EL CAPÍTULO
ZETA
(Carteo)
INTRODUCCIÓN DE UXÍO PRETO
Pedro Teotonio Viqueira entró en mi vida como quien lo hace de rondón en casa ajena, con la particularidad de que, durante nuestras relaciones, no me dio ocasión de echarle la vista encima, y aunque recibí de él bastantes fotografías, no puedo describir su figura, porque en cada una de ellas parece un hombre distinto: lo parece, no digo que lo sea. Conservo, al menos cuatro; correspondientes a otros tantos amoríos, y si a las cuatro mujeres las asemeja algo así como un aire de familia, altas, rubias y extranjeras, ninguno de los cuatro caballeros se daba un aire con los otros. Esto no obstante, nunca he llegado a pensar que Pedro Teotonio fuese un falsario o alguien que pretendiese tomarme el pelo, sino que esta variabilidad de su fisonomía formaba parte de su naturaleza, y acaso lo constituyese. En las imágenes de que dispongo existe, sin embargo, algo alado en común, dijérase no fácilmente perceptible, y es su manera de vestir, no extremadamente cuidadosa, como la de Néstor Pereyra, sino más bien desaliñada, aunque no al modo astroso, sino a eso que entendemos por bohemio: tampoco de los convencionales, por supuesto, sino a manera de relativo descuido del que está de vuelta: el de alguien que, habiéndose sometido durante años a las reglas de la moda, decide prescindir de ella en virtud de un proceso de superación, que, sin embargo, no contradice la elegancia. Ésta es, pienso yo, la interpretación más simple y aceptable, aunque yo esté íntimamente persuadido de que sus cambios de figura sobrevenían o sucedían a los desengaños amorosos, y que consistían nada menos que en la destrucción de un aspecto relacionado con una determinada mujer y la creación de otro destinado a la inmediata: que viene, por tanto, condicionada por él. Dicho de otra manera, y que lo entienda quien pueda, si la figura de Néstor tuvo algo de rígida e invariable, la de Pedro Teotonio era más bien flexible y huidiza, con una miaja de dejadez desengañada y un poco de capricho, según el estilo de la pintura de moda, sin incurrir jamás en extravagancias. Las corbatas de las cuatro fotografías son diferentes, pero el modo de llevarlas es técnicamente el mismo, no hay más que examinar la forma de los nudos, y otro tanto se pudiera decir de las chaquetas o del peinado. Estas conclusiones, a las que llegué tras laboriosos análisis seguidos de enrevesadas deducciones, son las que me han permitido concluir la identidad esencial de cuatro figuras accidentalmente disímiles, aunque de la misma estatura. Que sea o no posible es algo que no me preocupó jamás, si se parte de la convicción inicial de que Pedro Teotonio Viqueira pertenece a la realidad por las vías inusuales de las concepciones imaginarias; cuya existencia, cuya biografía tienen que ser juzgadas de conformidad con una lógica algo apartada de eso que tenemos por normal; lo cual, por otra parte, jamás me causó grandes quebraderos de cabeza, dado que a la lógica al uso no suelo tenerla en cuenta, ni en mi conducta ni en mis imaginaciones: sencillamente no me sirve. De lo contrario, no sólo hubiera tenido que dudar de la realidad de Pedro Teotonio, sino de la mayor parte de las personas con las que me relacioné, con las que me sigo relacionando, y con las relaciones futuras. Durante el período de las nuestras, Pedro Teotonio se enamoró cuatro veces. Como en sus cartas sólo me hablaba de estos amores, encuentro justo que quisiera acompañar las palabras escritas de testimonios gráficos. Es verosímil que no dispusiera de ellos en la medida y calidad requeridas. Buscó en cada ocasión una fotografía idónea, y me la envió, convencido como estaba de que, por debajo de las apariencias, yo percibiría la fundamental identidad. Y así fue. Dispongo en este momento de cuatro figuras distintas y un solo hombre verdadero. Para mis necesidades me basta. Pero no deja de ser curioso el que a un pintor, hombre imaginativo si los hay, leídas las cartas de Pedro Teotonio, se le ocurriera hacerle un retrato. Tuvimos algunas largas conversaciones previas: que si alto, que si atlético, que si escuchimizado. Le di mi venia para hacer lo que quisiera. Lo hizo: del cuadro saqué una fotografía y se la envié a Viqueira. Me respondió unas palabras escuetas (era muy raro en él): «Dale las gracias a tu amigo. Es mi vivo retrato.»
En cuanto a sus cartas, las pude dividir en cuatro series, cada una correspondiente a un enamoramiento: las que me hablan de Laura, las de Beatriz, las de María Magdalena y las de Claudina, escritas respectivamente desde Nueva York, desde Roma, desde Palma de Mallorca y desde París. Se asemejan en que comienzan con el entusiasmo y acaban en decepción, después de haber pasado por períodos de románticas exaltaciones y románticas caídas. Esta semejanza no las hace, sin embargo, monótonas, pues no sólo varían por su estilo, sino por las historias que relatan y los modos de amar que me describe. No deja de ser posible, sin embargo, que la diferencia principal obedezca a que fueron escritas en distintos períodos de la vida de Pedro Teotonio, los anteriores a la edad del desengaño, cuando aún hay sol en las bardas, y los inmediatamente posteriores: como quien dice, la subida a la cima y el comienzo del cataclismo. Son más líricas que narrativas, pero el lirismo no acompaña la curva del sentimiento, sino que, por el contrario, asciende y se incrementa hasta el final de las cartas del período parisiense, el último: no sé si a causa del clima, del ambiente o de alguna influencia literaria que no me he cuidado de averiguar, pero que no es indiscreto tener en cuenta, toda vez que Pedro Teotonio fue una de las personas más imbuidas de literatura con que me tropecé en mi vida: como que no he llegado a saber si él mismo fue algo más que eso. Como yo poco más soy que meras letras, como nadie es mucho más, y como ésa es una de las maneras más escogidas de andar por esta realidad que nos fue dada, jamás me entregué a ninguna investigación al respecto. Por el contrario, la presencia (no más que epistolar) y la seguridad de que Pedro Teotonio vivía en alguna parte, no sé si geográfica o mental, fue de mis mayores satisfacciones, pues su existencia y su comportamiento fueron para mí la prueba de que se puede ser sin ser como los otros: criatura de lujo, eximida de ciertas necesidades, entregada a los modos más delicados e imaginarios de vivir. Que para eso se necesita de una base real, jamás lo he puesto en duda, y yo tengo la mía, que me lo recuerda constantemente; pero por el hecho de que Pedro Teotonio no se haya referido jamás, ni como mención ni como alusión, a sus medios de vida o a alguna suerte de profesión que les justificase moralmente, no supuse que careciera de ellos. Conjeturo por algunos barruntos que pertenecía a esa clase intolerable de hombres que, en virtud de las injusticias sociales, no tienen por qué preocuparse de la vida práctica. Hace más de medio siglo se les hubiera llamado paseantes en Corte, salvo esos años intermedios en que pudo haber sido un hijo de papá o un mero señorito, aceptado lo cual, no es indispensable eximirle de una etapa de señoritismo (aunque breve): fue la que gastó en estudiar griego. Si se hubiera dedicado a jugador de polo o al tiro de pichón, no habría incurrido en la ocurrencia de escribirme. Supongo que practicó con poco éxito alguna clase de arte y que, como muchos de esos fracasados, acabó recurriendo a la poesía, que da bastante de sí para el que quiere engañarse, más aún para el que busca consuelo. Ya en su primera carta me advierte de que es poeta, no sé si para propiciar mi respuesta, para que yo no me llamase a engaño, o para ambas cosas. No obstante, jamás me envió un poema, aunque ciertos fragmentos de prosa de sus últimas misivas desde París pudieran ordenarse como versos:
… lo que uno hace
no pasa de apagar el cigarrillo,
acercarse a la ventana,
apoyar en el vidrio la frente oscurecida,
ver a través de la lluvia los automóviles raudos,
hacia abajo,
hacia arriba,
y escuchar la caricia de la rama en los cristales,
rápida o lenta, según las ráfagas.
Cualquiera de esos que creen entenderlo todo,
siempre en el caso de ser, además, perspicaces,
concluiría con la más apabullante petulancia:
«He aquí un macho entristecido
porque la hembra acaba de fallarle.»
Y ya está.
No hay más que hablar.
Todos los movimientos
del ánimo y del cuerpo
quedan metidos en ese breve enunciado —con valor apodíctico—
sin que se excluya el teclear de los dedos en el vidrio verdoso.
De otras muchas maneras puedo ser considerado:
¿Quién sabe si no fui en aquel trance una metáfora?
Lo que sucede, sin embargo,
es que, por vez primera,
se me quiebran también las relaciones
entre la lluvia y la rama,
las que me habían llevado
a comprender al árbol,
a la lluvia y lo mismo a las estrellas
como voces calladas de ese todo
en cuyo centro dos nos habíamos amado
con amor rebosante, el que irradia a la estrella y a la rama
y también a la lluvia que persiste,
y al sol, si el tiempo es claro,
y hace del todo como versos de un poema,
como cadencias de una melodía.
Ella no viene. Algo se está rompiendo
—aunque no cese de romperse—,
una fractura larga e indecisa.
Y una luz súbita se me metió en el alma.
De pronto, lo comprendo: cada cosa
no sólo es cada cosa, sino que sólo puede
ser esa cosa en soledad.
Desde la estrella al árbol, la distancia
es infinita, como el abismo
que me separa de aquella que no viene
ni volverá jamás. Fue una quimera
lo de pensar que éramos el todo
y que ese todo estaba ya en nosotros.
Es muy curiosa, es realmente inexplicable,
y sin embargo, lógica,
esa clarividencia con que el amante abandonado
empieza a ver la realidad,
y esa sinceridad inferior
con que se lo confiesa…
No me atrevo a proponer esos versos como modelo de lírica desengañada, ni siquiera como meros versos, pero me siento en la obligación de tener por poeta a Pedro Teotonio sólo porque él me dijo que lo es, y no considero lícito meterme en opiniones ajenas, sobre todo cuando se trata de opiniones que alguien tiene sobre sí mismo. La intimidad de los demás es sacra, y lo que cada cual cree de sí constituye el meollo de su propia sustancia, por modesta que sea, y la de Pedro Teotonio más bien peca de excesiva. Por otra parte es un error muy extendido ése de creer que todos los versos deben medirse con el mismo misterio, y que la poesía es una y la misma cosa, idéntica a sí misma a través de los siglos. Yo tengo mis ideas sobre la poesía, pero Pedro Teotonio tuvo también las suyas, y, si las tomamos por baremo, estos versos transcritos, y otros como ellos, deben ser estimados como poesía, aunque mala. Pero aquí se plantea otra cuestión que la sobriedad me obliga a dar al traste: ¿es tan auténtica, tan verdadera, la poesía mala como la buena?
Después de lo de Claudina, Pedro Teotonio me escribió varias cartas desde París; las primeras, delirantes: me describía un París descalabrado y a Claudina como causa eficaz del descalabro. Llegó un momento en que todas las calles se le ponían de punta, en que los morros de todos los automóviles apuntaban contra él y en que la comida de todos los restaurantes estaba fría. Le aconsejé que se marchara. Me preguntó que adónde. «Lo que te conviene es un cambio de aires. En casos como el tuyo, los ingleses emigran al Mediterráneo, igual que algunas aves.» Tardó tiempo en responderme: lo hizo desde Nápoles, donde estaba de paso. «Me han hablado de un pueblo de la costa andaluza. Te escribiré desde allí.» Y volvió a pasar el tiempo, pero sólo transcurrieron unas semanas sin tener noticias suyas. Pensé, o temí, que le hubiera enredado alguna sirena y que se lo hubiera llevado a sus palacios de coral: creo a Pedro Teotonio muy capaz de habitarlos, de modo que esperaba recibir cualquier día la fotografía de un marinero con una merluza en brazos. Me equivoqué. La carta que llegó venía sellada en Alcázar de la Ribera, pueblo del que jamás había oído hablar y que en vano busqué en los mapas. Esa carta es la primera que transcribo de las varias que nos escribimos durante aquel espacio que tengo por interregno. Las noticias que me comunica, los hechos que me describe, las personas de que me habla, constituyen los materiales de una novela publicada tiempo después con su nombre. Se titula «La ciudad de los viernes inciertos», y desde que me habló del título, lo consideré un poco exagerado por las razones que pueden deducirse de lo ya dicho. Pero, ¿quién llegará a evitar que un hombre desconocido que arriba a un pueblo serrano, se arme un barullo con el calendario? Y mucho más si la ciudad es en sí un barullo.
En cualquier caso, la carta, en sus últimos párrafos, dice así:
DE PEDRO TEOTONIO A UXÍO PRETO (fragmento)
… No deja de ser curioso, y aún extraño, otro aspecto de mi situación. Te lo describiré con toda la frialdad admisible: para que no sea escasa, hago un esfuerzo, aunque en estas cuestiones no se pueda evitar un adorno de subjetividad. Siento como si toda mi vida, y toda la realidad que me rodea, ésta de la que no me es dado librarme, estuviera reunida, y mantenida en su unión, por una clave, que bien pudiera ser clavo, o quizá sólo un quicio, pero renuncio a la metáfora: en cualquier caso, un algo sobre lo que se sostenía todo, mi persona, mi personalidad y el mundo entero. Era ella. Y, ahora, al no estar, al saber como sé que ya no la veré nunca, tengo la sensación de que ese todo, al faltarle un lugar en que apoyarse, o el con qué, comienza a vacilar, igual que los contornos de las cosas cuando se miran a través del humo. Tal vez lo anteriormente escrito sea la primera muestra de una desintegración que empieza, por lo menos la mía. Lo que me sucede ahora lo demuestra. ¿Será sencillamente que volvamos a ser uno, tú, Uxío, y yo, Pedro Teotonio? De repente, ha desaparecido el sentimiento (sé que retornará) de hallarme solo, más bien abandonado, y su vacío se me está llenando de imágenes imprevisibles, y en realidad inexplicables, puesto que no son recuerdos, sino algo así como si, de repente, se me fuera a ocurrir una novela. ¿Qué otra cosa puede ser esto en que vivo, esto que veo, y la insistencia con que escucho estas palabras, «Aquí, los viernes son inciertos»? Como afirmación categórica la encuentro excesiva y algo alejada de lo mío. Pero, ¿no sería un título excelente para una narración que todavía ignoro? Es lo que escucho como un campaneo repetido, esos que a veces se oyen sin que las campanas suenen. Lo que tengo a mi alrededor, donde estoy, es una ciudad acostada en una colina parda, con manchas oscuras de árboles, pueden ser pinos, cuando se les ve oscuros, pero también olivos, cuando platean; una ciudad de sol, de cielo limpio donde jamás hay nubes, salvo esos días del equinoccio, y alguno del solsticio, en los que, allá en la cumbre, se acumulan masas negras que estallan en tormenta y en turbión: corre en seguida el torrente por el lecho arenoso del río, el que queda pasadas las murallas, que las rodea en cierto modo por determinada parte, y que escapa hacia abajo, hacia los médanos donde el turbión se sume, sin que sus aguas en tumulto lleguen a apaciguarse en la mar. La ciudad vive encerrada, recogida en sí misma. De momento, no veo en ella a nadie: su plaza, los cruces de las calles aparecen vacíos, acaso porque la contemple a la hora de la siesta, que hasta los perros duermen: en la cima, allá arriba, quedan enhiestas y mordidas las ruinas de un castillo, probablemente moro. Después, hacia abajo, un espacio ancho, tierra de nadie, con hierba rala y algunos árboles entecos. Más abajo, porque hay un más abajo, fuera aún de la ciudad y antes de ella, un bosque de cipreses oculta una quinta blanca, las puertas y las rejas verdes. Inmediatos, siempre hacia abajo, dos cubos de muralla y la Puerta del Norte, que está tapiada. Hay la historia de por qué se tapió, tiene que haberla, pero aún la ignoro. ¿Estará aquí el nudo de la cuestión? La antigua catedral (los altares desnudos, extinguidas las luces de las lámparas), arrima sus estribos a estos cubos, y levanta una torre pesadota de más poder que aire, blanca, eso sí, con el tejado verde que en otro tiempo ha relucido. Así, de pronto, no veo, pero adivino, las calles que separan la catedral del Concejo, ese casón de un poco más abajo, cuya fachada abre a la plaza sus arquerías italianas, esbeltas y blanqueadas, con medallones: retratos ideales de los viejos corregidores, o quién sabe si también de los señores antiguos, por alguna razón recordados, porque turbantes o cascos morunos también los hay. Enfrente, al otro lado de la plaza, hacia el Sur, el sol no alumbra la cara del palacio de la Marquesa, parece un telón de fondo con luz detrás: también verdes las rejas y las maderas. De algún color envejecido, antiguo, pero no encalada, es la fachada fachendosa: muestra la piedra descubierta, de un ocre que en algunos lugares es como de oro, como de tierra en otros. Después, a la derecha y a la izquierda, hacia arriba y hacia abajo, casas, rejas, portalones, y las aberturas de dos calles, del Sol y de la Luna les llaman, así reza en las esquinas: unos mosaicos desconchados con las figuras de los astros epónimos, si no llegan a proclamarlo, al menos lo aseguran; al Sol le falta un cacho de nariz: el cuerno alto se le cayó a la Luna. ¿Y por qué ahora me quedo mirando a los mosaicos y por qué temo que el pueblo, de repente sea el inhabitable de un ensueño, sombras y luces transitorias y un inmenso vacío? ¿Se quedará mi visión ahí, interminada y misteriosa, como las viejas catedrales? Es curioso: ahora esto que veo lo encuentro duro, como cristalizado e inmóvil. Y me entra una especie de melancolía, jamás sentida: por un momento esperé que la ciudad y la plaza se me llenasen de vida, pero no se me ocurre nada. Todo lo más, descubro algún edificio no visto aún, el convento de las monjas detrás de la iglesia vacía, y otra casa con torre, aunque pequeña, mucho menos ostentosa que la de la Marquesa: como una de esas torres pequeñas que coronan muchos cármenes de Granada; más que torres, terrazas levantadas, casi aéreas, con ventanas abiertas que dejan transcurrir el aire y las canciones. Pero estos miradores tienen cerrado de cristales en los que el sol se mira durante toda su vuelta, desde el tenue resplandor que nace por encima del mar, hasta la luz rojiza que muere sobre las ondas del poniente. Uxío Preto, tú, que sabes algo de esto, ¿qué puedo hacer? ¿Por qué no me ayudas a descubrir los hombres y las mujeres de esta ciudad vacía, y, si de veras lo está, a inventarlos poco a poco?
DE UXÍO PRETO A PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA
No es verosímil ni deseable, ni de momento probablemente probable, que se pueda evitar el que, alguna vez en su vida, y a veces durante toda, la de cada sujeto de especie varonil se apoye en una mujer como en su quicio, y que el desquiciamiento que sigue al abandono carezca de remedio, a pesar de los muchos consejos que al respecto nos vienen dando los hombres defraudados. Las mujeres, a su vez, sufren de lo mismo que nosotros, y cuando alguna de ellas asienta su existencia y su felicidad en la presencia de un caballero, si éste la abandona, se encuentra más o menos solitaria y desquiciada, como tú, y hay también casos en que intentan remediarlo escribiendo una novela. ¡Admirable error, en el que no quiero insistir para no desanimarte! El hecho de que, súbitamente y a modo de mutación pasajera, se levante ante ti todo un mundo de imágenes inéditas en trance de crecimiento, y que se te ocurra ponerlo por escrito, no pasa de episodio, que puede llegar a ser especialmente interesante, o francamente aburrido. Todo depende de que el amante desengañado posea cualidades que nada tienen que ver con el amor ni con el desengaño. El interés de tu caso, según lo que me cuentas, reside en que no tratas de escribirlo, en parte al menos, para lo cual no conozco consejo, salvo el de que dejes de imaginar y no pienses en escribir; pero semejante invitación queda muy lejos de mi propósito. Antes bien, creo que no sólo no debes sustraerte a ese mundo de experiencias inesperadas, sino que te conviene aceptarlo, ensancharlo y explorarlo. Si no lo puedes solo, con mi ayuda. No espero que con esto olvides en seguida a esa mujer que huyo, ¡no es nada fácil el olvido!, pero confío en que, al final, acabes por preguntarte si era rubia o morena, puesto que, en tus recuerdos, la maraña de su pelo cambia sospechosamente de color: de cobre, de oro, vulgarmente castaño o extrañamente endrino. En resumen, Pedro Teotonio: no puedes quejarte de tu suerte. Vas a escribir una novela, o, por lo menos, vas a inventarla y planearla. Que la pases después a las cuartillas es lo de menos. Pero cuida, eso sí, de que, desquiciado tú, no se te desmorone ese mundo en que ahora vives. Es necesario algo seguro en que asentar el pie. Debe de ser muy difícil transitar por un planeta desmantelado, y, a lo mejor, ni siquiera vale la pena hacerlo.
Pienso haber reproducido con precisión las imágenes que tu carta me sugiere. No lo atribuyas a excesiva perfección de tus palabras, menos aún a extraordinarias potencias que yo posea, sino al hecho indemostrable, pero cierto, de que cuanto te pasa en lo interior puedo reproducirlo perfectamente en el mío, incluidos tus sentimientos. Veo, pues, esa ciudad, y veo en ella algo que tú no has visto todavía, pero que percibirás en cuanto de nuevo la contemples, ya informado por mí. Por ejemplo, no se te ocurrió asomarte a la playa, más allá de esa masa de árboles y de esa lomita que quedan hacia abajo, por el monte, a poco de la muralla sur: pues verás que a Alcázar de la Ribera le ha salido una sucursal en la costa, otra ciudad alargada, de casas nuevas, mirando hacia la mar. Si la tuya está vacía, ésta la veo más que poblada, gente que va y que viene día y noche, las mujeres con la carne a la vista o a la sospecha, con albornoz o sin él, depende de que caliente el sol o no caliente. Hacia el final del Oeste, encima de una cala, puedes ver esa fábrica en la que se trabaja el esparto: escobas, cepillos, felpudos: es el esparto que crece por la ladera y por el monte todo, hasta perderse. Los hombres de la ciudad de arriba bajan a ganarse un jornal. Son los que regresan los viernes por la tarde. Su ascenso por la colina lo podrás contemplar si aciertas con el momento, pero no creo que te sea fácil. Todos, igual que tú, ignoran cuándo es viernes.
He aquí algunas cosas que te conviene averiguar: si hay en la ciudad algún cura; quién es y qué es lo que hace.
Cómo son, cómo viven, las monjas de ese convento.
¿Piensas que el palacio de la Marquesa se puede dejar así, con una sola y mera descripción? Tienes que penetrar en él, entérate… Si hace falta, inquirir, fisgar. En el palacio de una marquesa, aunque sea pontificia (y ésa no lo es por lo que veo), hay siempre historias.
Por alguna razón que no se nos alcanza, la torrecilla de estilo granadino tiene cristales. Algo se esconde detrás, por alguna razón. O por una sinrazón, pero siempre una causa. ¿Cómo, si no, se atrevería el dueño a cerrarle el paso al aire?
Una casa encalada, las rejas y las maderas verdes, oculta por un bosque de cipreses, siempre encierra un misterio. ¡No puede ser otra cosa, fíjate bien, Pedro Teotonio! Considérate frustrado si únicamente descubres que una familia de Madrid, o de cualquiera otra parte, aunque sea de Estrasburgo, la usa como quinta de recreo, unos meses al año. Pon en marcha tu sensibilidad, ayuda a tu imaginación. Un ciprés en la esquina de la quinta puede anunciar al cielo que allí sólo vive un hombre: en el mejor de los casos, alguien que tiene una cuestión con Dios. Pero, ¡un bosque de cipreses…! Si no hay misterio ahora, tiene que haberlo habido. Sé de casas cerradas y ocultas en que se cometieron crímenes sórdidos o espléndidos, en que estallaron pasiones capaces de estremecer al mundo. En otras hay tesoros. En algunas, alguien consume su vida en el recuerdo de un amor defraudado, o de una gran ambición. ¿Y quién te dice que el misterio no es de otra naturaleza, y allí se reúnen en silenciosas orgías las brujas del contorno, éste entendido de una manera lata que puede extenderse hasta más allá de Edimburgo, o que una mujer de extraña anatomía sabe congregar en la alberca de su jardín a las sirenas voladoras del mar Mediterráneo? No se puede dejar una casa como ésa en una simple mención. Espíala. Atrévete incluso a allanarla, aunque profanes la intimidad de una doncella.
Finalmente, determinados detalles no pueden pasarte inadvertidos. La casa de los cipreses me la sitúas hacia arriba de la colina, fuera de las murallas. Tiene encaladas las paredes, y ningún signo exterior denuncia la condición del propietario (en caso de que sea un hombre), aunque sí su riqueza. Pero el palacio de la Marquesa queda hacia abajo, dentro de la ciudad y en el lugar más visible. No está encalado, y, aunque se te haya olvidado decírmelo, encima de su portal ostenta un complicado escudo nobiliario.
Entre estas dos mansiones debe existir alguna relación, de rivalidad tal vez, de odios ancestrales, aunque no excluya la cooperación, el amor, la complicidad. ¿No habrán cometido juntos ese crimen, los de arriba y los de abajo, los aristócratas y los simplemente ricos? Se dan casos. Si no fuera demasiado melodramático, te sugeriría que buscases algún pasadizo por debajo de la plaza que permita ir del palacio a la quinta, ocultándose a las miradas de la gente. Tendría que ser un túnel escalonado y pino, una larga escalera fatigosa de subir, resbaladiza y húmeda. Se recomienda el uso de una linterna eléctrica a causa de las corrientes de aire, que a veces soplan con furia. Si alguna vez te alcanza, si te envuelve y te arrebata, no dejes de escucharle: el aire sabe todos los secretos.
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO
Cerré también los ojos, y recordé los consejos de tu carta. Mi ciudad imaginaria, y sin embargo vivida, Alcázar de la Ribera, ya real para los dos, se me presentó en una sola visión ancha, completa, como una fotografía ampliada. Presté atención al convento de las monjas. Es un edificio blanco, con celosías en las ventanas, un portón grande y, muy cerca, la entrada de la capilla. Tiene un patio con mirtos y flores y una fuente: de piedra, con un surtidor de cobre reluciente, como si cada día lo bruñesen. Y, ¿quién lo sabe? Hay conventos de estos en los que las monjas extreman la limpieza hasta pulir los grifos cada día: así tienen en qué entretenerse, y no les viaja la mente por donde no debe ir: ya se sabe que las mentes monjiles tienen límites estrechos y tienden a escaparse hacia lo alto. Puedo decirte que éstas guardan debajo del altar el cuerpo incorrupto de la Madre fundadora, sor Teofrasta del Niño Dios, que ya sería santa si tuvieran dinero sus hijas para los trámites: como sabes, son caros; pero Roma queda lejos, y la Santa, que lo es de hecho, no lo es de derecho todavía, ni las monjas esperan ya que llegue a serlo: pero le rezan según liturgia propia que ellas han inventado. Tienen también un obispo. Verás. Estas monjas viven de fabricar las yemas y los confites que llaman de la Santa de Alcázar, aunque ella no los haya inventado, si bien pudiera ser que esta denominación de origen nos remita a una santa anterior, desconocida. Decir que los confites los inventó una judía es casi tan blasfemo como asegurar (y no falta quien lo haga) que los inventó una mora. Ciertos latines incomprensibles, transmitidos por vía oral, y que se rezan sobre la masa al fermentar, atestiguan su indiscutible, aunque también indemostrable, eso es lo cierto, santidad. La mezcla, las proporciones, el tiempo de cocción, todo viene estipulado de antiguo, como unos mandamientos que nadie osa investigar por miedo a tropezarse con el rostro de Jahvé. Las gallinas, escrupulosamente seleccionadas, se alimentan según una receta de siglos y quién sabe si anterior a los siglos mismos, de modo que las yemas de los huevos, a juzgar por cómo saben confitadas, tienen que estar compuestas de un modo químicamente singular. Pues bien: el último de los obispos que constan en el obispario de este pueblo se puso muy enfermo del disgusto que le dio saber que su diócesis quedaba suprimida, que la catedral se vaciaba de ritos, y que él se convertía en obispo cesante y jubilado, sin más derecho que a vivir el tiempo que Dios le diese. No tuvo, el pobre, quien lo cuidase, y se moría solo en el palacio incalculable, estancias y crujías para arañas y ratones: que ya no era episcopal, que ya no era más que caserón vacío, sin curas y sin curia. Hasta que las monjitas se enteraron y preguntaron que por qué no lo cuidaban, pues tenían una celda bastante independiente en donde Su Ilustrísima podría refugiarse con su melancolía. Hubo arreglos, llevaron al enfermo al convento, el obispo moría cada día un poco, y a una de las monjas se le ocurrió darle la misma comida que a las gallinas: aquella papilla misteriosa que sor Facunda preparaba en la cocina sin el menor respeto para el misterio del manjar, si no pasto. Fue muy gracioso, porque el obispo dejó de morir, aunque no mejoraba, sino que se quedó entre la vida y la muerte un poco ido de espíritu y memoria, eso sí: como que a veces decía que era papa, y, otras, monaguillo, según que le diese por la humildad o la soberbia. Así pasó mucho tiempo, dos o tres generaciones de monjas, quizá más. Las viejas enseñaban a la nuevas lo que había de hacer con aquel cuerpo tan grande y tan pesado, que canta constantemente canciones ininteligibles, una larga melodía de ritmo sosegado y probablemente feliz. Lo sientan en su carrito de ruedas y lo sacan al claustro, y allí, en un rincón caliente en el invierno y fresco en el verano, lo mantienen con su cantinela. Al obispo, cuando se calla, lo que le gusta es oír el rumor de la fuente, y, en verano, que le aparten las moscas y lo abaniquen. Hay quien afirma que su alma ya debería estar en el cielo, pero que el Señor, en su misericordia inescrutable, le permitió quedarse a mitad de camino.
El tiempo comienza a bifurcarse, de eso me di cuenta al advertir un desfase, una falta de coincidencia, entre el movimiento de mi reloj y el de la realidad, no exactamente quieta, sino desperezándose lenta como una galaxia que evoluciona, diríase que desganada, hacia una estrella ignota todavía, tal vez inexistente. Y esta sensación, que fue en seguida convicción, me sacó del convento, y me zambulló de repente, sin darme tiempo a pensarlo, pero tampoco contra mi voluntad profunda, en la mitad de nuestro pueblo, que por alguna razón no averiguada aún, comienza a parecerme lo suficientemente real como para que yo piense en él, me agarré a él como a lo único evidente y táctil, pero, además, razonable, conforme con los datos de los sentidos y con las exigencias de la lógica; o como más cierto al menos que esta situación ilusoria en que me hallaba.
Me abandonaron, o algo me abandonó, repito, en este pueblo que ya es nuestro y que veo cada vez con precisión mayor, nítido y concreto; con esa precisión a que nosotros, los del Norte, no estamos habituados. No hay tinieblas ni orballo, pero, en compensación, las cuestiones del tiempo no aparecen muy claras. He recibido, súbita, la revelación (no me queda otro remedio que llamarle así) de que me va a resultar muy difícil averiguar cuándo es viernes. Como si la gente lo supiera, pero se lo callase como un secreto. Ahora mismo, una señora vieja atraviesa la plaza. Es como todas las demás, viste de luto, un pañuelo en la cabeza (justificado por el sol y la costumbre). Me acerco, le pregunto cuándo es viernes, y ella me responde: «¿Viernes? ¿Qué es eso de viernes? No sé, señor, por qué me lo pregunta.» Y yo le explico que el viernes es ese día en cuya tarde los hombres dejan de trabajar en la fábrica de cepillos y felpudos, allá abajo, en el pueblo nuevo, y vienen a pasar tres noches aquí arriba, en sus casas: esa larde en que las casadas y las ennoviadas, y las que esperan serlo o lo desean, acuden a ver si vienen el padre, o el hermano, o el marido, o el novio, o el chico ése, o si han quedado abajo, junto a la playa, robados por alguna de esas otras que andan medio desnudas por la calle y que hablan lenguas distintas.
Hay alguna razón por la que la viejecita me dice que no sabe cuándo es viernes. «¡Ah, viernes, viernes, quién lo supiera!» Pero lo chocante es que tampoco lo saben un hombre que acaba de pasar, y un niño, y… ¡Ya he visto gente en el pueblo, Uxío! La he visto y hablado. Lo de menos es que no sepan cuándo es viernes.
En cambio ya sé lo que sucede en la casa blanca de la torrecilla. Muy divertido, pero algo dramático también. La casa es grande y respetable, ¡ay, con todas las señas externas de la respetabilidad y algunas interiores! Tienen un patio con naranjos y macetas de geranios, y un surtidor. Parece que en este pueblo hay muchos surtidores (también en la plaza, en medio de la fuente, han instalado uno: no me había fijado antes). Yo no sé si la casa es respetable a causa del patio, o si tiene el patio porque es respetable, pero no hay duda de que, entre la respetabilidad y el patio, existe una relación, por ahora desconocida, de causa a efecto; en todo caso una causa muy antigua, porque la casa lo es. En la fachada blanca se inserta el portal de piedra ocre, muy solemne, con sus columnas y su dintel. Y la puerta es recia y claveteada, siempre cerrada, menos el postigo entreabierto por el que se columbra el patio y se escucha, eso sí, la música del agua. Pudiera añadir muchas más cosas; de las rejas, de las ventanas, de la galería, de cómo está vestida y alhajada la casa, y de esos visillos tupidos que la señorita Marcela borda de sol a sol para estorbar miradas, no la luz. La señorita Marcela es rubia, de largas, de gruesas trenzas, y todo en ella parece pertenecer a otro tiempo, como si la suya fuese la realidad del recuerdo. Vengo a verla, la vi en su estrado antiguo, inmenso, con su diminuto bastidor: demasiado salón para una sola niña, para un solo visillo, aunque sea largo. No me atreví a preguntarle cuándo es viernes porque, tan encerrada como está, probablemente no la ha informado nadie de que algún día es viernes, y de que ese día las mujeres esperan a los hombres. Ella no espera a nadie. No sabe lo que es la esperanza, menos aún qué es el tiempo. Ella borda un visillo interminable para el sol que sale cada día.
Todas las noches, el Guardia Municipal se arrima a la pared, debajo justamente de la torre; se sienta en un poyete, y toca al acordeón arias de ópera. Entonces, en la torre, se abre una vidriera, y, allá arriba, canta la señorita Marcela: en italiano, como las divas. Canta, a oscuras, «La Traviata», «El Trovador», «Rigoleto»; cuando llega lo del misserere, el Guardia Municipal lleva el dúo, y el acordeón el coro; la noche en que hay luna, con un poco de suerte se puede ver que se ha deshecho las trenzas, la señorita Marcela; que el cabello le cae por los hombros y se los cubre. Acaso estén desnudos, esto no le lo puedo asegurar. Y no le des suelta a la imaginación, Uxío Preto, que las cosas no van por ese lado. Por lo pronto, el Guardia Municipal es un hombre maduro, tirando a respetable por las canas de su bigote; un bigote simpático, ¡puedes creerme!, y la señorita Marcela acaba de cumplir los dieciocho años. Al escuchar el dúo, pensé lo mismo que tú, un amor descabellado, que engendra arpegios y no orgasmos: cuarenta y cinco años me separan de mi amada y todas las barreras de la injusticia social, yo no soy más que un guardia al servicio del municipio. Aunque debo decirte que él, como tal guardia, resulta muy aparente: lo más probable es que el alcalde se sienta realizado en su honor municipal al atribuir al único responsable del orden el derecho a un uniforme rutilante, como que brillan en la oscuridad de la noche la plata de los galones y de las charreteras, los níqueles del casco. Me acerqué a él en su descanso, y después de saludarle, le pregunté cuándo era viernes. Él me respondió: «Mañana, pero no se lo diga a nadie.» «¿Por qué? ¿Está prohibido saberlo?» «No, señor, aquí nada está prohibido y todo el mundo puede saber cuándo es viernes, pero hay cosas que se callan: por ejemplo, cuándo es viernes, o por qué vengo yo todas las noches, salvo las de los domingos, a tocar el acordeón al cobijo de esta torre.» «Pero debe de oírle todo el pueblo.» «Me oyen todos, sí, señor. Más aún, escuchan hasta que les llega la voz de mi acordeón, pero no dicen: “Abrid esas ventanas para oír a don Bernardo en su tocata”, sino precisamente: “Abrid, que hace calor”, y “cerrad ya, que ya hace frío”. Las músicas de mi acordeón y la voz de mi hija las oye todo el mundo, se escuchan en toda la ciudad y más arriba, en las murallas del castillo, y más abajo, hasta el bosque. Hay demasiado silencio, y la música lo llena enteramente.» «¿Ha dicho usted su hija? ¿La señorita Marcela es su hija?» «Desventuradamente, señor. De legítimo matrimonio, sí, consumado hace veinte años con esa bruja de su madre.» «Caballero —le dije entonces—, perdóneme que no comparta, o por lo menos me abstenga de admitir durante un tiempo prudencial, el que tarde en comprender sus razones, esa singular realidad de tan escasa decencia que acaba de atribuir a su señora, la cual, por el hecho de ser la madre de Marcela, esa preciosa muchacha de voz tan refinada, merece alguna parte de mis respetos.» «Se lo agradezco, caballero, en mi doble condición de padre y de marido, porque, ¿qué más quisiera yo que una madre normal para mi hija, una madre que no nos obligase a vivir separados por la sospecha del pecado de Júpiter? Porque, sépalo usted, señor, que, por lo que veo, no es ciudadano de nuestro municipio: según mi esposa, yo estoy enamorado de mi hija, y la única manera de evitar el peligro de un incesto es arrojarme a mí de la casa de mis mayores, ignominiosamente, como usted ve: arrojarme a un uniforme de Guardia Municipal, y mantener a Marcela prisionera, que ni a misa le permite salir. ¿Imagina, señor mío, mi tragedia, andar por el mundo con la carga de esa vergüenza y tener que acogerme a este oficio municipal para que la gente tenga un pretexto para no reconocerme y pueda dirigirme la palabra? La responsable de todo es mi mujer, sólo porque al comprobar la excelente voz de mi hija me empeñé en educársela, que es lo que vengo a hacer aquí todas las noches, ella en su torre, yo entre las sombras.» Le sacó unas escalas de acordeón y quedó debruzado sobre él. «Ya se acabó. Ésta es la señal de que, por hoy, se ha terminado. Y lo malo, caballero, es que no tengo esperanzas de salvación. Además de ser desgraciado en esta vida, voy a irme al infierno en la otra. Porque, de tanto decírmelo mi esposa, acabé convencido de que amo a mi hija, de que la amo pecaminosamente, de que jamás tendré perdón.» Así como estaba debruzado, escondió la cara entre las manos y comenzó a sollozar. «Bueno, hombre, bueno, no se ponga así, no será para tanto. Después de todo, usted ya no es un muchacho y a esa edad es más fácil vencer las tentaciones.» «Las de la carne, sí, señor: yo ya no las padezco. Mas, ¿y las del espíritu? ¿No ha oído usted hablar de pecar con el pensamiento? ¡Es la más grande de las estupideces humanas, quedarse con la culpa y no con el provecho! Yo imagino a mi hija desnuda y la persigo por las praderas, como un fauno.» «Pues no está bien, claro, en eso estoy de acuerdo. No hay nada tan pecaminoso como perseguir a una mujer imaginaria, aunque sea una ninfa.» Alzó hasta mí su rostro bigotudo, cansado, bañado en lágrimas «No me queda más consuelo que la música», y como si yo me hubiera ido, inició una larga tocata, triste y sin vuelos para llegar al cielo, como es la obligación de toda música. ¡Qué digo al cielo! Ni siquiera a lo alto de la torre donde seguramente Marcela escucharía aún. Era una música apegada a la tierra, horizontal, pedestre.
Estoy cansado, Uxío, y algo triste. Las cuitas de don Bernardo me encogieron el corazón. Allí lo dejé tocando. Y no me vienen ahora ganas de relatarte nuevos descubrimientos. Mañana te escribiré otra vez. Procuraré, si me siento capaz, investigar lo que sucede en la Quinta de los Cipreses y en el palacio de la Marquesa.
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO (continuación)
He pasado una noche espiando la Quinta de los Cipreses. ¿Por qué de noche? Puede obedecer a cierta conciencia que tengo de que los misterios se manifiestan en ausencia del sol, y de que algún momento de la noche, ese instante anterior al cantar de los gallos, es el adecuado para descubrirlos: no te preocupe la brevedad del tiempo, porque hay instantes largos e instantes infinitos. Por lo pronto, y como dato complementario, puedo decirte que no llegué a escuchar el esperado kikirikí, lo cual puede obedecer, o a que no hay gallos en el entorno, o a que esa madrugada se quedaron absortos o estupefactos, inverosímil esta última hipótesis, dada la fidelidad de todos los animales a sus costumbres, y a la escasez casi absoluta de excepciones. Claro está que, en mi caso, una alteración de las leyes fundamentales del Universo no tendría nada de extraño: el canto de los gallos en una de ellas. Tuve, pues, que guiarme por el alba, pero el alba, en estas circunstancias, no instituye límite, hasta aquí y desde aquí, sino que indica sólo la muerte de la noche, en el sentido, no de que está agonizando, sino de que ha muerto, durante un período regularmente variable: cosas de la noche, que serían extrañas y aun cósmicamente sospechosas, si no se correspondiesen con otras cosas del día, equilibradamente distintas. Es así que los gallos cantan antes de la alborada; luego, en buena lógica, el momento de descubrir cualquier misterio había pasado ya, y las luces de aquel amanecer sólo sirvieron para guiarme en el regreso, cuesta abajo por la ladera, por el borde de las murallas y a su cobijo. Por cierto que el espectáculo de la luz sobre la mar lejana no dejó de sorprenderme, pues vi por primera vez la mar de color rosa: un rosa tenue, con algo de escarlata.
Delante de la Quinta hay una terraza amplia, los mirtos y los cipreses fuera: con balaustrada en torno y un estanque en el medio, éste asimismo con surtidor. El lugar es agradable. La claridad del mármol contrasta con la pujanza oscura de los cipreses, y el silencio es tan grande que el leve canto del surtidor, casi un susurro de agua, lo rebasa, aunque sólo hasta el momento en que la voz del ruiseñor salta en las arboledas. Cabrían en este lugar de mi relato algunas consideraciones líricas resultantes de la luna, de los cantos, de las sombras insondables y del inmenso silencio en que se envuelve todo, pero no pude evitar, al encontrarme allí, que cierta intuición súbita apartase mi ánimo de las delicias líricas y lo encaminase a las ásperas, aunque esbeltas, metafísicas. En tanto el ruiseñor no había cantado, mi sensación, mi convicción, fue la de haber entrado en un ámbito de tiempo quieto, un remanso o un rincón, quién sabe si un olvido, o, si lo quieres más claro, apartado del fluir de la vida y de sus versatilidades: como entrar en el espacio de un paisaje pintado. El chorro del estanque era tan uniforme que más parecía participar en la quietud del ámbito que de la movilidad del agua, y su rumor, al brotar de un chorro inmóvil, lo parecía también, con esa sensación de eternidad que da el ruido uniforme e inalterado. Pero esta sensación se desvaneció al surgir en el bosque el canto del ruiseñor, como ya dije, que me restituyó al tiempo, inexorable al darme su medida. Dicho de otra manera y sin exagerar, sería como haber entrado en lo irreal y como si el pájaro me hubiera devuelto a la realidad. No deja de ser posible que haya salido perdiendo. Si mantenerse en la realidad tiene ciertas ventajas, escapar de ella no deja de ser atractivo como aventura, si bien teniendo en cuenta que cuando llamo «irreal» a lo «otro» me inclino por un modo vulgar, aunque claro, de expresarme, ya que, como bien sabes, para mí no existe lo irreal, sino otras caras de lo real para cuyas percepciones no nos sirven los sentidos. En cualquier caso, mi tránsito no fue completo, pues si la mitad de mi espíritu se deja llevar por aquella acumulación de arpegios ascendentes hasta cimas insuperables o descendentes hasta gravedades difíciles, la otra permanecía fiel, y en éxtasis, a la quietud del chorro y de su música insistente, sin perder ni un solo instante la conciencia de que «esto», el chorro inmóvil, el inmóvil rumor, era más misterioso que «lo otro». En el canto de un pájaro no hay más que naturaleza; hermoso, por supuesto, pero no misterioso. Lo que pasa es que, por lo general, cuando se escucha al ruiseñor, se involucran en el instante todas las metáforas y todas las exageraciones que la literatura acumuló sobre ese canto. Me distrajo un ruido, regresé sin transición al tiempo y al espacio usuales. Se había abierto una puerta, se había añadido una más a las circundantes oscuridades. El sillón en que me hallaba sentado se acogía a una sombra, de modo que no me movió el miedo a que me descubrieran. Fui sólo un hombre atento entre tantas quietudes. Así esperé. Pasaron unos instantes: de las inciertas dimensiones del instante creo haberte dicho lo necesario y experimentar el tiempo como realidad infinita es salirse de él por la otra puerta. Cuando se espera, el tiempo se suspende. Yo esperé. ¿Poco, mucho? No sé. Lo que pasó cupo en aquella noche, pero no te podría decir si antes de la madrugada, aunque en aquélla bien pudiera repetirse la primera madrugada del mundo. En un momento indeterminado apareció una figura. Por algo que no puedo describir, un aire, un garbo, adiviné que era mujer y no fantasma, aunque por fantasma se pudiera haber tomado: alta, delgada, vestía ropas largas y se cubría de un velo. En su conjunto, una hermosa visión con algo de helénico y también de romántico. Descendió los escalones con calma. Adelantó los pasos, muy airosos, hasta la mitad de la terraza, quedó quieta, alzó a la luna los brazos. Era el ademán de Antígona cuando va a declamar su monólogo ante Creón, ante el cosmos entero, ante la Historia. De pronto empezó a hablar no con naturalidad, sino como si cantara. Sus primeras palabras no las pude escuchar a causa del ruiseñor, pero de pronto el avecilla acordó enmudecer, y llegaron a mí unos versos conocidos, caramba, Preto, no te caigas del susto:
… que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidado, se desmaya una flor.
Querido Uxío, todo lo que hasta el momento te llevo descrito o insinuado puede explicarse racionalmente, incluidos los efectos del silencio de la noche, de la luna, y de los cantos contrapuestos del chorro y del ruiseñor. En un ambiente así, la aparición de una mujer velada no deja de ser lógica, e incluso necesaria. Y si al final de todo esto resultase ser la luna, Diana misma, pues, mira, no sería difícil hallar razones para explicarlo. Lo que no entiendo es por qué una mujer así de aparatosa, en un ambiente tan poético, sale de casa a deshora para recitar la «Sonatina» ante un auditorio de cipreses impávidos, y tal vez soñolientos. Confío en que hallarás motivos para que siga investigando en este lugar contradictorio. Los admito de antemano, porque estoy decidido a seguir adelante. No obstante, en la terraza ya no quedaba nada que hacer porque asomaba el alba, porque enmudeció definitivamente el ruiseñor; porque, de pronto, me atrajeron los rosas azulados que flotaban en el horizonte de la mar. Me fui.
La exploración del palacio de la Marquesa la llevé a la siguiente noche a término cabal. Encima de la entrada, no sé si te lo dije, tú lo has adivinado, campea un escudo descomunal, sostenido por dos figuras gigantes, que serían dos Hércules si Hércules hubiera tenido un gemelo: puede al menos representar a dos titanes. Son desproporcionados, musculosos y feos. Miran hacia abajo, y con cada mirada envían al que llega una amenaza de muerte, porque parece que tiemblan. Al empujar el postigo, me estremecí y dudé: entré sin tiempo de contemplar la puerta, y al cerrarla, tuve la sensación de que mi sombra quedaba fuera, aquella sombra inútil. Tampoco se me ocurrió preguntarme por qué estaba abierto el postigo, y por qué no había chirriado el abrirse. Me hallé en un zaguán oscuro. Más allá de otra puerta, se adivinaba un patio al que la luna alumbraba sesgada y débilmente. Me asomé. Pude ver unas hermosas arcadas construidas en óvalo, y un suelo de baldosas. ¡No había estanque, mira, ni surtidor! Sinó una alberca cuadrada con macetas de flores en los bordes. Me parecieron tamarindos, pero podían ser naranjos, los árboles en que concluyen dos veredas cruzadas, naranjos despoblados de gorjeos. Nada me sirvió de referencia para limitar el silencio. Si lo había, se escapaba hacia arriba, hacia el cielo del patio, por las altas galerías, por los sospechados corredores.
Adiviné algunas puertas. Me aproximé a una de ellas. Arrancaba desde su umbral una escalera de piedra con pasamanos, por la que ascendí, más que osada, inconscientemente, aventurándome en lo oscuro y en lo desierto. No me sentía atraído, sino empujado. Me pregunté por quién, y la respuesta que surgió de las tinieblas fue: «¡Por tu sombra!» Absurdo, ¿verdad? Había quedado fuera. Lo comprendí en seguida, al tiempo que otra vez me sentía compelido al ascenso, no sé por qué manos de céfiro que mi razón (disparatando) había inventado para tranquilizarme el temor. La sombra se desvanece entre las sombras, pero algo me seguía. ¿Acaso me perseguía? ¿Y no sería que ese algo o alguien me vigilaba? No escuchaba mis pasos, ni el roer habitual de las polillas, ni una mera escapada de ratones, aunque sí las pisadas, un poco retrasadas de las mías, de mi perseguidor. Así empecé a recorrer pasillos y crujías, salones y sobrados, con la sensación cada vez más firme de haber entrado en lo confuso, en lo vacío y en lo circularmente interminable: dos vueltas, tres, quién sabe cuántas, y la convicción cada vez más segura de no estar solo. Por alguna rendija de ventana, por algún enrejado de maderas, entraban retazos de luna que sólo me servían para agrandar las sombras, para que se perdieran en la nada los límites de los espacios. Estaba en el palacio de la Marquesa como podía estar en un desierto imaginario, en la oquedad sombría de un recuerdo. Mi mano a veces creía rozar un mueble, un cortinaje, un quicio, pero al alargarse para tocarlos, los perdía o huían. ¿Puedes imaginar lo que se siente cuando vas a tocar una pared, y la pared escapa? Una multitud de soluciones innecesarias ocupaban, simultáneas, el lugar del espanto y lo ahuyentaban. Ante todo, la contraria de la impresión de mis sentidos, el que mis manos no tropezasen con nada, el que a mí mismo no se me hubiera interpuesto ningún obstáculo, no quería decir que en el palacio no los hubiese, sino sencillamente que, por su disposición, no interrumpían mi camino ni el del que me seguía, cada vez más cerca de mí, como que a veces temía recibir en mi nuca su aliento. Pero asimismo la prolongación al infinito de mi sensación primera: nada tocaba, nada me entorpecía porque no había nada, y si mis pies no sentían la tierra que pisaban era porque no había tierra, porque iba caminando por un camino estelar, por el espacio tenebroso entre estrella y estrella apagadas. ¡Ay esos caminos vírgenes que se pretende hollar! (Como doncellas lejanas, inasequibles.) También se me ocurrió que, a un lado y otro, monstruos de inimaginables formas, fauces de innumerables dientes, garras de incalculada potencia desgarradora dormían a la vera de mis pasos, dormían con un sueño tan ligero que un solo roce leve los podía despertar. Pensé asimismo en cadáveres amojamados y descarnados: en montones informes o en nichos regulares, y en difuntos ilustres, toda una interminable prosapia: embalsamados y vestidos como había leído no sé cuándo en no sé dónde: muertos gloriosos y crueles, marquesas y marqueses antepasados, cada cual con su historia, no de todos sabida: se la habían llevado consigo al mundo de la muerte sin retorno, el mundo de los muertos olvidados. Sí. Por alguno de aquellos muros invisibles estaba emparedada, con un traje de novia, la señorita que no fue virgen al tálamo: su cuerpo, ya sin carne, conserva aún los ojos cristalizados en el horror. Pensé si sería esto, lo que yo imaginaba, lo que me habías aconsejado averiguar, pero, para saber si me movía entre solemnes maniquíes de mandoble o de estoque, necesitaba una luz, y la había olvidado. Lo bueno de todo esto fue que me hizo desplazar el miedo. No obstante, en una de aquellas caminatas, alrededor del patio y las galerías, descubrí un suave resplandor que llegaba del hueco de la escalera. Corrí hacia él, mi perseguidor tras mí, y, mientras descendíamos, me abandonó el terror, al tiempo que contra el luar creía ver un torso femenino nítido como el de una mujer desnuda. Quise seguirlo y huyó; me arrastró la visión consigo, me sacó del palacio, y no dejó de apretarme el corazón hasta que estuve en medio de la plaza, de rodillas sobre el borde del estanque, intentando coger agua del chorro y rociarme. Volví de súbito la vista atrás, y alcancé a comprender que alguien que me miraba se escondía: no por visto, sino por presentido.
De momento me pareció hallarme en el normal silencio de la noche, pero, poco tiempo pasado, llegó hasta mí la música del acordeón que a aquella hora arrastraba el Guardia Municipal: ella sola, el rezongo fatigado del instrumento, aunque sin aria de ópera, sino la queja triste de un amor sin esperanza que, además, es pecado: las notas bajas del fuelle lo parecían repetir: «Me siento condenado a un infierno en que no creo y a un dolor que no merezco.» Descubrí, contra las paredes blancas, la sombra de don Bernardo. Me encaminé hacia él: me saludó tranquilo como si mi aparición, más que natural, fuese esperada. «Siéntese —me dijo—: Aquí a mi lado. En estas noches calientes, el frío del poyete no se nota: lo malo es cuando viene el cierzo.» Me senté, junto a él, aunque sin rozarlo, y no sé si en aquella mínima distancia se expresaba el recelo a los precitos. Le pregunté si en el palacio de la Marquesa había fantasmas. «No señor. Ni en el palacio de la Marquesa ni en ningún lugar del pueblo, como no sea, en todo caso, arriba, en el castillo: pero ésos serán fantasmas paganos, almas de moros muertos el día de la victoria. ¡Hasta en eso es injusta la muerte! Como son moros, nadie les hace caso, y allá ellos con sus orgías o con sus quejas. Lo que usted encontrará aquí si queda mucho tiempo entre nosotros, son sólo máscaras. En este pueblo nadie es lo que parece, y, de muchos, no se sabe qué son… Yo mismo, ya se lo dije otra vez, ando de Guardia Municipal para que nadie pueda ver a don Bernardo Alderete, el padre incestuoso. Sospecho con cierto fundamento que hay bastantes personas que esconden otros pecados, pero ya las irá conociendo.» «Eso —le dije— le pasa en todas partes a todo el mundo. Es el busilis de la condición humana. ¡Ah, la insalvable distancia entre el parecer y el ser! La vida no es otra cosa.» «Pues mire, como yo nunca salí de este pueblo, creía que era sólo cosa nuestra. Como que me deja desilusionado, al enterarme de que no somos distintos.» «Tanto como eso, no lo dije.»
Dejé que pasara un tiempo, que él llenó con su música, y, después le rogué que me hablase de la Marquesa, y de por qué su casa estaba abandonada, quizá vacía, o lo parecía al menos. «Tal vez lo esté, quizá no, eso no se sabrá nunca. Ni tampoco, a ciencia cierta, si hay una sola Marquesa, o si son dos, madre e hija, quizás hermanas gemelas. Hay quien dice que una de ellas vive en el pueblo de abajo, ese que se llama igual porque nos tiene robado el nombre, y anda como todas las de allá, con las tetas al aire y el culo casi, con hombres por el día y por la noche, en tanto que la otra vive encerrada en el palacio y hace en silencio penitencia por los pecados ajenos; pero yo no lo tengo por verosímil. Para mí, las dos hermanas son iguales, desvergonzadas y feroces, y mientras una de ellas anda por el pueblo de abajo, y baila, y bebe, y fornica, la otra, o se encierra aquí a restaurar su cuerpo fatigado, o viaja, de modo que el palacio está vacío unas veces, y, otras, encierra a una marquesa duplicada. Nosotros no la vemos jamás, pero se sabe que se acuesta desnuda al lado de la alberca y toma el sol. Una vez, un muchacho se encaramó al tejado para verla. Al día siguiente su cuerpo apareció despedazado en la calle: se dijo que se había escurrido al bajar, pero hacia dentro, hacia el patio, en su avidez de contemplar de cerca el cuerpo maravilloso de la Marquesa, quién sabe si de tocarlo. Entonces, ella misma lo arrastró muerto, por encima de los guijarros, hasta el arroyo en que lo encontraron, de madrugada, y después lavó el rastro de sangre. Yo vi al muchacho muerto, espatarrado, pero no puedo decirle cómo ni dónde cayó.» «¿Y no se le ocurrió pensar a nadie, ni siquiera a usted, que pudiesen ser siete marquesas, en vez de dos?» «¿Y por qué siete?» «Una marquesa de personalidad dudosa no está jamás numéricamente limitada. Y, de ser múltiple, hay que pensar en un número mágico. Con todos mis respetos para el Tres, mi preferido es el Siete.» Don Bernardo se encogió de hombros.
Volvió al silencio, volvió al acordeón. Luego añadió: «Si una noche cualquiera alguien ve luz en el palacio, tenga la seguridad de que alguien escalará el tejado, con muchas precauciones, eso sí, y de que después contará a sus amigos cómo es el cuerpo de la Marquesa. O no lo podrá contar.» «Pero, ¿no dice usted que anda medio desnuda por las calles de la ciudad de abajo?» «Medio desnuda sí, señor; ante todo, puede no ser la misma, porque son iguales, aunque también puede ser una sola: así que conviene no olvidarlo. En cualquier caso, lo que ellos quieren es ver la mitad que se oculta, todas las reconditeces. Es natural, ¿no le parece? Yo, si fuera muchacho, y no estuviera enamorado de mi hija, también lo habría hecho, o lo haría cualquier noche. Mire, ya ve, yo, como guardia municipal, puedo entrar en el palacio sin previo aviso, puedo verla desde el zaguán sin tiempo a que se esconda, o, al menos a taparse; pero lo considero un acto de allanamiento de intimidad que no podría perdonarme.» «¿Quién? ¿Su hija?» «No. Yo mismo. Yo soy mi peor juez. Como no creo en Dios, tengo que constituirme en mi propio Tribunal Supremo.»
DE UXÍO PRETO A PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA
De tu capacidad de investigación casi no me quedan dudas. De que sepas ordenar los resultados ya no estoy tan seguro. Y lo que me preocupa en medida difícilmente explicable es el peligro que corres en una ciudad tan sorprendente e insegura como esa que me describes. ¿Serás capaz de hacer frente con serenidad a sus riesgos? Porque lo importante de las Sirtes, querido Pedro Teotonio, no es que existan, sino que se crea en ellas. Tú verás cómo te gobiernas en medio de las novedades que con toda seguridad te esperan. Tenme al corriente, aunque con comedimiento en el detalle, pues te confieso que, de momento, empieza a interesarme todo lo que concierne a ese pueblo por el que no sé si anda tu cuerpo con el alma a cuestas: ese Alcázar de la Ribera que no logro encontrar en los mapas, tan insignificante debe ser. Hay momentos en que lo supongo situado en las estribaciones de la Sierra Nevada, hacia la parte de Almuñécar o por ahí; pero, otras veces, no me resulta difícil imaginarlo acostado en la pendiente de una ladera de ésas en las que el tiempo retuerce, contrae, desgarra los olivos milenarios; de esas que, al llegar a la mar, se rompen en las paredes de una cala.
Llevas ya bastantes páginas descriptivas y narrativas, pero todo lo que hasta ahora averiguaste fue que un padre no demasiado típico colabora de un modo tampoco típico en la educación musical de su hija; que una señora (o señorita) vestida de manera inconveniente, en vez de declamar a Sófocles, recita a Rubén Darío, y que en tu recorrido nocturno por un palacio, has imaginado lo que hay o lo que puede haber incluida la persecución insoportable de una sombra: siempre razonablemente lejos de lo acostumbrado, que serían muebles viejos, carreras de ratones, y el rumor de una carcoma que interrumpe el silencio, como si se lo comiera. Todo lo encuentro interesante, a condición de que esos hechos aislados no se queden en tales, no sean únicamente la parte visible de unos icebergs que debajo del agua permanecen distantes. Tu obligación es relacionarlos, del mismo modo que tres hechos apartados le permiten al detective descubrir su conexión, o sea el crimen. Olvidaste la búsqueda del pasadizo que indudablemente comunica el palacio vacío de la marquesa desvergonzada con la quinta de la recitadora cursi. Y, sobre todo, te has desentendido, acaso por olvido, de que tu narración se titula «La ciudad de los viernes inciertos». Hablas, en cambio, de putas. Me cuesta considerar como tal a una dama que profiere versos ajenos, por muy nocturno y aparatoso que sea el espectáculo, pero me siento dispuesto a admitir que lo sea: las señoritas de pueblo suelen dar estas sorpresas, sobre todo si son ricas. Además, una mujer nunca estorba, y contribuye a limar esa patosidad de elefantes melancólicos que muestran los hombres solos, cuando son más de dos… Pero, ¿y los otros? Porque, para hablar en plural tienen que ser más que uno. ¿Eres tú, por ventura, uno de los que faltan? En ese caso, ¿cómo se llama el último? ¿Lo has descubierto ya? ¿Alguien que está a punto de llegar, alguien que ya ha llegado, alguien muy esperado que no llega? La espera de un poeta puede alcanzar la expectación y trasmudarse en esperanza. Sólo esperar a un profeta es superior, pero, si de poetas aún hay, de profetas ya no quedan. Debes de andar con pies de plomo, en esto de los poetas. Hubo un tiempo en que se distinguían a primera vista, por el andar, por el aura y por los trajes, pero, en estos tiempos que corremos, borradas las señales externas, no resulta muy fácil su identificación. Diríase que se esconden, o que se disimulan, que tienen miedo, y eso nos aconseja imaginarlos perseguidos por las innumerables hordas incompatibles. Se puede concebir la vida como una gigantesca cacería de poetas, como un deseo vehemente y unánime de echarlos de la tierra, siempre y cuando previamente se demuestre que ellos son los culpables. ¡Y es tan fácil demostrar cualquier cosa, sobre todo la verdad de una mentira! Hay importantes moralistas que consideran a los poetas como animales dañinos, y, aunque te parezca raro, todavía se tienen en cuenta las opiniones de los moralistas, ante todo la de aquellos que, en el fondo, marchan de acuerdo con lo que quiere la gente, como es su oficio. Y lo que la gente quiere es la comodidad. ¿Habrá algo más incómodo que un poeta? ¡Siempre reclamando gloria! Ni entre ellos mismos se aguantan, a juzgar por lo que dicen unos de otros y por lo que algunas veces han dicho de sí mismos. Pues, ¿cómo van a soportarte a ti? Y, sobre todo, ¿cómo os vais a soportar, caso de no ser tú solo, si el azar os aproxima, os lleva al mismo pueblo, os hace convecinos, y mete a una mujer por medio? Si te decides a formar parte del grupo, en el caso hipotético de que llegue a constituirse, no lo hagas sin antes pensarlo bien.
Ese Guardia Municipal acongojado de deseos incestuosos, ese que acompaña el camino de la luna con la música de un acordeón, te dijo algo así como que en ese pueblo nadie es lo que parece. Si se trata de una condición indispensable para vivir ahí, entiendo que conviene aplicar la circunstancia a tu condición de poeta, aunque de momento no se me ocurra cuál de las dos soluciones posibles aconsejarte. Porque, una de dos, o no eres poeta y lo pareces, o lo eres y lo disimulas bajo una máscara convencional de, por ejemplo, coureur de femmes, lo que iría muy bien a tu condición de enamoradizo, pero que en un pueblo puede ser arriesgado: las mujeres lo cuentan todo. Puedes justificar tu llegada y tu estancia presentándote como vendedor de libros, lo cual nunca es comprometido, porque nadie los compra, pero es oficio que guarda una relación remota, a veces casi invisible de puro delicada, con la poesía. Que un vendedor de libros en el momento cumbre, diga «No vendo libros, los hago», queda muy verosímil y propicia la anagnórisis. Debería, pues, preguntarte si te consideras a ti mismo poeta, bien de los verdaderos, bien de los meros versificadores arrebatados. Personalmente, carezco de las pruebas mínimas tanto de lo uno como de lo otro, aunque no de barruntos, pero eso no debe extrañarte, porque sigues siendo un misterio para mí. Pongamos que eres poeta, o que versificas con la destreza indispensable para que se te considere como tal: entonces, enmascárate. Insisto en que ofrezcas libros a plazos. Te dará ocasión de entrar en todas las puertas y enterarte de todo, si bien el resultado de tus averiguaciones será tan abrumador que no sabrás qué hacer con él. En la calle del Gato número quince, la Mariquilla tiene un orzuelo. Como la cara de la Mariquilla es graciosa, y sus ojos azules no dejan de ser extraños en tierra de ojos negros, su familia está consternada, y ella misma teme no curarse jamás, o, por lo menos, no curarse antes del viernes, fecha (incierta por supuesto) en que vendrá el Manolito a pasar el fin de semana. Todo el mundo le dice que eso no es nada, un orzuelo le viene a cualquiera, que sólo dura un día o dos, tres a lo sumo. Pero, ¿y si el viernes cae en uno de ellos? Ya ves lo que son las cosas, o cómo son: pues la Mariquilla no sabe cuándo cae el viernes, es una verdadera desventura que a nosotros apenas nos importa, porque en nuestro relato no cabe el orzuelo de la Mariquilla. Escapa a esas noticias.
Evidentemente no es cosa de que ese orzuelo nos preocupe, pero la incertidumbre de los viernes me ha hecho pensar demasiado, hasta el punto de perder el sueño. Me explico que a esa gente no le acongoje la incertidumbre de los domingos, puesto que, seguro el viernes, el domingo caerá por su propio peso, el peso grave y un poco sonoro de los domingos, y las mujeres de Alcázar de la Ribera se asomarán a las murallas a ver cómo se alejan los varones. Unas lloran; otras, han llorado ya; alguna espera llorar, pero, por el momento, se recrean en recuerdos agradables. Fíjate en que la Mariquilla lleva el ojo vendado, y saca las consecuencias, si es que, en un momento de tedio, te interesan las menudencias biográficas de esa muchacha. Aunque ellos no lo consideren así, para nosotros todo eso es una anécdota. A mí lo que me interesa, es el misterio de los viernes, si bien por razones personales: pienso que detrás de los viernes inciertos se enmascara también un misterio del tiempo. Como bien sabes, el tiempo no es igual en todas partes, y en algunos lugares en que existen particularidades dignas de atención, e incluso de apasionamiento, como simas insondables, el tiempo huye por ellas, se escapa aun antes de llegar. El por qué esto sucede, nadie lo sabe, ni probablemente se sabrá nunca, y hasta es posible que el tiempo se rija por leyes casuales, de duración limitada; leyes que se rectifican a sí mismas y cambian como los vientos; como extrínsecas a él, las mismas por las que el agua de Cuestarriba de Abajo es exquisita, y la de Cuestabajo de Arriba, que está al lado, envenena a las vacas. Barrunto que el tiempo es de lo más cotidiano que existe, quién sabe si excesivamente cotidiano, un tiempo vulgar, incompatible con ciertas delicadezas y ciertas complejidades; algunos no pueden soportarlo y emigran al verdadero Alcázar, al de Arriba, donde sospecho que el tiempo es más aristocrático, aunque el vecindario no perciba de su singularidad sino lo incómodo de esos viernes inciertos. Porque éste es un dato del que no te has dado cuenta, pero que se demuestra por un par de hechos fácilmente comparables: en la plaza, en una esquina, existe una tienda encima de cuya puerta hay un rótulo, no sólo inesperado, sino chocante: BOUTIQUE. Y un poco más abajo, en un quicio de piedra trabajada, cuelga otro rótulo, aunque más pequeño, y no de los fijos, sino pendiente de un clavo: un cartón donde alguien anuncia que se dan clases de francés. Pasa con esto lo mismo que te decía antes de los icebergs, que puede tratarse de hechos aislados, o relacionados secretamente, y, en estos casos, quien dice hechos dice personas. Se me ocurren diez o doce hipótesis, pero no creo que necesites guiarte por ninguna de ellas para averiguar quién es la dama que regenta la «boutique», y si el que ofrece las clases de francés es señora o caballero; en cualquiera de los casos, saber si hay algo entre ellos, y de qué naturaleza. Ten siempre presente, en ésta como en otras investigaciones, la revelación del guardia: todo está enmascarado. ¿Qué se esconde detrás de la «boutique» y de las clases de francés? Si me cuentas que son los medios de vida de dos personas vulgares, me sentiré decepcionado, aunque no por eso te echaré la culpa. No olvides que te hablo de estos dos personajes todavía desconocidos con la convicción de que han emigrado de la playa en busca de «un tiempo distinto», metafísicamente, se entiende. En busca de los viernes inciertos.
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO
La dueña de la «boutique» se llama Ute, y sus ojos me miraron ya otras veces, vienen mirándome desde el fondo de los sueños, me conocen. Parece, a primera vista, una extraña combinación de estudiante, intelectual y golfa, pero, al fijarse bien, se ve que no es ninguna de esas cosas, sino algo que las mezcla y las excluye. Sin embargo lo que yo me pregunté al tenerla delante, fue el por qué de que sus ojos me hubieran mirado tantas veces, si desde antes de nacer ella o antes de nacer yo. Y casi lo echo todo a perder cuando me dieron ganas de preguntarle: «Señorita, los ojos que usted tiene, ¿los ha heredado, los ha robado, no son los de una chica de París que se llama Claudine?» ¡Fíjate qué manera de entrar en una tienda un caballero que va a ofrecer libros a plazos! Me limité a saludarla según lo acostumbrado, pero con la diferencia de que, al decirle «¡Buenos días!», deseé vivamente que sus días fueran buenos; más aún, felices, y no sólo el de hoy, sino todos los que le quedan en la vida. Pero no te alarmes aún, Uxío Preto: no se me ocurrió pensar, al menos en el primer momento, que esa felicidad la compartiese conmigo, que yo fuera su causa, o que al menos surgiese, como una llama o un silencio, o la relación imprevisible que en aquel mismo momento comenzaba. Casi al mismo tiempo que me fue simpática, por algo que la rodeaba, o en que estaba metida, algo así como un aura, comprendí que no podía serme más que simpática. ¿No lo encuentras raro en un hombre como yo, siendo ella rubia, bonita, interesante?
Conviene sin embargo que sepas, para que tu imaginación no yerre, que todo lo que te vengo diciendo de la mirada y del saludo corresponde a una segunda etapa de mi visita, tan rápida como la primera. Ésta fue singular, y puedo relatarla diciendo que al entrar en la «boutique» tuve la sensación de meterme en el cubil de una hechicera. Esa impresión de cueva la da el modo de estar colgadas y amontonadas las ropas y los cachivaches, y, lo de bruja, viene del búho que preside en cierto modo el antro: lo digo por la preeminencia de su colocación, en un lugar central y visible. Pero no es un búho vivo, ni siquiera disecado, sino de porcelana, con unos grandes ojos brillantes de cristal, que también me miraban como si me hubieran visto siempre y lo supieran todo de mí. Pero, ya ves, no me causaron miedo, ni siquiera inquietud: le devolví la mirada al búho como si yo también lo supiera todo de él.
Es una moza de buen ver, alta, los ojos grises, que alcanzará la treintena, o por lo menos la ronda, y que no tiene nada de ingenua ni de inocente; pero esto tal vez lo hayas deducido de mi primera impresión, esa que rectifiqué en seguida. Vestía como cualquier muchacha de las de ahora, no ropas escogidas, sino las mismas o parecidas a las que vende en su «boutique»: pantalones vaqueros, jerseys, chaquetones, bufandas largas, algún que otro pañuelo de colores. El que ella llevaba al cuello, me sorprendió por la calidad y el gusto: estoy seguro de que, de haberlo escudriñado, hallaría en una de sus puntas una firma importante de París. La calidad del pañuelo, y su elegancia, se corresponden a la delicadeza de sus manos, y a ese aire de princesa desterrada que me obligó a rectificar la primera impresión. Todo, sin embargo, explicable, menos los ojos. No, Uxío: nadie puede tener los ojos de otro, mirar como mira otro, saber de uno lo que los ojos del otro han averiguado. No me atreví a decirle, no fue posible: «Aquí estoy, señorita, a proponerle la compra a plazos de una nueva enciclopedia.» Se hubiera reído, aunque cortésmente; o me habría preguntado: «¿Por qué me miente? Usted no viene a venderme libros; usted viene únicamente a conocerme. Pero algo le ha sorprendido…» No dijo nada de eso, claro. Tampoco me deseó buenos días, como yo a ella: unos días largos y felices. Se limitó a responderme que me estaba esperando. «¿Es que alguien —balbucí torpemente— le anunció mi visita?» «No, no hubiera sido necesario. Hace tiempo que le espero, desde que usted llegó. En realidad es como si el que abrió esta tienda y me puso al frente lo hiciese sólo porque este día había de llegar usted.» Sonrió, y yo no supe si se burlaba. «Suceden de repente (continuó) algunas cosas sin sentido, y, sobre todo, sin relación, como las cuentas de unos collares distintos: y una se entrega a ellas como llevada por mano ajena, hasta que, también de pronto, también sin esperarlo, algo les da sentido, y una siente que le pertenecen, quizá que les pertenece, que sólo ellas tenían que suceder, que cualquier otro suceso me habría apartado de mí misma. Todo esto lo comprendí cuando usted vino, cuando le vi parado junto a la fuente, cuando supe quién y lo que hace. ¿Por qué ha tardado?»
«Me temo, señorita (le respondí), no ser yo el hilo de las cuentas de esos collares. Sin embargo, admito la posibilidad de estar equivocado, de que tenga usted razón. No podremos saberlo ahora mismo, puesto que todavía ignoramos qué será lo que acaba de empezar. O, por lo menos, yo lo ignoro, y no se me ocurre…»
Me interrumpió. Lo hizo levantando la mano, la derecha, como para detener mis palabras.
«¿Sabe a qué ha venido al pueblo?»
«Sí, creo saberlo, aunque, si alguien me acorralase a preguntas, es probable que no pudiese responderlas todas. Pero hay algo que sé. O que vengo a saber, con más exactitud. Hemos descubierto este pueblo, mi amigo Uxío y yo, y él me envía para que averigüe…»
«¿Qué sucede y a quién? ¿Y el por qué, sobre todo por qué? ¿Y piensa que lo puede averiguar charlando por las noches con el Guardia Municipal, explorando el palacio vacío, escuchando a doña Lola recitar en su terraza poemas ajenos? ¿Es eso todo lo que sucede en el pueblo?»
¿Doña Lola? Hasta aquel mismo momento se me había ido formando en la mente algo así como un globo de cristal sutil, rica en irisaciones su curvatura, en el que iban cabiendo, y acomodándose, todas las imaginaciones y todas las experiencias hasta entonces habidas. El nombre de doña Lola no pertenecía a aquel mundo, venía de otro ajeno, fue como un martillo grosero que rozase la superficie del globo y lo hiciera pedazos, que, curiosamente, volaron. Se me quedó en las manos una nada como el hueco que dejan los recuerdos al marcharse.
—¿Doña Lola?
—¡Sí, la dueña de la Quinta, esa que recita poemas en las noches de luna!
—¿Quién es?
—Se lo puedo decir en cierto modo, en cierto modo no. Es la dueña de todo, de la fábrica de cepillos, de las casas del pueblo, de esta tienda; pero quién es de verdad nadie lo sabe. O, mejor dicho, quizás alguien lo sepa. El Director de la Banda Municipal lo sabe, de eso estoy segura. Es su agente, su confidente quizá, le ha visto la cara. Quizá se la hayan visto también los hombres que se casaron estos últimos años, pero de todo esto no hay constancia. Si usted alcanza a escuchar la intimidad de las mujeres, le dirán que, cuando van a casarse, los novios reciben el aviso de que la noche anterior suban a la Quinta de los Cipreses. Se dice, pero no se sabe, ellos lo niegan. Muchas mujeres les obligan a permanecer a su lado durante toda esa noche, pero algunos de los hombres la han pasado ya triste, y no por no haber acudido a la cita, sino porque ya lo habían hecho antes. Ellos lo niegan, pero nadie los cree.
—Tenía que llamarse de otra manera.
—Sí, pero la verdad es que nadie sabe su verdadero nombre, ni acierta ponerle el que merece. Doña Lola es como la llama todo el mundo. Yo misma la llamo doña Lola. Pero, ¿quién sabe?
—¿Y usted le ha visto la cara?
—No.
—Se la tapa con un velo.
—Ya lo sé.
—Tendríamos que llamarle con alguna palabra siniestra. Eso de doña Lola es como un solecismo en un poema de amor.
—¿Se le ocurre alguno?
—No. Para nombrar una cosa hay que saber algo de ella, y lo que sé de esa dama no me basta.
—Y, de la marquesa, ¿qué sabe?
—Tampoco nada.
—Pues yo sospecho que doña Lola y la marquesa son la misma mujer. Alguien me dio a entender que un túnel antiguo une el palacio con la Quinta, túnel que pasa por debajo del pueblo y que viene del tiempo de los moros.
Al decir esta palabra, se escuchó el sonido de una trompeta, fuera, en la plaza: un tararí cuya última nota, la i, se prolongó largamente:
—… iiiiiiiiiiiiiiiií.
Entonces, ella me miró y me dijo:
—Lo que va a suceder ahora le importa más que lo que yo pueda decirle. Asómese a la plaza. Después continuaremos.
Me señaló la puerta. No sé si su dedo indicaba u ordenaba. Salí. De todas las calles adyacentes venía gente apresurada, algunos despavoridos. Mujeres sobre todo, bastantes niños, pocos ancianos. En el medio de la plaza se había instalado, sobre una alfombra raída, una cuadrilla de saltimbanquis: tres hombres y una mujer, casi una niña, escasa de carnes. Mientras el hombre gordo seguía convocando al pueblo con la trompeta, ella se subió a un balón de gran tamaño, un balón rojo un poco envejecido, y empezó a bailar encima un baile de equilibrio con su cuerpo delgado. Hacía girar la esfera con un pie y, con el otro, detenía el movimiento, los brazos al aire, descubierto el pecho liso. El hombre gordo hinchaba los carrillos con su tararí, que se alternaba con una especie de tararó, aunque de vez en cuando intercalase un tarará. La gente no llegaba a muchedumbre, pero no dejaba de ser posible que se hubieran congregado ya todos los habitantes del pueblo, en medio de los cuales el Guardia Municipal ponía orden:
—No se amontonen, hay sitio para todos. Los niños delante. No se amontonen. A ver si uno cae al estanque.
Movía el casco niquelado, resplandeciente de sol, con gravedad, y hacía bajar de las piedras salientes del estanque a los niños que se habían encaramado.
La niña titiritera saltaba ahora sobre la bola hinchada, saltaba con cada vez mayores ímpetus y su cuerpecito oscuro, el terciopelo deslucido de su malla, sobresalía por encima de las cabezas a un ritmo obediente a la trompeta, que ya no tocaba el tararí, ni siquiera el tarará, sino tatá, tatá, tatá, ordenando al cuerpo de la niña que saltase, salvo si era al revés, si el que ordenaba era el cuerpo de la niña, y la trompeta lo seguía en sus brincos y los subrayaba con música. El titiritero flaco, con gesto desganado, se inclinó, recogió del suelo el bombo, se sumó al ritmo de los saltos, y a la tercera vez que el mazo golpeó el parche, el titiritero bajo y envejecido levantó por encima de su cabeza unos platillos de metal oxidado y acompañó al bombo. De modo que eran al mismo tiempo el salto, el tatá, el pompón y el chinchín. Para quien tuviera buen oído, se unía a aquel estrépito el golpe sordo de los pies de la muchacha al rebotar contra la esfera de goma. Fuera del anillo compacto de los espectadores, unos cuantos niños sobrantes saltaban sobre el empedrado al compás de aquel barullo. El chorro del estanque ascendía más alto que la cabeza de la niña, y el sol le sacaba luces deslumbradoras y efímeras, un sol abandonado a sí mismo en el cielo desnudo.
Aún no sabía que la dueña de la «boutique» se llama Ute, y que es princesa en algún lugar de esa Europa donde todavía quedan estirpes gloriosas y melodramáticas, con historias de adulterios, de venganzas, alguna que otra muerte nunca dilucidada, y hermosas heroicidades. Pensaba en ella evocando su figura o el sonido de su voz. Fue ésta la que se oyó detrás de mí, en tono bajo y natural, como una advertencia o una información. Me volví para mirarla: lo que encontré de raro en aquel momento, lo comprendí más tarde: había perdido el aura y no la recobró hasta que, pasados la música y el tiempo, y un montón de palabras, regresamos a la «boutique». Pero en la plaza me dijo:
—Esto no es más que el principio. No se canse. Pronto escuchará otra música.
Inmediatamente, se oyó, pisándole las palabras, ruidosa y lejana. Los saltimbanquis callaron, el anillo de espectadores se deshizo, y poco a poco se fueron acercando los compases de un pasacalle. La gente se abrió y dejó un espacio ancho allí donde había bailado sobre la bola del mundo la niña escuchimizada, la niña del terciopelo morado y los pies menudos. Formaron un amplio abanico, y los niños corrían hacia una bocacalle, por donde entró la banda municipal, un hombre gordito y más bien bajo a su frente, todos uniformados de caqui con gorras de plato. El director, o sea, el hombre gordito, giró noventa grados como si fuera a dar vuelta a la plaza con toda la orquesta; debía de ser así lo acostumbrado, porque los niños que precedían a los músicos habían también girado sin mirar al director, como si éste los siguiese. A mí me llamó la atención, en un principio, su movilidad, y, al pasar a mi lado y mirarme, la inteligencia de su mirada: me pareció como si hubiese leído, de un solo vistazo, todo mi pasado, y como si hallarme sin futuro, sin un solo proyecto que valiese la pena, le disgustase, o defraudase acaso. Se lo expliqué así a la princesa rubia, que seguía respirando a mis espaldas, aunque sin ansiedad.
—Es natural —dijo ella—. Todo el mundo quiere saber qué piensa hacer aquí, pero usted no lo sabrá hasta que yo se lo diga. Sin embargo, puedo hacerlo ahora, aunque acaso, si hay suerte, volveremos a la tienda cuando la banda se haya marchado. De lo que estoy segura es de que pronto sabremos cuándo es el próximo viernes. Nos lo dirá él.
—¿El director?
—Sí, está aquí para eso.
Pues no lo parecía, porque, en aquel momento, con la música callada y los niños en torno, el director se había entregado a una serie de cabriolas, empezando precisamente por las más complicadas, como el salto mortal y el pino. Los niños, que lo veían así cada vez que se anunciaba la proximidad de un viernes, no por eso dejaban de abrir la boca, y, alguno, de imitarlo. Se oían sus delgadas voces.
—¡Déjeme a mí, señor director! ¡Ya verá cómo también lo hago!
Lo hacían: saltos como delfines, bosques inestables de pinos. Las madres reían y jaleaban. Una de ellas salió corriendo del corro a recoger el crío, que se había caído y que sangraba por las narices. Se lo llevó apurada. Otras gritaron a los suyos, recomendaron prudencia. El director se puso la chaqueta, se encasquetó la gorra, levantó la batuta. La banda había formado un semicírculo. Un golpe de bombo dio la señal. Tocaron, muy bien tocado, «En un mercado persa». Al final, todo el mundo aplaudió. Como el director me mirase, aplaudí también. Me dio las gracias llevándose la batuta a la visera. Tocaron un par de piezas más, del mismo estilo. Cuando se preparaban para la cuarta la gente empezó a agitarse y a reclamar en voz alta: «¡El periódico, el periódico!» Cesaron los músicos en sus preparativos. El director se subió a una silla que no sé de dónde había salido, y la gente lo rodeó, en cierto modo anhelante.
—¡Atención! (Y una trompeta reforzó sus palabras.) ¡Éstas son las últimas noticias que nos llegan del mundo! ¡Su Santidad el Papa sigue sitiado en Roma por las tropas de Garibaldi, quien parece que se dispone a concentrar sus ataques contra la Puerta Pía! ¡Los soldados alemanes han retrocedido por tercera vez ante Tobruck, pero se están atrincherando, y parece que han detenido el avance de los ingleses! ¡En la Indochina acaba de nacer un niño con dos cabezas, y, en el Beluchistán, una niña sin cabeza! ¡Como el Beluchistán y la Indochina están bastante cerca, y son todos budistas, los bonzos hacen gestiones para que la cabeza que le sobra al niño le sea transferida a la niña, aunque con garantía de que no le saldrá barba! ¡Después del último cohete tripulado que los americanos enviaron al cielo, se dice que los rusos preparan nada menos que un tren aéreo, que esperan colocar en su órbita cargado de turistas, para que el mundo vea en ese viaje un mensaje de paz! Según informes de buena tinta, los soldados del Papa empiezan a flojear en su resistencia, de modo que, por esa parte, es muy probable que nos hallemos próximos al catorce de marzo; pero los mismos informes aseguran que los alemanes han recibido tropas de refresco de modo que si Rommel resiste a Montgomery, el catorce de marzo se aleja. De acuerdo con algunos cálculos fidedignos, nos hallamos en un diecisiete de abril, miércoles. Pasado mañana será viernes.
—¡Pasado mañana es viernes, pasado mañana es viernes! —empezaron a gritar las mujeres, con entusiasmo, con vehemencia, los ojos encendidos como locas, y aunque el director de la orquesta parecía disponerse para una nueva tocata, la gente se dispersó gritando de alegría y esperanza, hablando a voces. «¿Tú crees que vendrá el tuyo? ¿Y el mío, tú crees que vendrá?» El director me miró, hizo con los brazos un movimiento que quería decir claramente: «¡Váyales a estas gentes con obras de arte!», y, después de formar sus huestes, salió de la plaza con la misma marchosidad con que había entrado, silbando el pasodoble que los músicos tocaban.
Ute tiraba ya de la manga de mi chaqueta, tiraba hacia la «boutique». La operación de recobrar el aura no requirió de ritos ni ceremonias. Entró delante de mí, pasó al otro lado del mostrador, y, al volverse, ya el aura la envolvía: no como las coronas de los santos, sino como una mandorla, una especie de emanación de su cuerpo, imperceptible a los sentidos, sólo accesible al espíritu, aunque quizás a través de algo que sospechaba la vista. No quiero decir con esto que el aura fuese visible, sino que, al cerrar los ojos, dejaba de percibirse. Bueno. Me estoy metiendo en un lío al intentar explicarte lo inexplicable, o describirte lo indescriptible. Créeme bajo palabra: Ute, instalada en su tienda como una bruja en su cueva, emite una especie de efluvio que he denominado aura y mandorla, no porque lo sean, sino porque son las únicas realidades a las que puedo referirme, aunque, como sabes, ni el aura de los santos ni las mandorlas son tampoco perceptibles en tanto realidades, sino figuras convencionales en que se simboliza una realidad sospechada.
Fue entonces cuando me dijo que se llamaba Ute, y que era princesa en alguno de esos lugares donde todavía quedan príncipes, aunque con la particularidad de que, por razones que entonces no venían a cuento, en su tierra de príncipes no hubiera un lugar para ella. Esas razones de explicación aplazada la obligaron a trasladarse sucesivamente a varios lugares donde el estatuto de las princesas fugitivas es algo más tolerable, aunque siempre corra el riesgo de que sea también cruel. La singularidad del destino de Ute consistió en que, en el lenguaje del tarot, no figuraban las referencias, menos aún los símbolos, de la fotografía como fatalidad, a causa probablemente de que había sido inventado algunos siglos antes. Y la fotografía tuvo bastante que ver con la vida de Ute. Por lo pronto, y para empezar, influyó en su noviazgo y proyectado matrimonio con Giulio, un joven representante de la nobleza vaticana cuya familia, aparte su lealtad a los pontífices, mantenía tradicionales relaciones con las formas más peligrosas de la economía sumergida. La familia de Giulio había aspirado desde muy antiguo a que una pareja al menos de reyes, aunque fueran exiliados, concurrieran como invitados de honor a una boda de alguien de aquella sangre, señorita o caballero, daba igual, pero Europa fue quedándose sin reyes. Cuando Ute apareció, cargada de prosapia y desventuras, las damas más experimentadas del clan convinieron en que, a su boda, no se atreverían a faltar, en el lugar de los reyes que ya no quedaban, la docena y media de nietas de emperadores desperdigados por Europa, feas y solteras todas, algunas además protestantes, pero poseedoras de viejos trajes de corte, de gargantillas heredadas y de unos moños completamente imperiales que colocarse encima del peinado: todas juntas valían por una pareja real, y, en una fotografía, ocupaban más espacio. La familia de Giulio se puso a soñar con la boda, en que las viejas sangres imperiales se mezclarían con los advenedizos de la nobleza negra; total, sólo tres siglos de nobleza, reconciliación definitiva, y algo tardía, de güelfos y gibelinos. Imaginaron a la fotografía dando la vuelta al mundo, quiero decir, apareciendo en las primeras páginas de centenares de revistas especializadas en matrimonios y otros acontecimientos similares. Y la fotografía, efectivamente, se hubiera publicado, si no interviniese, en cierto modo impertinente, el padre Mattei. El padre Mattei representaba, en el seno de la familia de Giulio, los intereses de la curia, pero, acerca de los demás aspectos de una vida familiar, como los sentimentales, tenía sus puntos de vista, escasamente respetuosos con el amor, en el caso aún no dilucidado de que Giulio amase a Ute y de que Ute le correspondiese. Aun en el supuesto de que la pasión los enlazase más allá de cualquier conveniencia, el padre Mattei no tuvo escrúpulos, careció de piedad, al tomar a Ute por su cuenta y exigirle que se desprendiese del tarot y de su uso; más aún, de que antes de su matrimonio con alguien tan irreprochablemente ortodoxo como Giulio, se sometiese a cierta clase de exorcismos, aunque secretos, que la limpiasen de su evidente contaminación diabólica. No valió de nada que Ute le pronosticase su inmediato nombramiento de obispo, entre otras razones porque el padre Mattei lo había sabido mucho antes que el tarot. Ute llegó a vacilar, pero seguramente algunos de los demonios que la rondaban la convenció, en la soledad de sus cavilaciones, de que ella, sin el tarot, no era ella, y que a cualquier cosa podía renunciar, menos a sus cartomancias. Rechazó las propuestas del jesuíta, y éste anunció a la familia de Giulio que la Iglesia no podía bendecir el matrimonio. Un acto de rebeldía por parte de los novios quedaba excluido por razones obvias, pues no se trataba de realizar un amor, sino una fotografía. Se rompieron los tratos. Giulio, que intentaba portarse como un caballero, le rogó a Ute que se quedase con los regalos, y llegó a la oferta de una cantidad por daños y perjuicios que Ute rechazó. Su fotografía apareció en las revistas con un pie en que se expresaba la sorpresa de todo el mundo por la ruptura de la proyectada, de la esperada unión entre tan bella princesa y un famoso y asimismo bello noble romano. A partir de entonces, la fotografía de Ute apareció con frecuencia en esa clase de revistas: como tripulante de un yate, como jugadora de golf, como figura distinguida en determinadas fiestas, siempre en compañía de alguien, nunca en la misma compañía. Y así durante unos cuantos años. Lo curioso fue que, habiendo comenzado por fotografías a todo color en la primera plana, había acabado por aparecer en grupos, su nombre entre otros muchos, figura decorativa en fiestas de rastacueros. Hasta que, últimamente, había recuperado la policromía gracias a las relaciones de su piel con cierta crema deshidratante. La contemplación atenta y sucesiva de la serie completa de las efigies de Ute, incluida la del anuncio, muestra el proceso de cómo se llega, desde la ingenuidad ilustrada, a la experiencia amarga.
—Y, usted, ¿por qué huyó de su casa?
—Por causa del tarot. Me correspondía por legítima herencia, pero mi tía Elisenda me lo disputaba, y la familia se puso de su parte. Decían todos que yo era demasiado joven para tener en mis manos un instrumento tan terrible, pero la verdad es que, desde mucho antes, sabía leer en las cartas los destinos de la gente, me lo había enseñado mi tía abuela Sofía, que me dejó el tarot al morir casi centenaria. «Es tuyo y no te lo dejes quitar.» Y ya ve usted: cuando las mismas cartas se repiten en diferentes ocasiones, y dicen lo mismo, hay que acabar creyéndolas. Mis cartas, además tienen una historia que las hace incomparables: predijeron el triunfo del Emperador en Mülberg, la muerte de María Antonieta, los amores de Napoleón con mi tía tatarabuela la condesa Valeska, la coronación de Guillermo I en Versalles y la deportación de Guillermo II. Y muchos más acontecimientos importantes… Mi tía abuela, la princesa Sofía, le escribió una carta el Papa anunciándole la victoria de Garibaldi y la instauración de la monarquía de los Saboya. Y, a mí, desde niña, me pronostican un final gris. Ya debo estar en él.
—Sólo aparentemente, pienso yo. En efecto, regentar una «boutique» en un pueblo no es una situación excepcionalmente brillante, pero, el que sabe mirar, descubre en seguida que esta tienda es más de lo que aparenta. Es…
—¿Es que?
—Iba a decir es, pero más exacto será decir parece. En efecto, a primera vista, parece el escondite de una hechicera.
—¿La cueva o el antro?
—¿Y por qué no el estudio? También pudiera ser la oficina.
Por primera vez, Ute sonrió. Tenía una sonrisa grata, de buena persona que tiende a disimularlo.
Se volvió, fue hacia el fondo de la tienda, hurgó en alguna parte, y regresó con un estuche en la mano.
—¿Quiere cerrar la puerta? Con el cerrojo, y corra la cortina.
Lo hice mientras ella echaba los visillos. La tienda perdió un poco de luz, sin llegar a la penumbra. El lugar del mostrador donde dejó el estuche recibía, sin embargo, la claridad, algo sesgada, de la puerta cristalera.
Me rogó que me sentara. Y me señaló el sitio donde debía colocar la silla.
—Aquí —con el dedo extendido, no como orden.
El estuche venía forrado de terciopelo cárdeno, muy usado. Lo abrió y lo empujó un poco hacia mí. Vi las cartas del tarot, unas láminas grandes de marfil, gastadas por los bordes.
—Tienen más de quinientos años —dijo ella—, y fueron pintadas en un taller de Florencia. Es la única colección completa que existe en manos de una persona privada. Hay otras por los museos, fragmentarias. Si algún día renuncio a mí misma y las vendo, seré rica.
Se sentó: de alguna parte que no vi sacó un tapetillo color oro viejo, también gastado, y lo extendió sobre el mostrador. Puso encima el tarot, en un montón.
—¿Se ha fijado en que, aquí al lado, vive alguien que enseña francés?
—Sí. Vi el anuncio de la puerta.
—Es un pretexto o una justificación. Esa persona es el agente de un museo americano que quiere comprarme el tarot. Tienen miedo a que alguien me lo robe. Ese hombre lo vigila, lo protege, comprueba que aún existe, una vez a la semana, y una vez cada mes me reitera el ofrecimiento del museo, discretamente aumentado. Acabaré vendiéndoselo.
Con un movimiento rápido su mano lo extendió en abanico.
—Saque una carta.
Salió el caballo de oros.
—Éste es usted.
Recogió el naipe, lo barajó, me lo ofreció.
—Corte.
Lo hice con un temblor repentino, como un remoto temor.
Antes de sacar las cartas, Ute se debruzó sobre el mostrador.
—Está usted saliendo desde el día anterior a su llegada, y el tarot lo anuncia como portador de una misión. ¿Sabe cuál es?
—No.
—El tarot no lo dice, así, en concreto. Viene usted a liberar al pueblo del dragón asesino, o cosa semejante. Dice que trae usted una misión. Verá cómo su carta sale a este lado, y el as de oros por aquí (señaló lugares de un cuadro imaginario). No recuerdo ningún indicio que nos haga pensar que se trata de una misión de amor. ¿Le entristece?
—Todavía no.
Empezó a manejar diestramente las cartas: daba gusto, casi vértigo, ver cómo pasaban rápidas por sus manos, cómo las ordenaba, las levantaba y recogía, cómo volvía a barajarlas, yo a cortar, ella a repartirlas de nuevo: en un cuadrado, en un círculo, en montones de a dos, en montones de a tres, con la faz escondida, con la faz al descubierto. A la vista del «ahorcado» fruncía el ceño. El caballo de oros salía con insistencia en determinados lugares, vecino de ciertas cartas significativas, o junto a ellas. El as de oros siempre le andaba cerca. También intervenían en mi destino inmediato el tres de espadas y la dama de bastos. No era misión de amor, repitió Ute varias veces, en voz baja, como hablando para sí: pero la dama de bastos andaba mezclada a la situación, también se repetía. Una vez me miró Ute fijamente y me preguntó si había una mujer que fuese a tener conmigo alguna relación como un negocio o una conspiración… ¿Por qué una conspiración? Ciertas cartas revueltas orientaban hacia ese viento. Descubrió algunas cosas de mi pasado inmediato, el abandono de Claudine, mi decepción y las locuras que hice después. «Venir aquí no lo fue. Sin saberlo, le esperábamos. Ya le dije que le descubrí en las cartas el día anterior a su llegada. Al repetirse la figura, al verle a usted perdido por la plaza, comprendí que era usted. Pero, ¿por qué se le esperaba? ¿Qué es lo que tiene que hacer aquí?» Recogió las cartas, las restituyó al estuche, cruzó los brazos y me miró. «Las cartas no hablan con palabras precisas, hay que interpretarlas. Lo de la misión está claro, pero no imagino lo que haya que hacer aquí que se pueda tomar por misión, por algo que resuelva el destino de alguien…» Calló, se quedó pensativa. «A no ser que… Pero, no, no. ¿Vendrá usted a poner los relojes en hora?»
La frase parecía tan absurda que ella misma se echó a reír. Dejó de hacerlo como quien corta la risa. «Así no se entiende, lo comprendo. Pero se puede decir de otra manera. ¿No vendrá a poner los viernes en su sitio?»
—¿Los viernes? ¿Por qué yo? ¿Y por qué en su sitio?
—Usted ya está enterado de que, en esta ciudad, nunca sabemos cuándo es viernes hasta que el director de la banda musical nos lo declara.
—Sí. Ya me he dado cuenta, y comprendo que es extraño, pero no tuve tiempo de pensarlo. Usted me trajo en seguida aquí, y me embarulló con las cartas.
—¿Y no será mejor que no lo piense, que no intente entenderlo? Por otra parte, yo puedo evitarle que se rompa la cabeza. Yo poseo la información completa, lo que sabe todo el mundo: el tiempo, en este pueblo, no marcha hacia delante, por su orden natural de lunes, martes y miércoles, unos días más de prisa que otros, eso, sí, como en todas partes, cada día en su sitio, con la seguridad inexorable de que el viernes viene después del jueves. Pero aquí es de otra manera. Aquí el tiempo va lo mismo para adelante que para atrás. A veces, da saltos, y, otros rodeos. Fuera de aquí, el tiempo no se sabe adónde nos lleva, como no sea a sí mismo; aquí sí lo sabemos: nos lleva a un catorce de marzo, al catorce de marzo de mil novecientos diez. Desde que estoy aquí hemos andado lejos, hemos andado cerca, lo hemos casi tocado, pero mientras las tropas de Garibaldi no entren por la Puerta Pía y mientras no caiga Tobruck, no llegaremos al catorce de marzo. Ese día, lo sabe todo el mundo, habrá fiestas, y la noche del catorce al quince será feliz, de música y fuegos artificiales…
Se interrumpió, me miró.
—A lo mejor, es usted el encargado de arreglar este barullo. Es la mejor manera que se me ocurre de interpretar lo que dicen las cartas, pero el cómo no lo sé. Tampoco sé lo que quiere decir ese catorce de marzo, si es una fecha referida al destino del pueblo o sólo al de alguna persona… No sé nada, y las cartas, pasado cierto límite, no sirven. Las cartas son de instrumento mágico que descubre la realidad, pero no opera sobre otras situaciones mágicas, y sospecho que ésta lo es. Tampoco pueden decirnos si un muerto se ha salvado o no: existen esas fronteras y hay algunas realidades que están como metidas en una esfera que las protege, una esfera no sé de qué materia, pero por cuya superficie resbalan los poderes del tarot. Es todo cuanto puedo decirle.
Retiró de mi vista el estuche de terciopelo desvaído.
—El año diez fue el año del cometa —dije, agarrando un recuerdo fugaz al que nunca había concedido atención. Fue un año de muertes importantes, Tolstoi y Mark Twain.
—Tolstoi y Mark Twain, sí. No creo que tengan nada que ver. Quedan muy lejos. Además, a quien recita doña Lola es a Rubén Darío.
—Rubén Darío murió algún tiempo después. —Me interrumpí y la miré—. ¿Por qué ha mencionado a doña Lola?
—Fue una ocurrencia.
—Si es la dueña de todo, tendrá que Ver con todo.
—Es posible, aunque no se me ocurre cómo. —Quedamos ambos en silencio, un silencio de escasa duración, porqué yo lo rompí en seguida:
—Si yo tuviera que escribir la historia de este pueblo, haría de usted la protagonista, pero sería un error, porque usted está aquí por voluntad ajena; usted, por importante que sea para mí, es, en el pueblo, un personaje secundario, ni más ni menos que los demás, excepto doña Lola. Si es la dueña absoluta, su voluntad será también la única. No quiero decir con esto que yo haya venido obediente a su voluntad, al menos de una manera consciente. No, se lo aseguro, salvo si posee poderes capaces de atraer a su reino a las personas deseadas. ¿Lo cree usted posible?
—No, pero creo en el Destino, que nos envuelve a todos y que juega con nosotros. Estoy persuadida de que usted trae una misión, pero también pudiera suceder que no sea usted el hombre adecuado para llevarla a buen término. La realidad no es como las novelas de caballerías, y, a veces, falla el caballero.
—Dejando aparte eso…, ¿no cree que todo lo relativo al tiempo y a la incertidumbre de los viernes hay que relacionarlo con doña Lola? ¿Y se da usted cuenta, una vez más, de lo inadecuado de ese nombre para este embrollo? ¡Doña Lola es la responsable de los viernes inciertos! ¿No lo encuentra absurdo? Insisto en lo que dije antes: tendría que llamarse de otra manera; tendríamos, por lo menos, que encontrar un nombre adecuado con que, en nuestro secreto, pudiéramos nombrarla.
—Invéntelo.
—Ya se lo dije antes: no me siento capaz. Pero cada vez me resulta más extraño que una mujer que recita a Rubén Darío disfrazada de Antígona, se llame doña Lola. Doña Lola es el resumen de la vida corriente, y esto en que estamos metidos no lo es.
—Siempre me aconsejaron aceptar la realidad como viene, porque es muy difícil cambiarla.
—Yo soy un artista…
Sonrió.
—Lo había sospechado. ¿Poeta?
—No es fácil que le diga lo que soy. Artista, sí, aunque de manera vaga, sin una especialización. Generalmente, dedicarse a un arte supone la renuncia a los demás. Exige también cierta preparación de la que yo carezco. Soy artista en tanto sueño las obras de arte, cualquiera que sea su naturaleza, un poema, una sinfonía, pero no me preocupo de realizarlas. Perdería mucho tiempo, ¿comprende? En el que se tarda en componer una sinfonía, pienso yo en toda una serie, la siento, la escucho. Esta «boutique» de usted me sugiere un cuadro. Lo llevo estudiando desde que estoy aquí, sin darme cuenta, sin quererlo. Una pequeña parte de mi espíritu permanece al margen de nuestra conversación y de nuestra preocupación. Esa parte observa y piensa: lo pintaría así y así. El cuadro ya está visto: es de escasas dimensiones, cincuenta por cuarenta; un cuadro muy detallado, con un estudio especial de la luz. Desde que usted me mandó cerrar la puerta, y usted misma cerró los visillos, tres franjas de claridad, o mejor dicho tres claridades diferentes, confluyen en este interior. Al mismo tiempo, el color es muy rico, y no le falta al conjunto un punto de misterio. Me gustaría pintarlo, pero no sé.
Ute suspiró.
—A mí me gustaría tenerlo. Me refiero a ese cuadro que usted no pintará jamás. —Alguien llamó entonces suavemente a la puerta. Miramos. Había sido la batuta del Director de orquesta, golpeada contra los vidrios.
—Ábrale.
El Director entró sonriendo, la gorra en la mano izquierda. Se dirigió a ella.
—Le pido permiso, señorita, para cambiar unas palabras con este caballero.
Me venía a decir, sencillamente, que quería hablar conmigo, y que, si no me parecía mal, me esperaba al día siguiente, en los bajos del Ayuntamiento, donde se junta la banda para ensayar.
—Si es usted puntual, a las doce, no habrá nadie más que yo, y podremos charlar largamente.
—¿Largamente? ¿Cree que habrá materia para tanto?
—¡Oh, sí, ya lo creo, señor Viqueira! Ya lo verá. Y no creo que salga usted defraudado.
Miró a Ute como si compartieran un secreto el que yo sería no sé bien si víctima o tan sólo sujeto, pero Ute no pestañeó, no dio muestras de repartir con el director de la banda ni siquiera el aire que respirábamos. Todo esto sucedió al mediodía. Es el atardecer cuando termino de escribirte. No me respondas a esta carta hasta recibir la siguiente: confío en que mi entrevista con el director valga la pena de contarse. Hasta mañana.
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO (continuación)
Los bajos de la casa del Concejo son grandes salas abovedadas, con columnas en el centro. Las puertas y las ventanas, pintadas de verde, y, el suelo, de antiguas baldosas de mármol, con efigies gastadas de dioses y emperadores. Los instrumentos de los músicos, arrimados a la pared, forman friso rutilante y mudo. La mesa del director está en un rincón, al lado de una ventana. Delante, el podio. Encima de la mesa hay papeles, de música y manuscritos. El Director se levantó, id verme, y salió a recibirme, efusivo. «¡Señor Viqueira, señor Viqueira, cuánto gusto!» Tiene unas manos grandes y gordas, coloradas: la mía, que le tendí, se perdió entre ellas. Buscó una silla que ofrecerme, no sé de dónde la sacó, porque, a la vista, no había más que la suya, un sillón de baqueta muy usado. «¿Y qué le parece a usted nuestra banda? Pocas hay en pueblos como éste tan afinadas y que hayan alcanzado un nivel de interpretación de tan elevada calidad. Me gustaría que escuchase nuestro Tanhausen, según mi adaptación. Y la marcha de Aida. ¡Ah, la marcha de Aida…! ¡Ya verá usted qué sensibilidad! Claro que si conociera usted bien nuestro pueblo no le extrañaría. ¡Nos falta, eso sí, un templete en la plaza, sobre todo a causa del sol, que nos abruma! El Ayuntamiento nos lo tiene prometido pero anda escaso de dinero. Todo lo que ingresan las arcas municipales se lo llevan las necesidades del pueblo ése de abajo, antro de vicio y de incultura, con el que nuestras relaciones son meramente burocráticas… créame usted, señor Viqueira, las dos mitades del Alcázar de la Ribera están separadas por su propia naturaleza. Es lamentable que nuestros hombres se vean en la necesidad de trabajar allá, tan cerca de Babilonia. No pueden evitar el espectáculo de la desvergüenza y de la vulgaridad, a veces se contaminan. Yo intento recuperarlos por la música. Ya verá usted el domingo al mediodía… Un concierto de dos horas, con intermedio. Vienen todos los obreros con sus mujeres, oyen y ven algo distinto… Por ahí tengo el programa… La primera parte, música nacional; en la segunda, europea. Yo tengo adaptadas a las posibilidades de una banda muchas obras famosas, ya verá usted, ya verá cómo suena Vivaldi con el metal en lugar de la cuerda. Maravillosamente, podrá comprobarlo. Claro que esas trompas, tocadas por quienes las tocan y dirigidas por mí, no lo tome a vanidad, suenan como los violoncelos. ¡Qué delicadeza de timbre, señor Viqueira! Espero verle entre el público.»
No sólo movía las manos, sino la mirada, que iba de mi rostro al fondo de la estancia, alternando; y la frente, ora fruncida, ora estirada. Yo creo que hasta se le movían las orejas. «¿Es usted poeta, señor Viqueira?» Súbito como un escopetazo, quieto y con los ojos clavados en los míos. «¿Poeta? Sí, aunque en cierto modo, sólo en cierto modo. No tanto que llegue a famoso, ni tan poco que la musa me haya excluido de su amistad.» «Lo suficiente, entonces», dijo el Director, como hablando para sí. «Por supuesto, no he publicado ningún libro. Soy poeta en mi intimidad, verdadero modo de serlo. Lo otro es mera exhibición.» «¡Ah, señor Viqueira!», exclamó entonces, dejando que la mirada le resbalase por el mundo; «estoy completamente de acuerdo con usted. Ser poeta, como ser músico, es cosa de naturaleza, no de publicidad. Me parece que vamos a entendernos.» «¿Hay alguna cuestión especial en la que tengamos que entendernos, señor Director?» «Llámeme, si quiere, Estanislao, con el don, por supuesto, ya que mi cargo lo pide; ése es mi nombre. De pequeño me llamaban Tanis. Bueno, la verdad es que fui Tanis durante mucho tiempo, pero ahora lo encuentro demasiado breve. Además, no cuadra con el don. En cambio, el nombre entero, don Estanislao, va bien a lo de Director de una excelente banda, a un músico que, además, es periodista, como usted pudo observar ayer. Un periodista un poco al margen de lo que se usa en la profesión, pero, a mi modo, lo soy también, más o menos como usted es poeta.» «No lo dudo, puesto que pude advertirlo y escucharle. Por cierto que tiene usted muy buena voz, una voz que bien pudiéramos llamar radiofónica.» Fue como si le hubiese picado una tarántula. Alzó las manos, con las palmas contra mi, como si fuera a parar un golpe. «¡No mencione esa palabra, se lo ruego! ¡Está maldita en Alcázar, además de prohibida! ¿No sabe que tenemos vetado lo radiofónico?» «Y, ¿por qué? Suele entretener mucho a la gente.» «Sí, pero también la embarulla. Sobre todo, en esa cuestión del tiempo. Ya se habrá dado cuenta de que el tiempo, aquí, es distinto.» «Sí, me di cuenta al escucharle a usted.» «Un solo aparato de radio en el pueblo bastaría para desordenar lo que tanto trabajo costó poner en orden.» «¿Usted cree que se trata precisamente de un orden?» «¡Ya lo creo, señor: del único posible! Lo que pudiéramos llamar el orden circular. Imagino que, ayer, la chica ésa de la “boutique” le habrá puesto en antecedentes de que, en este pueblo, todo da vuelta alrededor de una fecha, que ya pasó y volvió; que pasará y volverá indefinidamente.» «¿Está usted seguro?» «Por supuesto que lo estoy. Hace ahora veintidós años, se repitió el catorce de marzo de mil novecientos diez, y según todos los barruntos, está a punto de caer una vez más, quién sabe si un día de éstos. Cosa curiosa, el que se repita pronto depende en buena parte de que usted sea poeta.» «Yo creí que, ele lo que depende realmente, es de que Garibaldi encierre al Papa en el Vaticano.» «Ésa es una circunstancia marginal, una especie de seña que sirve de orientación a la gente. Pero las condiciones reales, que son al mismo tiempo secretas, dependen de otra suerte de coincidencias.» «Lo que me choca es que yo tenga algo que ver con esto. No olvide que estoy en Alcázar por casualidad. Lo mismo podía haber ido a Almuñécar o a Marbella.» Me miró gravemente. «Eso que usted llama casualidad, es una clara ley, señor Viqueira; en estas tierras paganas, le llamamos Destino. Fue el Destino el que lo trajo, de eso no le quepa duda. Le trajo oportunamente, en el momento justo. La nueva repetición del catorce de marzo no podía retrasarse mucho tiempo.» «Me gustaría hacerle una pregunta… bueno, en realidad son más de una, pero, para empezar, ésta, a la que espero que me responda: ¿El Destino consiste en que yo haya venido porque se acerca el catorce de marzo, o se acerca el catorce de marzo por haber venido yo?» Quedó pensativo unos instantes, con ese aire de imbécil que se suele poner cuando a quien no está debidamente informado se le propone un problema matemático. «Mire, la verdad, eso no lo he pensado. Tendrá que darme unas horas…» «Se las concedo. La segunda pregunta es ésta: ¿por qué el catorce de marzo, y no el diecisiete de febrero?» Se echó a reír, una risa ancha y breve, como frenada nada más que iniciarse. Se puso intensamente serio. Casi palideció. Se levantó de la silla con cierta solemnidad. La voz le tremolaba un poco, tremolaba más bien en el fondo, como en secreto. «Ése es el meollo de la cuestión, señor Viqueira, ése es el quid.» «¿Qué sucedió el catorce de marzo? Al de mil novecientos diez, me refiero.» «Pues, mire: si se lo digo, participará usted de tal manera en el secreto que nos oprime, y al mismo tiempo nos justifica, que difícilmente podrá usted abandonar ya el pueblo. Ahora bien: lo cierto es que, cuando ayer le invité a venir a verme, era con la intención de revelárselo, por estar persuadido de que tiene necesidad de saberlo. Es decir, en el caso que esté usted dispuesto a llevar hasta el fin…» Le interrumpí. «¿Una misión? ¿Puede decirme cuál? No puedo comprometerme sin saber antes lo que se espera de mí.» «Sin embargo, la naturaleza del secreto es tal, que no puedo revelárselo sin que usted, de antemano, acepte las consecuencias.» «¿Y si no las acepto?» Pareció entristecerse. «Entonces, señor Viqueira, lo más probable es que continuemos dando vueltas alrededor del catorce de marzo sin llegar a él, al menos en tanto no aparezca otro poeta por el pueblo. Y, eso, ¿quién sabe cuándo será? ¡Hay tan pocos poetas…! La gente, sin embargo, podrá esperar, porque vive lo mismo en un tiempo circular que en un tiempo lineal, y, si en algún momento manifiesta inquietud, todo consiste en aproximar un poco más los viernes. Pero hay alguien que no es la gente, el verdadero protagonista del drama.» «¿Quién?» «Ella.» «¿Ella? ¿Se refiere usted a Ute?» Me miró con una especie de sorpresa. Yo continué: «Ayer tuve con ella una larga conversación. No me pareció advertir que su situación fuese tan dramática como usted dice.» «A veces pienso que no, pero otras me entra la sospecha vehemente de que las tres son una sola y la misma: la de la Quinta, la marquesa y Ute. Bueno, más que una sospecha, es en realidad una fantasía, algo que debiera ser y que no es. Sin embargo, en alguna parte puede haber tres mujeres.» Reí discretamente. «El pensamiento, señor, en su imprevisible desarrollo, no sigue siempre un camino lógico, o, más exactamente, recorre caminos regidos por lógicas distintas. Una de éstas es la que le conduce a realizar imaginativamente todas las combinaciones posibles de unos datos concretos. Sin duda, una de ellas, y de las más atractivas, es la que usted acaba de proponer. ¡Tres mujeres en una y quién sabe si Una en Tres! Pero tampoco lo creo real.» «¿Por qué?» «No lo sé, mera intuición.» «Yo, en cambio, combato esa idea con un razonamiento riguroso. Una mujer que tiene treinta años, no puede al mismo tiempo tener veinte, y ésa es la edad que calculo a la otra, a la que vive en la Quinta, en el caso de que en la Quinta haya una sola, que tampoco lo creo. Tarde o temprano sabrá usted que soy uno de los pocos recibidos allí; no siempre: una vez por semana, ¿sabe? Recibo instrucciones, a veces órdenes. Y hablo siempre con la misma mujer, una mujer envelada. Tiene que ser madura, por la voz…» Le interrumpí: «La que yo escuché una noche, tenía la voz grave.» «Pero hay otra, tiene que haber otra, mucho más joven. Nació nueve meses después del último catorce de marzo.» «¿Fue engendrada ese día?» «Con toda seguridad.» «¿Cómo lo sabe?» «Porque yo soy su padre.» Sobrevino un silencio compacto, uno de esos silencios, además voluminosos, durante el cual nos sostuvimos las miradas. Duró lo indispensable para que en mi mente se hiciera súbita la luz. «Señor Director de la banda, señor don Estanilao, lo que se espera de mí, ¿es que el inminente, aunque huidizo catorce de marzo, engendre un hijo en determinada persona?» «No un hijo, sino precisamente una hija. La encargada de continuar la tradición.» «Y, esa tradición, ¿en qué consiste?» «En recitar a Rubén Darío, en recordarlo varias veces al día, en ser una especie de sacerdotista de una especie de culto.» «Empiezo a sentir deseos de comprometerme, no porque lo tenga de engendrar una hija, que siempre fui reacio a la paternidad, sino por la curiosidad, o las ganas, de llegar al fondo de la cuestión.» «No necesita firmarme ningún papel: me basta con su palabra.» Abandonó el lugar que ocupaba, tan de director de un cotarro; rodeó la mesa y me cogió de un brazo. «Venga.» Me dejé llevar hasta un lugar alejado, casi un rincón, de aquella sala inmensa, poblada acaso de mudas, de invisibles semifusas. Nos detuvimos ante una de aquellas losas en cuya superficie se podía adivinar el perfil de un arco y ciertos restos de relieve que podían haber pertenecido a una figura humana. «Unos arqueólogos alemanes que estuvieron aquí, aseguraron que esta figura representaba a la Pytia. ¿Recuerda usted quién fue?» «Tengo una idea, aunque no demasiado detallada.» «¿Y no se le ocurrió nunca preguntarse por qué la Pytia duró tantos siglos? Cierto que la misma pregunta podía hacerse a la Sibila de Cumas.» «Le aseguro que jamás se me ocurrió plantearme cuestiones de tan angustioso trámite. Usted, ¿sí?» «Sí, porque me sirven de parangón de un misterio que, de otro modo, no lograré entender. La incalculable duración de la Pytia, sólo comparable a la de la Sibila se explica imaginando que el cargo se transmitió de madres a hijas, todo lo más a nietas, con los correspondientes informes sobre los ardides del oficio. Y, para que existiesen esas hijas o esas nietas, primero tenían que concebirlas. ¿Obras de dioses o de hombres? No se sabrá, pero sólo así podían sustituirse en el secreto de sus cuevas y parecer siempre la misma. Tampoco nadie se les acercaba tanto como para verles la cara. Éstas de aquí se las velan.» «¿Supone usted, pues, que esa señora que recita a Rubén Darío engendra una hija cada veinte años para sustituirla?» «No precisamente “esa señora”, sino cada una de ellas. Porque, según mis cálculos, vamos ya por la cuarta. Saque la cuenta, si no: la engendrada el catorce de marzo de mil novecientos diez por Rubén Darío, en una noche irrepetible de amor y poesía, quedó a su vez preñada hacia mil novecientos treinta: fue la niña nacida alrededor de esa fecha la que yo padreé en mil novecientos cincuenta. A mi hija es a la que le ha llegado el turno; yo, con mi autoridad de padre, se la ofrezco.» El Director de la Banda Municipal, llamado generalmente don Estanislao, aunque en sus buenos tiempos le hubieran llamado Tanis, hablaba rápidamente, sin cambiar de ritmo ni de tono, y sus palabras eran tan momentáneamente imperiosas que resultaba difícil recordar con precisión lo que acababa de decir: quedaban, eso sí, ideas relativamente vagas. Sin embargo, algo de lo hasta entonces escuchado me sorprendió fugazmente como si no viniera a cuento, como un error que se desliza en el discurso y destaca. Tenía que haberlo olvidado, igual que lo demás; tenía que haberlo reducido a impreciso recuerdo; pero fue el caso, quizás inexplicable, que por su contenido lo aisló mi mente de la corriente de las palabras, lo retuvo, y, en cuanto me fue posible, interrumpí a don Estanislao. «Le ruego que me permita una pregunta, señor, acaso impertinente.» El Director de la banda de música se pasó la mano por la frente y pareció mirarme con un punto de compunción. «Pregúntemelo, sí, y hasta no hace falta que me lo pregunte, pues yo sé de qué se trata. A veces, uno no gobierna las palabras, y dice lo que desea no decir, dice fuera de tiempo lo que piensa decir en el momento conveniente, como eso que no se escapó a su perspicacia. Sí. Lo que usted, en algún momento, llamó el quid de la cuestión, no consiste más que en eso: la dama llamada doña Lola, a una altura de su edad en que se le llamaba simplemente Lola, después de haber sido durante pocos años Lolita, conoció en mil novecientos diez a Rubén Darío, se enamoró de él y quedó embarazada después de una, o de varias, noches de amor, como le dije antes: líricas y ardorosas. Hay que decir, en su disculpa, que ella también hacía versos o al menos lo creía, y que probablemente, carecía además de informes suficientes acerca del nacimiento de una criatura como resultado de una o varias noches de amor, de esos actos carnales a los que también se entregan apasionadamente los poetas por muy espirituales que sean. La primera de las cuatro Lolas, según mis cálculos, no sólo se dedicó después al culto de sus recuerdos personales, sino que transmitió sus devociones a su hija, con el justificante pretexto de que debía admirar a su padre, y que la mejor manera de hacerlo era repetir durante toda su vida lo que ella venía haciendo. Ignoro el momento en que una de las dos, o ambas mancomunadamente, decidieron que el culto al vate no tenía por qué interrumpirlo la vejez, los achaques o la muerte. Lo único necesario para su continuación era hallar nueva sacerdotisa, y eso, ¿quién mejor podía hacerlo que la más joven de ellas? Esta decisión, que sitúo en el tiempo hacia mil novecientos treinta, como le dije, originó la primera colaboración de un caballero ajeno, cuya personalidad ignoro pero seguramente artista, o tenido por tal, más o menos como yo veinte años más tarde: alguien capaz de envolver en entusiasmo y misterio el acto de la generación, cosa de que no es capaz cualquiera, de que fui capaz yo, y que se espera de usted con todos los requisitos. La diferencia está en que, a ese primer colaborador, seguramente fueron a buscarlo fuera de aquí la madre y la hija, en tanto que a mí me encontraron en esta plaza por razones de larga explicación… ¡Toda una vida de artista desgraciado, imagínese! Entonces, todavía el tiempo fluía hacia delante, a no ser que se entienda por tiempo lo que va quedando atrás, pero da igual, pues si lo que queda atrás ya no existe, lo que queda por delante no existe todavía, recuerdos y esperanzas son igualmente ensueños.» «¿Lo dice por experiencia?» «Lo digo por convicción.» «Podría ponerse en verso.» «Hágalo usted y yo le pongo la música.»
Todavía charlamos un buen rato en aquella sala blanca, sembrada de dioses borrosos, hasta que a don Estanislao se le ocurrió invitarme a tomar una copa en la taberna de la plaza. Allá nos fuimos. Él, aquella mañana, vestía de paisano, con traje azul y corbata, y un sombrero de paja que llevaba en la mano. Se planteó la cuestión de si había alguna diferencia sustancial entre una noche de amor a cargo de un músico o a cargo de un poeta. El director de la banda sostenía que daba igual, pues siendo cosa de ritmo, el ritmo es materia propia de los poetas y de músicos, y, casi sin darnos cuenta, él acabó imaginando la sonata en que se expresarían los recuerdos de tal noche, y el poema. Volvió a proponerme colaboración, ésta de gran envergadura, nada menos que toda una coral con mis palabras y sus notas. Le dije que un trabajo así requería mucho tiempo, y que yo no contaba con permanecer en la ciudad indefinidamente. «Por lo pronto, querido amigo, tendrá usted que esperar a que nazca la criatura, después de haber esperado la certeza del embarazo. Y, si sale niño, repetición de las operaciones. No lo pasará mal, se lo aseguro. A mí me tuvieron un año viviendo a cuerpo de rey, allá arriba, en la Quinta, y cuando quedé libre del compromiso, me dieron este cargo de director de la banda y de vocero de las noticias y del tiempo, que no me pagan mal y que me permite ir tirando. Ignoro cuáles serán sus aspiraciones en la vida, y nadie le obliga a quedarse aquí después de zanjado el compromiso. Pero, ya ve, usted escribiendo versos y yo músicas, sería una bonita manera de esperar la muerte.» «Sin duda, señor. Sobre todo muy descansada.» Ya nos separábamos, cuando me llamó. «¡Eh, señor Viqueira, señor Viqueira!» Volví sobre mis pasos: casi había llegado a la mitad de la plaza y él permanecía bajo los soportales. Nos encontramos a medio camino. Me habló en voz baja. «Olvidé decirle que, durante todo el tiempo que dure la espera, no le faltará compañía en el lecho, señor Viqueira. Es un detalle interesante, ¿verdad?» «Sí.»
DE UXÍO PRETO A PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA
No se te puede dejar solo, querido Pedro Teotonio: eres como una criatura atolondrada, o como uno de esos hombres que tropieza varias veces con la misma piedra y piensa que son piedras distintas. Me he tomado el trabajo de cotejar estas tus últimas cartas con algunas de las escritas en ocasiones semejantes, nueva mujer a la vista, y por la coincidencia de los síntomas, veo que, nada más hablarle durante un par de horas, te estás enamorando de esa princesa a la que llamas hechicera, y que acaso lo sea, pero que no te conviene en absoluto. Cierto es que tampoco te convino ninguna de las anteriores, puesto que sucesivamente te fueron abandonando, lo que se dice al margen, pero sobre esta princesa huida de su castillo como quien huye de su contexto, y, quién sabe si también de sus casillas, tengo que aconsejarte toda clase de cautelas. Las princesas fugitivas nunca son de fiar: menos una como ésa, cuya fotografía apareció regularmente en las revistas de gran tirada, y no por especiales talentos que tenga, a ése de leer en el tarot no lo mencionan en las revistas, sino por ocupar un sitio en el espacio social o en las noticias gráficas, que es lo mismo que ocuparla en un abismo de arena. Tú mismo me cuentas cómo su efigie fue descendiendo desde primeras planas a todo color hasta fotografías menudas en blanco y negro. ¿No te basta esta degeneración tan visible? ¿O acaso te enternece? Conviene además tener en cuenta, los caracteres específicos, esos que concurren (seguramente) en Ute por ser princesa y fugitiva. Vayamos primero con lo del título. Hay lugares donde ser príncipe es ser algo como cabeza de jerarquía o cosa semejante y otros donde el príncipe no pasa de medianía nobiliaria. La vieja Rusia, por ejemplo. Claro que ahora ya no los hay, pero cuando los hubo, abundaban, y cuando abandonaron sus estepas, todo perdido menos las ínfulas y el nombre, merodearon por todas partes, sobre todo en los sindicatos de taxistas y camareros, pues lo único que sabían hacer, fuera de las ceremonias cortesanas, era conducir sus coches y practicar la etiqueta de la mesa, aunque no niego que alguno fuera además un buen jinete. De lo que me has contado deduzco que Ute no es una de ésos, sino de los de más alcurnia, de Rusia para acá, donde el ser príncipe suena a más rutilante. ¿De Prusia, de Silesia, del cuadrilátero de Bohemia? ¿O acaso de los Balkanes? Esa relación indiscutible de Ute con la brujería, así como su belleza, me hacen pensar que proceda de algunos de esos banatos que tanto dieron que hacer a las Cancillerías durante la Belle Époque. Las brujas balkánicas suelen ser bellas y princesas, o, si quieres que te lo diga de otro modo, las princesas balkánicas suelen ser bellas y un poco brujas. Todas nacieron en un castillo siniestro y todas están emparentadas con el conde Drácula, que aunque no haya sido lo que dice la leyenda, por alguna razón verdadera la leyenda dice algo. Atribúyele a Ute una infancia en un castillo tan eminente como inmenso, tan poco racional en su trazado como cargado de leyendas y de historias espantosas. Esos castillos balkánicos me han dado siempre miedo; no son aéreos y frágiles, sino macizos y sólidos, incluso un poco pesados. Por sus corredores inacabables vuelan aves oscuras, y en sus ojos llevan escritos los gatos los asombros de muertes verdaderas, o, lo que es mucho más grave, de insólitas metamorfosis, monstruos variables que hasta a los gatos espeluznan. Por otra parte, todas las princesas de esos castillos vuelan, y se sabe de caballeros inocentes que, habiéndose casado con alguna de ellas, prefirieron arrojarse a los abismos antes que permanecer una noche más en el lecho conyugal. Una niña criada en ese lugar y en ese ambiente guarda sin duda recuerdos peligrosos. Y hasta es posible que los recuerdos lo sean menos, puesto que los puede refrenar en su virulencia la moral y la razón. Pero, ¿y los olvidos? ¡Ah, Pedro Teotonio! Lo verdaderamente temible de cualquier persona, y más de una mujer a la que se ama, son sus olvidos. Imagina los de Ute: todos los de la familia principesca, probablemente milenaria, que habrá escuchado relatar a cualquiera de sus tías, señoras del tarot y sus secretos, o a cualquiera de esas criadas viejas y sabelotodo que no faltan en esas familias, o al menos en la literatura que las pintan. No se sabe de ninguna princesa que haya sido educada cuidadosamente por su madre en los sanos principios de la convivencia burguesa, sino precisamente por una de esas criadas fascinantes, tan siniestras como los castillos en los que viven y a los que parecen adscritas como el capitel a la columna, si no pertenecen a ellos como sus propias piedras. Cumplen con las tareas de un viejo oficio, depositarías como son de las memorias ancestrales, del recuerdo monótono; son las cantoras de las sagas de la sangre, las que convencen a las niñas de que no tienen seis años, sino mil seis: de que no son Ute, sino parte de un todo interminable (al menos hacia atrás) donde hubo muchas Utes, cada cual con su historia de amores, de odios, de venganzas o de espantosos sacrificios, de infidelidades y hasta de crímenes. Hay una enorme diferencia, querido Pedro Teotonio, entre amar a una burguesita de París, Claudine de nombre, ni más ni menos atractiva que Ute, salvo que la memoria de su sangre no va más allá de la guerra del catorce, y a una princesa que trae consigo mil años de reata, o más. Las estirpes balkánicas superan el milenio, pues más o menos todas tienen antecedentes en la lista de los emperadores bizantinos. ¿Y qué se experimenta, sino terror, querido Pedro Teotonio, al estrechar entre los brazos a la emperatriz Teodora? Bueno, te pongo este ejemplo por rutina, pues, según cuenta Procopio, a Teodora fueron muchos los que la tuvieron en sus brazos sin haberse aterrado, aunque quizá sí después. No quiero insinuar que esto mismo le haya sucedido a Ute, pero sí que, yo al menos, me estremecería de pavor al abrazar al conjunto de la historia europea en su versión oriental. No me negarás que es un poco inquietante. Mi imaginación no llega a tanto, Pedro Teotonio, ni falta que hace. Con Claudine me entendería mejor. Detrás de Claudine, todo lo más que encuentras, si te remontas mucho, son unos cuantos burgueses que defendieron las barricadas de París. Con Ute, inevitablemente, tropiezas con los murciélagos, animal escasamente atractivo. Cuando yo era niño, y cazábamos uno (volátil indeterminado, vuela sin ser ave, mamífero sin andar a patas), lo clavábamos a una tabla, le echábamos tabaco en la boca en espera de que dijese «¡carajo!», pero no lo decía. Ya ves.
Además, las princesas suelen ser quisquillosas e intransigentes. Jamás olvidan su jerarquía, y aunque en alguna ocasión reciban en sus brazos a un petit burgeois como tú, no suelen encontrarse a gusto más que con sus congéneres. Por eso sufren tanto, desplazadas de sus castillos, lejos de los petimetres de opereta vienesa con los que les gusta coquetear. Lo malo es que caballeros de ésos ya no quedan, y los pocos que lograron escapar de la quema, acabaron casándose con actrices de Hollywood. Pero el corazón de toda princesa desterrada mantiene la esperanza de encontrar aún a alguno de ellos, aunque esté ya divorciado.
¿Imaginas, finalmente, cuál sería tu papel si consideras que Ute es una mujer directamente relacionada con el misterio? Querido Pedro Teotonio, quizás hayas visto esa película de René Clair, «Me casé con una bruja». Pues lo que allí se cuenta no es nada en comparación con lo que te espera. El tarot tiene la virtud de ofrecer a quien lo juega una versión más profunda de la realidad que la de que a todos los mortales nos es dada: algo que está más cerca de la verdad. Y, todo amor, como sabes, como no debes olvidar, consiste en un entramado de quisicosas generalmente falsas, palabras vanas, ficciones inventadas para aderezar el trámite. Pues esa mujer del tarot, al día siguiente, despliega el naipe y descubre lo que hay por debajo del susurro y la caricia: el inmenso, el irremediable hastío. Querido Pedro Teotonio, así no se puede vivir. Las relaciones interpersonales, aun las más íntimas, las sustentan la hipocresía y el fingimiento. Los hombres hemos descubierto lo inútil de la verdad, sobre todo por su insuficiencia. Hasta al amor verdadero hay que añadirle algo, hay que adornarlo. ¡Qué amplio, en cambio, el campo de la mentira! Pero las mujeres acostumbran a desear cruelmente que sea verdadero todo cuanto les dices, cuando debía bastarles que les fuese bien dicho; y menos mal cuando lo creen. Pero una que puede llevar al día la cuenta de las mentirijillas que se le cuentan al oído durante esa ceremonia de la voz entrecortada resulta intolerable. Si la pruebas, lo verás… Una mujer amante de la verdad jamás merece ser amada. Esto, si quieres, es algo de lo que puedo decirte acerca de Ute. Queda luego lo de los viernes inciertos. Querido Pedro Teotonio, la primera vez que escribiste esa frase no esperé que, detrás de ella, se ocultase una realidad tan atractiva como la que me describes. Nada menos que salirse del tiempo lineal para entrar en el vertiginoso, el tiempo en espiral, la hélice del tiempo. Ante todo, por ser lo más posible, tu contemporaneidad simultánea con Pío IX y con el Mariscal Rommel: si bien estas paradojas pueda vivirlas cualquiera con un poco de imaginación. Yo me acuerdo de cuando conversaba al mismo tiempo con Atahualpa Yupanqui y con el cardenal Cambacéres una conversación que influyó mucho en el cambio de mis ideas políticas. Nada te impide inventar una comedia en la que Napoleón enseñe a Julio César a jugar al ajedrez: sería el suyo un tiempo lineal, salvo si la terminas con la misma partida, y las mismas palabras, dando a entender que todo lo que acaba de suceder volverá como repetición inacabable; será entonces un tiempo circular o cíclico, en el que algunos creen, aunque tan distanciados unos ciclos de otros que en vez de círculos los tiempos nos parecerán líneas rectas. Pero lo tuyo es distinto, es un tiempo de visible e imprevisible vaivén. Si lo cortamos por un plano secante la figura que resulte será una espiral, no sé aún si de secciones circulares o elípticas, pero, de momento, da lo mismo. La espiral es la representación más exacta de la vorágine, en espiral se mueven los ciclones, y tiene la ventaja de que, si la sitúas en un plano inclinado (Alcázar de Ribera lo es) puedes deslizarte por ella como por un tobogán para caer directamente en los brazos de esa doncella que te espera un catorce de marzo incierto. Imaginemos en un principio una curva amplia, de enorme radio, nada menos que un viernes cada año. A la curva siguiente le corresponde un viernes cada mes, y, a la otra, una cada semana. Conforme el radio mengua, los viernes se van aproximando, y, reducidos a tiempo, se amontonan unos encima de otros, hasta el momento inefable en que todos los días son viernes, en que se vive un viernes interminable y veloz, como un caballo embridado que corriera sin moverse. A esta paradoja de dinamismo y quietud podríamos llamar Paraíso, y puede ser su símbolo de susodicha doncella, aunque no sé por qué. Lo tuyo es esto, pero con modificaciones. Si el inventor del sistema fue ese hombrecillo de la batuta, debes felicitarlo de mi parte: lo tengo por un verdadero demiurgo. Se trata nada menos que de la introducción de un interminable compás de espera mediante la inserción de puntos de referencia ajenos al sistema mismo. Garibaldi forcejea, Rommel retrocede o avanza, la ley matemática de la espiral se interrumpe, vacila, retrocede, planea, recobra su camino, se fatiga, descansa. Y todo por carecer de un poeta a mano, de un poeta probado en su virilidad que engendre, en una futura recitadora de programas modernistas, otra que la repita al infinito, si bien mediante intervenciones sucesivas de poetas homogéneos y de recitadoras equiparables. Genial. El sistema es tan cautivador que si alguna esperanza me queda de que te libres de Ute es porque la espiral, o la vorágine de los viernes, acabará por engullirte, por absorberte en su mäelstrom de tiempo y verso. ¡Lástima que en el vórtice te aguarde un lecho semejante al conyugal por su escaso peligro, en que una doncella de faz inédita espera con anhelo el cumplimiento de una operación de resultado incierto! Todos los reyes que ofrecieron a príncipes errantes la mano de sus princesas, lo hacían para tener descendencia; mas las princesas, al margen de la política del suegro, prometían, o, al menos ofrecían, felicidad. Según tu relato, el saltarín de la batuta no pronunció esa palabra. ¿Cuál diablos va a ser entonces el premio de tu hazaña? ¿Saber que una hija clandestina, cuando llegue a la mayoría de edad, va a recitar a Rubén Darío en las noches de luna? ¿O quizás una gratificación en metálico? Esto es lo que menos me gusta de tu situación, me gusta menos aún que lo de Ute. Estuve equivocado al señalarte el camino hacia la «boutique», porque lo que ahora deploro son las consecuencias. Teníamos que habernos atenido al eje vertical, con los límites, al norte, del convento; por el sur, los del palacio de la marquesa. ¿Estás a tiempo todavía de rectificar?
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO
No te lo dije nunca, aunque no me hayan faltado ganas; no te lo dije nunca por esperar que una señal de enmienda o que alguna experiencia honda, de ésas de las que tú te escurres, te obligase a rectificar. Pero es mi esperanza vana. Lo que yo pueda tener de atolondrado lo tienes tú de frívolo. ¡Dios mío, qué cabeza, cuántos pájaros en ella! No eres más que una caña pensante, sin más cuerpo ni historia, sin la enseñanza indispensable de yerros y de fracasos. Te mueves entre tus pensamientos, saltas a tus imaginaciones, recurres al recuerdo de tus lecturas, y crees que eso, lo que produce después tu mente, es la realidad, cuando no pasa de mera fantasmagoría gaseosa. No tienes ni pizca de corazón, no lo has tenido nunca. ¡Y, a la postre, qué tonterías dices! Excogitas, eso es lo que haces, sin el menor fundamento. Cuanto me escribes acerca de Ute es erróneo. No es una princesa balkánica, no se crió en un castillo siniestro, no es la depositaría de tradiciones terribles, de esas que le harían desear a uno ser hijo de padres desconocidos. Ute se llama Skandemberg, y desciende del frustrado libertador de Albania. El castillo de su familia, más chateau que castillo, está en Renania, y no es parienta, ni remota ni próxima, del conde Drácula. Fue a un colegio de monjas católicas, y dos de sus hermanos son militares. De familia normal, ella también lo es, aunque se haya escapado de casa y apartado de los suyos, porque es asimismo normal que en las grandes familias salga una oveja negra. Desde el día en que fui a verla a su boutique, hasta éste en que te escribo, nuestro mutuo conocimiento se ha acrecentado, y también la estimación recíproca, esto sin mediación del tarot, el cual, sin embargo, me lleva esclarecidas muchas de mis intimidades más oscuras. ¡Y qué fascinación la de ver cómo cambia de significación la carta del Ahorcado, según esté colocada! Por lo pronto, una tarde me dijo: «¿Por qué no cenamos juntos? Ahí mismo, en la plaza, hay una tabernita donde se come bien a precios razonables. Es un lugar en el que, con un poco de suerte, se puede estar tranquilo. Los habitantes del pueblo no suelen ser tabernarios: van a su vino, y se marchan. Además, los jóvenes sólo beben y hablan de viernes a domingo, y sólo el Señor sabe cuándo caerá el viernes nuestro.» Desde entonces almorzamos y cenamos juntos, y alternamos en el pago. Hay un patio recogido con rincones de penumbra y parra. El tabernero, que se llama Patricio y es anarquista, tiene la particularidad de ser la única persona de la villa que se rige por el calendario corriente y sabe en qué día viven los del resto del mundo. «A mí no me la dan con queso con lo de que los viernes van y vienen. Si la gente se deja que la vuelvan tarumba, allá ella. Yo apunto en un cuaderno el día, y a otra cosa. El que quiera saberlo, que me lo pregunte. Ustedes dirán lo que van a tomar.» Ute es frugal comiendo: tiende un poco a engordar, y se lo recuerda con cierto horror el volumen que llegó a alcanzar su tía Brígida. A mí, sin embargo, me parece que un par de kilos más le vendrían de perlas.
El rincón en que solemos sentarnos propicia las confidencias. Surgieron espontáneas, al segundo o tercer almuerzo, o quizás haya sido una cena, después de haber bromeado a costa de mi Destino. Bueno, será mejor que empiece por contarte lo que dijo y lo que hizo Ute cuando me decidí a confiarle mi situación. Primero, se echó a reír. Después, se quedó seria y algo como asustada, pero se recobró en seguida. «¿Y para eso es para lo que se conjuraron las estrellas del cielo? ¡Válgame Dios! Llegué a esperar que las cartas le anunciaran un Destino más digno, no ése de semental que se descubre ahora.» Y volvió a reír, pero no ya como antes, sino con una de esas risas cargadas de intención oculta, de las que no basta oírlas, sino que es conveniente interpretarlas. A mí me sonó a reproche. «Tenga usted en cuenta, le dije, que a mi llegada a este pueblo, ignoraba lo mismo esa conjuración de los astros a que acaba de referirse, que la esperanza popular en el catorce de marzo. Más aún, fue usted quien me habló de una misión, sin que yo consiguiera imaginarla. Me declaro inocente.» «Pero, ¿acepta o no acepta la propuesta que le han hecho? No importa que yo se lo haya anunciado: no fui más que instrumento.» Le respondí: «Me pregunto si se puede hacer algo contra lo que está escrito. Carezco de experiencias, y jamás pensé seriamente en el Destino. Creía en los azares, y usted misma fue para mí un azar.» Se quedó pensando un rato. «Habrá que preguntárselo al tarot, la voluntad personal influye en las determinaciones. A lo mejor usted puede oponerse.» Y, de repente: «¿Se ha dado cuenta de que lo vienen vigilando desde hace días? Deben de tener miedo a que se les escape.» «¡No!» «Más de cuatro personas. Se turnan. No les importa lo que habla, porque siempre permanecen distantes, pero sí lo que hace, y adónde va. Ahora mismo, una de ellas espera nuestra salida arrimada a la piedra de la puerta, o por ahí. No se moverá cuando pasemos, si vamos a mi tienda, pero si usted se despide de mí y se marcha solo, ella se moverá. Y usted no lo advertirá jamás. Son hábiles y escurridizos.» «No veo la razón de por qué me persiguen.» «Yo sí lo entiendo. En cierto modo, es usted un prisionero del Destino, o llámele si quiere azar, y el azar, o el Destino, son ellos. Pero ellos no lo ven así, sino como conspiración o maniobra, y quieren asegurarse. Ignoran que usted es dudosamente libre, eso ya nos lo dirá el tarot. Si intentase marcharse, se lo impedirían.» Me dejó un poco preocupado. «Entonces, si no puedo marchar, ¿cómo voy a oponerme a mi destino, a ese que usted misma me anunció?» Repitió que eso es lo que había que consultar al naipe. «Tiene en el tarot una fe infinita.» «No. Usan fe limitada. Sé hasta dónde pueden llegar sus profecías.» Cuando salimos de la taberna, atardecía. Había gente en la plaza, mujeres y niños, y algún anciano, pero tuve la sensación, repetida hasta el cansancio en los días siguientes, todos los días, de que en un lugar de una columna había sido ocupado por alguien que se hurtaba ahora a mis miradas, que interponía la piedra, que se ocultaba en una esquina, y me miraba desde lejos. No sé hasta qué punto puede ser verdad lo que ya me obsesiona, pero siento sobre mí el peso de unos ojos que no veo. Le pregunté a Ute, no sé qué día de éstos, si estaría empezando a volverme loco. «No. Le vigilan cada vez más de cerca, y esto quiere decir que el día se aproxima. ¡Y el tarot sigue indeciso!» A pesar de lo cual hubo momentos en que temí por mí mismo, pero Ute me ayuda a recobrar la cordura. ¡No puedes imaginar con qué delicadeza! Tu experiencia de las mujeres, Uxío Preto, es limitada y diríamos que especializada en lo más elemental. Ninguna de las que se tropezaron contigo pasó de vulgar, y ese vacío de tu experiencia lo rellenas de literatura, pero no es lo mismo lo leído que lo vivido. ¿Supiste alguna vez, Uxío Preto, a lo que huele el sobaco de una mujer limpia? ¿Has mirado en los ojos de alguna la alegría, la pena, el dolor de vivir, la esperanza en el amor? Has sido conquistador de mujeres conquistables, de esas a las que el hombre al que se entregan les da igual. Ninguna de ellas le amó, y si de algunas cuentas que lo hizo, o te engañas o mientes. Pero tampoco llegaron contigo a ese grado de confianza que les permite abrir su alma como quien abre la puerta de su casa y ofrece a la mirada el panorama entero de su intimidad. Ute me lleva contado lo más sustancial de su vida, que no es vulgar, aunque en algunos aspectos sea triste. Recuerdo que el Guardia Municipal me dijo una vez que, en este pueblo, lodo el mundo se enmascara. No sé qué quiso decirme con eso, pero, en lo que a Ute respecta, hay una diferencia entre la mujer que me pareció ser el otro día, cuando por primera vez me recibió en su tienda y me leyó el tarot, y esta que voy descubriendo ahora. Sería inexacto decir que se quitó la máscara, o que se la quita poco a poco. En el rincón de la taberna no se me ocurre verla como una hechicera en su antro de ropas colgadas. No incurriré en la vulgaridad de decir (menos aún de pensar) que es otra mujer. No. Es la misma, y su mirada no cambia, como no cambia su rostro; lo que pasa es que el rostro y la mirada expresan otros sentimientos. Por qué me cuenta sus cosas puede obedecer a la misma razón por la que yo le cuento las mías. Estoy impresionado por su última confidencia. Se enamoró de un hombre hermoso, creyó enamorarse del cuerpo hermoso de un hombre, un atleta olímpico en cuya compañía la muestran algunas fotografías de pie intencionado, «La pareja de príncipes», por ejemplo. Lo amó hasta la ceguera con un amor que ella creía material: él se dejaba querer, con esa vanidad petulante de los parvenus a la fama, y a veces jugaba con ella cruelmente, la alejaba de sí con el pretexto de la «forma» y de los entrenamientos, o la abandonaba temporalmente por una aventura pasajera; pero, un día, enfermó aquel cuerpo perfecto, con una de esas enfermedades que nacen con uno, que esperan solapadas y que surgen cuando no tienen remedio. Comenzó por destruir al atleta y acabó por destruir al hombre. Él se aterró. Convirtió o intentó convertir su enfermedad en una catástrofe universal, el mundo iba a cambiar porque él ya no podía acudir a las competiciones. Y esto lo proclamaba a voces, como acusación a Ute. Llegó a hacerla responsable de su recuperación imposible, y Ute le cuidó, se sacrificó por él, cada vez más convencida de que no la amaba, de que la usaba para el miedo y la venganza. Fue una temporada penosa, la que él tardó en morirse. Pero a Ute le sirvió para descubrir que no había amado a un cuerpo hermoso, sino al hombre que lo soportaba, el mismo que ahora le reprochaba el haberle causado la enfermedad, el haberle arruinado y el no sacrificarle suficientemente su vida. Aquel hombre hubiera deseado la muerte de Ute unos instantes antes que la suya para morir, al menos, complacido. Hecho un guiñapo físico y moral, Ute le amaba más que cuando era el atleta que deseaban las mujeres. Le amó hasta la vergüenza de sí misma, hasta la humillación íntima. Fue entonces cuando anunció cosméticos en la televisión y publicó en una revista internacional unas memorias falsas.
«No deseo, me dijo, que pases por la experiencia de que se te muera en el regazo la persona querida. Se pueden describir el sentimiento de soledad, el dolor, ese vacío que aparece a tu lado, pero nada de lo que puede contarse constituye el fondo de esa realidad de la muerte, que esperas sin saber lo que es, y que después continúas ignorando, por muy hondo que lo sientas. Lo que sucede permanece ajeno a ti, por muy cerca que te toque. Llegas a sentir que el amor aún perdura, pero ya sin objeto: un amor que empieza por apoyarse en los recuerdos para no morir, pero que acaba muriendo también, mientras los recuerdos quedan fríos, hasta llegar a parecer ajenos. Y, cuando dejas de amar, es cuando descubres lo horrible de la experiencia, cuando te juzgas con dureza y se te ocurren las palabras más terribles; cuando te das cuenta con espanto de que, en lugar del amor ido, y lo mismo que él sin objeto, puede venir el odio, un odio también en el vacío, odio hacia los mismos recuerdos que has amado. Nunca sufrí como durante aquellos años y el tiempo que les siguió. Entonces de verdad empecé a ser una mujer, cuando me hallé madura, y también cuando descubrí, al mirarme, las primeras arrugas. Lo más importante de todo es que tuve que perdonarme para seguir viviendo.» No creas esto de las arrugas. En el fondo, se trata de una coquetería. Ute está todavía segura de su belleza. Si lo quiere, y, como creo haberte dicho ya, puede permitirse el lujo de engordar un par de kilos.
No sé si te conté que la figura del Director de orquesta, cuando viste de paisano, se parece un poco a la de Charles Chaplin. Bueno, no del todo, sino en parte, quizá sólo en los pantalones, que los lleva algo abombados y como si, por debajo de la chaqueta, los hubiera prendido a la camisa por un imperdible enorme. Hasta es posible que exagere, que el parecido haya sido transitorio, y que se trate únicamente de un recuerdo fugaz superpuesto a la estampa del director, que no es delgado, como Chaplin, sino más bien gordito. Creo habértelo descrito así, pero debes saber que, a veces, los recuerdos se corrigen solos, se modifican, y cuando veo venir hacia mí al personaje, me pregunto: «Pero, ¿este hombre no se parecía a Charlot?» Luego resulta que no, que ni siquiera usa bigote, ahora mismo ya no recuerdo a quién se parece, probablemente a mucha gente, porque el número de señores gorditos y de faz muy alegre abunda en todas partes, aunque esta mañana no trajera el rostro lo que se dice resplandeciente, sino compungido y dando explicaciones antes de que se las pidiera. «Usted se preguntará, señor Viqueira, por qué Giuseppe Garibaldi se detiene tanto tiempo ante la Puerta Pía, y por qué el mariscal Montgomery tarda en derrotar a Rommel. Las cosas son como son, señor Viqueira, no vale la pena darles vueltas y escudriñarlas, y el caso es que una gripe impertinente, con la que nadie podía contar, retiene, en el lecho febril, a mi bella hija, la tercera o cuarta de las Lolas, nunca se sabrá bien, y mientras esté en el lecho, todo nuestro plan queda como quien dice en suspenso, a la espera de que ella se ponga buena y hasta que se reponga. Nosotros comprendemos que no conviene en absoluto que sea fecundada si no es en perfecto estado de salud. Lo contrario sería como forzarla. ¡Toda la culpa la tuvo la tempestad del otro día! La cogió en el jardín, desprevenida; la lluvia la empapó, comenzó a estornudar… y lo que pasa. Tiene usted que comprenderlo, señor Viqueira, y refrenar su impaciencia. Nosotros también comprendemos que, en el ínterin, se entretenga con la rubia ésa de la tienda. Un hombre siempre es un hombre, y los compromisos le obligan hasta cierto punto. A mí, cuando estaba en esa casa, se me concedieron también algunos privilegios. Pero tardará poco, señor Viqueira. No creo que llegue a un par de semanas. La chica es de muy buena pasta y no tardará en estar como nueva. Se lo digo yo, que soy su padre.» Había, efectivamente, caído una tormenta. De las acostumbradas, según me dijo Ute, pero yo aún no las conocía. Apareció un puntito negro encima del castillo. Tardó muy poco tiempo en ser nubarrón. El sol se oscureció, y el pueblo pareció entristecido, grises sus rutilantes paredes blancas, los brillos apagados de sus techos de tejas vidradas. El primer trueno nos sacudió sin sorpresa. Uxío, tú sabes el miedo que les tengo a las tormentas. Estaba con Ute, en su tienda, y tuve que disimular, porque a ella las tronadas no le sacan de quicio: su castillo, en su niñez, era muy visitado por los relámpagos e incluso por los rayos: no digamos por las lluvias violentas. ¿Qué quieres que te diga? Me pasa como con los ratones, que, tan pequeños como son, me causan una mezcla de miedo y repugnancia que me obligan a subirme a una mesa si los veo. Pues el primer estallido nos sacudió, siguieron otros, y, de repente, empezó a caer pedrisco, a resonar las piedras en el empedrado, y eso fue lo que debió de coger a la futura recitadora de Rubén en descampado, que así la empapó y le regaló una gripe. Cuando se lo conté a Ute, pareció satisfecha. Respiró profundo. «¡Nos queda un tiempo más, quién sabe si dos semanas! Hay gripes muy pertinaces.» Sacó el tarot de su escondrijo, lo extendió sobre el tapetillo verde, le dio mil vueltas, hizo mil combinaciones. «Por ahora no hay novedad en las estrellas», dijo desesperada. «A no ser que…» Se hundió otra vez en el estudio del naipe. «No, no. No parece haber esperanza», dijo después de un gran silencio. Y me miró con angustia. «Todo depende de la versatilidad de un par de naipes, que parecen escapar a las leyes del Destino, o que acaso obedezcan a desconocidas leyes.» Debo decirte que, cuando sucedió esto, ya Ute me había pedido una noche que me quedara con ella. A eso se refería el director de orquesta al decir lo de mi entretenimiento. En estos pueblos no hay secretos.
Yo no sé si lo que me va sucediendo constituye la única historia posible, lo que servirá de base a la novela que pretendes que escriba. Lo que puedo asegurarte es que eso que tú me propones, lo que llamaríamos adecuadamente la preferencia por el eje norte-sur, carece de viabilidad. Las cosas acontecidas en esa dirección no parecen atañerme, y tú mismo las repudiarías por inservibles. Al convento de las monjas llegó estos días una novicia. Entre lo que le enseñaron, está el cuidado del obispo. Cuando vio que otras hermanas lo lavaban, exclamó: «Mi hermanito pequeño tiene esas mismas cosas en el mismo lugar, y sirven para lo mismo»; de donde dedujeron las monjas de modo unánime y apasionado, que el hermanito de la novicia estaba preconizado obispo, acaso el sucesor del que ellas tienen, y lo hicieron traer, y parece que intentan someterlo desde mamoncillo a una dieta especial, la que consideran adecuada. Pero la noticia cundió en el pueblo, y todas las madres de varones lactantes hacen cola a la puerta del convento para que vean las monjas que también sus hijitos muestran (si se los miran) los atributos episcopales, y que las monjas se encarguen de su alimentación. A causa de esto arman grandes barullos, sobre todo matinales, en la parte alta del pueblo. Lo corriente es que una mujer le diga a otra referente a su vástago: «El mío es más obispo que el tuyo.»
El último de los días que aquí pasó por domingo, vaya usted a saber qué día del año fue, estaban los muchachos en la plaza, despidiendo al descanso, ya que ese día por la tarde es cuando regresan a la fábrica a las ocho, como clavos. Había tocado unas piezas la charanga municipal, con lucimiento del Director, gran alarde de saxofón barítono, y los titiriteros hacían de las suyas en la mitad de un corro, cuando llegó un mozo despavorido, los ojos desorbitados, viniendo del sur, del palacio. «¡Está ahí!», gritó; «¡Desnuda al lado de la alberca, tomando el sol! ¡Yo mismo acabo de verla!» ¡Al diablo la música y los titiriteros! Ni siquiera las mujeres solteras y casadas, que andaban por allí, fueron capaces de detener a aquellos de repente enfebrecidos. Corrieron, y, al llegar ante el palacio, sin que nadie lo ordenase, se detuvieron, como indecisos o cobardes. Alguien preguntó: «¿Quién va a ser el primero?» «¡Lo echaremos a suertes!», respondió una voz. Sacaron pajas. Se acordó que, mientras los tres primeros se acercaban a mirar, los demás seguirían sorteando. El postigo estaba entreabierto, y se veía un pedazo de alberca, alumbrado por el sol. Pero no había nadie. «¡Ahí estaba, ahí estaba, junto a esas albahacas! ¡Cuando la vi, ahí estaba!» Abrieron un poco más, se adelantaron por el zaguán hasta abarcar el patio. «¡Se habrá escondido en la sombra!» Eran ya un tropel, y el tropel entero entró, pero no había nadie en el patio, ni a la luz del sol ni escondido en la penumbra, a aquella hora fresca y perfumada. Los demás se les fueron sumando. La veían en todas partes y no la hallaban en ninguna, a la Marquesa. Primero, buscaron en los bajos del palacio. Después, se arriesgaron a subir, y recorrieron las estancias que yo había recorrido, aunque de noche, amplias estancias vacías, lechos sin ropas, salones. Abrieron las ventanas. Las mujeres se habían agolpado fuera y aguardaban mudas. Yo creo que no quedó un rincón que aquellos hombres, encandilados, no escudriñasen. «¡Pues yo la vi, la vi, os juro que yo la vi!» Fueron saliendo, derrotados en sus ansias. Los que tenían mujer, se marcharon con ella. Los solteros, poco a poco, fueron quedando en la mitad de la plaza, silenciosos. De nada valió que los titiriteros tocasen su trompeta y su bombo, y que empezasen la serie de las cabriolas difíciles. Parecía como si los hubiesen vencido en batalla campal los del pueblo de al lado. Ute había asistido, conmigo, al acontecimiento, desde una ventana. Me dijo: «Estoy segura de que la marquesa estaba ahí, y de que el mozo la vio. Pero le dieron tiempo a escapar. Tiene que haber en el palacio algún pasadizo por el que es fácil huir, o un agujero en que esconderse. Habría que descubrirlos.» «¿Para qué?» «¿Quién sabe si algún día te serán necesarios?»
Finalmente, Uxío, debo decirte que, cualquiera que sea la forma que adopte el tiempo en este pueblo, en espiral, vertiginoso, enredado, para los que estamos dentro es un tiempo como otro tiempo cualquiera, parte el que va quedando atrás, parte lo que se espera, y este presente que es como la marquesa, que en cuanto quieres agarrarlo, o prolongarlo, se te escapó de las manos; y, sin embargo, es la única realidad. Lo malo es que ni podemos retroceder en él ni saltar adelante: tampoco dar la vuelta alrededor del instante. Reconozco que tus ideas, como literatura, son verdaderamente válidas, y quién sabe si, llegado el caso, no echaré mano de ellas. Pero aquí, lo que vemos es cómo un día viene detrás de otro, cada cual con su noche. Lo que nos aproximamos o nos alejamos del catorce de marzo; lo de que Garibaldi no llegue y Montgomery se pase, lo silbemos porque nos lo dicen. La incertidumbre, dentro de este sistema, es la misma que en el otro. Para enterarme de que las cosas son de manera distinta, tengo que leerte a ti, escuchar al director de la orquesta y pensarlo. Lo que siento es lo de siempre: más de prisa o más despacio, según la naturaleza de la espera. La única verdad indiscutible es que el tiempo lo miden nuestros corazones: yo creo que emana de ellos, y que la mezcla de esperanzas, de deseos, de temores, son los que le dan forma. Pero yo he venido aquí para, después, escribir una novela. ¿Qué pasará si esos espías invisibles no me permiten salir; si poco a poco, aunque inexorablemente, me conducen a la Quinta de los Cipreses? Mi única esperanza, querido Uxío Preto, está en el tarot de Ute.
DE UXÍO PRETO A PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA
Nunca tuve en gran estima tus cualidades intelectuales, aunque acerca de las poéticas no me quedan grandes dudas. ¿Será esto lo que nos separa, o precisamente lo que nos une? No lo voy a discutir ahora, no es mi propósito aclararlo, pero sí necesito decirte unas cuantas verdades con el fin de que todo quede en su sitio entre nosotros. Veo que perteneces a esa clase de personas para las cuales sólo es humano lo que procede de las vísceras, sin querer darte cuenta de que la inteligencia es tan humana como la función hepática. De que el corazón sea propenso a llorar, o, al menos, a emocionarse, y el cerebro no, tuvo la culpa la Naturaleza, que así lo hizo, o la costumbre humana, que la ha perfeccionado. Si me niegas corazón, yo te niego caletre, y no ya para especulaciones de altura media, sino que ni siquiera para guía de tu conducta. Te portas como un perfecto adolescente, ya te lo dije en la carta anterior, y debo añadirte que no me importa demasiado, condición de que, como resultado de toda esta aventura, saques una novela digna: que no lo será si te limitas a relatar tus amores con esa princesa rubia del tarot, o, por lo menos, si la incluyes como personaje en términos parecidos a como me la describes y lo que me cuentas de ella. Claro que un manojo de epístolas no se le puede pedir la precisión de un relato serio, de modo que, en el peor de los casos, recibo tus indicaciones como meros apuntes, posteriormente elaborables. Lo que sí quiero decirte es que lo que se deduce de tus cartas no es la figura de Ute, que, pese a ellas, no sé en realidad cómo es, sino tu visión de ella o tu versión. Por mucha que sea mi suspicacia ante su persona, la imagino más rica, más coherente, más completa, y esto es lo que debes tener en cuenta. Sospecho que no te lijas en lo que debes fijarte, y que dejas pasar, en cambio detalles de mayor interés, al menos literario. Los almuerzos en el rincón del restaurante (o tabernita) merecen más atención: siempre revela mejor el carácter de una mujer (o de cualquiera) lo que dice mientras come, que lo que gime en la cama, donde, querido Pedro Teotonio, todos somos iguales y decimos las mismas tonterías, que no se distinguen unas de otras sino por la cantidad de pasión que se ponga en las palabras, ¡gracias a Dios! Porque, ¿qué sería del mundo si cada cual se viese en la necesidad de inventar cada noche un repertorio distinto? Ni don Juan llegó jamás a semejante riqueza de mentiras, y eso que a don Juan le caracteriza, sobre todo, la labia. Por alguna razón que ahora mismo no me siento con fuerzas de averiguar, alrededor de la mesa se dicen menos estupideces, y llego en mi amplitud de espíritu a admitir que es ahí, en el rincón del restaurante (o de la tabernita) donde pueden y deben proferirse las genialidades que todo el mundo lleva dentro, y que me llenarían de alegría si me las refirieras: junto, por supuesto, con las de Ute, de quien espero, sin embargo, que la conversación sea más interesante que la tuya. ¿Verdad que la historia ésa del atleta te la contó en la cama? Tiene toda la fisonomía de una confidencia inter coitos, en ese momento de debilidad mental al que no se hurtan ni las mujeres, a pesar de su vigor. Para mi gusto es una historia penosa, aunque lo más probable sea que su falta de interés se deba a las palabras con que me la contaste; al modo y no al cuento mismo. Estabas demasiado emocionado, demasiado dispuesto a justificar a Ute, y la historia entera tiene todo el aire de un arma arrojadiza, capaz de destruir mi malsana frialdad. Pues no lo creas. Le hago a Ute el honor de imaginarla más interesante de lo que tus palabras muestran, y espero, por el bien de ella, que en el cuento ése del enamoramiento de un cuerpo que acaba en el enamoramiento de un alma, existan otros matices que lo salven: justo los que a ti se te escaparon.
Admito, sin embargo, el riesgo que se corre al relatar una historia de amor (sobre todo si es feliz), y te lo voy a probar refiriéndote una, precisamente la mía. Ten, sin embargo, en cuenta que es tan antigua que su recuerdo no me emociona, y aunque sé que me pertenece, puedo contarla como si fuera ajena. Aconteció durante mi adolescencia, allá por aquel tiempo en que yo me ensayaba en la prosa periodística escribiendo gratis, para el diario de mi pueblo, noticias breves y crónicas sentimentales acerca del crepúsculo. Considera, sin embargo, que al comienzo de la historia mi corazón no estaba todavía preparado para el amar, lo ignoraba todo del amor. Pasó por mi pueblo una compañía de teatro, no de las buenas, aunque tampoco mala, digamos modesta. Mi condición de alevín de periodista me autorizaba a husmear por los camerinos, en busca de una persona lo bastante ingenua o vanidosa como para someterse de grado a la tortura de una entrevista en la que mis pocos años garantizaban que no le iba a preguntar más que trivialidades. Representaban una comedia titulada «La perla de Rafael», o cosa así, en cuyo primer acto el escenario reproducía, en papel, una sala del Museo del Prado. No puedo recordar en qué momento ni por qué causa, una actriz jovencísima resbaló y se cayó en escena, literalmente espatarrada y con las bragas al aire. Quizás hayas oído contar que las bragas, entonces, no eran tan sucintas como las que ahora se usan, sino de tela algo menos sutil, y ornamentadas de encajes y hasta de cintas de colores. Pero no voy a decirte que así fueran las de aquella muchacha de la caída, porque también las olvidé. El público, que en estos casos suele portarse con bastante benevolencia, la aplaudió mientras se levantaba y componía las ropas, y los aplausos ahogaron algunas risas crueles; ¡como si no fuera de agradecer la visión de unos muslos de catorce años! Pensé que aquella chica estaba destinada a víctima de mis impertinencias profesionales, y con el pretexto de preguntar si se había lastimado me colé en el camerino y le propuse desvergonzadamente hacerle unas cuantas preguntas, a lo cual accedió, porque hasta entonces, ningún periodista se había fijado en ella. ¡Como que no era más que una meritoria!, y su presencia en el teatro se explicaba por su madre, actriz característica, y a ella le encomendaba lo que las gentes del oficio llaman «un papelito». Mira tú por dónde aquél, insignificante de «La perla de Rafael» la puso en el trance de responder a las curiosidades tímidas de un mozuelo tan inexperto como ella, y que en vez de escucharlas parecía naufragar en sus grandes, en sus enormes ojos. Se llamaba, o la llamaban, Alma, tenía que ser su nombre de teatro, y su cuerpo delgado se hallaba en los comienzos del trance entre la mera lisura y el limoneo. Y como nuestra conversación hubiera comenzado por la broma, yo le llamaba Cuarto Kilo de Mujer, y a ella le divertía y acaso le asegurase sobre la pureza de mis intenciones. Yo publiqué una entrevista con «La muchacha que se cayó en escena», y la madre de Alma, que se llamaba Eloísa, me autorizó a tomar café con ellos, mesa aparte con Alma, antes de la primera función y después de la última. Los cafés los pagaba la madre. No me atrevo a decir que haya sido mi primer juego erótico, aunque sí mi primer enredo sentimental, y sólo eso, puro sentimiento nada más, que a veces nos enmudecía, a Alma y a mí, y nos dejaba mirándonos en silencio, hasta que uno de los dos rompía a reír. No puedo recordar si, durante alguno de estos éxtasis, nuestras manos se buscaron por debajo de la mesa, aunque sea lo más seguro. Pero, ahora, ¿qué más da? Mis manos ya no recuerdan si las de Alma temblaban. Nos separó, lógicamente, la vida, representada, en nuestro caso, por su profesión trashumante. Y nos volvió a juntar por la misma razón. En los entretantos, nos escribíamos cartas de amor latente, pues ninguno de los dos se atrevió nunca a incluir un «Te quiero», ni aún como despedida. Te dije (creo habértelo dicho) que Alma era alta, magra, toda ojos. Cierta vez, con su carta, me envió un retrato. No nos veíamos hacía ya tiempo, y en la fotografía la encontré transformada, hecha ya una mujer, mientras yo era todavía un muchacho. Aquello cambió las cosas, y algo interior me decía que había sido traicionado, aunque no supiera bien por quién. Mi sentimiento inmediato fue de distancia insalvable. Ya no podíamos jugar al juego antiguo, y el ya posible nos estaba vedando. Nos encontramos, una vez más, en Madrid. Siendo mayor que ella, me sentía inferior, y me daba vergüenza de mí mismo acompañarla en público. Su madre lo advirtió. Hablamos alguna vez, aquella vieja cargada de experiencia y yo. Se refirió al porvenir de su hija. Deseaba encontrar para ella un hombre, y los trámites legales no le preocupaban. Me sentí enfurecido en mi impotencia y acabé por desaparecer, lleno de odio y de palabras gruesas contra aquella madre que no entendía mi amor. ¡Pues, mira tú! Hoy le doy la razón. ¿Qué habríamos podido hacer, Alma y yo, después del vuelo nupcial, probablemente efímero y con cierta seguridad amargo? Lo que sí puedo decirte es que esta historia me dejó vacunado, que es un modo de nombrar mi incapacidad para el amor, o quién sabe si mi inmunidad.
Te hago gracia, por lo tanto, del análisis que mereces de tu situación. Es cosa tuya, pero confío en que, al menos, te sirva para librarte de acabar prisionero de los cipreses, del surtidor de la fuente, de la dinastía de las Lolas. Si caes en ese pozo, no emergerás jamás. Ute me merece más confianza, ya ves. He cambiado de opinión. En cuanto a los posibles narrativos de tu situación, estoy de acuerdo en que eje norte-sur no puede ya dar de sí. Tenías que haber insistido en tus expediciones al palacio de la Marquesa, no sólo nocturnas, sino también diurnas. Estoy convencido de que existe y de que la hubieras encontrado. Aunque su categoría nobiliaria sea inferior a la de Ute, el hecho de tostarse al sol junto a las albahacas me la hace atractiva. Probablemente es una mujer interesante. ¿Y si son dos, como alguna vez me sugeriste? ¡Ah, Pedro Teotonio, qué novela se te está yendo de las manos[2]!
DE PEDRO TEOTONIO VIQUEIRA A UXÍO PRETO
Se me estremece la pluma, Uxío Preto, al pensar, al temer que ésta sea mi última carta. No por inminencia de mi muerte, ¡oh, eso no sería tan grave!, sino porque la situación está a punto de resolverse, y no a nuestro gusto, aunque esto no se sepa todavía. Dejar esta carta en el correo forma parte de una trama de salvación; no será ya el paseo inocente de otras ocasiones. El Director de la Banda Municipal se me acercó hace unos días y me dijo: «Esto va bien, querido amigo; esto marcha viento en popa. La niña ya no tose, se va recuperando de carnes, y su madre ha comenzado la última etapa de su preparación, porque, como usted comprenderá, un acto de semejante transcendencia no puede confiarse al albur de la ignorancia.» «¿Se refiere a una especie de preparación prematrimonial?» «¡Esto también, por supuesto, pero no es lo más importante! El destino de mi hija no es el de una vulgar casada, ni siquiera el de casada (de eso no hemos hablado, como usted recordará). En la Quinta de los Cipreses se vive al margen de cualquier ley que no sea la propia. Hágase a la idea, querido señor, de que va usted a celebrar la ceremonia de un culto, y a comprender eso es a lo que se encaminan las enseñanzas de la madre a la hija. Un culto, el de Rubén; una verdadera religión, la de la Poesía. Por eso lo llevaremos a cabo con una liturgia adecuada. Yo he pensado que la noche del catorce de marzo, que está al caer, le conduzcan a la Quinta muchachos y muchachas vestidos de túnicas blancas, coronados de flores, con antorchas, y que cuando se cierre la puerta tras de usted, alguien le eche al cuello una guirnalda de rosas. Después, las más lindas doncellas le llevarán al baño, y algunas de ellas, ya se verá cuáles, le perfumarán, le ungirán como si fuese a comenzar las nupcias con una diosa: que en cierto modo eso es lo que sucederá, aunque yo no me tenga por Júpiter, si bien haya otras maneras de llegar a lo divino. Después se le dejará ante la habitación de mi hija, y lo que venga luego es ya cosa de ustedes, aunque si existiera la justicia transcendente, lo que haya de pasar repercutiría en el Cosmos. Durante toda esa noche, habrá música y baile en la plaza, fuegos artificiales, y vino y golosinas gratis. ¡Tenemos a las monjitas fabricando de sus yemas a todo tren! Verdaderas montañas de yemas, para que todo el mundo quede ahíto. Y crearemos zonas de sombra absoluta en rincones adecuados por si alguna de las parejas siente urgencias. ¡Que todo el mundo sea feliz, que todos se diviertan y pierdan la cabeza! No olvide que la parte más trabajosa será la mía, pues no dejaré de tocar hasta que raye el alba.» «¿Y cuándo será ese día?» «Pronto. Mañana o todo lo más, pasado, lo anunciaré: el viernes glorioso en que Garibaldi traspasa la Porta Pía y Montgomery derrota a Rommel. Le advierto, para su gobierno, que ése será el primero de los días fértiles del ciclo de mi hija: el embarazo parece así asegurado. Precisamente es ese día el que rige nuestras combinaciones. La abuela aconseja esperar un poco más, para mayor seguridad, pero es lo que yo le digo: ¿Qué más da unas horas antes o después?» En este momento, me echó la mano al hombro, afectuosamente. «Le prometo que esa noche mi saxofón tocará con la ternura penetrante de un violoncelo. Si tiene ocasión de escuchar, escuche.» Y añadió, sonriendo con una sonrisa como una rúbrica leve; una sonrisa, además, de estar en el ajo: «Le conviene dejar de visitar a la tendera. Usted no es ya un hombre de treinta años.»
Me dejó aniquilado, sin voluntad, creo que también quieto, en medio de la plaza, y se fue tan campante, contoneándose, con la cabeza erguida, triunfador. O, al menos, eso me pareció. Si algún día tengo ocasión de describir mi estado de ánimo en aquel momento interminable será la mejor de mis páginas. Ahora, sólo puedo definirlo como anonadamiento. Un día de estos pasados, como quien ensaya las posibilidades de fuga, salí de la ciudad por la Puerta de las Viñas, e inmediatamente dos hombres oscuros surgieron de no sé dónde, y se interpusieron en mi camino. Tuve la prudencia de echar cuesta arriba, hacia la Quinta de los Cipreses, y desaparecieron; pero estoy seguro de que si hubiera caminado hacia abajo, hacia los médanos, me lo hubieran impedido. Esta conciencia de estar en una prisión se une a la de lo irremediable. Cuando, después de haber hablado con el Director de la banda, conseguí caminar (quizás haya sido la misma fuerza del sol la que me empujó hacia la sombra de los soportales), entré en la tienda de Ute. Había una clienta: esperé a que se fuera. Y le dije a Ute, como un sobresalto: «¡El tarot! ¡A ver qué dice!» Debió de verme asustado, porque, sin pedirme explicaciones, cogió las cartas, las desplegó, las leyó. Me miró consternada. «¡No aparece esperanza!», me dijo. Y yo entonces le referí la conversación con el Director de la banda. «¡Tenemos que prescindir de cualquier profecía y obrar por nuestra cuenta!» «¡No veo escapatoria posible!», dije, desalentado. «¡Tiene que haber una salida!», respondió ella. Y se quedó un rato silenciosa. «La salida, está, sin duda, en el palacio de la Marquesa. Esta noche no vengas. Que te vean encerrarte, y simula alegría, como si obedecieras órdenes gozosas. Yo exploraré el palacio.» «¿No tienes miedo?» «No se me había ocurrido. Y, ahora que lo mencionas, tampoco. Iré con una linterna. Tiene que haber un sitio…» Volvió a quedarse muda. «Además, el profesor de francés puede ayudarnos, no sé todavía cómo, pero puedo contar con él. Puedo contar con él mientras no le diga que no le venderé nunca el tarot.» Otro silencio: Ute habla siempre así, intercalando silencios. «Aunque, ¿quién sabe? ¡Si tenemos que huir…!»
Ahora, Uxío, prepárate a la sorpresa. Lo natural hubiera sido que, al llegar a mi casa, al tumbarme en la cama, me hallase abrumado por la inminencia del desenlace, esas nupcias inverosímiles con una mujer que he dado en imaginar como un monstruo, aunque acaso sea propiamente una beldad. No lo sé. Pues subiendo las escaleras, entrando en mi habitación, me sentí otro. ¿Te das cuenta de la oportunidad del fenómeno? Es un bonito juego, ése de sentirse otro, para intelectuales ociosos o para gente de personalidad inestable. Yo no estoy en esas condiciones, no son las mías esas circunstancias. Yo soy un hombre acongojado por un destino absurdo, del que intento escapar. Pues, subiendo las escaleras, me dije: «Esos pies con que subo no son los míos.» Y, unos instantes después: «Tampoco lo son esas rodillas que se doblan al subir.» Cuando entré en mi habitación, antes mismo de tumbarme, exclamé en voz alta: «Soy Froilán Fiz.» Y mientras me dejaba caer encima de la cama, añadí: «Estoy en Venecia. Leticia va a llegar de un momento a otro.» Y, al mirar alrededor, vi las cosas de Leticia, y, a través de mi ventana, en un lugar del cielo azul, una pared rojiza, un poco desconchada. Pude escuchar también, y lo hice, el rumor del agua de un canal. Por supuesto había comenzado a respirar un aire salobre y húmedo. De un salto me acerqué a la ventana: Sí, era un canal estrecho, el agua se movía mansamente, y una góndola cargada de hortalizas pasaba por debajo. Entonces recordé difícilmente (quiero decir a pedazos) una canción que la madre de Froilán cantaba cuando Froilán era niño. La canción de una zarzuela olvidada, en que se habla de que:
Pensando en el que la quiere
suspira la veneciana,
y el sol de la tarde muere
bajo el alféizar de su ventana.
De su ventana llena de flores…
Oyendo esa canción, me fui durmiendo, y entre sueños sentí cómo llegaba Leticia, cómo se acercaba a mí y me daba un beso. Al despertar, era otra vez Pedro Teotonio. Y ahora me gustaría que me dijeras, que averiguases con tu ciencia, si todo fue un sueño, o si de verdad mi ser se vio invadido por el de otro. Pero, ¿cómo vas a decírmelo, si mi futuro está en el aire? Te estoy escribiendo en la tarde del catorce de marzo. Unos hombres vestidos de monos azules llevan dos días instalando en la plaza una red de farolillos. Forman un círculo enorme, inscrito en la plaza cuadrada. Quedarán, cuando se enciendan las miles de bombillas, las esquinas en sombra, como prometió el Director de la banda, que debe ser el artífice de este jolgorio. ¡No sabe él que mi esperanza está en esas zonas oscuras!
La gente lleva días alucinada. No entienden lo que pasa: menos que nada el que, a partir de hoy mismo, los viernes aparezcan con regularidad semanal y la ausencia de los maridos y de los novios se puede calcular con precisión. Se alegran, no se preguntan el por qué, pero algo en el fondo de cada uno muestra la incomprensión. Las explicaciones que dio el Director de la banda hace unas pocas horas fue más que eficaz: consumió el tiempo en descripciones bélicas, Roma y el Norte de África, pero de tal manera embarulladas que, al final, pareció una única contienda, donde si Garibaldi peleaba contra Rommel, Montgomery lo hacía contra Garibaldi. Fue una descripción con ilustraciones musicales, porque, cada vez que mencionaba el cañoneo, la percusión de la banda y el bombo de los titiriteros golpeaban a todo meter, bum, bum, bum, de modo que al espectáculo sólo le faltaban los soldados, porque indudablemente el Director se sentía alternativamente cada uno de los generales, y hubo un momento en que se sintió el mismo Papa, y perdonó al enemigo. Como a toda esta historia siguieron exhibiciones de los saltimbanquis, la niña del corpiño por el aire, y números de la banda, a la gente no se le dio tiempo a meditar: lo único que sabían a ciencia cierta, y les ilusionaba, era que los hombres subirían de la fábrica al cabo de menos tiempo. Como así empezó a ser. Hoy han llegado. Están todos en la plaza, y algunos colaboran gratis en la faena de iluminarla a la veneciana. Pero ya entre la gente circulan como alocados chicos y chicas vestidos de blanco con antorchas apagadas en las manos. Pronto las encenderán.
Con todo este barullo, la gente se mueve con bastante libertad, y Ute me envió recado de que comeríamos juntos, en la tabernita, no muy amorosamente, por precaución. Me contó sus exploraciones nocturnas por el palacio de la Marquesa. No había encontrado a nadie, aunque sí una terracita trasera que cae encima de las murallas, y en ella, bien escondido, el arranque de una escalera de caracol que conduce al campo libre, disimulada la salida detrás de unos arbustos, y que es por donde la marquesa va y viene cuando se le apetece, siempre sin que la ven. «Ya presentía yo la existencia de algo parecido, aunque, la verdad, siempre esperé que fuese un túnel. No sé por qué propendo a imaginar túneles por debajo de todas partes: será, seguramente, porque en el castillo de mi infancia los había. Como los exploré libremente, me desenvuelvo bastante bien en cualquier túnel.» De lo que se trataba ahora era de que yo pudiera alcanzar el zaguán del palacio sin ser visto y seguido. Y aquí fue donde entró como colaborador el profesor de francés. «Tenéis más o menos la misma estatura y el mismo peso. Si alguna vez lo has visto (yo no lo había visto nunca), sabrás que su característica es un sombrero de paja, de esos que llaman “panamas”. Le tengo ya hablado. Se presta al juego, pero el juego hay que planearlo con todo cuidado. Si un detalle nos lleva al fracaso, nadie podrá librarte de tu destino. Yo espero que estas noches de jolgorio sólo vigilen las puertas.»
Un suceso imprevisible, aunque lógico, vino a poner en peligro el plan: el Director de la banda se presentó en la tienda de Ute, de parte de «La señora», con el recado de que cerraría la tienda y marcharía del pueblo; con agradecimiento por los servicios prestados y una indemnización razonable. Aquella misma tarde. Quedaba poco tiempo para ponerse de acuerdo. Ute, anochecido ya, regresaría a pie, monte arriba, y me esperaría en la terraza del palacio. Me dibujó una especie de plano para que yo no me perdiera en las sombras del patio, no fuera a dar en la alberca con mi cuerpo disfrazado. El profesor de francés dejaría en mi casa su sombrero y su traje, y yo, así vestido, en cuanto se hiciera de noche, procuraría atravesar el espacio sombrío. Todo esto lo convinimos en el que podía ser el último de nuestros almuerzos. La esperaba una galera donde cargaron su equipaje y donde marchó: la contemplé desde mi ventana. La plaza estaba llena de gente atareada, y los que no trabajaban hacía corro alrededor de los titiriteros, el gordo, el flaco y la niña volante, que aquellos días, desde la recuperación del calendario, actuaban constantemente. Vi alejarse al carricoche con cierta emoción. Y sigo emocionado. Pasé la tarde escribiendo esta carta. Después de terminarla, me vestiré con las ropas del profesor de francés. Me miré al espejo, con el panama puesto, y te aseguro que me da un aspecto raro muy distinto del suyo, supongo. Lo grave, precisamente, fue el ensayo del sombrero: un detalle que no se nos ocurrió, el de que yo se lo viera puesto a su propietario. Me lo encasqueté de todas las maneras posibles, y no puedo adivinar cuál será la apropiada. ¿Te das cuenta, Uxío, de mi situación? ¿Quién diría que mi destino pueda depender del modo como me pongo un sombrero?
Tengo que salir de casa a dejar esta carta en el buzón. Si llego hasta él sin dificultades, seguiré por el borde de la sombra hasta el palacio. Si nadie se me interpone estaré salvado. Si no… La hora convenida es el toque de las campanas de las monjas. ¿Y si el jaleo de la gente no me permite oírlas?
Uxío Preto, querido amigo, deséame suerte.