EL CAPÍTULO SIGMA
(Inquisición)

EL BREVE CAPÍTULO SIGMA

Ámbito global de luz difusa embutido en un círculo de sombras: lugar sin existencia física, no por eso menos real. La luz de que se llena es tan viva como oscuras las sombras, pero no se sabe bien de dónde viene, ni si en realidad es luz de alguna parte, o sólo luz por sí misma, milagro. Tampoco se les puede atribuir un origen a las sombras: están ahí y son así, quietas, impenetrables. En el medio del ámbito de luz hay una mujer sentada, inclinada, con la cara cubierta por las manos. En las sombras no se sabe lo que hay: puede que nada, puede también que el universo entero, con sus agentes, sus ciudades y sus mares; con sus soles, sus estrellas y sus lunas. Alguna vez, un instante, una grieta fugaz, como si las sombras se estremecieran y se resquebrajaran, deja ver un resplandor efímero, un rayo escueto en una noche oscura, mera luz de mera grieta, luz plateada, quién sabe si ilusoria, capricho de la mente que imagina. El silencio es tan total que no es posible describirlo, y la mujer sentada podría ser una muerta por lo inmóvil. De cerca, sin embargo, se advierte que respira, pero su cuerpo no es consistente: puede ser el de alguien que se sueñe a sí mismo.

El tiempo que transcurre tampoco es mensurable. Puede ser todo y ninguno. La respiración de la mujer sólo lo mide para ella, el único ser vivo en una ausencia de ser. Sin embargo, y de repente, algo se mueve en las sombras, sombra también, que camina, y al caminar y moverse crea un espacio y un tiempo. Puede pensarse ya que hay un suelo que soporta lo que anda, y así mismo la silla en que se sienta la mujer: porque todo puede ser pensado, sin que exista. Los pasos que, más que oírlos, se imaginan, nos libran de la angustia de aceptar que esa mujer se encuentre así, arrojada al espacio indefinido, sostenida en el vacío por una ausencia de fuerzas. No hay, sin embargo, que alarmarse. Lo más probable es que se trate de meras imágenes creadas por las palabras, no de otro mundo sometido a indescifrables leyes, a leyes aún desconocidas. Es la única razón por la que, de las sombras, puede salir todo lo imaginable. Y lo que sale, sin hacerlo del todo, sino quedándose a media luz y a media sombra, es la figura alargada de Uxío Preto, vagamente vestido de inquisidor, con ropas amplias y oscuras, que, al removerse, van creando remolinos y rápidos tumultos, o caen en pliegues regulares cuando está quieto, y se confunden con la sombra cuando no salen de ella. Uxío Prieto se cubre la cabeza con un capirote fláccido, cuyo ángulo estrecho le llega hasta la cintura: un capirote que le enmarca la cara, un poco caballuna. Su aspecto es, en todo caso, exagerado: no es necesario semejante melodrama para meter miedo a una pobre mujer.

UXÍO. (Desde las sombras con voz suave) Leticia.

LA MUJER. (Sin moverse) Sí.

UXÍO. Descúbrete la cara. La luz no te hará daño.

Leticia deja caer las manos. Queda al descubierto su rostro, bello aunque inexpresivo. Un rostro quieto, como de hipnotizada.

UXÍO. ¿Estás dispuesta?

LETICIA. ¿A qué?

UXÍO. A ser interrogada.

LETICIA. Bueno.

UXÍO. Te voy a preguntar cosas de Froilán Fiz.

Al oír este nombre, el cuerpo de Leticia se sacude. Parece incluso que se va a levantar, pero acaba sosegándose.

LETICIA. Froilán Fiz. Sí. (Repentinamente.) ¿Dónde está?

UXÍO. ¿No lo sabes?

LETICIA. No. No lo sé, hace algún tiempo que no lo sé.

UXÍO. ¿Por qué lo has olvidado?

LETICIA. Tampoco lo sé. Es como si una nube de olvido nos envolviera a los dos. Hace un momento, cuando tú me llamaste, no sabía quién soy.

UXÍO. ¿Ahora sí?

LETICIA. Soy Leticia. Y él fue Froilán Fiz.

UXÍO. Lo demás, ¿lo recuerdas?

LETICIA. ¿Lo demás?

UXÍO. Aquella escapatoria juntos a Venecia, el maestro y la alumna improvisados de amantes, con el pretexto de que iba a enseñarte un modo nuevo de completar la belleza. Tú lo has creído. ¿No te acuerdas? Eras una muchacha que estudiaba, una buena estudiante. Pero él te dijo: «Ven conmigo y te revelaré el secreto de la contemplación. Hay. que amarse, y sólo a través del amor se descubre la belleza.» Lo seguiste. Creías que lo amabas. También te preguntaré por lo de Melitón Losada. Todo lo de Melitón Losada.

LETICIA. Quería matarlo, Melitón, a Froilán Fiz. Y quería que yo le ayudase, y que muriese también. Los tres juntos, en una misma hecatombe.

UXÍO. Pocos tres para tanta palabra. ¿Matarlo exactamente? ¿Eso te dijo?

LETICIA. No. Lo que decía Froilán era que Melitón quería suicidarse.

UXÍO. Que no es lo mismo, ¿verdad? Melitón quería suicidarse. A lo mejor lo hizo, y tú lo ignoras.

LETICIA. (Repentinamente inquieta.) ¡No! No pudo suicidarse. Si lo hizo, Froilán también ha muerto.

UXÍO. Habrá que dar muchas vueltas para entender lo que dices. Hablas con cierta incoherencia.

LETICIA. Yo no lo entendí jamás, ¿cómo quieres que hable claro?; pero era cierto. Melitón quería suicidarse para matar a Froilán. Le odiaba.

UXÍO. ¿Quién te lo dijo? ¿Froilán? ¿Fue él sólo tu amante? ¿O lo fue también Melitón?

LETICIA. ¡No, no eso no! Fui la amante de Froilán, sólo de él, una amante feliz; le escuchaba arrobada, le admiraba. La palabra de Froilán era profunda y seductora, envolvía como una caricia; pero el otro me hablaba mal de mi amante con la voz de mi amante. No la misma, algunas diferencias. Melitón tenía menos acento gallego.

UXÍO. Eso es confuso como todo.

LETICIA. Yo también lo estoy.

UXÍO. Puedo ayudarte.

LETICIA. ¿A qué? ¿A encontrar a Froilán? ¿A resucitarlo acaso?

Uxío emerge casi entero de la sombra. Se mueve de aquí para allá con pasos casi de danza: sus pies se apoyan en la trampa, prolongada al infinito, de los meridianos y de los paralelos: debajo se mueven lentamente las estrellas. En este momento, parece que en su conjunto, la cara, las manos, el capuchón, hay algo de diabólico y de inconmensurable, pero en zig zag. Como si lo supiera y no quisiera asustar a Leticia, deja en reposo las mangas y las haldas y se le trasfigura el rostro en apacible y benévolo. Entonces, con los pliegues caídos, inmóviles, parece tranquilizador. Leticia lo contempla antes de que él regrese a lo que puede ser la nada.

UXÍO. A que veas claro. A que recuerdes sin vacilaciones. Tú eras una muchacha inteligente, y esta historia te trastornó. ¿Cuándo supiste que existía Melitón? ¿Tardó mucho Froilán en revelártelo?

LETICIA. No me lo reveló, sino que apareció súbitamente. Bueno. La cosa fue de esta manera…

Se rasgan las sobras, surge un atardecer veneciano. Canales y góndolas. En una, juntos, pasean Leticia y Froilán Fiz. El gondolero, indiferente, rema y canta, por lo bajo, una canción sin palabras.

EL GONDOLERO. Tra la la, tra la lá.

FROILÁN. Aunque lo hagan todos los amantes que vienen a Venecia, siempre es hermoso pasear a esta hora del crepúsculo. Pero hay que hacerlo con cuidado, sin dejarse arrebatar. Los amantes ven sin mirar toda esta inmensa belleza. Marchar atentos a su mero interior, a lo que les canta dentro. Yo quiero enseñarte a que veas las luces del crepúsculo, a que sientas lo que ves, pero sin olvidarte de lo que estás viendo conmigo.

LETICIA. (En la góndola.) Sí.

La góndola se desliza sin prisa, hacia el crepúsculo. Flamea el oro en las cúpulas, un oro rojo, un rojo tierno. El gondolero no canta.

LETICIA. (En la silla. Apunta con el dedo a la góndola.) Fíjate ahora. Se le transforma la cara a Froilán. Mira de otra manera, y por primera vez me habla con la otra voz.

FROILÁN. (En la góndola.) También es fácil morir, yendo en una barca tan frágil. Un movimiento basta. Quedamos atrapados, no hallamos salida. Además, las aguas del canal están contaminadas.

LETICIA. (Asustada.) ¿Por qué? Nunca me has hablado de morir.

FROILÁN. (Que ha recuperado su voz y su semblante inquieto.) ¿Por qué me dices eso?

LETICIA. Hablabas cosas terribles, y no lo hiciste con tu voz.

FROILÁN. ¡Ah! (Hace una pausa. Señala vagamente a cualquier lugar remoto.) Fíjate en el color del aire, en esos púrpuras verdaderamente suntuosos. Un color digno del manto de un Dux soberbio; pero los duces lo llevaban de otro color, también hermoso, con armiños. (De repente.) ¿Es la primera vez que se me cambia el rostro y que te hablo de la muerte?

LETICIA. (Algo sorprendida.) Sí.

FROILÁN. Te lo tengo que explicar, pero no ahora. Más tarde, sí, o mañana. Ahora tienes que empaparte del color, fíjate bien. Mira esa ráfaga de niebla que se acerca, que va a envolvernos.

Enlaza a Leticia por la cintura. Leticia reclina en su hombro la cabeza. Un jirón de niebla traga la góndola. Quedan fuera, por encima, el torso, la cabeza del gondolero, y su canción renace, más bien un tarareo. Y la sombra se cierra sobre la visión.

LETICIA. (En la silla.) Froilán fue siempre cariñoso, pero, aquella noche lo fue más que nunca. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Durante aquel día había inventado muchas cosas, y me las contó. Sus invenciones eran prodigiosas, y peregrino el modo de inventarlas. Se quedaba absorto, acodado a un pretil, o a la mitad de un puente, y del parpadeo de las aguas veía salir las imágenes. A veces, en tumulto. Otras, ordenadas como una historia.

Se ve en medio de las tinieblas, la habitación de Leticia y Froilán en un hotel de Venecia. Es una habitación pequeña, clara, con puerta a una galería. Leticia está acostada, tiene los brazos fuera del embozo. Froilán, sentado en un sillón, cuenta. Hay una lámpara de luz suave, al lado de un montón de papeles escritos.

FROILÁN. No pude averiguar todavía a qué familia pertenece aquella dama. Acaso a los Cornaro, a cualquiera de las infinitas ramas de esa casa. La escena la contemplé en la calle Córner Zaguri, desde el puente. Fue una visión suficientemente duradera, de modo que recuerdo los detalles. Era de noche, ya bien entrada, y se oía alguna música. Por debajo del puente pasó una góndola lujosa, con hermosas cortinas, llevada de un gondolero joven, lo que se dice un guapo mozo. Crucé con él la mirada, yo desde el puente, él desde la góndola, pero él no me podía ver, porque, entonces, no estaba yo. Se detuvo delante de una puerta de esas que abren sobre el canal, secundarias. La abrió una mujer, saltó ágilmente a la góndola, se escondió tras las cortinas. El gondolero remó sin prisas, volvió a mirarme sin verme. Seguí la barca en su camino; bueno, quiero decir que seguí su imagen. Navegaron un poco, tres o cuatro canales, hasta llegar a uno regularmente ancho. Allí, alguien apartó las cortinas y arrojó un cuerpo al agua. La góndola dio la vuelta, desanduvo lo andado, volvió a detenerse delante de la misma puerta. La mujer desembarcó, el gondolero amarró y siguió a la mujer. Cerraron suavemente, un cierre clandestino. Pasó un tiempo, no sé cuánto. Desde una ventana, arrojaron al canal un cuerpo. El agua lo recibió como lo recibe todo, cerrándose encima. Después volvió a abrirse la puerta, una mujer asomó, desamarró la góndola, y la empujó con el pie: se la llevó la mínima corriente, poco a poco, de un lado a otro, hasta quedar quieta en una confluencia de canales, como si algo la impidiera continuar. Esto fue todo.

LETICIA. (Desde la cama.) ¿Piensas que esa mujer mató a dos hombres?

FROILÁN. Es lo que se me ocurre. Primero, a un amante; después, al gondolero…

LETICIA. ¿Y en qué época fue? ¿Ahora, estos días?

FROILÁN. No. Tiene que haber pasado hace mucho tiempo. Las ropas que vestía la mujer eran antiguas. Además, estuve a ver el escenario. Hay algunas diferencias. Por lo menos, una casa de época reciente. Y otras cosas han cambiado. Sobre este lugar cayeron bombas cuando los ataques alemanes durante la guerra del catorce. El palacio mismo ha sufrido: No existe ya la puertecilla: la han tapiado, sólo queda su forma, en una pared rojiza, desconchada.

LETICIA. Parece la historia de alguien que se deshace de un hombre con la complicidad de otro, y que se libra también del cómplice.

FROILÁN. Esta mañana, en los archivos, encontré unas noticias que pueden guardar relación con esas imágenes, con la historia que ocultan o que revelan, no lo sé bien todavía. La aparición del cadáver de un marino llamado Beppo, y, pocas horas después, el de un caballero ilustre, de nombre Fabrizzio. El cronista las narra como independientes, en una lista de crónica negra, tantos ahogados, tantos asesinados. Se les da por muertos casuales, pero hoy podemos pensar que, cuando fueron arrojados al canal, estaban acaso envenenados. Los jueces del siglo XVI no disponían más que de sospechas, no de autopsias, y, en ese caso, el cronista las ignora. Hay que imaginar, se puede imaginar una escena de amor en la que se bebe vino. ¿Antes o después? O, dicho de otra manera: ¿Se había entregado la mujer a Beppo y a Fabrizzio antes de envenenarlos? Eso ni siquiera puede conjeturarse. No sabremos jamás si el marinero Beppo cobró su deuda. Hay, además, otra noticia que se me antoja complementaria. Un mes después, la señorita Julieta Cornaro se casa con un caballero Contarini. Es una boda muy sonada. La fiesta dura tres días y en parte se celebra en los salones del palacio del puente Córner Zaguri. Esta Julieta, ¿es la que dio muerte a su amante y a su cómplice?

LETICIA. En todo caso, es verosímil. Son unos cabos que invitan a ser atados.

FROILÁN. Otras imágenes que me llegaron, ¿pertenecen o no a esta historia? ¿Son parte de ella, son acontecimientos afluentes o secundarios? Creo haberte hablado ya de la de un fraile predicando contra el Papa en una plaza abarrotada de gente. Hay otra, insignificante, pero insistente: la del anillo de oro en que se simboliza el matrimonio con Jesucristo. Se cuenta la leyenda de un patricio que tenía amores con una monja, y que la abandonó al explicarle ella el simbolismo del anillo. Pero esto sucedió mucho antes, es una leyenda de la Edad Media.

Sobreviene un silencio en la alcoba. Froilán deja que su mirada se pierda por las paredes: acaso busque en ellas el recuerdo de sucesos perdidos. Leticia le mira con insistencia. Pasan unos minutos.

LETICIA. Froilán.

FROILÁN. (Distraído.) Dime.

LETICIA. Me has prometido explicarme lo de esta tarde, en la góndola.

FROILÁN. ¿Qué de esta tarde?

LETICIA. Cuando me hablaste de la muerte con voz que no era la tuya.

FROILÁN. (Como queriendo evitar la respuesta.) Eso no tuvo importancia. A veces, uno habla distraídamente: ocurrencias inesperadas.

LETICIA. No. No es eso. El que me hablaba no eras tú.

FROILÁN. ¿Cómo no iba a ser yo, si sólo yo iba contigo?

LETICIA. Por eso no lo entiendo, y me da miedo.

FROILÁN. Olvídalo. Carece de importancia.

Otra pausa. Froilán, ahora, parece abstraído.

LETICIA. Algo me ocultas. No sé qué puede ser, no es cosa de otra mujer, ni nada de eso. Ni tampoco de dinero, ni de lo que andas averiguando. Nada de cada día, sino algo nuevo…

FROILÁN. No. Nuevo, no. Es tan viejo como yo mismo.

Alcanza la mano para que Leticia no siga hablando. Ella permanece en silencio. Se cierra la visión.

UXÍO. ¿No te lo contó esa noche?

LETICIA. Ni tampoco en ninguna de las siguientes, ni todo de una vez, como si temiera que, recibido de un golpe, no fuera a creerlo o me riera. Un día, sin que viniera a cuento, me dijo: «¿Tú sabes que soy un “géminis”? Nací un primero de junio.» «¿Y eso qué importa?», le pregunté yo; «Da lo mismo nacer un día que otro. En todo caso, siempre está mejor hacerlo en primavera o en verano, por lo del frío. Los niños nacidos en tiempo de calor se crían sin catarros». «No es por eso… y estás equivocada. La fecha en que se nace es capital en el Destino de los hombres. Los astros mandan. Se sabe desde antiguo que su posición en el cielo influye en nuestras vidas, influyen mientras la vida dura. Nuestra dependencia de los astros nunca cesa. Es una de esas verdades que dan miedo, y la gente prefiere, o ignorarla, o tenerla como mera superstición desdeñable. Los “géminis” nacemos con una doble personalidad.» Y no dijo más ese día. Pero, en otra ocasión… Estábamos en el café Florián. A Froilán le gustaba mucho ese café, y siempre me citaba allí al mediodía, cuando salía de los archivos. Nos habíamos hecho ya amigos de los camareros y, si uno iba a tardar, o se había marchado, podía dejar recado. Yo llegaba siempre antes que él, sacaba mis papeles y arreglaba los apuntes tomados aquella mañana, o terminaba de memoria los dibujos esbozados. Froilán jamás me decía: «Tienes que ver eso o esto otro», o «Tienes que verlo por ese orden». Me aconsejó dejarlo todo al azar, según se me ocurriese cada mañana tomar un rumbo u otro, a pie o en barca, aunque dijera también que no hay azares, que son en realidad una apariencia, que todo es Destino. Y que no fuese provista de erudición, sino de ojos y oídos, de los cinco sentidos alerta. Que tomase apuntes… Jamás me preguntaba datos, sino por mis sensaciones. «Precisa eso o lo otro. Eso es prolijo, está incompleto, no está suficientemente claro.» Aquella mañana había ido a ver La Salute, pero quedando a la mitad del camino, para poderla contemplar ni de muy lejos ni desde demasiado cerca. Había dibujado un perfil y estaba muy contenta. Deseaba que llegase Froilán para mostrarle el dibujo. Se retrasó un poco, solía hacerlo. Y, al llegar, sin más, comenzó a explicarme que, en vez de hurgar en los archivos, se había entretenido en trazar las líneas de un relato, el de Julieta Cornaro. «Estoy empapado en aquel ambiente, conozco nombres y otras historias, me siento capaz de escribir ya una novela perfecta, con la personalidad de Julieta en el centro, una personalidad terrible. Julieta, de ser un hombre, hubiera sido un genio de la política de su tiempo: imaginativa, astuta, maquiavélica… Lo fue en la vida privada. Imagino más muertes, más intrigas…» De repente, pareció entristecerse. «Me pondría a escribirla ahora mismo, pero alguien me lo impide.» Me aterré, de súbito. «¿Yo? ¿Soy acaso yo?» Me cogió la mano y me la apretó. «No. No eres tú. Tú, por el contrario, me favoreces. Es Melitón». «¿Melitón?» Nunca había pronunciado aquel nombre, ni se había referido jamás a nadie que lo llevase. «¿Quién es Melitón? ¿Lo conozco? ¿Por qué te impide trabajar?» No me había soltado la mano, pero no me miraba. Seguía entristecido. «No hablemos ahora de eso. Te ruego que no me preguntes más. Un día te lo explicaré, pero aún no llegó el momento.» Lo dijo con tal acento de súplica que no insistí, pero, a partir de entonces, mi cabeza anduvo embarullada. La falta absoluta de indicios me impedía imaginar o suponer, y no se me ocurrió relacionar a Melitón con aquella tarde bellísima en que Froilán me había hablado de la muerte con voz que no era suya. Se me ocurrían explicaciones vulgares, como la de que Melitón fuese alguien hallado casualmente, un viejo conocido, quizás, o alguien que intentase extorsionarlo, o simplemente andarle encima, un pesado. ¿Qué otra cosa podía ser?

UXÍO. (Con voz insinuante.) ¿Nunca pensaste que Froilán te estuviera mintiendo?

LETICIA. ¿Por qué?

UXÍO. Por el solo gusto de hacerlo. Como quien dice, presentarse ante ti como personaje de un drama.

LETICIA. Froilán no era de ésos.

UXÍO. ¿Por qué lo sabes?

LETICIA. No me había mentido nunca. No era un farsante.

UXÍO. Eso no puede decirse de nadie, ni siquiera tú de ti misma.

LETICIA. En nuestras relaciones, jamás hubo engaños. No tenía por qué, éramos libres, nos habíamos unido libremente.

UXÍO. ¿Y si todo fue, precisamente, engaño? Desde el primer momento…

LETICIA. ¡No, no, no! Él era tan verdadero y tan sincero como yo.

UXÍO. La cuestión te la he planteado antes de tiempo. No has terminado el cuento.

LETICIA. Otra mañana, allí mismo, en el café Florián, me habló de nuevo de Julieta Cornaro, tal vez y como él la iba imaginando. Fue la segunda vez que me habló de una doble personalidad, pero referida a Julieta.

De la oscuridad emerge ahora el café de Florián, el salón de la izquierda, conforme se entra. En una mesa del fondo hay una pareja de americanos vestidos de tal manera que su presencia se asemeja a la de un Picasso violento en una iglesia barroca. Beben cerveza, de vez en cuando uno dice algo y el otro responde «Yes». Leticia está sentada junto a otra mesa, al lado de la ventana. Tiene delante una taza vacía de café y trabaja en sus apuntes. Llega Froilán Fiz, con una cartera. Se acerca a Leticia, le da un beso, se sienta junto a ella.

FROILÁN. Vengo cansado, pero contento. La historia va perfilándose cada vez más, y mejor. ¿Sabes que Julieta tiene una hermana gemela, Betina? Las dos son igualmente hermosas, pero muy diferentes. Y ambas tienen doble personalidad. ¿Te das cuenta, qué problema para resolver un novelista? Cuatro personas en dos. Julieta es caritativa, intrigante y capaz de asesinar. No existe conflicto alguno entre su parte buena y su parte mala; sus personalidades se complementan, se llevan bien, o quizá se ignoren. Betina también es dúplice: casta y lasciva, religiosa e impía. Julieta se casa, como sabemos. Betina se mete en un convento, y su vida es la lucha contra sí misma y contra las tentaciones que le llegan de fuera. Hay muchos enamorados que no se resignan a perderla, y el Dux se ve obligado a montar una guardia alrededor del convento donde Betina se encierra, porque cada noche alguien intenta raptarla. Uno de estos enamorados, sobrino del Patriarca, consigue que el Papa anule los votos de Betina, pero ella se niega a salir de su encierro, donde, sin embargo, recibe visitas y está al tanto de la vida veneciana. Tiene, como si dijéramos, su clientela, y su hermana la suya.

LETICIA. ¿Y qué es lo que sucede?

FROILÁN. Eso es lo que ando buscando ahora, lo que sucede. Descubro ráfagas inconexas, fragmentos de acción. Se me ocurre que, aun amándose mucho, ambas hermanas son enemigas. Por ejemplo, Julieta protege al fraile que predica contra el Papa, mientras Betina es ortodoxa militante y activa, aunque a veces se sienta atea, en su intimidad, una santa atormentada por la duda. Pero, de esto, nada se trasluce: transcurre en la intimidad de su conciencia, en los diálogos con su doble. Cada una de las hermanas actúa como centro de medio mundo, enemigo del otro medio.

LETICIA. ¿Los buenos y los malos?

FROILÁN. Los unos y los otros nada más. No me preocupan las calificaciones morales, que serían impertinentes, porque todos se portan de manera parecida. La narración no investiga el bien y sus relaciones con el mal. El bien y el mal son nociones ajenas al relato. Cuando asistimos a una representación de «Macbeth», la cuestión del mal queda fuera de nuestro interés, nos atrae el desarrollo de la personalidad de lady Macbeth. Es la persona la que nos fascina, no su bondad o su maldad. Lo que yo intento es describir el desenvolvimiento de dos mujeres, ambas dotadas de doble personalidad, al mismo tiempo que gemelas. Dos tipos diferentes de relaciones interiores. La vida íntima de Betina es una contienda; Julieta pelea con los demás, con su hermana ante todo, aunque la ame.

LETICIA. Lo de Betina lo veo claro. Mucha gente lucha contra sí misma. En realidad, todos sentimos en nosotros tendencias con las que no estamos conformes, contra las que luchamos. Eso, a lo que se me alcanza, no es una doble personalidad. La verdad es que no entiendo muy bien lo que quieres decir cuando usas esa frase.

FROILÁN. El que podamos llegar a ser dobles es algo que sucede a todo el mundo, pero que no se realiza en la mayor parte de los casos. Alguna vez te hablé de la influencia de las estrellas. Esas tendencias opuestas a nuestro sentimiento, o a nuestras convicciones, son restos de personalidades que pudieron y no llegaron a ser. La verdadera doble personalidad se caracteriza porque el otro tiene un nombre y una figura, una verdadera independencia. En ningún momento puedo sentirlo como parte de mí, sino distinto a mí. Como si alguien se te hubiera instalado dentro. Las dobles de Julieta y de Betina también tienen sus nombres, aunque todavía yo no se los haya inventado. Tengo que pensarlo, qué clase de personalidades, que hagan juego entre las cuatro, complementos, contrastes… Pero eso es lo de menos. Serán un otro, o una otra, con los que se habla y se lucha y que se presentan, no sólo como una voz, sino como un cuerpo sin materia. Por ejemplo, Melitón.

LETICIA. (Asustada. Recuerda de repente.) ¿Ése que te estorba cuando quieres trabajar?

FROILÁN. (Con cierta tristeza.) Y cuando quiero amarte también. Está presente y se ríe de mí. Lo que escribo no le gusta. Quiere que lo destruya. En realidad a él le gustaría destruirlo todo, a ti y a mí y al mundo entero.

LETICIA. (Con cierto terror en la mirada.) ¿Está aquí, entre nosotros?

FROILÁN. No. Ahora no. Hace unos días que no lo veo ni lo oigo. Si estuviera, no podríamos hablar de él. (Froilán calla unos instantes, como escuchando. Entorna los párpados.)

LETICIA. ¿Lo ves?

FROILÁN. Sí. Cierro los ojos y lo veo, pero ahora no pasa de recuerdo. No está.

LETICIA. (Con firmeza, pero con miedo.) Ahora, entonces, háblame de él.

FROILÁN. Puede surgir y entrometerse. Es súbito, inesperado.

LETICIA. Mientras no llegue.

FROILÁN. (Con un esfuerzo visible.) Nació conmigo, y lo recuerdo siempre dentro de mí, como a mi lado. Todavía no tenía nombre y ya me llevaba la contraria. Si yo lloraba, él se empeñaba en las risas y en las cucamonas. Creí que todo el mundo era lo mismo que yo, cada cual con su Melitón, que así me dijo una vez que se llamaba; unos, peleando con él; otros, de acuerdo. Interpretaba a la gente en función de esa experiencia mía: de los risueños, de los satisfechos, de los benévolos, pensaba: éste se lleva bien con su Melitón. En esa creencia viví hasta los quince años, más o menos. Una vez, al confesarme, le hablé al cura de Melitón. Él me fue sacando el relato con todos sus detalles, el relato entero. Fue un interrogatorio largo, y acabó por decirme: «Eso que llevas dentro no es Melitón, es el demonio.» Habló de exorcizarme, lo hizo, pero Melitón siguió dentro. De modo que, durante unos años más, creí que Melitón era un demonio, y yo un endemoniado. Me pasaba la vida disimulando la lucha que mantenía con él, que no se trasluciese su existencia. Hasta que dejé de creer en el demonio, pero Melitón seguía allí, y se reía de mí. «No soy el demonio, soy tú mismo, y me tendrás siempre contigo hasta que mueras. Sólo muriendo te librarás de mí. ¿Por qué no te suicidas?» Estuve a punto de hacerlo, más de una vez. Estaba en la Universidad cuando una amiga me habló de las personalidades múltiples. No sé si era cierto o no lo que decía, pero lo acepté como explicación suficiente. A Melitón no le gustaba eso. «No hagas caso de lo que te dicen; yo soy inexplicable.» Se irritaba conmigo y se marchaba. Sin él yo me sentía igual a los demás.

La visión de Froilán se desvanece, sustituida por la de un canal por el que navega una góndola, con un fondo dorado de cúpulas y torres. Después, otra vez la oscuridad. Uxío Preto saca de la sombra el perfil sonriente.

UXÍO. Froilán Fiz siempre fue muy imaginativo, lo cual no quiere decir que fuese muy original. La invención de un problema de esa clase para sorprender a una muchacha cuya atención hay que mantener en vilo, a la que hay que fascinar cada día, porque el amor desemboca en el tedio, es oportuna, pero no revela demasiado talento. Inventarse la presencia de un doble está al alcance de cualquiera con medianas dotes histriónicas, y con algunas lecturas. Supongo que, a partir de aquella confesión, le habrá tenido miedo.

LETICIA. (Sentada.) No. Miedo, no: compasión. Le vigilaba, le escrutaba la cara, me mantenía al acecho, como si mi atención evitase la presencia del otro.

UXÍO. (Tajante.) Pero Melitón aparecía.

LETICIA. Sí, muchas veces. La primera me dijo: «Ya no tengo que esconderme, porque ya sabes quién soy.»

UXÍO. ¿Qué te decía?

LETICIA. Me hablaba mal de Froilán, me aconsejaba que lo abandonase. «Él piensa que te quiere, pero, en realidad, no eres para él más que su espectadora. Un día lo descubrirás por ti misma.» Decía que lo único que le importaba a Froilán era él, Melitón; y que no podía vivir sin él y que sin embargo, le escapaba. «Toda esa historia que quiere escribir no es más que un subterfugio para librarse de mí. Le influyen ciertas lecturas. Piensa que describiendo la doble personalidad de Betina y de Julieta puede aniquilar la suya. La verdad es que no hubiera sido capaz de inventarlas si no me llevase dentro. Julieta y Betina son su doble autorretrato, el ideal y el real.»

UXÍO. ¿Y eso te lo decía Froilán con otra cara y otra voz?

LETICIA. Sí. Con cara de malo y voz despectiva.

UXÍO. Con cara inteligente y voz superior. Os daba buenos consejos.

LETICIA. Nos hacía sufrir, se metía en lo nuestro para desbaratarlo. Aparecía en los momentos mejores del amor y se burlaba. Y siempre hablaba de la muerte. «¿Queréis morir ahora?», nos decía. O bien: «Si quieres deshacerte de mí, no tendrás más remedio que suicidarte, que es lo que yo deseo, para librarme también de ti.»

UXÍO. Es una historia bien urdida para justificar su desaparición. Un día no comparece en el café Florián, ni en la tabernita donde coméis ni, finalmente, en el hotel del campo de Santo Stefano donde tenéis vuestro nido. Ni al día siguiente tampoco. Fue cuando tú, enloquecida, preguntaste por los muertos sin identificar, ahogados, asesinados o suicidas, aquel día terrible.

LETICIA. (Acongojada.) Sí.

UXÍO. Se lo llevó Melitón. ¿Adónde se lo llevó Melitón? Porque Froilán Fiz no se ahogó, ni se suicidó, ni fue asesinado. Desapareció, que es un modo piadoso de decir que te abandonó. Pero después publicó la historia de Julieta y de Betina, lo cual quiere decir que no había muerto. Una historia que no ha leído nadie, un puro melodrama.

LETICIA. Yo fui testigo de su invención. Yo contemplaba a Froilán mientras escribía en aquella habitación del campo de Santo Stefano. Le contemplaba horas seguidas, veía cómo le iban surgiendo las imágenes y las ideas. Alguna vez se interrumpía, me miraba con la cara de Melitón y me decía: «Esto está mal. Acabaré rompiéndolo.» Y yo: «¡No, no lo rompas! ¡Es una historia hermosa!» En alguna ocasión me atreví a decirle: «Esa historia nos pertenece a los dos.» Froilán lo creía también así, pero Melitón lo negaba. «Después de todo, ésa no es vuestra, sino mía. Todo lo que ahí cuentas es de mi pura invención. Te lo dicto desde las sombras donde me escondo cuando no me oyes ni me ves. Te lo dicto con la voz del silencio, con la que oye el alma.»

UXÍO. Será mejor que no insistas. Melitón es un sueño, si no es un pretexto.

LETICIA. ¡Si lo sabré yo! Estás completamente equivocado. Froilán no se suicidó, de acuerdo, pero tampoco me abandonó. Froilán me fue robado por Melitón y por Nicole.

UXÍO. ¿Nicole? ¿Un nuevo personaje? No has hablado de él hasta ahora.

LETICIA. Nicole Martin, una escritora. La encontramos en Venecia, mejor, la encontré yo, o me encontró ella a mí.

UXÍO. La historia ya estaba completa y habíamos llegado al final, y más allá, porque esto es más allá del final. La historia de Froilán, Melitón y tú, que terminó en abandono por culpa de Melitón. Esto es todo y no hace falta más. Ahora te sacas a Nicole de la manga como un escritor malo a quien se le agota la materia y recurre a otra y la añade como un remiendo. No habías hablado de ella, no la habías siquiera aludido.

LETICIA. Tú no me habías preguntado.

UXÍO. Lo hago ahora. ¿Qué tiene que ver Nicole?

LETICIA. Se me acercó un día, en el café Florián. Yo estaba sola.

Nuevamente, en las sombras, aparece el café. Leticia está en su asiento junto a la ventana. Encima de la mesilla, los restos de una capuchina. Absorta en sus papeles, no advierte la llegada de Nicole, una mujer de edad indefinida, de grandes ojos hermosos y malignos. Viste un traje sastre gris y lleva un bolso en bandolera. Es delgada y tetirrasa. El cabello, muy corto. Un cigarrillo a medio fumar en la mano izquierda.

NICOLE. ¿Señorita?

Leticia, sorprendida levanta la mirada y queda un poco embarazada.

NICOLE. Perdóneme. ¿Habla usted italiano?

LETICIA. Mal. ¿Por qué?

NICOLE. ¿Y el francés?

LETICIA. Un poco mejor.

NICOLE. Nos entenderemos en francés. Me llamo Nicole. ¿Me permite que me siente con usted? Me gustaría hablarle.

Lo hace en francés. Leticia recoge sus papeles, los guarda.

LETICIA. Bueno. Diga.

NICOLE. Soy escritora, bastante conocida. Nicole Martin. Escribo en francés, ¿sabe?, pero no soy francesa. La vengo observando hace días: me interesa usted.

LETICIA. ¿Por qué?

NICOLE. ¡Oh, no se asuste! Me interesa de una manera desinteresada, o, si esto no lo encuentra muy claro, de una manera profesional.

LETICIA. Se lo creo porque usted lo dice, pero no lo entiendo. Yo no puedo interesar a nadie. Soy una modesta profesora española que hace estudios aquí, en Venecia. Estudios sin importancia.

NICOLE. Lo había adivinado. Fue lo que yo me dije: «Esta muchacha tiene que ser profesora.» De Historia del Arte, ¿verdad? La he visto sacar dibujos de aquí y de allá, croquis o esquemas seguramente. Y los lleva ahí, en ese cartapacio. ¿Por qué no me los muestra?

LETICIA. ¿Para qué? ¿Para decirme si son buenos o malos? A mí no me importa. No tiene más valor que el personal. Los dibujos que saco son de fragmentos o de aspectos que no recoge la fotografía, pero son torpes, elementales; no obras de arte, sino meras notas.

NICOLE. ¿Es tan tímida que le da vergüenza enseñármelos?

LETICIA. Sí. Soy muy tímida, pero ahora ya no importa.

Le entrega el cartapacio. Nicole se cala unas gafas de oro y empieza a hojear los apuntes de Leticia. En silencio. Los examina todos. A veces vuelve atrás y repite la contemplación de alguno de ellos. Luego, le devuelve a Leticia el cartapacio.

NICOLE. No son perfectos, evidentemente, pero muestran una gran sensibilidad. Usted sabe ver el arte, y eso me importa mucho. Revela una personalidad distinguida. Yo estoy en Venecia para escribir unos artículos… Llevo ya algunos publicados. Creo coincidir bastante con usted. A mí tampoco me interesan la arqueología ni la historia, sino los grandes conjuntos y los detalles. ¿No sabe que algunas veces la he seguido, en esas caminatas sin rumbo que usted hace por las mañanas? Sí, la he seguido, y me he fijado en lo mismo en que usted se fija. Sobre lo mismo que usted ha hecho apuntes, yo escribo.

Espera una respuesta, pero Leticia no sabe qué decir. Está un poco asustada y un poco asombrada, y, conforme Nicole habla, más se mete en sí misma.

NICOLE. ¿No cree que es una curiosa coincidencia?

LETICIA. Sí. Lo es. Pero yo nunca me di cuenta de que me siguiese nadie.

NICOLE. No se trata de seguirla en el sentido estricto de la palabra. Digamos que muchas de estas mañanas fueron comunes el punto de partida, el de llegada y las estaciones del camino. Además, yo también vengo al Florián. Suelo sentarme allí, en aquella esquina. Algunas veces la he visto con su marido, y no digo que la haya escuchado porque no entiendo en qué lengua hablan. ¿Español? ¿Portugués? Una lengua que suena bien, al menos hablada por ustedes.

LETICIA. No es mi marido.

NICOLE. Perdón. No quisiera…

LETICIA. En realidad, él es mi maestro. Lo que estudio, él lo dirige.

NICOLE. ¿Es por eso por lo que le admira?

LETICIA. ¿A quién? ¿A él?

NICOLE. Sí. Se nota que le admira. Quizá demasiado.

LETICIA. Es un hombre extraordinario, no sabe usted hasta qué punto.

NICOLE. ¿Sería capaz de admirar a una mujer del mismo modo?

LETICIA. No lo he pensado nunca.

NICOLE. ¿Nunca ha pensado en la posibilidad de admirar a una mujer? ¿Cree que sólo son admirables los hombres?

LETICIA. Me hace usted unas preguntas muy extrañas.

NICOLE. Estudio las relaciones entre hombres y mujeres, su naturaleza, sus consecuencias. Me gustaría que leyese usted una novela mía, para que se diese cuenta de por dónde van los tiros. Un día de éstos le traeré un ejemplar.

Desaparece primero el rostro de Nicole. Después, el de Leticia, y, finalmente, el café.

LETICIA. (En la silla.) Otra mañana la encontré en no sé qué puente o en no sé qué plaza. Parecía casualidad, pero yo creo que me estaba esperando. Se me acercó muy sonriente, al parecer muy alegre. «Pensaba ir a verla al café, le traje la novela.» La llevaba en el bolso, una novela en francés. Sacó la estilográfica. «¿Me permite que se la dedique? Tengo que saber su nombre. Le prénom.» Se lo dije. «¡Qué bonito, Leticia! “A Leticia, de Nicole.” Así de sencillo, ¿verdad? Todo lo demás sobra.» Se despidió de mí y se marchó. Yo guardé el libro, pero aquella mañana no me fue posible hacer nada. Me refugié en el café, muy temprano. No había nadie. No pude resistir la tentación de empezar la novela. Me fascinó desde un principio. Estaba muy bien escrita, y me absorbió hasta no darme cuenta de que Froilán había llegado y me contemplaba divertido. «¿Qué lees tan absorta?» Se lo expliqué. «¿Cómo no me has contado antes lo de esa mujer?» «No le había dado importancia.» Hojeó el libro y me lo devolvió. No volvimos a hablar del tema, pero, en todos los momentos en que me dejaba sola, cogía la novela. Su asunto me atraía y al mismo tiempo me desgarraba. Yo creí desde un principio que era su estilo perfecto lo que sujetaba mi atención, lo que me fascinaba, pero quizá también fuese el hecho de que las ideas y la conducta de los personajes eran lodo lo contrario de lo que yo hubiera pensado o hubiera deseado. Una mujer seducía a un hombre, quedaba voluntariamente embarazada de él y luego, también voluntariamente, abortaba, y decía hacerlo como suprema afirmación de su libertad. Me hallaba tan confusa, después de haberla leído, que le rogué a Froilán que la leyera, para poder hablar. Él la empezó y en seguida la abandonó. «En esta novela hay un no sé qué, que me repugna íntimamente. Tiene algo de diabólico.» En eso estábamos conformes.

UXÍO. Y, Melitón, ¿no comparecía?

Habla con guasa y con cierta malignidad. Sonríe en el borde de las sombras y contempla a Leticia, que ha dejado caer los brazos y parece cansada.

LETICIA. No. Estuvo ausente días y días. Le creíamos vencido, quizá ya muerto, si es que la gente como él tiene una forma de morir que no sea el olvido. Cuanto más describía Froilán la lucha de Betina contra su doble, incrédulo y lascivo, más alejado iba quedando Melitón de nosotros, como si le conjurasen las palabras. Nos sentíamos libres y felices. Yo creo que, de no existir Nicole, no hubiera vuelto. Froilán creía haberlo transfundido a la novela, que estaba allí, prisionero en el doble de Betina. En realidad, era su propia lucha la que describía en aquellas páginas. Y no sólo el doble de Betina, sino también Julieta, la perversa. Tú que has leído la novela, te puedes dar cuenta.

UXÍO. (Irónico.) Sí. Es la pelea heroica contra un ser imaginario.

Hay una pausa. Uxío se retira a las sombras, reaparece.

UXÍO. ¿Qué tuvo que ver Nicole en el regreso de Melitón?

LETICIA. Nicole también estuvo ausente. Poco tiempo, el que calculó que tardaría yo en leer su novela. Eso, al menos, es lo que me parece. Después, una mañana, estaba ya en el café, cuando llegué como de costumbre, a esperar a Froilán. Yo había logrado trabajar aquella mañana. Creía verme libre de la fascinación maligna de la novela y empezaba a olvidar a su autora. Al ver a Nicole me dieron ganas de huir, pero ella me había visto también y me sonreía. Se había sentado en la mesa que yo solía ocupar. Me estaba esperando.

Reaparece en los sombras el interior del café Florián, el saloncito de la izquierda, conforme se entra. La mañana está gris, oscura. Nicole lleva una gabardina ligera sobre unos pantalones y un suéter. Cuando ve a Leticia, se levanta, le sonríe, mientras se quita la gabardina: queda más patente que nunca la lisura de sus pechos. Leticia, en cambio, al quitarse el abrigo, muestra señales evidentes de la perfección de los suyos. Permanecen un momento quietas, mirándose. Un instante de lucha. Nicole tiene unos ojos inteligentes, profundos; los de Leticia son candorosos y tímidos. Es la primera en parpadear.

NICOLE. ¡Tantos días sin vernos!

LETICIA. (Confusa, vencida.) ¿Cómo está?

NICOLE. No muy bien. Esta niebla, estas humedades, me tienen llena de dolores. En las rodillas, en las piernas, en la espalda. Yo debería vivir en un país seco, pero Venecia me tiene atrapada para siempre. ¿Se ha dado cuenta de lo difícil que es marchar de Venecia cuando se ha vivido en ella cierto tiempo? No demasiado: basta un mes o dos. Tiene muchos inconvenientes, ¡oh, ya lo creo!, pero su encanto nos compensa de todo. Y es una ciudad donde se puede pensar libremente. Me explico que, en el Renacimiento, los librepensadores se refugiasen aquí. El mismo aire incita a la libertad.

LETICIA. Pero también fue una ciudad de tiranos.

NICOLE. Pero con una manga muy ancha para las costumbres. En cualquier caso, Venecia nunca fue puritana.

LETICIA. No.

NICOLE. Usted, ¿siente alguna simpatía por el puritanismo? ¿Tiene usted una moral?

Se han sentado, la una frente a la otra. Se acerca el camarero. Piden dos capuchinos. El camarero sale después de mirar a Leticia de una manera compasiva.

LETICIA. No lo he pensado nunca, pero supongo que sí, que tengo ideas morales, como todo el mundo.

NICOLE. ¿Las de todo el mundo?

LETICIA. Tampoco lo sé. Tendría que pensarlo.

NICOLE. ¿Ha leído la novela? ¿Qué piensa de su protagonista?

LETICIA. Me desazona. ¡Se comporta de una manera tan distinta de lo normal!

NICOLE. (Con voz segura.) Sí. No es normal que una mujer defienda su libertad hasta tales extremos. Es más bien excepcional.

LETICIA. Me explico que quiera tener voluntariamente un niño. Eso le pasa a cualquier mujer. ¡Pero que se deshaga de él de esa manera…! Es inhumano.

NICOLE. Las ideas sobre lo que es humano y sobre lo que deja de serlo son variables. Cada tiempo tiene las suyas. Comprendo que mi protagonista se anticipa a lo que un día será corriente, pero hay ya muchas mujeres que piensan lo mismo. Son las pioneras de un mundo que no existe aún, heroínas solitarias de la libertad femenina. ¡Liberarse de todo, hasta de la biología! Ya pueden ser madres sin coito; llegaremos a serlo sin parto.

LETICIA. ¿Ha conocido usted a su heroína?

NICOLE. (Con voz firme.) Yo soy mi heroína.

LETICIA. (Confusa.) ¡Ah!

NICOLE. Llevo a la práctica mis convicciones, que están de acuerdo con mis sentimientos. Lo que pienso no es más que la expresión de lo que siento.

LETICIA. No lo entiendo muy bien. Yo siento de otra manera. Probablemente soy una mujer vulgar.

NICOLE. ¿No desea ser libre?

LETICIA. Creo serlo.

NICOLE. ¿Cree serlo porque vive con un hombre sin estar casada con él?

LETICIA. Entre otras cosas.

NICOLE. Hay muchas mujeres que piensan que la libertad consiste en rechazar el matrimonio, pero no la unión estable, sin darse cuenta de que, en el fondo, es lo mismo. Una convención más.

LETICIA. En todo caso, le aseguro que nunca me he propuesto esas cuestiones. Creo haber obrado siguiendo los impulsos de mi corazón más que los consejos de mi cabeza. Ya sé que está mal, que es peligroso. Pero le aseguro que no me repugnaría casarme. Carezco de prejuicios contra el matrimonio.

NICOLE. ¿Cree usted en el amor?

LETICIA. Lo siento, y estoy muy contenta. Soy bastante feliz.

NICOLE. ¡Bastante feliz! ¿No piensa que hay que sacrificar la felicidad al deber?

LETICIA. ¿A qué deber?

NICOLE. Al de la libertad. Mi protagonista pudiera haber sido feliz de esa manera. ¡Un hombre y un hijo! Lo que apetecen casi todas las mujeres. Pero ella es distinta. Ella cree y ama su propia libertad, y la ejerce hasta el final.

LETICIA. Yo no lo necesito. Estoy muy contenta así.

NICOLE. ¿Sometida a un hombre?

LETICIA. No me siento sometida en absoluto.

NICOLE. Pero usted ama, y amar es someterse.

LETICIA. No lo he pensado nunca, pero, en todo caso, es una sumisión recíproca.

NICOLE. Ése es el subterfugio con que se justifican los que creen amarse. Pero sólo vale mientras sienten que el amor existe. Un día, comprenden…, el amor se desvanece. Queda la vergüenza de la sumisión.

LETICIA. No he pasado aún por ese trance.

NICOLE. ¡Y aunque no pasara usted nunca! Hay quien vive engañado la vida entera, pero eso no quita que el amor sea un engaño. El enamorado cree que recibe del amado lo que no podría recibir de otro, pero en esto radica el error. Cualquier otro hombre puede dar a una mujer lo que le da su amante, y viceversa. Es una prueba a la que sólo se someten algunas mujeres excepcionales, capaces de afrontar el desencanto, por muy desolador que parezca. Yo, cuando era joven, me enamoré e hice la prueba. Se me cayó la venda de los ojos. Lo que recibí del segundo hombre no estaba en ninguno de ellos, sino dentro de mí. La felicidad la llevamos en nuestro cuerpo, y el hombre, cualquier hombre, no es más que un instrumento.

LETICIA. Soy muy distinta, se lo aseguro. Por nada del mundo, cambiaría a Froilán por otro hombre, ni aun el más hermoso. La fidelidad me hace feliz.

NICOLE. (Se ríe.) ¡La fidelidad! Otro mito.

A la imagen del café de Florián se superpone la de la mar, junto al muelle: surcada de góndolas y vapores, y una lejanía de islas azules. Leticia pasea sola, se detiene, contempla las aguas plateadas.

LETICIA. (En la silla.) No olvidaré nunca aquella mañana. Froilán me había enseñado a comprender la belleza de la mar y el cielo grises, de las nieblas ligeras. Me decía que, si fuera acuarelista, pintaría aquellos paisajes así, porque el arte de la acuarela es el más adecuado por la levedad de sus tintas. Pero el recuerdo de Nicole se interponía, me estorbaba. No sabía por qué estaba medrosa, como a quien amenazan con robarle su tesoro, o, lo que es peor, con destruirlo.

UXÍO. Aquella Nicole debía de ser poco más que una mujer de ideas, una propagandista. Lo mismo que te dije a ti se lo hubiera dicho a cualquier otra muchacha, en cualquier situación sentimental. Son gentes que hablan como gramófonos, o como libros abiertos.

LETICIA. No. Había algo personal…, apasionado. Lo sentía. Algo así como un odio, y un placer en la destrucción.

UXÍO. Lo crees porque lo imaginas, y porque es lo que entonces temías.

LETICIA. No, Nicole miraba especialmente mis pechos, los miraba con envidia. Ella no los tenía. Su pecho parecía el de un muchacho.

UXÍO. Eso no pasa de vanidad. ¡Hay muchas mujeres con pechos como los tuyos!

LETICIA. Sí, y más hermosos también, pero ése no era el caso de Nicole. Me tenía envidia por mis pechos y también porque yo era feliz. Y quería que no lo fuese. Aquella mañana me dejó atemorizada. Cuando nos encontramos Froilán y yo, me eché a sus brazos, creo que llorando, y le pedí que me quisiese siempre. Le tuve que contar lo que había sucedido. Él me dijo: «No debes volverla a ver. Dejaremos de ir al Florián, ya buscaremos un lugar donde encontrarnos, aunque no sea tan hermoso.» Y me hizo una pregunta extraña: «¿Estás segura de que Nicole existe? ¿No será como Melitón, algo que te viene de dentro y que tú crees de fuera?» Y, después de pensarlo tristemente, añadió: «Eso sería terrible.» Le tranquilicé asegurándole que Nicole no era ni un fantasma ni una fantasía. Se quedó más tranquilo, pero repitió que no volviera a verla, que no volviese a hablar con ella.

UXÍO. Con lo cual le dabais la razón a Nicole. Tú obedecías a Froilán, estabas sometida a él.

LETICIA. ¡Lo hacía para conservar lo que era nuestro! ¿No comprendes que, si yo siguiese escuchando a Nicole, acabaría por escaparme?

UXÍO. En todo lo que dices hay algo de verdad, pero exageras.

LETICIA. Eso no es más que tu punto de vista. Las cosas son como las siente el que las sufre. El que las ve desde fuera no puede conocer la realidad de su verdad.

UXÍO. Como frase, no está mal. «La realidad de su verdad», ¡casi nada! ¿Quién sabe lo que es real y lo que es verdadero? Todo ese lío de Melitón probablemente es verdadero, pero no real. Espero que me entiendas.

LETICIA. No.

UXÍO. Quizá sea mejor así, porque, si me entendieras, me vería obligado a entenderme a mí mismo, y eso no me lo he propuesto todavía. No hay nada tan entretenido como saber que se es misterio, que el misterio está aquí, y que un día cualquiera se puede entrar en él, explorarlo. Un día cualquiera. A lo mejor, nunca.

Leticia le contempla, contempla el esquema de Uxío Preto, que aparece sobre las sombras. No responde. Hay un momento de silencio. Un momento en que todo puede acabar, hasta el mundo.

UXÍO. ¿Os librasteis por fin de Nicole?

LETICIA. Durante algún tiempo, un mes, quizás, un mes hermoso. Dejamos de ir al Florián. Froilán había hallado un café pequeñito en una plaza recoleta, un café al que iban parejas modestas y sencillas. Allí pasábamos muchas horas: él me leía lo que iba escribiendo de la novela y, a veces, discutíamos un pasaje, o un acontecimiento. Lo más importante fue que Julieta murió asesinada y que inmediatamente desapareció el doble de Betina. Esto no lo había planeado Froilán, sino que se le ocurrió súbitamente, en el momento mismo en que el puñal entraba en el corazón de Julieta.

UXÍO. Es uno de los mejores momentos de la novela. ¡Ya lo creo! El sicario, un arlequín cualquiera, se acerca a Julieta disfrazada, la invita a bailar. Al enlazarla, le hunde el puñal y se escurre. Julieta cae muerta, se arma el alboroto, que el asesino aprovecha para huir. Lo de siempre en Carnaval.

LETICIA. Y Froilán dijo, de pronto: «¡Con Julieta se muere el doble de Betina!»

UXÍO. Sí. Es un acierto y, sobre todo, una comodidad. ¡Froilán ya no sabía qué hacer con él! Las relaciones entre los hermanos gemelos son siempre difícilmente comprensibles, y mucho más difícilmente explicables, sobre todo en este caso de palabras cruzadas.

LETICIA. La verdad es que Julieta Cornaro murió asesinada en un baile. Lo halló Froilán en los archivos, en esas crónicas secretas que se guardan en los archivos. Lo que él inventó fue la trama que conduce al asesinato.

UXÍO. Una trama de verdadero folletín, pero esto creo haberlo dicho ya. Sí, lo dije, aunque quizá de otra manera.

LETICIA. En realidad existieron muchas historias folletinescas. Froilán había descubierto tres o cuatro más en los archivos. Amores, muertes, traiciones. Froilán decía que la realidad es independiente del gusto literario, que es inverosímil y truculenta.

UXÍO. (Irónico.) Sobre todo en Venecia. (Pausa.) De todos modos, mucho hace falta en Venecia para que la realidad sea estéticamente tolerable. (Unos instantes de silencio.) Supongo que, al quedarse la historia sin dobles, al quedar sola Betina, libre de tentaciones en su convento, Melitón habrá desaparecido para siempre.

LETICIA. (Con un suspiro.) Eso creíamos. Estábamos muy contentos, con la novela terminada y sin las intromisiones de Melitón. Nos sentíamos felices. Hicimos algunos viajes por los alrededores de Venecia. Fue una ocurrencia repentina. «¿Por qué no vamos a tal sitio y a tal otro?» Froilán quería ver el sepulcro de don Carlos, el pretendiente, que está enterrado en Trieste, en una iglesita en la cima de un monte. Sus antepasados habían sido carlistas.

UXÍO. Uno jamás es responsable de lo que fueron los antepasados, y no hay por qué ser leales a sus ideas. Espero que Froilán haya visitado el sepulcro de don Carlos por mera curiosidad.

LETICIA. Habíamos subido por la mañana, paseando, unas cuestas terribles. Hacía calor. Al hallarnos de vuelta en la ciudad, yo quise tomar un helado. Fue una ocurrencia impensada y maldita. Apareció Nicole.

UXÍO. ¿Nicole? Casi la había olvidado.

LETICIA. Se nos acercó sonriente, me saludó muy cariñosa. «¡Pues qué casualidad tan grata! ¿Me presenta usted a su amigo? Ya sé que es escritor como yo.» Le tendí la mano antes de que Froilán se hubiera levantado. Cuando lo hizo, cuando saludó a Nicole, observé con terror que le habían cambiado la cara y la voz.

Lo que ahora se perfila en las sombras, y se aclara por momentos, es el interior de una heladería en Trieste. En realidad, lo que se ve claramente es la mesilla a la que está sentada Leticia, a la que Nicole se ha acercado, de la que se levanta Froilán. Se dan la mano.

NICOLE. Tenía verdadero interés en conocerle y en hablar con usted. Supongo que Leticia le habrá contado quién soy. Es una muchacha encantadora.

FROILÁN. (Sombrío.) Sí. Yo también deseaba conocerla. Me alegro mucho de que haya aparecido.

Leticia le mira estupefacta y advierte el cambio de la fisonomía y de la voz.

LETICIA. (Con miedo reprimido.) ¡Froilán!

FROILÁN. Melitón, en realidad Melitón. Me llamo Melitón, señora, Melitón Losada. Y tengo el mayor interés en escuchar lo que piensa de la liberación de las mujeres. Porque yo, pensando exactamente igual, espero que la liberación que se alcance sea doble. También la de los hombres.

NICOLE. Los hombres ya son libres.

MELITÓN. En apariencia. No es más que una apariencia. El engaño del amor nos afecta a los dos sexos. Es un fenómeno compartido, del que tardaremos en librarnos años, quizá decenios. Yo no llegaré a alcanzarlo, probablemente, aunque, como individuo, no lo parezca. Yo soy ya libre.

LETICIA. (Puesta en pie.) ¡Froilán!

Leticia se levanta y sale despavorida de la tienda donde se venden y consumen los helados. Nicole la contempla sin demasiada sorpresa: en el fondo se explica la huida. Melitón sonríe.

La visión triestina desaparece.

LETICIA. (En la silla.) Me refugié en el hotel, allí escondí mi llanto. Me daba perfecta cuenta de lo que había pasado. Froilán regresó también, algún tiempo después. No era Melitón, sino él. Venía compungido y confuso. Tuve que explicarle lo que había sucedido. Me dijo que debíamos huir, y aquella misma noche tomamos un tren para Venecia. Nuestro temor eran los tratos que Melitón hubiera hecho con Nicole: Melitón se había apoderado de tal manera de la personalidad de Froilán que éste no recordaba nada de lo hablado. De pronto dijo: «¡Vámonos a Roma!» No supo explicarme por qué se le había ocurrido, tan de repente, aquel viaje. «¿Y por qué no a España? A España es seguro que no nos seguirá ella.» «Tampoco a Roma. Vámonos ahora mismo.» Improvisamos el viaje, dejamos tirados todos nuestros proyectos venecianos. Y en Roma nos escondimos en un hotelito de la calle dei Greci, del que no salíamos más que para comer en algún restaurante o taberna de los alrededores, siempre juntos, como si el ir cogidos del brazo, apoyando en el del otro el miedo de cada uno, nos protegiera. Y así estuvimos, no sé, una semana o diez días. Lo que hacíamos era repasar la novela desde el principio, introducir pequeñas correcciones, pequeñas reformas. Una vez me dijo: «Siento como si me fuera invadiendo todo lo que de mí mismo puse en estas páginas.» No entendí lo que quería decir…

UXÍO. En todo esto hay mucha literatura. La transfusión de la personalidad a una obra de arte es una ocurrencia vieja; una invención por lo tanto, poco original.

LETICIA. ¿Qué más da? En este caso era cierta. Conforme repasaba la novela le iba cambiándole el talante, se iba poniendo triste, como el que tiene encima remordimiento.

UXÍO. La novela, en realidad, es una caricatura de los temas de personalidad múltiple. Una parodia, no un drama, quizá también una pesadilla. Todo es imaginativo e irónico, y ése es su mérito, precisamente.

LETICIA. Pero el hecho es que Froilán cambiaba conforme la leía, como si de verdad algo de la novela volviese a él. Incluso alguna vez perdió los modales, ¡él, siempre tan cariñoso! Una mañana, inesperadamente, me dijo que tenía que ir a la Embajada, él solo. Me disgustó, intenté disuadirlo, pero acabó imponiéndose casi a la fuerza, con palabras y gestos desconocidos. «Tengo que ir. No puedo explicarte a qué.» Le contemplé desde la ventana; por algo de su modo de andar, temí que Melitón hubiera regresado, que le hablase otra vez desde el interior. Pasé una mañana angustiada, temerosa. Volvió al hotel, y no tarde, pero más entristecido aún. Me confesó que no había ido a la Embajada, que se había metido en un café, llevado por sus pensamientos. «Me doy cuenta de que a la novela le falta algo, algo que está en Venecia y no hallo en Roma. Aquí no veo más que la realidad. Me falta el parpadeo de las aguas. Tendremos que volver.» Pretendí discutirle la decisión, llegué a proponerle de nuevo que regresásemos a España, pero él estaba ya determinado, como que había sacado los pasajes del avión para el día siguiente. Telefoneó a Venecia, al hotel del campo de Santo Stefano. Nuestra habitación la habían alquilado. Hubo que seguir telefoneando hasta encontrar otra en un hotel desconocido. Aquélla fue una noche triste. Al día siguiente, cuando íbamos en el avión, silenciosos, me dijo, de repente: «No hemos vuelto a ser felices desde aquella mañana en Trieste»; pero no se le ocurrió reconocer que regresábamos a la causa de la infelicidad.

UXÍO. ¿Quieres dar a entender que Melitón había quedado en Venecia?

LETICIA. No. Quien estaba en Venecia, a quien temía, era a Nicole.

UXÍO. ¿Pensabas que era ella la que atraía a Froilán?

LETICIA. No. Froilán no era atraído, sino que, por el contrario, parecía gobernado por algo que le viniera de dentro, una orden a la que no se podía sustraer, como un hipnotizado.

UXÍO. ¿No te confesó que Melitón estuviera otra vez presente?

LETICIA. Evité hablarle de él, y él no lo mencionó, ni siquiera en Venecia. El hotel donde nos instalamos no estaba mal, era un poco más caro que el otro y estaba en un buen lugar, una placita frente a un cruce de canales; pero la habitación carecía, claro, de recuerdos. Era una habitación cualquiera en cualquier hotel. Él no pareció descontento, dijo que era un buen lugar para trabajar y que lo que se veía desde la ventana era todo lo veneciano que necesitaba para tener en lodo momento conciencia de la ciudad: agua, canales, muros rojizos. Sin embargo, poco escribió allí. Le faltaban unos datos, empezó a ir al archivo, y yo otra vez a esperarle en el café de Florián. En pocos días parecimos volver a nuestra vida anterior. De Nicole nada sabíamos, yo al menos. Hasta que llegó el día aquel en que no vino al café, sin avisarme. Le esperé largo tiempo, otra vez angustiada. Conforme pasaban las horas me crecía el temor. Pasé la tarde y la noche sola, en el hotel; fue esa noche inolvidable que tú no ignoras. Y, a la mañana siguiente, la búsqueda desesperada de su cuerpo. No estaba entre los muertos, pero alguien me dijo, para consolarme: «No desespere. Si se ha ahogado, tardará días.» Pasé aquel día esperándole sin esperanzas, otra noche espantosa. A la mañana siguiente, no sé por qué, fui al café, con mis papeles. Intenté trabajar. No fui capaz. Cuando regresé al hotel, me dijeron que había estado, que se había llevado sus cosas y que había pagado la cuenta. ¡Tuvo esa delicadeza, la última burla de Melitón!

UXÍO. ¿Por qué de Melitón?

LETICIA. Sólo él es responsable. Froilán no era cruel.

UXÍO. De todo lo que acabas de contarme, deduzco que Nicole no influyó para nada en el desenlace de la historia. Es un personaje inútil.

LETICIA. No. Estoy segura de que Froilán la encontró, o de que ella le buscó; que rescató a Melitón, como un monstruo al que un conjuro saca del fondo del mar, que se apoderaron de Froilán, y se fueron juntos. No tengo pruebas, pero algo dentro de mí dice que es cierto.

UXÍO. ¿Tenías dinero?

LETICIA. Sí. Tenía el de mi beca, Pude regresar a España sin problemas. Poco a poco me fui recobrando, pero me queda un dolor. (Levanta la cabeza, busca a Uxío en las sombras, pero de Uxío apenas se percibe el bulto y cierta claridad a la altura del rostro.) ¿Estás ahí?

UXÍO. Sí.

LETICIA. Le amo aún. Si volviera, le perdonaría. El bien que me hizo puede más, en mi corazón, que el daño. En realidad, soy como una obra de él. Cuando me admitió a su lado, yo era una muchacha informe, sin conciencia de mí misma, sin saber lo que quería. Él me moldeó, y no a su gusto, sino como creía que yo debía ser.

UXÍO. Como se hace un personaje literario.

LETICIA. Es posible. Era su oficio. Pero me dejaba en libertad, ya te lo dije antes. Siempre me habló de ser libre, de ser yo. Por eso me dio tanto miedo el personaje de Nicole. Temí que el afán de ser libre me condujese a aquellos extremos que no deseaba.

UXÍO. ¿Te das cuenta de que el personaje de Nicole es también literatura?

LETICIA. Sí. ¿Por qué?

UXÍO. ¿No te da miedo de serlo tú también, de no ser más que eso? Reflexiona un momento. ¿Dónde estás? ¿Por qué estás aquí? ¿Y quién soy yo? ¿Por qué respondes a mis preguntas? Nada de lo que te rodea es real, y es probable que yo tampoco lo sea. ¿Eres tú, por ventura, lo único real del mundo?

LETICIA. No he dicho eso. Pero soy real, tengo conciencia de serlo, aunque es posible que esto no sea más que un sueño, y que tú andes por él… Sí, tiene que ser un sueño. Pero todo lo que te dije es cierto.

Uxío se ha quitado el capuchón y sale de las sombras.

UXÍO. Sí. Un sueño. Probablemente un sueño que necesitabas soñar.

LETICIA. (Se le ha quedado mirando.) Y tú te pareces a Froilán Fiz. Podrías serlo.

UXÍO. Son cosas de los sueños.

Se desvanece Uxío lentamente. Se desvanece también Leticia, las sombras y la luz se acercan, se entremezclan, hasta ser todo la misma nada. Queda un vacío con los ecos de las palabras, unos ecos que se pierden en la distancia incalculable.