi rincón, no me di cuenta de que estaba junto a mí hasta que su voz me rescató o más bien me recobró para mi propia vida: vivía con pasión la quizás imaginaria de Uxío Preto.
—¿Prefiere que le diga buenas lardes, o que sin más preámbulos le robe una taza de té?
Aquel rincón era un lugar pintiparado para que un profesor ilustre y una muchacha profesionalmente prometedora llevasen a buen término los trámites precedentes a la primera visita de la muchacha al domicilio oficial del profesor, salvo en el caso, no infrecuente, de que el profesor disponga de un domicilio clandestino para esas ocasiones, o de que disponga ella. Era sin embargo indudable que no había razón alguna para que el profesor Sharp iniciase conmigo nada que no fuera una conversión estrictamente técnica, aunque tal vez con ramificaciones administrativas, pero no dejaba de ser probable que, si alguien nos veía y la noticia llegaba a oídos de la señora Madison, el camino de rosas académicas que vislumbraba (yo) desde hacía algún tiempo, se viese de repente interrumpido y acaso, acaso, frustrado por las arrugas de un ceño y la voz seca de una especialista en rumano. De todos modos no podía ser descortés con míster Sharp, que, como posible amante, me importaba un pepino, pero en cuyas manos estaba mi camino de rosas. Le respondí:
—Si encuentra usted en esas tenebrosidades a una muchacha de tez oscura, ella podrá traerle la taza. Por mi parte, comparto con usted de muy buena gana lo que queda del té. Bueno. Dígale también que traiga un poco de agua caliente: lleva un rato aquí, y el té debe haberse pasado.
—¿Qué tal va eso?
—Le agradezco que me haya confiado este trabajo. Me siento fascinada.
—Pero, ¿no lo conocía ya? No me refiero al libro, sino al autor.
—Recuerde lo que le dije el otro día, profesor: su sintaxis, como nadie; pero absolutamente nada más.
—¿Me dijo usted eso? Perdóneme, estaba distraído.
—Sí, profesor. Y usted me puso en guardia, o cosa parecida, porque en su opinión, Uxío Preto es invención de alguien, cada una de sus novelas las escribió un autor diferente, y creer lo contrario, sería un grave error. Quiero decir desde el punto de vista de mi carrera universitaria: un tropezón de bien precisas consecuencias.
Antes de responderme, bebió unos sorbos de té, y, después, sacó cigarrillos y me ofreció uno. Si antes nunca me había mirado más de medio segundo, salvo la vez aquella en que me miró durante dos, ante el ceño arrugado de Mrs. Madison, ahora sólo hacía mirarme, y yo, aunque no lo manifestase, empezaba a sentirme incómoda. Un hombre de cincuenta años, náufrago en la gloria y en la sabiduría, además de prisionero de una mujer de cuarenta con mucha experiencia y proyectos bien definidos, es de difícil rescate; pero no es infrecuente que el interesado, por hacerse la ilusión de que vive en libertad, busque la compañía transitoria de una muchacha: lo necesita para su salud moral, pero la muchacha suele quedar fastidiada si no es prudente y no toma precauciones. Los profesores de aladares grises acostumbran a tener bastante éxito en esas operaciones, y a la vista de ciertos ejemplos, no se sabe si el «sex-appeal» reside en la plata de los aladares o en la reputación. Pero lo cierto es que, «la otra» gana siempre al final, y que las jóvenes no sabemos perder, sino llorar y buscar el consuelo de un buen mozo que, a su vez, nos usa y nos abandona.
—Si yo tuviera tiempo, lo gastaría en demostrar la inexistencia de Uxío Preto. No pertenecen a mi campo, esas investigaciones, sino más bien al suyo, señorita Clark. Usted ha elegido la Historia de la Literatura, y, de ahí, a la Historia de los Literatos, no hay más que un paso; un novelista tampoco rechazaría el tema.
—Pero, ¿en qué se funda? Claro que si dispone de informaciones secretas…
—Si las poseyera, no dude de que se encontrarían ya en el departamento, convenientemente introducidas en la computadora y al alcance de todos. No se trata de eso, sino… Señorita Clark, también usted debía de haberlo sospechado. Yo lo descubrí por la sintaxis. Ahora recuerdo que sí le encargué hace tres años un trabajo sobre el tema… fue con la intención de… señorita Clark… ¿se llama Ivonne? ¿Me permite que la llame por el nombre? ¿Por qué te llamas Ivonne?
—Soy hija de un inglés y de una francesa. Mi padre murió a consecuencia de la guerra, aunque tardíamente. Mi madre… Bueno, se conocieron en Francia.
—Sí. Recuerdo perfectamente que también murió. Pues bien: yo esperaba que tú, después de haber estudiado la sintaxis de Preto, te dieras cuenta de que…
—¡Pero usted no me encargó una investigación policíaca, sino gramatical! La señora Madison me dijo entonces que para ayudarme económicamente, cosa que les agradecí. Ella se lo habrá dicho.
—Supongo que sí.
Esta respuesta fue un poco seca. No se me ocurrió nada con que romper el silencio que siguió. Él, por su parte, volvió a beber té, y, sin darme explicaciones, se comió lo que restaba de mi tarta de manzana. Se lo comió así, bonitamente, con los dedos, como la cosa más natural del mundo.
—Hay un trabajo que hacer, Ivonne, una investigación extraordinaria. Bucear en la vida y en la literatura española de la posguerra hasta aclarar lo relativo a Uxío Preto. ¿Qué me dices de esa autobiografía? ¿No se nota que es un libro fraudulento a partir de la primera página? Fíjate que no digo bueno ni malo, sino falso. Entiendes esa falsedad como pura imaginación. A lo mejor es una hermosa novela. ¿Quién lo sabe? La problemática que nos plantea el caso de Uxío Preto es muy rica. Quizá por el momento no podamos sospechar sus alcances. A mí se me había ocurrido algo hace algún tiempo, cuando leí el artículo de Nuestra tierra, cuando te encargué aquel estudio, pero lo he olvidado. Tú sabes que la lingüística es absorbente, como una de esas máquinas excavadoras que todo se lo traga.
Se me ocurrió interrumpirle.
—Esas máquinas, profesor, lo que se tragan aquí, lo sueltan más adelante. Es material recuperable.
Cerró los ojos y pareció soñar.
—Sí, claro, sí, no es imposible. Tendríamos que hablar mucho, aquí, en este rincón, que es un lugar muy agradable que yo no hubiera descubierto sin la necesidad que tuve de consultar al viejo Jones algo sobre una palabra sánskrita. ¿Tú te escondes aquí?
Creo que me ruboricé.
—¿Esconderme? ¿Por qué?
—¿No eres un poco tímida?
—No tanto que llame la atención.
—Entenderé, entonces, que esto es una especie de refugio.
—Sí, profesor. Contra la voz de Hellen, contra los visitantes de Hellen y contra tantas cosas de Hellen que podría asegurarle sin mentir que me refugio aquí contra Hellen entera, su pasado, su futuro y hasta su karma.
Se echó a reír.
—Informaré a la señora Madison.
—¡Oh, no lo haga, se lo ruego! Comparto el despacho con Hellen por decisión inapelable de la señora Madison.
Quedó en silencio. Yo creo que la mención de la señora Madison le hizo enmudecer. Lo más probable fue que se hubiera dado cuenta de que el subconsciente había amenazado a traicionarle. Se levantó.
—Tenemos que hablar de Uxío Preto, señorita. (No sé por qué olvidó de repente el tuteo.) Cuando termine de leer esa autobiografía, no aleje de su mente la sospecha de que ni Uxío Preto existió ni ese libro nos cuenta su vida. Después, vaya a verme.
Los sabios son enormemente distraídos, y, los norteamericanos, más. Fui yo quien pagó el té. La señorita de los Mares del Sur mostraba su dentadura, impecable. No sé por qué sonreía.
II
La lectura de la «Autobiografía» me llevó varias tardes largas de rincón y de sonrisas blancas de la muchacha aquella que hubiera debido pintar Gauguin para que el garbo de su cintura permaneciese; y aprovecho la ocasión para dejar constancia de que una de aquellas tardes me eché a temblar al darme cuenta de que a veces la miraba con ojos de hombre, y sólo me tranquilicé al confesarme a mí misma que la envidiaba con envidia de mujer. La ordenación de las notas me consumió dos o tres tardes más. El profesor Sharp ni apareció, ni procuró encontrarme, ni tuvo ocasión de verme. En total, pasó de las dos semanas, porque también gasté algún tiempo en la redacción del informe. Procuré hacerlo breve, aunque la brevedad no refrenase el entusiasmo con que lo escribía. Contaba con que la señora Madison me comunicase, a su manera confidencial, que el profesor lo había hallado escasamente objetivo y excesivamente apasionado, es decir, poco científico. La señora Madison gozaba de especial habilidad para hacer pasar sus opiniones por la originales del chairman. Después, el paper cuestionado se enviaba al archivo sin que míster Sharp llegase a conocerlo. Pero cuando yo le entregué mis folios, nutridos, aunque escasos, a la señora Madison, añadí:
—El profesor me tiene anunciado que desea mantener conmigo una conversación acerca de este asunto. Le suplico, señora Madison, que me señale cuanto antes el día y la hora de la cita.
Aquello no podía hacerle gracia. Su habitual sonrisa (Smile!), tan profesoral, no apareció en su rostro, con lo que me ahorró la contemplación involuntaria de los dientes de oro demasiado relumbrantes.
—Se lo diré al profesor.
La «Autobiografía» de Uxío Preto no es un texto fácil, y, sobre todo, tiene la particularidad de dificultar, casi diría yo de impedir, cualquier intento de objetividad. Entusiasma o irrita desde un principio, ante todo un modo estético, y, después, pero sin separación, quiero decir, con unidad de emoción, de un modo humano. No había sido difícil redactar el informe, porque cuatro folios suficientes pueden escribirse sobre el libro más apasionante sin más que un poco de profesionalidad. Pero habían quedado algunas páginas al margen que intentaba o pretendía releer con la esperanza de penetrar más adentro en su intríngulis y en su complejidad. No había razón alguna para que no recurriese al rincón abovedado, cerca del grupo de los viejos humanistas a los que los más jóvenes afectaban desdeñar por superados, pero a los que consultaban acerca de trivialidades sánskritas y de otras muchas frivolidades. Confieso que los contemplaba con especial ternura, y solían recrearme las largas cabelleras blancas, de corte tan diferente del de los muchachos peludos. Mi padre, de haber vivido, quizá se hubiese sentado alguna vez entre ellos. Incluso entre los consultantes al profesor Sharp. ¡No existe la sabiduría universal! Aunque no falten sabios que en momentos de exultación se lo crean.
El profesor Sharp apareció, como inconscientemente me temía. Más que aparecer afectando casualidad, me esperaba, y no lo disimuló. Ya tenía pedido el té, y la señorita de los Mares del Sur, precediéndola su sonrisa, se limitó a traer otra taza, una jarrita de agua y la ración de tarta.
El profesor no se levantó, pero sí acercó hasta la suya la silla que yo iba a ocupar. Tampoco me dijo que me sentara, porque eso se daba por supuesto.
—He preferido que charlemos aquí. Realmente se trata de un lugar atractivo, y, si yo no fuese racionalista, diría que misterioso. ¿No le parece que, a veces, las imitaciones causan los mismos efectos que los objetos o los ambientes imitados? En mis años de Cambridge, además de mejorar mi acento inglés, recorrí muchos lugares parecidos a éste.
El acento inglés no lo había mejorado lo suficiente, y entre las muchas cualidades de que le había oído alabarse durante nuestro largo trato, no figuraba la sensibilidad estética. Más bien se envanecía de lo contrario.
—Sí, profesor. Es evidente que ustedes, los americanos, por mucho que pretendan lo contrario, siempre tienen detrás, como una amenaza, el fantasma de Inglaterra.
—¿Y por qué no como un refugio? Al menos, los americanos de cierta edad y con ciertas experiencias. Yo, por ejemplo.
Le sonreí cortésmente.
—Pero usted, señorita Clark —continuó—, ¿no es también americana?
—De nacimiento, sí, pero mi mentalidad no coincide con mi pasaporte, aunque tampoco puedan reclamarla del todo Inglaterra o Francia. Yo creo que más bien debemos situarla en medio del canal, equidistante de Calais y de Folkestone. No es una situación envidiable, se lo aseguro; a causa de ella se divorciaron mis padres, que, sin embargo, se adoraban. Ciertos matrimonios nunca son aconsejables.
—¿Y por qué dice usted «ciertos» matrimonios? ¿Tienen algo de especial?
—¡Oh, profesor, yo no puedo responderle! Pero usted debe saberlo por experiencia. Vamos, según tengo entendido.
Frunció el ceño al mismo tiempo que parecía entristecerse. Pero dudo de que se hubiera de verdad entristecido. Me dio la impresión de que más bien se trataba de un gesto convencional, obediente a la orden que dice: Cuando se trate de un matrimonio frustrado, da a entender que te emociona algún recuerdo, no sea que te vayan a echar la culpa del fracaso.
—Es usted demasiado joven, señorita. La descripción de ciertas realidades no deben empañar el color rosado de sus sueños.
—A la gente de mi edad, profesor, ya no le gusta el color rosa. Esto, sin embargo, no es una invitación a que me relate su historia personal, debe comprender que entre un chairman y una aspirante al doctorado, toda intimidad es pura especulación.
—¿Es usted puritana?
—No, profesor. Simplemente realista.
Pareció defraudado, aunque no definitivamente, como un trabajador al que acaba de fallarle una herramienta y se dispone a echar mano de otra.
—Quizá tenga razón. En general, la gente joven suele tenerla, porque no es el individuo; sino la juventud la que la tiene. ¡Ah, la razón vital! ¿Qué es la otra a su lado? Sin embargo, cuando yo tenía su edad, éramos unos románticos y a lo mejor aún lo somos sin darnos cuenta.
—Pero, profesor, ¡si usted estuvo en la guerra!
—Mi romanticismo irremediable me libró de sus consecuencias. Pero… ésas son también historias íntimas. ¿Le parece que hablemos de Uxío Preto?
—Espero que haya leído mi informe… y espero también su juicio.
La respuesta requería tiempo, quizá meditación. Sorbió un poco de té y se comió un bocado de mi tarta. Después encendió un cigarrillo.
—En cierto modo, sí, por supuesto. No se le oculta que todos los trabajos de los doctorandos pasan por secretaría. La señora Madison me remitió un resumen, quizá corto, no lo niego, y quizá recargado de opiniones personales, tampoco lo niego. En realidad, se trata de la opinión de una filóloga sobre un tema no filológico. Sin embargo, conviene conocer a la señora Madison y tener siempre en cuenta su formación positivista. Ciertas sutilezas demasiado modernas, ella no las aprueba.
—En mi informe, profesor, no recuerdo haber incluido, ni siquiera como ornato, ninguna de esas sutilezas. No olvide que la profesora Madison nos impuso a todos sus alumnos su terminología. Algunos la conservan todavía. Otros la han modificado en mayor o menor medida. El que lea mi trabajo, no durará un momento de que, malgré moi, fui alumna de la señora Madison.
—¿Por qué dice malgré moi?
—No olvide que mi madre era francesa.
—La pregunta esperaba otra respuesta.
Quiero creer que fue una casualidad, resultado de un movimiento involuntario o, todo lo más, inconsciente, el hecho indudable de que las largas, huesudas piernas del profesor se habían acercado a las mías hasta rozarlas. No me gusta pensar mal de la gente, menos aún de los profesores con mando en plaza, y, por supuesto, en modo alguno si se trata de míster Sharp. Él se había inclinado a recoger su cartera, y lo más probable es que el roce y la insistencia en la aproximación se debieran al movimiento un poco violento que hubo de hacer, torcerse hacia atrás y tantear con la mano en lo oscuro hasta tropezar con lo buscado. Por otra parte esta cartera es un objeto en el que conviene detenerse a causa de la leyenda, transmitida de una generación en otra, de que en sus tinieblas interiores, secretas, mas nunca misteriosas, por cuanto se dividían en varios departamentos racionalmente planeados para diversos fines, lo mismo se hallaban fragmentos de manuscritos geniales por cuya posesión y destrucción alguien daría dinero y hasta la vida, que bragas de muchachas olvidadas con la prisa a causa de algún prolongado éxtasis en cuya provocación se asegura que el profesor es extremadamente ducho. No estoy en situación de atestiguar si era verdad o calumnia, y no lo siento: nunca coincidí con los gustos poéticos del profesor, y esta prioridad es siempre un buen punto de partida para construir imaginaciones previas o proyectos cautelosos. Admito la posibilidad, quizá la seguridad, de que míster Sharp no hubiera admitido aquella falta de coincidencia, suficiente para prever otras disparidades, y durante uno de esos momentos en que la intuición parece alumbrar como un relámpago sin tormenta, pensé que lo más oportuno, discreto o inofensivo era buscar un pretexto para apartar mis piernas de aquellas otras, tan cargadas de sintagmas como carentes de carne, y para lograrlo sin llamar la atención, aproveché la situación de mi cartera, simétrica a la del profesor ni se trazase una línea ideal que, pasando entre sus piernas y las mías, alcanzase en forma de diagonal el extremo opuesto al saloncillo. Si alguno de los sabios que casi al cabo de aquella línea ideal hablaban de sus cosas, hubiera prestado atención, le habría sorprendido la semejanza de mis movimientos con los del profesor, aunque en sentido opuesto. Él se estiró hacia la derecha; yo, hacia la izquierda; él extrajo de las sombras su enorme cartera oscura; yo, de junto a la lámpara, la mía, algo más chica y bastante más clara. Quedaron juntas encima de la mesa como un varón poderoso al lado de mi mujer esquiva a todas luces, porque si en vez de situarla incidiendo en un ángulo de 45° con intención de fuga, la hubiera arrimado paralelamente, el símbolo habría sido el contrario. Las cosas hablan. Los sintagmas de las piernas de míster Sharp se mantuvieron discretamente alejados de mis medias de lana.
Alzó la cabeza bruscamente, como el que quiere coger al aire desprevenido. Le caía sobre la frente el famoso mechón plateado, por cuya posesión bastantes chicas envidiaban a la señora Madison.
—¿Qué me dice de Uxío Preto? Algo, por supuesto, que no figure en el informe.
—En esas páginas, profesor, van resumidas mis conclusiones científicas. Lo que ahora pudiera decir es personal e indigno de que lo escuche un sabio.
—Señorita Clark, a pesar de todo, me gustaría oírlo.
—¿Me da un pitillo?
Quedaba alguno de los míos en el fondo del bolso, pero creí necesario mostrarme de algún modo amable y, ante todo, subordinada. Me lo dio rápidamente, y, antes de que se lo rogase, me lo encendió. Tuvo la discreción de no agarrarme la mano.
—Por lo pronto, detrás de estas páginas burlonas palpita el corazón de un hombre de poderosa inteligencia, superior si cabe a la grandeza de su corazón, puesto que lo sosiega, lo domina y puede permitirse la ironía a costa de su propia vida, pero también y ante todo de los que vivieron con él, junto a él o contra él. Una ironía sin vinagre.
—Todo esto que acaba de decirme, no sólo es posible, sino esperable. Cuando yo le dije que Uxío Preto no ha existido, no insinué que las obras que corren impresas con otros nombres se hayan escrito solas. Hay, efectivamente, alguien detrás; pero, ¿un solo hombre, varios, una sociedad anónima? —Me eché a reír, pero él permaneció serio—. ¿Y por qué no? —Y como yo me siguiera riendo, añadió—: Imagine un grupo de personas que se juramentan para inventar en secreto un escritor y echarlo al mundo, como se echa a un hijo a correr su suerte. ¿No podría llamarles una sociedad secreta?
—Sí, por supuesto. Pero, si algo entiendo de literatura, le puedo asegurar que ese libro lo escribió un solo hombre.
—Sí. Lo probable es que no sea el mismo que escribió los otros. Si usted, al estudiarlos en su sintaxis, hubiera mirado más allá de la Gramática, habría descubierto por lo menos cuatro manos distintas. Hay una quinta dudosa, pero puede dejar de serlo en cualquier momento y abrumarle con su evidencia. ¿Quién sabe si es precisamente la redactora de esa autobiografía?
—Me permito recordarle, profesor, su prohibición reiterada de mirar más allá de la Gramática.
—… Sí, por lo menos hasta cierto punto que no sé si usted habrá rebasado ya.
—¿Tendrá que esperar a que lo decida la señora Madison?
—¿Por qué habla usted de ella, si no está presente?
—Para mí, profesor, como si fuera mi sombra, si no mi sombra misma.
—¿Le cuesta mucho trabajo admitir que ésta sea una entrevista clandestina?
—Quiere decir clandestina en relación con la señora Madison, ¿verdad?
Tardó unos segundos en admitirlo con un «por supuesto» apenas susurrado. Y antes de que yo continuara hablando, tomó la palabra, y si lo digo de este modo es para reflejar la solemnidad verbal con que comenzó aquella perorata que concluyó como un susurro después de haber atravesado sin contaminarse el tono adecuado a las conferencias.
—Si me intereso por Uxío Preto, escritor cuyos libros nada tienen que ver con mi actividad científica y de cuya lectura pudiera prescindir perfectamente, aunque con pérdida de algunos buenos ratos, lo reconozco, se debe a que alguna vez llegué a pensar que esa obra pertenece, no a la sociedad anónima que acabo de imaginar, sino a un solo hombre que fuese, sin embargo, cuatro o cinco. Le ruego, señorita Clark, que se fije en lo que acabo de decir, que no lo olvide: un hombre que fuera, a la vez o sucesivamente, eso es lo de menos, pero quizá sucesivamente, tres o cuatro hombres distintos. Es difícil de concebir, pero existe alguna manera de pensarlo sin incurrir en un enorme disparate. Pensadores serios hubo que admitieron las personalidades múltiples, y Uxío Preto pudiera ser uno de esos que son uno y varios al mismo tiempo. No míster Hyde y el doctor Jekyll, nada de eso, porque eso es patología, pero alguna forma de pluralidad… ¿Me entiende? Sí me entiende, claro, pero no puede imaginarlo, aunque quizá, si recuerda su infancia… ¿no podía usted ser Caperucita, la Cenicienta y la Bella Durmiente del Bosque? Recuérdelo y entenderá. Pues bien, mi interés por ese caso, o por cualquier otro semejante que pudiera presentarse, se debe a que yo mismo, a veces, me siento múltiple, me siento al menos doble, pero temo investigar más a fondo en mí mismo. Imagínese que, de repente, me encuentro siendo otro, y que eso dura lo que un relámpago, suficiente no obstante para conocer a ese otro que soy: por debajo y en contra de mi personalidad conocida, esta que goza de cierta fama internacional, autora de métodos de investigación acreditados y rigurosos, todo lo cual podría simbolizarse en el nombre de la señora Madison. Existe alguien que se oculta, opuesto en todo a mí mismo, capaz de decir y hacer lo contrario, quiero decir científicamente, y si fuera menester, destruir al primero. ¿Por qué razón no di nombre a esa segunda personalidad y la lancé también al mundo, a pelear con su gemela? Pues sencillamente por el miedo a desaparecer. En este orden de realidades, dos personas en una se pueden devorar, aniquilarse y no dejar nada de mí.
No carecían de gracia, aquellas palabras, porque la hipótesis de un escritor con varias personalidades diferentes, personalidades poéticas, quiero decir, era justo el contenido de mi informe. ¿Lo había olvidado o lo desconocía? En cualquier caso, ¿no insinuaba ahora lo contrario de lo que había dicho siempre, incluso media hora antes? Y todo eso, ¿por qué? No pude reprimir una pregunta maligna. Creo que ni siquiera intenté hacerlo, porque, en el fondo, me divertía.
—Y, dígame, profesor, esa segunda personalidad, ¿tiene también a una mujer por símbolo? Científicamente, quiero decir.
Vaciló.
—No. Todavía no. Y no sería un símbolo, sino una luz. Si la señora Madison se ha apoderado de cuanto de racional existe en mí, y opera como secretaria, esa otra, dueña de lo sobrerracional, tendría que actuar cerca de mí como musa.
—Tradicionalmente, profesor, las musas siempre inspiran a los poetas.
—Ésa mi segunda personalidad, ésa sin nombre que se opone a la que todos reconocen, se configura como un verdadero vate, entiéndalo bien. Mi segundo yo opone el método poético al científico, la vida a la excogitación.
—¿Existe un método poético de investigar, profesor?
Le costó trabajo responderme un «¡Ya lo creo!» que pareció quitarle un peso de encima. Hasta aquel momento, yo había creído que representaba ante mí un papel cuyo destino último era el de cortejarme, si bien por un procedimiento original y propio de alguien tan singular como él; alguien que, sin duda, hallaba en la diferencia la razón misma de ser, y que quizá lo hubiera asesinado de hallar su doble, o quizá se hubiera suicidado, al dejarlo vivo. Cuando dijo «¡Ya lo creo!», me pareció sincero. La impresión, sin embargo, duró unos instantes porque volvió a representar.
—Ahora se explicará mi interés por Uxío Preto. Si él, según sospecha mi razón, no es una personalidad múltiple; si llego a convencerme de que ese nombre enmascara varias personas individuales, cada una con su cuerpo, deduciré que esa otra que me acompaña como una sombra, sin otra consistencia que la de las sombras mismas, es pura imaginación mía, una especie de venganza de mis potencias irracionales a causa del uso abusivo que hago de mi inteligencia y de mi raciocinio. Y ese interés, querida Ivonne (ahora resucita el tuteo), va tan allá, que me gustaría investigar personalmente el caso. Pero yo no puedo hacerlo… directamente. Necesito alguien que me ayude, un colaborador a quien ofrecerle firmar conmigo el libro resultante.
Fingí asustarme.
—¿Un libro, profesor? ¿Un libro en que presentase usted al mundo ese otro investigador, quizá poeta ignorado, que dice llevar dentro?
Relampagueó en mi conciencia la de un escándalo mundial aunque restringido a las Universidades, el del profesor que se niega a sí mismo y lo confiesa de la mano de una profesional desconocida: nuestros nombres irían juntos a partir de entonces, y, supongo que también nuestros cuerpos; pero, al imaginar junto al mío, y sin ropas, los huesos de míster Sharp, no pude dominar un repelús, y me pareció escuchar la voz remota de mi madre, que, desde su buen sentido, me prevenía contra lo que podía no pasar de un señuelo.
—Si no presentarlo del todo, insinuarlo al menos. Hay que hacer un viaje, visitar ciertas personas, persuadirlas a que hablen; hay que buscar testimonios positivos o negativos; hay que construir, finalmente, una personalidad que tiene el poder de disgregarse o bien el fraude que se oculta tras ese nombre. Yo daría ese salto de la Lingüística a la Historia, a riesgo de que lo peor del salto aconteciese en mi interior y me rompiese la crisma.
—¿Llama usted romperse la crisma a dar a luz un poeta?
—¡… que quizá fuera incapaz de ejercer la poesía, sino sólo la Historia!
—¿Y por qué no la novela policíaca? Esa operación que acaba de descubrir sucintamente, más parece cosa de detectives que de universitarios.
—Usted y yo podríamos hacerlo. (Y me miró.)
No lo dijo con la pasión del poeta a la musa, sino con la frialdad del jefe de departamento a su colaboradora; pero yo advertí un temblor de pupilas y de manos simultáneo. Fue la primera ocasión en que me di cuenta de que, a un hombre que sabe controlarse, hay que mirarle a los ojos y a las manos. La dificultad está en poder hacerlo al mismo tiempo. Si lo hice yo en aquella ocasión no fue por práctica que tuviera, sino por casualidad.
—¿Y la señora Madison?
—¿Qué puede importarle a ella?
Necesitaba un poco de pausa. Eché mano a los cigarrillos del profesor con la misma sencillez y naturalidad con que él, media hora antes, se había merendado una porción de mi tarta. Él se apresuró a encender una cerilla y, esta vez, rozó mis dedos.
—Profesor esa confidencia que acaba de hacerme y que me constituye, según creo, en única poseedora de su secreto, me autoriza a tratar con franqueza cosas menos secretas que ésa. Tengo mis razones para esperar que la señora Madison se oponga a toda colaboración directa entre usted y yo. Habló algo de un viaje…
—Sí. Un viaje juntos.
—¿Con ella?
—¿Cómo podría acompañarme de la musa de la razón, si iría en busca de la musa de la locura?
—¡Eso está muy bien visto, mire! La señora Madison, además de racionalista, o como quiera usted llamarla, es una mujer práctica, y lo más probable es que arañase la cara a la otra musa y le tirase de los pelos.
Bajó la cabeza en silencio. Después murmuró:
—De eso no cabe duda. Bueno, no quiero decir que le pegase y le arañase, pero sí que le haría alguna escena excesivamente ingrata por lo razonable, pero cargada de pasión en las palabras, ¿verdad?
—Posiblemente…
Se levantó, de pronto: sin aquella pereza de intelectual distraído con que solía moverse, una pereza escasamente adecuada a su figura asténica y un poco caballuna.
—Volveremos a hablar, Ivonne. Ahora me esperan mis estudiantes. Voy ya unos minutos retrasado, y me temo que lo hayan aprovechado para marcharse. ¡Si al menos pudiera pescar a alguno!
III
El profesor Hans Richter, jefe del departamento de Lenguas Germánicas, había hecho el servicio militar, durante la última guerra, en la armada alemana, aunque al parecer no con mucho entusiasmo, y solía describirnos al comandante de su barco como una entidad inaccesible, nombre y poder nada más: una especie de semidiós que a veces se vislumbraba en su apariencia humana sólo un momento en un rincón del puente o, cosa rara aún, que descendía a cubierta, quizás a la sala de máquinas, más o menos como esos paseos que daba Zeus por la tierra, siempre al arreglo de un desaguisado o a su provocación: en todo caso la luz que irradiaba el comandante Zeus impedía verle el bulto. Pues hay ocasiones en que un chairman resulta de ese modo inaccesible, pero no porque las costumbres de la institución lo admitan y recomienden, sino porque, como otros muchos capitostes, contaba el nuestro con un cancerbero que podía impedir cualquier modo de aproximación, no sólo la realmente personal, sino la más abstracta que se vale del teléfono. Y, sin embargo, no lo protegía con su luz, que al menos reconforta ver la de un dios ya que no se ve al dios mismo, sino con malos modos y voces destempladas. Un chairman, sin embargo, es un ente real que se suele encontrar en los pasillos, o en el restaurante, o en la cafetería. Lo habitual es que la palabra y el cargo recaigan en una persona viva, no en un fantasma, menos aún en un triángulo isósceles. Pues yo me pasé mis buenas tres semanas sin ver, ni de cerca ni de lejos, a míster Sharp, ni siquiera en la protectora compañía de su severo pararrayos. Seguía yendo por las tardes a mi rinconcito Tudor, alhajado con cómodos sillones chester (o quizá morris: me armo un lío a causa de la similitud de esa marca con la de ciertos cigarrillos): el único lugar del mundo, probablemente, donde una muchacha peligrosamente próxima a la treintena, que a veces experimenta cierta fatiga mental a causa del exceso de trabajo, y que no ha reprimido sus anhelos ni tiene por qué reprimir, cierra el libro y los ojos, y escucha como una música insinuante la ingeniosa, la ilustrativa conversación de unos cuantos profesores viejos, aunque se expresen en un armonioso lenguaje del que se le informó, pero que hace ya tiempo que quedó anticuado; aunque no se sepa bien en virtud de qué decreto dicen bromeando cosas que alcanzan al corazón. Se conoce que míster Sharp, durante todo aquel tiempo, no necesitó consultar a nadie sobre ninguna raíz sánskrita, y tampoco sintió veleidades de vagar por las praderas y hallarse, de repente y sin darse cuenta (de modo completamente involuntario), en un lugar encantador que lo mismo podía ser médano que abismo. Me dio tiempo de releer la autobiografía de Uxío Preto, no sólo a la luz de las indicaciones del profesor Sharp, sino según mis propias luces. También releí el resto de su obra, y fue como hacer frente a una peligrosa oferta de felicidad. (También, y desde entonces, se me contagió algo de su estilo.) Advertí esta vez (más atenta a la materia que a la forma) el modo tenido por Uxío Preto de encarar el problema de relatar su propia vida, y cómo lo había hecho con bastante originalidad, aunque también con bastante ambigüedad, lo cual a fin de cuentas no me sorprendió en absoluto, ya que la ambigüedad no sólo es característica más visible de su obra, sino su realidad más profunda. Comencé a redactar un segundo informe, en cierto modo complemento del primero y en cierto modo su corrección, pero sospecho que, acaso sin darme cuenta, pero quizá reprimiendo la conciencia que tenía de mis razones personales y mi voluntad de hacerlo, de lo que trataba era de buscar un pretexto para ver al profesor Sharp sin que su vigilante pudiera impedirme la entrada a su despacho. Ella, sin embargo, lo impidió.
Dejemos las cosas claras: yo no estaba enamorada del chairman, aunque acaso lo hubiera estado algún tiempo antes, en aquellos años gloriosos en que había logrado convenir sus explicaciones lingüísticas en arma de seducción ante la que no cabía defensa. En aquellos tiempos, unos años atrás, todas las chicas del departamento estábamos más o menos enamoradas de él, y hay serias sospechas de que algunas del curso más adelantado pasaron al menos por el salón de una casita muy blanca y muy sencilla, pero encantadora y, sobre todo, prometedora, que mantenía discretamente al fondo de una pradera, cabe un grupo de alisos y frente a otro de coníferas, el profesor Sharp. Los encantos de aquel salón biblioteca, que quizá fuese al mismo tiempo comedor y coin d’amour, los conocíamos todas pero en grupo, si bien sea cierto, como acabo de indicar, que alguna alcanzó finalmente el acceso individual al paraíso cerrado, aquel paradise que, además de lost era far y probablemente last. El chicano, que de todos nosotros era el que había leído a más clásicos, le llamaba al salón del profesor Sharp «la última Thule». Él sabría por qué. Pero él fue también quien dio la explicación más verosímil cuando las armas dialécticas del chairman dejaron de ser peligrosas, transformación que aconteció poco después de la llegada al departamento de la señora Madison, quien (palabras textuales del chicano) traía sin resolver el problema de sus orgasmos, y que, al observar el entusiasmo de las muchachas por el profesor (que, según el chicano, no era mayor ni menor que el de las otras chicas por otros profesores), le acusó de presidir las fantasías eróticas de sus alumnas, lo cual, cuando se es al mismo tiempo puritana y feminista, resulta algo así como esos pecados mortales de los cristianos que no se perdonan más que yendo a Jerusalén. La descripción de los modos como míster Sharp presidía aquellas fantasías eróticas era de la cosecha del chicano, y por eso no la traigo aquí.
Yo no estaba enamorada del profesor Sharp, insisto, pero pensaba en él con frecuencia, y a falta de realidades más próximas, imaginaba lo que podría suceder o lo que inevitablemente sucedería si, en virtud de una acumulación de circunstancias incalculables o por lo menos no calculadas por nadie, tomábamos un buen día juntos el avión en Nueva York encaminados al misterio de Uxío Preto. Por lo pronto, el despacho del chairman, envidia de los buenos y de los malos, habría quedado vacío y, lo que es peor, desmantelado, porque, previamente a su dimisión y a su marcha, la señora Madison se hubiera llevado, con los peores modos posibles, su colección de tesoros muebles: irritada, no sólo por la traición del profesor, sino por la necesidad ineludible de pagar almacenaje y seguros contra robos, incendios y cualquier clase de deterioro. ¡Pues no le iban a costar nada los embalajes y demás acondicionamientos! También es seguro que, durante un tiempo de incierta duración, puesto que su comienzo no podría conjeturarse, aunque sí su fin, coincidente con el del curso, se dedicaría, en los corrillos de profesores y profesoras, pero sobre todo en estos últimos, a ponerme de vuelta y media, a quejarse de mi ingratitud (dada la infinidad de favores que me había hecho, sobre todo profesionales, pero también personales), y, si el auditorio era idóneo, a llamarme puta. No en inglés, por supuesto, que suena más suave, sino en una lengua romance, siempre más rotunda en sus improperios, y probablemente en español, que suena bastante bien.
Yo no estaba enamorada del profesor Sharp, aunque quizá temiese estarlo; en los momentos de sinceridad, imaginado como marido no me desagradaba, y digo marido, porque en ningún momento me sentí dispuesta a establecer con él unas relaciones como las de la señora Madison, menopáusica ya seguramente, y además dominante, con esa tozudez en el ejercicio del poder que las caracteriza, cuando no les da por la queja y la melancolía: pero, por fortuna para mí, proclamaba a quien quisiera oírla sus prejuicios contra el matrimonio, feminista militante y progresista. Lo cual no impidió que, algún tiempo después de estos días de soledad, pasado ya aquel en que míster Sharp y yo nos volvimos a ver, dejase caer como quien no quiere la cosa la noticia de que, a pesar de sus convicciones más profundas, y a causa de algo más hondo todavía, se iba a casar con míster Sharp, quien evidentemente estaba necesitado de un cambio radical en la naturaleza de sus relaciones con la realidad y sobre todo, de que alguien viviera con él, le ayudase a invertir y mejorar su situación en el mundo, no en sentido social, sino más bien cósmico, y le permitiera vivir definitivamente en las esferas translúcidas de la sabiduría, de las que no debería descender sino en momentos inevitables, aquellas funciones ineludibles entre las que se contaba, sin duda, hacer el amor con ella: pero esto no debía extrañar a nadie (y a nadie extrañó), porque, por mucho que un sabio como míster Sharp viva en las nubes, el equilibrio de su mente exige un mínimo de comercio carnal, aunque de ritmo incierto: una vez por semana, si la partenaire es joven, comprensiva y devota, o cuatro o cinco, si es menopáusica, vivaz y posesiva. Algo de esto, no todo, lo dijo en su lengua y con su tono más convincente (y convencido) la señora Madison una mañana en que había un asiento vacante en nuestra mesa, a la hora del lunch, y se sentó con nosotras. Se dirigía a todas, pero no hay duda de que yo era la destinataria secreta. Fingí indiferencia, pero pensé que, puesta yo en un platillo de la balanza y en el otro la señora Madison con todos sus tesoros, mi triunfo estaría asegurado, pues unas carnes todavía prietas pueden más que unas alfombras persas y unos cacharros de Sévres. Pero yo no estaba decidida.
Mi segundo informe no se lo envié al chairman por vía reglamentaria: no lo hubiera recibido jamás. Le esperé una mañana, a la entrada de su aula, y a pesar de que venía escoltado por su gorila y de que ésta, al verme, se sacó de no se sabe dónde el más horripilante de los ceños, un ceño que suponía o dejaba traslucir un largo, acaso doloroso, aprendizaje en los museos de Europa, contemplando cuanto de horrible o de demoníaco hicieron de consumo la estatuaria y la pintura antiguas. El profesor se detuvo y me sonrió, no sé si queriendo compensar con la sonrisa el mal gesto de su guardaespaldas. Me acogí a la sonrisa.
—Profesor, estos papeles complementan mi informe anterior. Creo que debe usted añadirlos a los otros, para que los tenga en cuenta su veredicto final.
—¡A ver, traiga! —La señora Madison alargó la mano, pero ya el profesor Sharp los había cogido y los sujetaba fuertemente.
—¿No quiere que los guarde, doctor? —preguntó la señora Madison a la manera hispanoamericana y con su voz más dulce.
—Después, después. Ahora les echaré un vistazo mientras éstos me redactan ciertas fichas.
Y entró en el aula. La señora Madison me miró suavemente: con esa suavidad cargada de reproches de quien está por encima y manda.
—Los trámites legales, señorita, son los trámites legales.
—¡Oh, profesora! ¿No recuerda cuántas veces nos puso en guardia contra la tautología como forma de pensamiento y de expresión?
Le hice una reverencia y la dejé.
Aquella tarde estuve en mi rincón desde muy pronto, como que aún no había llegado la blanca, cautivadora, y, sobre todo, envidiada, dentadura de la jovencita chocolate. ¡Con qué delicadeza me servía el té! No sé cuál es el secreto biológico que a estas razas les hace poseer, de manera innata, el sentido del ritmo, y no me refiero tanto a las aptitudes de los negros norteamericanos o caribeños para la música y el baile, como a ese ritmo interior que rige los movimientos y hasta las quietudes de estas personas y que le obliga a una a asombrarse ante el movimiento casi imperceptible de unos dedos. ¡Qué toscos somos! ¿Y su cadencia al hablar…? Son necesarios todos los prejuicios de los rubios para permanecer indiferentes ante las gracias y, sobre todo, la gracia, de estas muchachas, a las que, todo lo más, suelen considerar como objetos de placer, cuando, para un varón, lo sería ante todo de contemplación y éxtasis. Ver cómo mi muchachita caminaba (decía llamarse Greta) sólo era comparable al espectáculo de la aurora: de una aurora morena.
J. V. Sharp llegó muy pronto, y como el que se esconde. Es la primera vez que lo nombro por sus iniciales, y no lo hago por capricho, sino porque hasta aquella tarde ignoré qué nombres se escondían tras aquella J. y aquella V.: me dijo que John y Vincent. Lo de John me pareció normal hasta la vulgaridad. ¿Qué hombre no ha estado alguna vez a punto de llamarse John? Pero, ¿cómo un nombre católico como el de Vincent había llegado a un ateo de origen protestante como era él? Resulta —me explicó— que su padre era devoto de Van Gogh, ¡que tampoco era católico! (¡que yo sepa aunque puedo estar equivocada o mal informada!).
No me resulta fácil relatar aquella entrevista, no sé si por algún defecto de memoria o porque alguna emoción con la que no contaba interpuso sus condiciones. Comenzó diciendo: «Hoy permitirás que te convide» y, al decirlo, miraba a las oscuridades de más allá del grupo de los sabios, aquellas de las que emergía la dentadura de la morena antes de que en su cuerpo sandunguero se solidificasen las sombras.
—No tengo inconveniente profesor, pero pienso que no lo merezco. Hoy me porté como una niña, y la señora Madison debe de estar muy irritada contra mí.
Se sentó bastante cerca. Ya no me acuerdo si aproximó las piernas más; si lo hizo, yo no aparté las mías. La morenita había tomado su nota y regresaba a las tinieblas, donde su cuerpo perdía probablemente consistencia y peso y quedaba en invisible danza de átomos, una danza ejecutada al compás de algún tambor primitivo que tocaba en unas islas lejanas. Él, en vez de situar la cartera en el suelo y hacia la parte de atrás, como de sólito, la dejó encima de la mesa, la abrió y sacó mis papeles.
—Hoy no me he portado bien en clase, Ivonne. Sospecho con bastante fundamento que he defraudado a los muchachos. Los tuve todo el tiempo escribiendo, más de lo necesario y de lo aconsejable. ¿Sabes por qué? Porque me abstraje en la lectura de tu trabajo, y, después de leerlo, me perdí en vaguedades. No es complemento de lo anterior, es una visión distinta y nueva, mucho más cerca de mis puntos de vista actuales de lo que tú misma crees. Si llegaras a descubrir que Uxío Preto no ha existido jamás y que su obra la escribieron tres o cuatro, o acaso cinco personas distintas que se enmascaran en ese nombre, no me cogería de sorpresa.
—Pero me llevaría una enorme desilusión.
—¿Por qué? El descubrimiento de la verdad nunca nos debe desazonar, aunque nos destruya las convicciones, aunque destruya nuestra obra.
—Es que yo, profesor, estoy enamorada de Uxío Preto precisamente a causa de su multiplicidad.
Puso una cara de asombro tal, que no me cupo duda de su sinceridad:
—¡Pero, en cualquier caso, está muerto! —dijo una voz temblorosa (¿de estupefacción?, ¿de ira?).
—Hay modos de amar que no necesitan de la vida y pueden prescindir de la carne.
Sentencié entonces, como una persona experimentada.
—Frágiles amores, mera ilusión, una sombra que persigue a otra sombra.
—Un hombre de ciencia jamás me hubiera dado esa respuesta, que más parece de poeta.
—¿A qué clase de científico te refieres?
—En principio a cualquiera; pero, concretamente, pienso en un psicoanalista; cualquiera de los que reciben semanalmente a algunas de mis compañeras, hubiera definido ese amor con palabras que, traducidas, serían como llamarme idiota. Sombra que persigue a otra sombra… eso son todos los amores.
Se removió en el asiento. A todo esto, la morenita nos había servido el té y dos raciones de tarta, lo que no impidió que el profesor tomase indistintamente sus tajadas de la suya y de la mía. ¡Cualquiera en mi lugar lo hubiera interpretado como el comienzo, o el anuncio, de una vida compartida!; pero yo todavía era prudente hasta en mis imaginaciones.
—¿Te consideras entendida en esas cosas del amor? —me preguntó como quien dispara un trabuco a bocajarro, y sin mirarme.
—En cierto modo, sí, pero ese cierto modo requeriría una explicación acaso larga.
—¿No puede reducirse a síntesis? En este departamento se os ha enseñado a evitar la prolijidad. La sencillez matemática fue siempre nuestro modelo, cada vez más remoto.
—Siempre a costa de algo que está en la realidad y no cabe en esas síntesis.
—¿Debo entenderlo como rebeldía o como crítica de métodos?
—No profesor; pero, si yo le digo que sé del amor todo lo que se puede aprender en los libros, ¿podrá creer que he abarcado en esas pocas palabras toda la realidad de lo que sé?
Quedó un poco pensativo.
—Evidentemente, no. Bueno, no tan evidente, pero, no, no.
—Sin embargo, profesor, sé lo que necesito para entender cualquier amor, literario o real, y, por supuesto el mío propio.
—¿No encuentras que tu juventud, a veces, resulta un poco petulante? Yo, que te doblo la edad…
Me atreví a interrumpirle, aunque cariñosamente.
—¡De ningún modo, profesor! Estoy cerca de los treinta.
Cambió repentinamente de talante.
—Ésa es una buena noticia, mira, una noticia excelente. Creí que nos separaba un abismo, y resulta que sólo son unos tres años. Bien. De todas maneras, no puedo estar seguro de entender lo que los hombres más avezados no han entendido jamás.
—Quizás haya usado torpemente las palabras. En esa materia, que es nuestra más que de los hombres, las mujeres no entendemos, intuimos.
Se echó a reír. ¿Cómo lo diría? Con franqueza sincera.
—¡Mira! Para eso carezco de respuesta. Probablemente tienes razón. Serían necesarias muchas Emily Dickinson para que los hombres aprendiésemos a conocer y lográsemos explorar esa mitad de lo real que os pertenece, por derecho, a las mujeres.
—¿Por qué no dejamos de generalizar? No sé si usted habrá abarcado la totalidad del mundo masculino, pero yo, del femenino, sólo tengo una partecita, y tan recóndita, que yo misma no me atrevo a hurgar en ella.
Fue como si le franquease una puerta que inmediatamente procuré cerrar, o, al menos, dejar estrechamente entreabierta. Él me dijo:
—Esas operaciones suelen llevarse a cabo entre dos personas. Una sola corre demasiados riesgos.
—Ciertamente, profesor. Sucede en esto como en la investigación. El trabajo en equipo es siempre más rentable que el solitario. Por eso supongo que me ofrece usted que le ayude a dilucidar el misterio de Uxío Preto.
Volvió a reír, pero con un matiz distinto: ésta fue la risa del intelectual ante el que acaban de pronunciarse palabras inadecuadas.
—¿El misterio? ¿Por qué el misterio?
—Ante todo, porque es lo que yo creo. Después, porque esa segunda personalidad que pugna por manifestarse, quizá por destruir a la otra, de la que me habló tan admirable el otro día, cree sin duda en el misterio, mientras que la presente lo teme. No sólo el de la poesía sino el de la realidad.
Me miró con una especie de estupor.
—¿Dónde aprendiste eso? ¿O es que lo has leído simplemente?
—Pongamos un poco de experiencia y un poco de lectura. ¿No se refirió antes a Emily Dickinson? Cuando una mujer adivina algo, necesita buscar en los demás palabras adecuadas. Ése es al menos mi caso. Por cierto que le debo más a Uxío Preto que a Emily Dickinson. No es que ninguno de los dos me haya aclarado nada: la poesía nunca da soluciones; pero, gracias a Uxío Preto, tengo una conciencia más clara de lo oscuro.
—Me dijiste hace poco que apenas te habías enterado de lo que no fuera mera gramática.
—¡Hace ya tanto de eso, profesor! Desde entonces, llevo leído todo Uxío Preto, y, muchas cosas, releídas.
—Considera al señor Uxío Preto —dijo míster Sharp sombríamente— como mi enemigo.
—¡Pobrecillo! ¿Cómo puede serlo desde la muerte?
—¿No te dije aún que esa doble personalidad mía que tanto esfuerzo me cuesta mantener en silencio, ya que no inactiva, coincide con una de las que atribuyo a Preto?
—¡No me diga!
—Sí. La que escribió «La ciudad de los viernes inciertos».
—¡Esa apología de lo irreal! O acaso de lo celeste, váyalo usted a saber.
—¡Esa afirmación tremenda de la irracionalidad!
—¿Es eso lo que teme de sí mismo?
Por primera vez el profesor Sharp me cogió de la mano y yo no opuse resistencia. No esperaba, y no me equivoqué, que fuera a proclamar una declaración de amor, ni siquiera en su estilo sintético. Algo de lo que vi en sus ojos me previno de que no había llegado el momento y de que no tenía por qué precaverme, que siempre hace feo, por sutilmente que se haga. Más aún, comprendí que no lo haría jamás, al menos con proyectos de duración. Bueno, pues me miró como parte de su papel y dijo:
—No sé si lo temo o lo deseo, pero no ignoro que un alumbramiento así sólo puede llegar a término feliz con la colaboración de una mujer.
—¿La señora Madison?
Me soltó la mano, pero sin resentimiento.
—Bien sabes que no. La señora Madison obstruiría con su cuerpo la puerta, aunque le costase la vida.
—¡No creo que sea para tanto, profesor! No es que me haya visto nunca en ese caso, pero no creo fácil que una mujer con la cabeza encima de los hombros dé la vida por un hombre así como así. Después de todo, ¿sería usted el primer intelectual que cambiase la geometría por la ebriedad? Tuvimos el ejemplo de Huxley, que acabó creyendo en brujas. Su programa no incluiría la creencia en brujas, ¿verdad, profesor?
—¿Qué sabe uno?
Ahora, el atrevimiento, la osadía, la audacia (en el caso de que esas tres palabras representen matices diferentes del mismo acto), partieron de mi corazón. Le cogí la mano.
—¡Esa respuesta, en boca de un hombre que siempre lo sabe todo, es verdaderamente conmovedora!
—Sí. (Un sí patético.)
Del grupo de los profesores jubilados se había levantado un viejecito encantador, muy vacilante y muy pulcro, que se acercó a preguntar a míster Sharp algo a lo que no presté atención. Me dio tiempo, por supuesto, a soltarle la mano. La consulta tenía que ver con algunas raíces arias o con algunas formas métricas del «Ramayana», no lo recuerdo bien, aunque las palabras «Ramayana» y «arios» se pronunciaron varias veces. Aquel encantador viejecito, casi deslumbrante en su blancura, casi radiante, al que hubiera besado en la frente, actuó como una ducha fría sobre la médula, quizá demasiado caliente ya, de míster Sharp. No puedo prever adonde habríamos llegado aquella tarde, aunque lo probable fuera que la meta, desde mi punto de vista, habría sido anticipada y peligrosa, singularmente si el desenlace de aquella tarde transcurriese en mi casa. No. Mejor así. Las cosas no hay que tomarlas como vienen, sino, cuando es posible, echar mano al timón, una mano fuerte, y frenar o torcer, según. Comprendo ahora que la decisión de cogerle la mano en un momento real o fingidamente patético había sido como entregarle el llavín de mi piso. ¡Bendito sea el viejecito profesor, que me dio ocasión de reflexionar, y, sobre todo, de retirar la mano!
Lo que hablamos después trató exclusivamente del posible trabajo sobre Uxío Preto. Él no mentó la colaboración, aunque sí una beca sustanciosa que me permitiese vivir en España sin agobios económicos durante al menos un semestre, quizá dos.
—Te mandaré recado un día de éstos. Volveremos a hablar.
No pagó la merienda, no me ofreció su coche. Yo comprendí que no me había portado excesivamente mal, no en el sentido moral, sino en el de mi propia seguridad, pero admití también que, de hombres, no entendía aún lo suficiente. Cualquiera de mis dos o tres colegas del departamento, jóvenes como yo, se habrían llevado, aquella tarde, al profesor a la cama, aunque sin riesgos ni secuelas. Bien. Pero, ¿y qué? Sobretodo, ¿para qué? ¿Para sacarle una beca? Me la había ofrecido sin exceder los trámites. ¿Para desplazar a la señora Madison? Eso era mucho más difícil de lo que cualquiera de nosotros podría creer, y pronto tuve las pruebas. Se susurró por el departamento que, cuando el chairman propuso a la señora Madison que se tramitase la petición de la beca, hubo una discusión que acabó en bronca. Que de la reconciliación haya salido el compromiso de matrimonio entre míster Sharp y la señora Madison, fue conjetura del chicano. Que, desde entonces, me haya puesto verde la secretaria del departamento, fue la consecuencia más visible. No obstante…
IV
Yo no soy feminista, por mucho que le pese a Rommy Shaw, empeñada cada vez que me ve en alistarme en sus filas con el pretexto de que, en ellas, yo haría un excelente papel. Le digo siempre que no porque lo que estas muchachas pretenden es que las mujeres no sólo seamos iguales a los hombres ante la ley y la sociedad, sino que, además, tengamos mentalidad de hombres, esa que se requiere para inventar Hamlet o el Réquiem de Mozart. Yo creo que, con la nuestra, podemos hacer lo mismo que ellos en aquello que no es específicamente suyo, del mismo modo que ellos no pueden hacer lo específicamente nuestro. Claro está que estos «Específicos» no serían fáciles de dilucidar porque ¿quién conoce los límites, quién discrimina las zonas de coincidencia? De modo que no seré yo la que intente ponerle el cascabel al gato. Y esto lo traigo a cuento, creo que apropiadamente, como comentario marginal a estos sucesos que vengo relatando, los cuales deberían transcurrir y resolverse sin mención de mis piernas o de las de míster Sharp, menos aún de la menopausia atribuida, creo que justamente, a la señora Madison. Sin embargo, las cosas son así, y en el hecho al parecer tan sólo universitario y en buena parte burocrático de que yo necesitase una beca para investigar ciertos extremos de la vida de Uxío Preto, tuvieron que intervenir las ganas de míster Sharp de pasar un verano conmigo, con participación segura de la misma habitación y de la misma cama, y, de los celos de hembra humillada que movían, con certeza, contra mí, el ánimo y la conducta de la señora Madison. Cuando una mujer quiere hacer una carrera, necesita tener en cuenta ciertos factores que no suelen incluirse entre los datos almacenados por las computadoras y que yo reduciría a una palabra que en la mayor parte de los idiomas resulta malsonante, pero que encierra, en su significado el quid de la cuestión. ¡Cuánto más fáciles son las cosas de los hombres! Pongamos el caso del chicano. Su belleza olivácea es, ¿qué duda cabe?, un elemento determinante de su biografía, pero el éxito en su carrera se lo debe a esa endemoniada inteligencia que posee y que lo hizo capaz de superar todos los inconvenientes que un hombre de su color puede hallar en un país como los Estados Unidos. Por lo pronto, tuvo que venirse al Este: en California lo hubieran rechazado, o lo que es peor, relegado a un mediocre segundo término; después, redujo al mínimo posible su complejo de inferioridad, del que le quedan curiosas y hasta divertidas reminiscencias; finalmente, además del francés y del alemán, aprendió a hablar el inglés mejor que los ingleses y el español mejor que los españoles, gracias a sus estancias en Oxford y en Sevilla. Cuando en un meeting se levanta a hablar, el staff palidece de envidia, porque lo que se oye es un gorjeo de ruiseñores, ni más ni menos que cuando Lawrence Oliver recita algunos de los monólogos shakesperianos; pero, cuando me cuenta una de sus historias españolas, políticas o verdes, de las que tiene tan abundante acopio (y que asegura que le servirán para una investigación aún no bien definida), una cree estar escuchando a un cliente de la calle de las Sierpes, y no de los esaboríos. El chicano va disparando hacia un lugar muy alto no señalado aún; no sé si pasará a él directamente desde una universidad norteamericana, o si antes hará una escala en Canadá o en Europa. El mío, con un poco de suerte, quedará algo más bajo. Una vez le dije: «¿Qué te parecería si escribiera un libro titulado “De la influencia de la entrepierna en el curriculum universitario de las chicas”?», y se echó a reír. Cada uno a su modo, ambos conocemos la aguja de marear, y cuando alguien hace alguna referencia expresa al color violeta de mis ojos, no se me oculta el término escondido en la alusión.
Lo que sucede es que, como indiqué antes, los paralelismos no coinciden en el trayecto si lo son de sujetos de diferente sexo. No es que no existan profesores guapos que deben su carrera a su virilidad: siempre aparece la esposa de un Presidente que se interesa por ellos. Pero en el caso de las mujeres, el parelelismo no existe, sino que es sustituido por una figura de cruces y de mezclas. Y me pido perdón a mí misma por estas largas consideraciones, indispensables sin embargo para el conocimiento de mi estrategia en el caso de que la investigación de la obra y de la persona de Uxío Preto, a quien amaba como se puede amar el recuerdo de un amante muerto: es decir, con el alma entreabierta para un posible amante vivo.
De la disputa (o disputas) habidas allende la puerta clausa del chairman acerca de mi posible beca, tuve información fidedigna por el mismo chicano (si bien un poco deformada por la ironía), que por alguna razón que él mismo ignoraba, pero que yo llegué a sospechar, recibía (no me atrevo a decir que escuchaba) confidencias de la señora Madison. No es que ella y míster Sharp hubieran llegado a perder los estribos y a gritar, sino que se trató más bien de una sorda batalla dialéctica hecha más de alusiones y sobreentendidos que de declaraciones paladinas, palabras gruesas y portazos. El chairman se contentaba con que me otorgasen la beca, sin más, y el flirteo de la sala de té cabe la chimenea Tudor y la tertulia de los sabios jubilados se olvidaba. La señora Madison, por su parte, defendía como más conveniente el que, no sólo se me negase la beca, sino que se me dificultase la continuación en el departamento y en la Universidad, toda vez que mis tres años de prueba estaban a punto de agotarse y que un día cualquiera de la primavera se reuniría el «claustro» en que profesores y alumnos, reunidos, me otorgarían o me negarían la continuación (tenure). Las confidencias de la señora Madison con el chicano habían comenzado precisamente como consultas directas acerca de la opinión que yo le merecía, pues, en caso de llegar a convencerle de que yo era, como profesora, bastante mediocre, y, como persona, en sí no es peligrosa («¡De estas francesas mixtas no puede uno fiarse!»), ella sabía que la autoridad del chicano sobre profesores y alumnos podría inclinar la mayoría a su favor, lo que equivaldría a decir: «Señorita, ahí tiene usted, por vía irreprochablemente democrática, la expresión del deseo de la entidad a la que pertenece. Váyase con viento fresco y olvídenos.» Pero el chicano no se dejó convencer, y hasta coincidió con míster Sharp en la conveniencia de que se me otorgara la beca, si bien accedió a la solución intermedia propuesta por la señora Madison, la cual, a la vista del cariz que tomaban las cosas, se sacó de la manga la concesión (a mí) de una especie de sabático extraordinario, aunque sin sueldo (la fórmula burocrática ya se buscaría), a fin de que pudiese permanecer en España, no un verano, sino un semestre de añadidura. Lo curioso del caso fue que el chicano le dijo a la señora Madison: «¿Y por que no me permite usted acogerme también a esa fórmula?» «¿Es que quiere irse con ella?» (Ella, sin duda, era yo). «No, señora Madison; es que no me disgustaría trabajar en España durante todo este tiempo.»
Lo que aconteció después fue la prueba de que la señora Madison, si no un talento científico de calidad, poseía por lo menos un espíritu de esos que se ha convenido en llamar maquiavélicos. Se le ocurrió nada menos que llamar un día al chicano y decirle: «Ha conseguido usted lo que quería. Seis meses de permiso (sin sueldo) para investigar en España, con la correspondiente beca, a condición de que colabore con la señorita ésa, ¿cómo se llama? la profesora…» «¿Se refiere usted a Ivonne?» «Sí, efectivamente, Ivonne quería decir. Hemos tratado largamente del asunto John Vincent y yo. Esa chica se ha propuesto un trabajo para el que tal vez no esté suficientemente preparada. Usted lo está de sobra. El departamento le ofrece, con el dinero de una beca sustanciosa que le permitirá vivir en España y hacer los viajes que quiera, la colaboración de Ivonne, bien entendido que, después, nosotros les publicamos un libro firmado por los dos, pero con su nombre delante. ¿Qué le parece?» «Pero, ¡señora!, así, de pronto… Yo lo ignoro todo de ese tema que va a estudiar Ivonne. No es mi campo, como usted sabe.» «¡Ah!, le respondió ella. Lo que dice John Vincent no es sólo que Ivonne carezca de la preparación idónea (aunque sea una chica lista, como todo el mundo sabe), sino que ese tema, conducido por usted, y ella como mera colaboradora, podrá dar como resultado un libro excepcional.» «Bueno, pues lo pensaré.»
Ésta fue la razón por la que cité al chicano para tomar el té cabe la chimenea Tudor. Cuando surgió de las sombras, contorneando el susurro de los viejos jubilados, la sonrisa blanca de la hawaiana, se me ocurrió de pronto que la afinidad del color de sus pieles (más oscura, por supuesto, la de ella, y de distinto matiz) podría inclinarles a otro tipo de afinidades. El chicano hubiera tenido serias dificultades de pretender casarse con cualquiera de nuestras alumnas, avispas todas ellas y con apellidos que habían pasado el Atlántico en fechas memorables, según escrupulosas referencias: pero me consta que muchas de ellas le habían citado en sus residencias vacías, que habían encendido el fuego y se habían dejado arrebatar por él. El chicano, a quien, desde ahora llamaré por su nombre de pila, Álvaro (don Álvaro, le llamaban todavía en su tierra, ¿verdad que es muy bonito?). Pues don Álvaro, como digo, me había confesado alguna vez su vergüenza a causa de la facilidad con que se dejaba seducir por las rubias, y, considerándolo con objetividad, se empeñaba en explicarlo como consecuencia de las revanchas a que le conducían, desde su oscuro refugio, los restos de su complejo de inferioridad. «Cada vez que tengo debajo a una de esas putas, me parece tener a todo el país entero.» Lo cual sólo podía decírmelo a mí, que soy hija de francesa y de inglés y que carezco de preocupaciones raciales. Ésta mi indiferencia hacia el color de la piel explicaba, al mismo tiempo que mi simpatía por la morenita hawaiana, mi temor de que don Álvaro se sintiese también atraído por ella: pero, al menos de momento, se limitó a considerar la gracia de su figura y de sus movimientos, la esbeltez de su cintura y a asegurarme que una muchacha de aquella edad y de aquella procedencia, con su sonrisa tan atractiva, no podía por menos de tener un amante con el que ser feliz. Esto me tranquilizó bastante, pues no me hubiera hecho gracia un viaje por España con una pareja de morenos desiguales: me bastaba con uno. No es que lo sepa por experiencia, pero tengo oído decir que cuando en el equipo de colaboradores el tercero está allí por razones sentimentales, el resultado suele ser lamentable. Y que tampoco los da buenos el equipo de cuatro cuando son sólo dos los que trabajan juntos, porque, como los otros se aburren, si las edades no ponen freno a los desmanes, hay que acabar descifrando un problema de palabras cruzadas.
Don Álvaro llegó puntual, pero con ese aire sacrificado de los latinos que se esfuerzan por no llegar tarde. La morenita le dedicó una sonrisa encantadora, pero no distinta de las que me dedicaba a mí, y él se limitó a comentar: «Es mona esta chiquilla», y los elogios que ya dije, y aunque estas palabras españolas, «mona» y «chiquilla», aplicadas a una mujer, impliquen una tajante valoración erótica, don Álvaro dio por zanjado el suceso y ni apenas la miró cuando ella trajo el jerez que había pedido.
Era entonces la época en que los profesores se habían contagiado de esa moda que yo para mis adentros llamé siempre «de clochard», pues parecía como si ese desharrapamiento fuese buscado, con artificios por supuesto, por aquellos sabios tan escasamente seguros de sí mismos que ponían su reputación en la apariencia más que en la ciencia. ¡Ay, aquellos pelos largos de Tzvetan Todorov, aquel pantalón de pana y aquella faja rosada con que se lo sostenía! Todavía me siento deslumbrada. Cuando apareció en nuestra Universidad y nos endilgó en francés una excelente conferencia, me preguntaba a mí misma por las razones de aquel disfraz tan aparente. ¡No había sido el único, el Todorov! Otros de varias lenguas habían aparecido con la misma catadura de pobres de solemnidad, y, de calaña semejante, contábamos con dos o tres en nuestro departamento. No era de ellos don Álvaro. Tampoco de ésos con tanto escrúpulo trajeados que parecieran ejecutivos franceses. Don Álvaro vestía bien, pero a su modo. Había hallado un equilibrio entre el color español y la flema inglesa, con algunas excursiones a la libertad. Por ejemplo, su tratamiento de la corbata merece unas cuantas líneas, y un recuerdo para sus escasos y remotos antepasados chichimecas. A veces, él hablaba de la coyunda, quizá violenta, pero de excelentes resultados, entre un hidalgo español y una princesa de aquella raza. La elegancia de don Álvaro le venía de la princesa: acusaba a los descamisados de no saber resolver el problema del cuello y de ese triángulo que, con sweater, cazadora o chaqueta, se instala fatalmente debajo de la barbilla, salvo cuando se le sustituye por la línea redonda de un jersey o de una de esas muestras de la imaginación francesa que solemos llamar nikis. Don Álvaro practicaba nada menos que cuatro soluciones distintas: ante todo las tradicionales, con corbata larga o de lazo; después, el jersey de cuello alto, o de cuello redondo con las puntas de la camisa fuera, según el modelo de Unamuno, aunque siempre menos severo; sólo con ciertas camisas de tela consistente, cerraba o se desabrochaba el botón superior. Tampoco era dogmático con las camisas, pues lo mismo usaba de las clásicas que de las muchas con dibujo escocés que se ofrecían, baratas, en los supermercados. Estas últimas solía llevarlas sin corbata, o con una indian tie de plata y lapislázuli que se había traído de un viaje a México y que por su rareza y casi extravagancia contribuía al éxito de don Álvaro entre las avispas. Tenía dos «completos», uno gris y otro oscuro, comprados en Europa, y por lo general combinaba pantalones grises o beige con tres o cuatro chaquetas, entre ellas una de pana adquirida en París. Era la que traía la tarde de la cita con una de las camisas escocesas y la indian tie de plata y obsidiana (antes dije lapislázuli, pero quizá me haya equivocado). Don Álvaro me había confesado muchas veces que se vestía así para agradar a la gente, sobre todo a las mujeres, no porque su actitud deliberada fuese la del conquistador profesional, sino (como explicaba él) por mera cortesía. Bueno. Con algo de coquetería también, pero eso no se lo echo en cara jamás a un hombre, siempre que lo haga discretamente y sin amariconarse. Es muy posible que mi sensibilidad resulte anticuada, pero si la ambigüedad me fascina en la literatura, no le sucede lo mismo en el trato humano. Todas las chicas que nos hemos educado en los colleges caros del Nordeste, hemos experimentado los efectos de varias clases de seducciones, cada una con su proposición específica y la esperanza remota de la felicidad por el amor excepcional. Tanto los ambidextros o bimetalistas como los simplemente pasados a la otra orilla, e incluso alguno de los normales (entendido el concepto desde el lado de acá y no desde el de allá), parecen preferir esos lugares donde se prepara a las muchachas para el aprendizaje o disimulo de su estupidez de clase con referencias a grados o conocimientos, cuando no a profesores famosos. De vez en cuando, una oveja perdida se ve obligada a buscar su camino entre lo que algunos consideran peligros, aunque para otros sean facilidades. Mi profesora de castellano, que me lo enseñó a conciencia y con excelente acento, se pasó los años del bachelor insinuándome su enamoramiento con palabras por lo general tomadas de la poesía inglesa (que conocía muy bien) y sólo tres o cuatro citas castellanas. Eso me hizo sospechar que los líricos peninsulares entendían muy poco del amor. Más adelante comprendí mi equivocación.
Don Álvaro permaneció a mi lado hasta la hora de cenar; después me invitó a hacerlo en el restaurante de la Universidad, que, de noche, se transformaba, de lugar tumultuoso, en silencioso y elegante antro. Y, como nuestra conversación se prolongase, me llevó en su coche a un lugar desconocido para mí, de ésos, tan escasos, que estaban abiertos hasta la madrugada y a los que acude gente de costumbres europeas o internacionales. Transcurrió bastante tiempo antes de que don Álvaro me plantease la cuestión del trabajo en común sobre la obra, la persona, o ambas cosas, de Uxío Preto. Durante las dos primeras horas, habló él solo y apenas abrí los labios, fuera de los indispensables monosílabos de asentimiento, de sorpresa o de risa. Me contó cuanto sabía acerca de las relaciones entre míster Sharp y la señora Madison; me lo contó con una aparente objetividad que ocultaba una gran sorpresa. Según lo que había averiguado, no correspondían aquellas relaciones, en su realidad oculta, a lo imaginable entre una secretaria todavía atractiva y un chairman ya decadente. El difunto señor Madison, primer marido de la que llevaba aún su nombre (al parecer, pronto se lo quitaría de encima; y yo me pregunto adonde van a parar esos nombres vacantes de los maridos muertos); el señor Madison, repito, había sido un lingüista prometedor, algo así como un genio en alevín, en esa etapa de las adivinaciones fulgurantes, de las teorías rápidamente entrevistas para cuya perfección le faltó la suficiencia intelectual que dan los años; uno de esos prodigios que sin ser ya niños había llegado a hombre: la muerte se encargó de darle una solución anticipada y triste, quizá con la colaboración involuntaria de su esposa, ávida entonces de orgasmos en medida superior a la que se podía esperar de un muchacho cuya tuberculosis adolescente había sido mal curada. Un buen día, no bueno, sino aciago, la señora Madison se encontró con que un vómito de sangre le empezaba a privar de la esperanza, tan dulcemente acariciada, de ser la esposa de un Premio Nobel, y cuando la mitigación del dolor por el tiempo y la reflexión serena le permitió pensar con frialdad en su porvenir, comprendió, o intentó comprender, que con toda seguridad había en las Universidades americanas hasta media docena de profesores que, como ella, tenían el Nobel como meta, aunque de modo más directo. Conoció a J. V. Sharp en un congreso. Sharp, hasta entonces, no había pasado de profesor brillante, aunque poco creador, pero venía acompañado de aquella reputación, bastante merecida, de excelente hombre de cama, que a veces sustituye con ventaja a la científica, sobre todo en la cama o en cualquiera de sus sucedáneos, como la playa, como el bien cuidado césped. En ellos, el doctor Sharp parecía preferir el entretenimiento a la profundidad, y la reputación de divertido a la de sabio: saltaba su parloteo veleidoso de lo lírico a lo pornográfico, con cierta tendencia a lo cómico chocarrero, al abuso de lo escabroso que, de manera inevitable, aunque también inevitablemente placentera, saca de quicio a las puritanas. También tenía la costumbre de actuar con la luz encendida, lo que añadía a sus méritos ése, tan apreciado, de transgresor. La señora Madison lo escuchó no se sabe de qué boca agradecida: también le oyó exponer una ponencia deslumbrante, ingeniosa y fútil, pero con cadencias eróticas leída, con cierta melancolía en un tono que nada tenía que ver con el tema de la ponencia. La señora Madison recordó entonces que el régimen de sus orgasmos se hallaba notablemente alterado y que a aquel profesor tan delgado y de voz tan trémula, cuyo destino sin embargo le empujaría inevitablemente hacia las sombras de la mediocridad climatérica, ya sin originalidad su palabra y sin esperanza de hazañas memorables su afamada potencia sexual, se le podía cambiar el porvenir. No le fueron difíciles los trámites de introducción. Sonriendo, don Álvaro emitió la hipótesis de que, si no la primera, al menos la segunda vez que fueron juntos a un motel del camino, el profesor Sharp no contó chistes verdes ni plagió metáforas famosas, sino que trató con la señora Madison de Lingüística fundamental y de algo semejante a un negocio en que el pagano salía necesariamente ganancioso. La señora Madison conservaba los papeles de su marido como moneda contante, aunque no de validez eterna, pues en estas cuestiones de la ciencia, lo que uno no descubre lo inventa otro, dos o tres años después. ¡Si lo admirable era que las adivinaciones del señor Madison no hubieran sido adivinadas todavía por alguien! J. V., varón de mente madura, podría y sabría manipular y convertirlas en verdades de apabullante evidencia. Esto, a cambio de unos ratos de amor, de una colaboración profesional y de un matrimonio cuya fecha la señora Madison no cuidó de precisar, probablemente por no asustar a J. V., tan desengañado de su primera esposa. «Si haces memoria, Ivonne, recordarás que el brillante, el cautivador míster Sharp dejó de serlo y fue sustituido por el actual inventor de una interpretación del lenguaje y de un sistema ambicioso de semiótica total, eso que ha publicado fragmentariamente, en varias revistas y que se discute ya, o se admira, en el mundo de aquí y en el de más allá, pues conviene que recuerdes que míster Sharp fue invitado a Rusia hace un par de años, y que desde entonces también se le estudia por aquellos helados pagos. Míster Madison había publicado muy poco; yo me preocupé de buscarlo y de leerlo: se puede considerar como la base del pensamiento de Sharp, pero nada más. No olvidemos que él ha tenido la buena ocurrencia de contar públicamente al doctor Madison entre sus fuentes y de elogiarlo como un predecesor genial. No hay reproche posible, pero, a juzgar por ciertos síntomas, me temo que los papeles del doctor Madison se han acabado ya; que J. V. no da más de sí, y que le gustaría pegar un salto sorprendente, incluso una sorpresa escandalosa tras la que pudiera disimular la sequedad de su caletre.» Se me ocurrió preguntarle: «¿Un cambio de orientación científica, por ejemplo? ¿Un salto de la Lingüística a la crítica o a la Historia?» «¿Por qué lo dices?» «Porque a mí, en este mismo lugar, me habló de algo de eso.» Don Álvaro quedó pensativo, y yo le contemplé así porque, pensativos, los hombres son más que hombres; pensativo sin dejar de sonreír. «Pudiera ser la clave», me respondió: «¿Y de otra clase de colaboraciones, no te habló?» «No de manera clara, aunque la constante alusión a la musa indispensable de que estaba necesitado para pegar ese salto de la inteligencia al espíritu, así como la propuesta de trabajar juntos en España durante todo un verano, podría interpretarse de muchas maneras.» Se echó a reír, don Álvaro: «De una sola la interpretó la señora Madison. Tú has sido el agente desencadenante de los trámites de matrimonio en que andan metidos, y quizá de algunas cosas más: por ejemplo, de la amenaza de descubrir el tingladillo.» No se equivocaba, entonces, el chicano. Pocas semanas después, la señora Madison, preconizada Sharp, organizó una reunión en la que pidió a los asistentes, personas todas de gran relieve en el mundo de la Lingüística, nada menos que la propuesta de J. V. para el Nobel. La verdad es que a nadie cogió de sorpresa y que todo el mundo estuvo de acuerdo. Hoy, cuando esto escribo, la señora Madison es ya la señora Sharp, en coyunda indisoluble a causa de la amenaza implícita, y míster Sharp es uno de los eternos candidatos al Nobel con que se honra nuestro sistema universitario. Pero no ha vuelto a publicar.
El lugar adonde me llevó el chicano después de haber cenado, quedaba lejos, en la linde de un bosque extenso y nevado, junto a un grupo de casas blancas y graneros. Lugar, aquel barcito, que parecía traído de un rincón de París, y no de cualquiera, sino precisamente de la orilla izquierda, dentro del radio de un kilómetro que partiese de la estatua del Viejo Verde y girase al azar. ¡Cuántos lugares como aquél había recorrido yo, advirtiendo a mi izquierda un vacío! París, ya se sabe, acabó especializado en la creación de esos lugares pintiparados para el amor, y yo creo que nadie los construye deliberadamente con ese fin, sino que salen así: quizás ese descuido teleológico explique que no siempre en París se encuentre ese amor que se anhela. Estaba entonado, aquel barcito, en oros viejos y rojos pálidos, con velas en las mesas y alfombras grana. Se las habían compuesto para que cada mesa estuviera en un ángulo, y había lo menos veinte mesas. Cuando llegamos, siete u ocho parejas arrinconadas hablaban, o las manos por ellas, y tampoco eran de las acostumbradas, gente que va a tomarse unas copas antes de irse a la cama, sino de esas otras donde la cama no queda excluida, aunque se considere como etapa entre otras de similar encanto: esa clase de amor por el que una ha suspirado siempre, y que pocos saben cumplir de los que lo prometen. Le pregunté a don Álvaro si era asiduo a aquel sitio, me respondió que sí, pero solo y por las tardes. «Mi vieja costumbre europea de trabajar en el café puedo continuarla aquí, donde no te importuna la camarera al ver vacío tu vaso o tu taza de café. La gente que viene es silenciosa, y no hay música ambiental.»
«Ahora, me dijo luego, explícame lo de ese Uxío Preto. Mis informes son muy vagos. Alguna vez le oí nombrar, más como escritor misterioso que conocido. Creo que fue un gallego. En México D. F. decían que era un gran escritor, pero eso no basta para que se sienta curiosidad. Nosotros no podemos perder el tiempo en el descubrimiento de genios ignorados.» «Eso lo encuentro un poco petulante, Álvaro. Al genio hay que buscarlo aunque sea debajo del celemín.» Suspiró y quedó callado. Después, «Quizá tengas razón, y no creo que me llegue a destiempo», dijo.
Lo que le conté de Uxío Preto fue más o menos esto: «No se le puede llamar misterioso a un escritor que no pasó de secreto, y si lo fue o lo ha sido durante un tiempo, no hay que culparle a él, sino a las circunstancias. Publicó durante algunos años unas cuantas novelas, exactamente tres, cada una con un nombre distinto. Después pasó un tiempo de silencio. Vino entonces el escándalo de la carta. Ahora acaba de publicarse una “Autobiografía póstuma” en la que relata su muerte y el juego que fue su vida, pero de este libro no se deduce necesariamente que haya muerto, y yo creo que está vivo. Puede entenderse también como clave de la obra, pero John Vincent lo considera el broche de oro, la culminación de un fraude, si lo prefieres, o de una travesura, aunque a veces piense lo contrario, o haga como que lo piensa; algo que llevaron a término unos cuantos escritores cuya identidad se ignora, gente con ganas de divertirse, aunque también pudiera ser que con ganas de burlarse e incluso de vengarse. Yo, contra las evidencias que aduce J. V., me inclino a creer en la autenticidad de las novelas y en considerar la autobiografía como un texto capital y definido, además de hermoso, aunque no fácil. Estoy hablando como profesora de crítica. La crítica se encargará de estudiar a Uxío Preto cuando llegue el turno de ser, no ya conocido, sino reconocido. Pero yo puedo estar equivocada. A míster Sharp, ese conjunto de libros, sea quien sea su autor, le parece una obra poética de envergadura. A mí, también. La última palabra ta tienes tú. Nadas, por fortuna, entre dos aguas, pero pienso que tu arribada final será precisamente a esa clase de crítica que míster Sharp empezó a considerar como su camino de huida y que es ante todo un arte. Esa clase de crítica es la que conviene a la obra de Uxío Preto. El libro que podemos escribir juntos, si las cosas prosperan, llamará la atención de los especialistas, y por ahí se empieza. Lo concibo como una especie de investigación policíaca. Si soy yo sola quien lo escriba, no estoy tan segura de que la persona de Preto y sus problemas queden suficientemente aclarados y descritos. Tómate el trabajo de leer sus libros: deja la autobiografía para final. Después, hablaremos.»
Fue lo que se convino aquella noche de febrero, con nieve en el camino, cielo limpio y estrellas abrumadoras: las veía a través del parabrisas, tan altas, tan concretas y tan bellas, y me estremecía; quizá por evitarlo miraba más a la blanca calzada y al perfil de don Álvaro. Creo haberme referido a su color de bronce claro, pero a la gallardía de su persona y a la impecable forma de su cabeza latina, heredada quizá del hidalgo a quien debía el Mendoza de su nombre. Me pareció un poco triste, no sé por qué: iba en silencio, la pipa entre los labios, quizás apagada. De pronto preguntó si quería que me llevase a mi casa. Le dije que mi coche había quedado en la Universidad, y que si lo dejaba allí, al día siguiente tendría que gastarme el dinero en un taxi, y yo vivía lejos. «De todos modos, aunque vayas en tu coche, te escoltaré. No quiero que andes sola a estas horas.» Se lo agradecí de veras, pero no me sorprendió, porque Álvaro conserva mucho de las buenas costumbres de sus antepasados, además del perfil.
Quince días después volvimos a vemos en la salita Tudor. La hawaiana le trajo su jerez, y a mí el té con tarta de manzana. No se anduvo con preámbulos, pero tampoco fue excesivamente explícito: tenía que asistir a una conferencia.
—Estoy interesado en tu tema, y acepto el trabajo en colaboración, aunque en plano de igualdad, pues si es cierto que sé más que tú de algunas cosas, tú sabes más que yo de Uxío Preto. La señora Madison está informada y quedó muy contenta: estoy seguro de que me considera su colaborador en la liberación y captura definitiva (por ella) de John Vincent. Me ha invitado a la boda. A ti, en cambio, no te vi en la lista.
SOPA DE LETRAS
(Addendum al escrito de Ivonne)
La «Autobiografía…» de Uxío Preto, ofrece la curiosa particularidad de que al final de cada uno de los tres capítulos en que a su modo narra la historia de sus novelas, figuran páginas que no podemos llamar propiamente de texto, si por tal entendemos un escrito coherente y significativo. Estas tres páginas aparecen colmadas de letras al tuntún, sin orden ni concierto, todas mayúsculas y sin una sola duplicación inmediata, tampoco según un orden visible. La composición tipográfica, sin embargo, es correcta, e incluso hermosa, y lo es también la tipografía. Yo había pasado por aquellos puzzles sin darles importancia, pero al chicano le llamaron la atención, y desde el primer momento supuso que no estaban allí por capricho, sino por alguna cuenta y razón. Muy pronto nos percatamos de que nuestro propósito de trabajo era como un proyecto en el vacío, pues si bien sabíamos lo que teníamos que hacer, ignorábamos con quién íbamos a hacerlo, ya que de lo que se trataba era de hallar e interrogar a las personas, de momento ignoradas, que habían conocido o tratado a Uxío Preto, singularmente a aquellos que figuraron en los tres capítulos mentados. Y fue dándole vueltas a esta cuestión cuando Mendoza se pegó en la frente una fuerte palmada, se llamó asno, y aseguró con el aplomo de quien tiene una revelación, que los nombres de aquellas personas todavía ignoradas tenían que estar en alguna parte, y que ese lugar no podía ser otro que aquellas páginas absurdas que, a partir de aquel momento, llamó «sopas de letras», tres sopas, tres, y ni una más. Nos dedicamos durante días a buscar, en ellas, nombres disimulados, pero eran tantas y tan difíciles las combinaciones, que no sacábamos nada en limpio. Hasta que al chicano se le ocurrió entregarle unas fotocopias a un amigo que trabajaba no recuerdo para qué organismo oficial y que disponía de una computadora de grandes vuelos e incalculables capacidades. Vistos los textos, examinados de nuevo y discutidos, el amigo aceptó la investigación. Duró pocos días nuestra espera, y, al final, nos trajo una página en la que aparecían unos cuantos nombres y unas cuantas ciudades: tres nombres de Madrid, dos mujeres y un señor; uno en Fuengirola, de mujer, por cierto de campanillas, y otro en Santiago de Compostela, otra mujer más. Estaba claro que Uxío Preto había contado con que se haría algún estudio, y dejaba señalados los caminos, aunque no muy claramente. Al terminar el curso preparamos el viaje: yo tenía que pasar unos días en Inglaterra, con mis parientes paternos, que me reclamaban, de modo que volaría directamente a Londres, mientras Mendoza marchaba a Madrid, donde nos encontraríamos. No convinimos ningún plan de trabajo, acaso porque, al tratarse de un asunto español, se aconsejaba la improvisación. Cuando me despedí de la señora Madison, a punto ya de dejar de serlo, me dijo descaradamente que a ver si llegaba a algo positivo con el chicano. Podía referirse al trabajo en común, pero aquella risita mal disimulada con que lo dijo me hizo suponer que la frase de despedida llevaba doble intención. La señora Madison manifestaba lo que suponía, ni siquiera lo que esperaba. Debo confesar que no supe qué responderle.