SEGUNDO RELATO DE IVONNE
NUEVO RELATO DE IVONNE
La Marquesa Úrsula von… X me escribió aceptando mi ruego de visitarla en Fuengirola, el Chicano y yo, para hablar de Uxío Preto y de Pedro Teotonio Viqueira. En mi carta le explicaba la razón de nuestras pretensiones; en la suya respondió que ya sabía a qué atenerse, pues la «Autobiografía póstuma» había llegado a sus manos, y se sentía por lo menos aludida en la persona de Ute, y el porqué nos lo diría personalmente. Organizamos un viaje. Fuimos a Barajas a tomar el avión para Málaga, y Ana María Magdalena nos acompañó hasta el aeropuerto, con tantas ganas de hacer el viaje con nosotros que se le saltaban las lágrimas al despedirse. Durante el rato largo de la espera, hallé momento y ocasión de reprocharle al Chicano el no haberla invitado. Se quedó algo perplejo y me preguntó el porqué. «Porque esa chica te quiere, y si no te has dado cuenta habrá que suponer que eres un poco tonto, al menos en determinadas materias.» De momento, no supo qué responderme, y lo hizo con uno de esos silencios que pueden durar toda la vida, que pueden querer decir «No vuelvas a mencionar el caso», y así lo hice. Permaneció callado, y al parecer indiferente, hasta que estuvimos acomodados en el avión. Yo empezaba a dormitar cuando me sorprendió con estas palabras: «Escúchame. Yo también estoy enamorado de ella.» «Pues te portas con la mayor torpeza posible.» «Hay razones.» Me las explicó: no pasaban, en resumen, del respeto al viejo Ansúrez, un respeto ya anticuado, y del temor de que Ana María no quisiese dejarlo solo. «¿Nada más que eso? ¿No andará por el medio tu timidez?» «Es posible que un poco.» «Pues deberías pensar que la felicidad de la gente, y más si en ella va implicada la tuya propia, merece un sacrificio o un esfuerzo.» «Lo pensé, pero temí una negativa. No estoy tan seguro como tú del amor de Ana María.» «Lo que a ti te sucede, Álvaro, es que estás acostumbrado a que la iniciativa parta de ellas, y le dan miedo los trámites en el caso contrario.» «No creo que el de Ana María sea como el de otras.» «En eso no te equivocas. Se trata de algo más serio. Pero yo me pregunto si estás preparado para un amor de verdad, no para esos escarceos eróticos con tus alumnas a que estas acostumbrado. Evidentemente, Ana María es de otra madera.» «Sí, eso ya lo sé.» «¿Entonces?» «He aquí lo que no puedo responderte, porque no lo sé.» «Por lo que tengo entendido, es más difícil olvidar a una persona con la que no se tuvieron relaciones, que a una amante o a una esposa. Te vas a pasar la vida deplorando tu timidez.» Calló un momento, el Chicano. Quiso resolver lo del silencio ofreciéndome un cigarrillo, que le acepté sin ganas, sólo para darle facilidades. «En eso tienes también razón», dijo después; «en realidad hace diez años que estoy enamorado de ella. De un modo vago quizá, sin esperanzas. Ella era una niña y yo ya un hombre. Entonces no fue por timidez, sino por respeto. Cuando supe que se había casado, lo di por cosa muerta; pero el viejo nunca me dijo en sus cartas que el matrimonio hubiera fracasado. Me llevé un montón de sorpresas, al encontrarla otra vez. ¿Sabes que se me echó a los brazos y me besó? Yo lo tomé por otra clase de afecto». «¡Qué poco sabes de mujeres!» Sonrió y volvimos a quedar callados. Durante el corto viaje me ofreció más pitillos, que rechacé, pero él fumó continuamente, como si quisiera llenar con humo el silencio. Cuando llegamos a Málaga, mientras esperábamos las maletas, le dije: «Ahora habrá que buscar un automóvil que nos lleve a Fuengirola.» Tardó en responderme: «Yo no voy. Regresaré a Madrid en el primer avión, en este mismo que nos trajo, si es posible.» Le cogí un brazo, le apreté fuerte. «Bueno. Para hablar con la marquesa, con uno de nosotros basta.» «Las mujeres os entendéis mejor sin un hombre delante. Además, de lo de Uxío Preto, sigues estando más enterada que yo.» Le dejé con la maleta en la mano. Convinimos en encontrarnos en Madrid, aunque, cuando nos habíamos apartado, lo llamé y le dije: «¿No te parece que podías encargarte tú de la visita a Leticia? Un viaje a Compostela siempre está justificado»; y sonreí. Creo que me agradeció la invitación, y me dio otra vez la mano, aunque con más fuerza.
Me habían reservado habitación en un hostal de Fuengirola: un caserón antiguo, con patio y flores. La encargada parecía amable, a juzgar por el esfuerzo que puso en pronunciar el castellano de modo que la entendiese. Empezaba a caer la tarde. Yo no estaba cansada, y se podía tolerar el calor. Me eché a la calle. Me había informado antes de la dirección de la marquesa Úrsula, pero tuve que dar unas vueltas, y perderme una vez, antes de dar con su casa. Me sorprendió que fuera una «boutique», aunque no que estuviera a punto de cerrar. Me llevé la sorpresa de que su interior coincidiera con la descripción que Pedro Teotonio había hecho de la tiendecita de Ute, algo que bien podía ser una cueva, por la disposición de las ropas colgadas, que daba al ámbito algo de interior cavernosa. Detrás del mostrador, una mujer me miraba con curiosidad, quizá también un poco divertida de mi estupor. «¿Le sorprende?», me preguntó en inglés. «Tengo la sensación de que este lugar no me es desconocido, aunque estoy segura de no haberlo visto nunca.» «¿Y cree también que mis ojos la han mirado otras veces?» «No, eso, no.» Se echó a reír. «Llámeme Úrsula», dijo tendiéndome la mano. «Y espere mientras cierro. Justamente no tengo prisa. Mi marido se ha ido a Málaga y no habrá llegado aún.» Se detuvo. «Pero usted me había anunciado su visita acompañada del profesor… ¿Mendoza?» «Sí, Mendoza, don Álvaro Mendoza. Regresó a Madrid desde Málaga en el mismo avión que nos trajo. Raisons du coeur.» «Siempre más razonable que las otras, ¿no cree?» «Por supuesto.» «Vivo en ese país porque me gusta la gente apasionada, disparatada. Yo misma lo soy un poco, y me encuentro bien aquí.» «A mí me falta experiencia, pero quizá la comprenda.»
Se había apartado, había cerrado la cancela y una puerta recia. La penumbra se hizo mayor. «Si lo prefiere, enciendo una lámpara.» «No. Me siento bien así.» Acercó una silla y la dejó a mi lado. «Puedo ofrecerle cerveza fresca.» «La acepto. ¡Oh, ya lo creo! ¡Cerveza fresca!» La bebí con avidez, mientras ella lo hacía con parsimonia, como todo: a pequeños sorbos. Desde una anaquel (me fijé al empinar el vaso) situado en el centro de la pared frontera, medio oculto por un lío de prendas, me miraban los ojos dorados de un búho de porcelana. Lo señalé. «¡No falta más que el tarot!» Dejó el vaso en una mesilla. «¿Tiene curiosidad por verlo?» «Luego, ¿es usted Ute?» «De eso hablaremos después.» Se levantó: se movía calmosa, armoniosa, aunque fuese un poco demasiado alta. Abrió un cajón, revolvió en él, sacó una caja forrada de terciopelo, en la que sus manos hurgaron. Me mostró el mazo de cartas, de un marfil envejecido, gastado. Sin decir palabra, las desplegó sobre el mostrador.
—¿Quiere saber su suerte?
—No, o, al menos, todavía no.
—¿Tiene miedo?
Preferí no responderle. Ella extendió, en abanico, la totalidad de las cartas: me parecieron bellas y extrañas, me hicieron estremecer: tenían encima siglos y de repente pensé que quizá fuesen siglos de adivinar fortunas y adversidades. Como yo permaneciese callada, ella las recogió y las guardó: todo con la misma calma, con manos diestras. Pero Teotonio no había hablado de aquellas manos que parecían vivas, independientes de la voluntad, y del cuerpo. No podían pasar inadvertidas.
—No, no soy Ute, aunque se lo parezca. Son muchas coincidencias, ¿verdad?
Apuré mi cerveza.
—Tengo cierta idea de cómo trabajan los escritores, de cómo inventan sus personajes: un poco de aquí, otro poco de allá, y el resto de imaginación. —Se me ocurrió preguntarle de súbito—: ¿Cómo era Pedro Teotonio Viqueira?
—No conocí a nadie de ese nombre. Ni tampoco a nadie que se llamara Uxío Preto o que pudiera serlo. ¿Y usted?
—Yo no soy más que una profesora de Literatura metida en un buen lío. Sin embargo, él tuvo que conocerla.
—Las circunstancias más externas de Ute coinciden con las mías: las está usted viendo, y le sorprenden. También coinciden otras menos superficiales, algo de mi historia personal… Pero de la «Autobiografía» de Uxío Preto se desprende que Pedro Teotonio fue un ser imaginario, como los otros. Quien estuvo aquí alguna vez, como tantas personas más (quizá me haya visto y después se informó de mí), tuvo que ser Uxío. A esa conclusión hemos llegado mi marido y yo…
—¿Cómo cayó en sus manos la «Autobiografía…»?
—Por correo. Con una nota anónima indicándome que leyera ciertas páginas. Todo muy melodramático o, al menos, muy policíaco. El paquete traía matasellos de Madrid. Lo he recibido hace apenas un año, poco después de publicado el libro. Comencé leyendo la parte que me indicaban; después, lo leí entero, y mi marido también. Lo hemos discutido mucho.
—¿Sabe usted que Rula es un personaje real, y que afirma haber sido amante de Néstor Pereyra? ¡Ah, ese amor es su tesoro de recuerdos…! Si no miente.
—Yo no lo fui de Pedro Teotonio, se lo aseguro. E insisto en tenerlo por un ser imaginario.
—Sí. El personaje real es el otro. Es de Uxío Preto de quien fue amante Rula. Pero Rula no manifestó conocer la «Autobiografía…», aunque sí la novela firmada con el nombre de Néstor.
—Yo tampoco conozco la novela de Pedro Teotonio…, si es que está escrita y publicada.
Su mirada esperaba respuesta.
—Sí lo está. Se titula «La ciudad de los viernes inciertos», y usted no aparece en ella.
No pareció disgustada, la marquesa Úrsula, sino más bien interesada.
—¿No? ¿Quién es la protagonista?
—La marquesa. Quiero decir la otra, la que tomaba el sol en la alberca, no usted.
—Yo ya no soy marquesa. He dejado de serlo al casarme. Usted, ¿ha leído esa novela?
—Más bien la he estudiado. No es un modo aconsejable de leer. En cualquier caso, puedo contársela, en la escasa medida en que se diferencia su argumento de lo que usted ya conoce por el «Capítulo Zeta». Pero cuenta en trescientas páginas lo que allí se despachó en sesenta, más o menos, y lo cuenta de otra manera, más organizada, sin vacilaciones. El «Capítulo Zeta» es en realidad un esbozo titubeante. Lo mismo hubiera podido resultar de él la novela del Guardia Municipal y su incesto, que la de la marquesa misteriosa o la de las monjas que cuidan al obispo. Y también, por supuesto, una historia de amor con Ute. Todo esto lo deja a un lado. Su tema, en realidad, es el tiempo, ese tiempo de figura incierta de los viernes en vaivén; pero también la historia de las Lolas, que él llama Estefanías. La historia de las Lolas subsiste apenas sin modificación, aunque desarrollada y, sobre todo, convertida en eje del interés, en motivo de acción universal. Son el centro de todo lo que gira y circula, el tiempo, los personajes, las mismas palabras, el verdadero centro de un maremágnum. Hay algunas novedades. El túnel entre el palacio de la Marquesa y la Quinta de los Cipreses juega cierto papel. No es recto, sino sinuoso. Atraviesa mundos petrificados, cementerios, arqueologías… Les permite, a Pedro Teotonio y a la marquesa, averiguar que la moza que se destina a madre de la nueva sacerdotisa, la hija del Director de la banda, es idiota: una gorda gritona que pide constantemente dulces.
—¿Y él Director de la Banda?
—Ése es una especie de demonio, o cosa aproximada. Él interpreta las fuerzas y las pone en marcha. Si el pueblo es un reloj, él es el que rige el volante, y, al mismo tiempo el que da cuerda, mueve las manecillas. El sistema lo abarca todo, hasta la alucinación. La marquesa y Pedro Teotonio intentan escaparse, huir…
—¿Lo consiguen?
—El final de la novela es incierto. Parece como si el autor se hubiera olvidado de él.
—¿Es al menos, una buena novela?
—Es una novela extraña. Llena de gente, como la plaza de un pueblo, pero con pocos personajes. En vez de la villa casi desierta del «Capítulo Zeta», nos la describe pululante, colmada, pero de seres fragmentarios: caras, torsos, piernas, brazos, un abdomen abultado o un pecho escueto. Algo así como si se hubieran reunido en un montón animado todos los pedazos de estatuas recogidos en los museos. Lo mismo sucede con las conversaciones: nada hay hilado, coherente; todo parece roto y sin relación, algo que se oye en un extremo del pueblo, algo que se escucha en el otro; o un rostro que dice una frase, y otro rostro distante que dice otra. Los personajes propiamente dichos tampoco están pintados de la misma manera: la marquesa es como un fantasma de marquesa; el Director de la banda aparece cargado de colorines, como un muñeco de guiñol. Hay un tercer personaje, sin nombre, sin figura, pero fácilmente identificable: es un correveidile mentiroso, armadanzas, que todo lo sabe, que todo lo confunde; se le reconoce en seguida por sus palabras, aunque al contrario que del Director de la banda, no se nos diga cómo es, ni qué cara tiene, ni qué voz. Unas manos se mueven solas, unas manos sin cuerpo, pero muy visibles. —Repentinamente se me ocurrió preguntar a Úrsula—: Uxío Preto, ¿habrá visto sus manos?
—¿Por qué me lo pregunta?
—No las describe, no se refiere a ellas, no las alude, en el «Capítulo Zeta»; pero algunas de las manos de la novela podrían ser las suyas.
Úrsula las escondió en la espalda.
—No creo que me las haya visto nunca. Mi marido tiene una teoría. Después podrá usted escucharlo. (Miró el reloj.) ¿Después? Quizá ya. Tendría mucho gusto en que viniera usted a mi casa y cenase con nosotros.
Supongo que me bastó una sonrisa, a la que respondió con otra, complacida. Dio los últimos toques a la tienda, salimos, recorrimos una calle empinada y pintoresca, de tenduchos y colmados: gente asomada a las puertas, o sentada delante. El aire estaba dulce. Le pregunté qué había sido del profesor de francés que perseguía el tarot. «No ha existido nunca. Es una invención de Uxío Preto.» «¿Y no teme que se lo roben? Debe de valer mucho dinero.» «Nunca se me ocurrió pensarlo.»
Vivía en una casita en la parte alta del pueblo: de paredes encaladas y decoración sencilla: no sé por qué me recordó la casa de María Elena como la describe Uxío en el «Capítulo Gamma»; se debió seguramente a unas ánforas de cerámica popular colocadas en algunas esquinas. Traspasada la puerta del zaguán, el ambiente cambiaba: no ya popular, sino que ni siquiera español; más bien un conjunto internacional y confortable, muy bien distribuidos los muebles, con retratos de familia, antiguos, en las paredes, y cachivaches de calidad, no muchos, de esos que se heredan. Había un hombre con una pipa, en un sillón. Se levantó.
—Karol, mi marido —dijo Úrsula.
—Bienvenido, Ivonne.
De pie, alto y fuerte, el cabello de un rubio casi blanco, me recordó no sé por qué al protagonista de «La ciudad de los viernes inciertos», ese personaje que puede ser Pedro Teotonio, pero que también puede no serlo y que probablemente no lo es.
Úrsula anunció que iba a preparar la cena, y nos dejó solos. Karol podría tener cincuenta años, o quizá más, aunque bien conservado. En sus movimientos parecía quedar el lejano recuerdo de una disciplina militar. No me había saludado con un taconazo, por supuesto, pero no me hubiera sorprendido. Tampoco, de haber llevado monóculo, o de saber que la estrechez de sus caderas se debía a un corsé. La cabeza, en cambio, la tenía de intelectual cansado, y detrás de su mirada bailaba algo de ironía y de escepticismo. Lo que se dice un hombre muy baqueteado, aunque atractivo, pero incluso esta atracción conviene matizarla, porque, reconocida, la respuesta instintiva era la de mantenerse a distancia, como la que el instinto nos aconseja guardar ante todo lo superior.
—Supongo que, después de lo que usted haya hablado con Úrsula, queda algo que debo contarle yo.
Cuando le respondí, más o menos vagamente, «Eso me dijo ella», tuve la sensación de haberlo hecho en voz demasiado baja, tímida.
—No espere usted escuchar una historia larga, menos aún novelesca, sino el mero relato de cómo, hace ya algunos años, un hombre cuya facha no recuerdo, probablemente porque en ella no había nada de particular, entró en la tienda de Úrsula a comprar un pañuelo para el cuello. Yo hablaba apenas el español. Le respondí chapurreando, y él me invitó a entendernos en francés o en alemán. Úrsula había salido. Le ofrecí un montón de mercancía para que escogiese; revolvió, eligió uno, el mejor, el más caro, lo pagó y se fue. Horas después, solía esperar a Úrsula en un bar de la playa. Me senté en una mesa, indiferente a mi vecindad, pero recuerdo que, al hacerlo, no una persona, sino un objeto conocido, me quedó en la conciencia, destacado entre lo visto, lo que acababa de ver. Era el pañuelo que aquella mañana me había comprado un desconocido. Quedaba tan cerca de mí, que inevitablemente nuestras miradas tenían que cruzarse. Me sonrió. No sé si aquella tarde necesitaba yo hablar con alguien en mi lengua. Le invité a mi mesa, aceptó. Hablaba bastante bien el alemán, no el de la calle, sino un alemán culto, de intelectual, que llevó la conversación por caminos singulares. No sé cómo, recayó en el tema de la guerra. Conocía bastante bien su desarrollo, hizo referencia a personas, a lugares, a acontecimientos que no me eran desconocidos, incluso que no me eran ajenos. Lo que me atraía de él no era tanto lo que sabía, sino cómo lo decía. Me pareció muy pronto una de esas personas en las que se puede confiar, y, en cierto momento, sin habérmelo propuesto, me encontré confiándome a él, relatándole sucesos que no había contado a casi nadie. Cosas de mi historia personal.
Le interrumpí lo más cortésmente que pude:
—¿Por ejemplo, que en un momento dado, especialmente dramático, encontró usted a una mujer en situación semejante, y que se salvaron el uno al otro?
—Sí. —Le conté cómo encontré a Úrsula. Y después de un segundo silencio—: ¿Cómo lo sabe?
—El protagonista de «La ciudad de los viernes inciertos» llega al pueblo en situación dramática, la de un hombre que cometió en su juventud un acto deshonroso, y que huye de sí mismo; la marquesa tampoco tenía la conciencia tranquila. El proceso sentimental de la novela no es más que el descubrimiento, por cada uno de ellos, de que necesita del otro para seguir viviendo.
Se le había apagado la pipa, a Karol. La encendió con calma, dio unas chupadas.
—¿Sabe usted, Ivonne, que también es de esas personas a las que uno puede confiarse?
—Gracias.
—Voy a contarle en qué consistió cierto acto de cuyo recuerdo, de cuyas consecuencias huí durante mucho tiempo; probablemente lo haré con las mismas o parecidas palabras con que se lo conté aquella tarde, en el bar de la playa, a quien tengo por Uxío Preto. Yo era teniente de aviación cuando empezó la guerra. Tenía diecinueve años y tripulaba un stuka. No estaba muy convencido de servir de verdad a Alemania, y en mi corazón era enemigo de Hitler; pero, a pesar de eso, todas las noches volaba en escuadrilla a bombardear Inglaterra. En una de estas ocasiones cometí un error, y, como respuesta, el Führer me envió una pistola. Algo se rebeló dentro de mí ante la idea de suicidarme sin sentirme responsable; pero, si no lo hacía, tendría que pasar ante un consejo de guerra que me condenaría a muerte. Imagine usted qué angustia, una duda que sólo dispone de pocas horas para resolverse. Alguien que tampoco estaba muy seguro de sus convicciones, un jefe al que Hitler fusiló meses más tarde, me ayudó a escapar en mi stuka. Aterricé en Suecia. El acto cometido es de los que no perdonan los militares de ningún país del mundo. Viví la aventura, primero, durante la guerra, retenido en un país neutral; después, en la paz, a la buena de Dios, de un lugar en otro; ayudado, primero, de mi título de conde; vendiéndome después. No podía volver a mi casa porque soy prusiano y en Prusia estaban los rusos. Rodé por ese mundo por el que puede moverse un hombre en mis circunstancias, aunque ya sea un hombre sin honor. Y no me fue bien, no. Quizá no fuese lo suficientemente cínico como para sacar partido de mis escasos triunfos. Así llegué a un momento ya sin esperanza. Una noche, aquí, en Fuengirola, encontré a Úrsula. También ella tenía un pasado del que necesitaba huir, también pensaba en suicidarse. Descubrí en su tarot que, juntos, nos quedaba una salida. Así nos salvamos el uno al otro. Pudimos poner la tienda. Vivimos de ella. Yo, además, doy clases de golf y escribo una historia de Alemania.
—En la novela de Pedro Teotonio, la pareja protagonista llega a un momento, el único de la novela verdaderamente moral, en que se confiesa el uno al otro que necesitan ser perdonados y acaban perdonándose.
—Es una cortesía de Uxío Preto que le agradezco, pero nosotros nunca hemos sentido esa necesidad, porque aquello contra lo que pudimos haber pecado ya no existe. Entiéndalo: tanto Úrsula como yo pertenecemos a una casta; la casta, la familia, es la última referencia de nuestros actos; ellos, los de la casta, serían nuestros jueces, pero ese mundo de las castas desapareció, perdió su sentido en el mundo. Nosotros somos supervivientes y nos sentimos solos, sin vínculos con el pasado ni siquiera con la sangre. Somos jueces de nosotros mismos, y hubiera sido ridículo constituir a cada uno en juez del otro, porque haríamos de él símbolo de algo que ya no creemos. Ninguno de los dos tiene derecho a juzgar a nadie, más que a sí mismo, pero carecemos ya de ley en qué fundarnos. Nosotros nos hemos solidarizado cada uno con los pecados del otro, nos hemos hecho fuertes en nuestro pasado. No carecemos de moral, tenemos una moral propia, una moral hecha a nuestra medida. Lo bueno y lo malo lo son para los dos, y en esto estamos de acuerdo. Es, en parte, una moral de defensa. No sólo somos supervivientes de un mundo muerto, sino restos de nuestro propio naufragio. Vivimos en una sociedad que ni siquiera nos rechaza: no se toma esa molestia porque se entra y se sale de ella por el peso del Destino, sin que nadie nos acepte o nos rechace. Si flotamos, enhorabuena; si nos hundimos, con nosotros se va nuestro recuerdo, nadie aquí es mejor que nadie, sino más o menos afortunado. No nos interesa ya volver a ese mundo del que procedemos, pero tampoco ponernos al margen. Úrsula vende sus pañuelos, y yo escribo mis historias y me río de los esnobs que quieren aprender el golf para mejorar de clase. El habernos recobrado sin ayuda nos permite ser independientes, y eso es lo que defendemos, una independencia que es al mismo tiempo soledad. Esta casa y la tienda…
—Pero aquí veo recuerdos, retratos. Hay un pasado al que no renuncian.
—Sólo en apariencia. Ésos que ve, retratados, no son nuestros parientes; esos objetos por ahí desparramados no nos pertenecen como recuerdos, unos y otros los hemos comprado quizá porque nos recordaban algo, pero sobre todo, porque nos permitían inventar algo. Yo podía decir que esa dama de la peluca blanca es mi tatarabuela Metchilda, porque tuve una tatarabuela Metchilda que llevó una peluca así y que estaba retratada en el salón de mi casa. Pero no lo digo. Poca gente nos visita, pero, si alguien viene y nos pregunta quiénes son, nuestra respuesta es siempre vaga. Gente de otro mundo, de otro tiempo, sí. Con sus nombres, con sus biografías, pero sin relación con nosotros. Son piezas de las fantasías que yo escribo. Todo este escenario está destinado a nosotros, a nuestra intimidad, no a los demás, y nuestra intimidad la poblamos de fantasmas. Sobre este mundo real, estos muebles, estos cachivaches, hemos montado otro imaginario para nosotros mismos, un mundo que no nos engaña, pero que nos divierte y en el fondo nos satisface: La Alemania como debió ser, un país y una sociedad en la que tendríamos cabida. Quizá vaya en ello un poco de nostalgia de lo que se perdió para siempre. Nada de esto aparecerá en la novela de Pedro Teotonio, ¿verdad? No tuve ocasión de contárselo a aquel sujeto que estoy convencido de que era Uxío Preto, como le dije.
—En todo caso, le hubiera permitido escribir una segunda parte de la novela. A los lectores les gusta siempre conocer el destino de sus personajes, les gusta que se los dejen en un camino conocido, que el lector pueda imaginar en todo su recorrido. En la novela de Pedro Teotonio, no sabemos qué a sido de los personajes, pero nos hubiera gustado que terminase creando un mundo así… un mundo fantástico.
—¡No sabe usted lo útil que nos es el tarot de Úrsula! Escogemos unos personajes y el tarot nos ayuda a inventarles una biografía distinta de la real. ¡Cómo le divertiría a usted conocer la de Federico II de Prusia, un Federico, además de músico, perezoso y mujeriego! En mi historia de Alemania no hay guerras… ¡Si usted supiera…! Llevamos reinventada la de las dos familias, y le aseguro que es más interesante que la verdadera; o, al menos, solemne. ¡Largas noches de invención! Casi hemos reconstruido la nobleza alemana entera y el resultado es una especie de vodevil. Una historia tan distinta que, al final, no hubiera habido necesidad de Hitler…
Sin darnos cuenta, había aparecido Úrsula, y nos escuchaba arrimada a la puerta.
—Podemos cenar cuando queráis.